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Alex Katz, color y expresividad en el Museo Thyssen

Más de siete décadas de trayectoria y aún en activo. Grandes formatos e impacto visual por lo vibrante de su paleta y la sencillez de sus composiciones. Atmósferas de calma, conexión con su espectador y positividad generadas por las miradas y la presencia de sus retratados. También paisajes en los que prima lo formal y evidencia sus referentes, pero sin dejar de ser fiel a su ánimo pop.  

Octubre de 1994. En una de mis primeras clases como universitario en la facultad de Ciencias de la Información de la Complutense, el profesor de Estética nos recomendó visitar la exposición que entonces albergaba la Galería Marlborough. Sus palabras fueron algo así como “si queréis conocer lo que supone de verdad el color rojo debéis conocer a Alex Katz”. Puedo estar equivocado porque los recuerdos son muy traicioneros, pero la obra que quedó fijada en mi memoria fue Big Red Smile (1994) que, curiosamente, tres años después fue incorporada a la colección permanente del Museo Reina Sofía, en cuya cuarta planta recuerdo haberla disfrutado en numerosas ocasiones.

En lo que quizás me engañen los recuerdos es en mi empeño de haber visto esa sonrisa ilustrando la portada de alguna edición de Tinto de verano de Elvira Lindo. Solicitud de búsqueda a la que Google me responde mostrándome diseños elaborados a partir de otros óleos de Alex Katz por los editores de la escritora, pero no ese en cuya existencia yo me empeño.   

Agosto de 2014. Viena me sorprende al entrar en el Albertina Museum con que la muestra temporal que ofrece a sus visitantes está dedicada a mostrar los dibujos, cartones y pinturas con que cuenta en sus fondos firmados por el neoyorquino nacido en 1928. Me encontré nuevamente con sus frescos, divertidos y coloridos primeros planos como el elegido para ilustrar el cartel promocional, Black Hat #2 (2010), con el que me haría para, ya de vuelta en Madrid, enmarcarlo y despertar a su vera cada mañana.

Anécdotas aparte, lo que más me llamó la atención fueron los trabajos en los que Katz plasmaba sus trayectos en el metro de su ciudad natal. Páginas de cuadernos de un artista en ciernes, a mediados del siglo XX, en las que bocetaba, esquematizaba y sintetizaba los individuos, escenas y relaciones -ya fuera únicamente con el trazo del grafito, ya con bloques de color- que observaba. Apuntes en los que se intuye su capacidad para, con apenas unas líneas, ser capaz de trasladar la identidad y emocionalidad de aquellos en los que se fijaba.

Agosto de 2022. Dos años después de lo previsto, pandemia mediante, Alex Katz vuelve a Madrid por la puerta grande, siendo la estrella estival de la programación del Museo Thyssen. Dominan los grandes formatos y la oportunidad de contrastar cómo ha evolucionado, a la par que mantenido su autenticidad, a lo largo de casi seis décadas. Desde los retratos de su mujer, Ada, en los años 60 en los que queda clara su obsesión por el rojo, a otros que vendrán después con predominio del amarillo, pero también de tonalidades oscuras como las del azul y el negro.

Aunque plenamente figurativo, su uso del color recuerda más a la emotividad de la abstracción, siendo sus personajes los que evocan el pop art con un ser y estar, elegancia y naturalidad, etiquetable como típicamente neoyorquino. A lo que ya conocía, y que he vuelto a ver en esta nueva lectura de la creación de Alex Katz, el comisariado de Guillermo Solana, director artístico del Museo Thyssen, lo ha ampliado con sus creaciones grupales. Sin embargo, más que destacar la unión y conexión entre los caracteres que supuestamente habitan estos lienzos, lo que prima es su individualidad, haciendo del espacio -bien definido, bien etéreo-, unas coordenadas más coincidentes que compartidas. Complementarios a estos son aquellos en que una misma figura aparece sucesivamente en una suerte de estudios sobre gestualidad y expresividad.

La otra vertiente artística de Alex Katz con la que podemos recrearnos hasta el próximo 11 de septiembre son sus paisajes. Panorámicas serenas y fijaciones en la profusión arbórea con ecos impresionistas. Precisamente menciona a Monet en algún título que se podría ligar con la última etapa del francés que le convertiría, posteriormente, en precursor de la abstracción, asunto al que el propio Thyssen ya le dedicó una exposición en 2010. Imágenes también evocadoras de la definición y la limpieza compositiva de la estampa japonesa, así como miradas no tan sosegadas en las que se recrea en la consecución de las formas a través de la aplicación, el movimiento y la presión del pincel sobre la superficie de la tela. 

Alex Katz, Museo Nacional Thyssen-Bornemisza (Madrid), hasta el 11 de septiembre de 2022.

23 de abril, un año de lecturas

365 días después estamos de nuevo en el día del libro, homenajeando a este bendito invento y soporte con el que nos evadimos, conocemos y reflexionamos. Hoy recordamos los títulos que nos marcaron, listamos mentalmente los que tenemos ganas de leer y repasamos los que hemos hecho nuestros en los últimos meses. Estos fueron los míos.

Concluí el 23 de abril de 2020 con unas páginas de la última novela de Patricia Highsmith, Small g: un idilio de verano. No he estado nunca en Zúrich, pero desde entonces imagino que es una ciudad tan correcta y formal en su escaparatismo, como anodina, bizarra y peculiar a partes iguales tras las puertas cerradas de muchos de sus hogares. Le siguió mi tercer Harold Pinter, The Homecoming. Nada como una reunión familiar para que un dramaturgo buceé en lo más visceral y violento del ser humano. Volví a Haruki Murakami con De qué hablo cuando hablo de correr, ensayo que satisfizo mi curiosidad sobre cómo combina el japonés sus hábitos personales con la disciplina del proceso creativo.  

Amin Maalouf me dio a conocer su visión sobre cómo se ha configurado la globalidad en la que vivimos, así como el potencial que tenemos y aquello que debemos corregir a nivel político y social en El naufragio de las civilizaciones. Después llegaron dos de las primeras obras de Arthur Miller, The Golden Years y The Man Who Had All The Luck, escritas a principios de la década de 1940. En la primera utilizaba la conquista española del imperio azteca como analogía de lo que estaba haciendo el régimen nazi en Europa, en un momento en que este resultaba atractivo para muchos norteamericanos. La segunda versaba sobre un asunto más moral, ¿hasta dónde somos responsables de nuestra buena o mala suerte?

Le conocía ya como fotógrafo, y con Mis padres indagué en la neurótica vida de Hervé Guibert. Con Asalto a Oz, la antología de relatos de la nueva narrativa queer editada por Dos Bigotes, disfruté nuevamente con Gema Nieto, Pablo Herrán de Viu y Óscar Espírita. Cambié de tercio totalmente con Cultura, culturas y Constitución, un ensayo de Jesús Prieto de Pedro con el que comprendí un poco más qué papel ocupa ésta en la cúspide de nuestro ordenamiento jurídico. The Milk Train Doesn´t Stop Here Anymore fue mi dosis anual de Tennessee Williams. No está entre sus grandes textos, pero se agradece que intentara seguir innovando tras sus genialidades anteriores.

Helen Oyeyemi llegó con buenas referencias, pero El señor Fox me resultó tedioso. Afortunadamente Federico García Lorca hizo que cambiara de humor con Doña Rosita la soltera. Con La madre de Frankenstein, al igual que con los anteriores Episodios de una guerra interminable, caí rendido a los pies de Almudena Grandes. Que antes que buen cineasta, Woody Allen es buen escritor, me quedó claro con su autobiografía, A propósito de nada. Bendita tú eres, la primera novela de Carlos Barea, fue una agradable sorpresa, esperando su segunda. Y de la maestra y laboriosa mano teatral de George Bernard Shaw ahondé en la vida, pensamiento y juicio de Santa Juana (de Arco).

Una palabra tuya me hizo fiel a Elvira Lindo. Más vale tarde que nunca. La sacudida llegó con Voces de Chernóbil de Svetlana Alexiévich, literatura y periodismo con mayúsculas, creo que no lo olvidaré nunca. Tras verlo representado varias veces, me introduje en la versión original de Macbeth, en la escrita por William Shakespeare. Bendita maravilla, qué ganas de retornar a Escocia y sentir el aliento de la culpa. Siempre reivindicaré a Stephen King como uno de los autores que me enganchó a la literatura, pero no será por ficciones como Insomnia, alargada hasta la extenuación. Tres hermanas fue tan placentero como los anteriores textos de Antón Chéjov que han pasado por mis manos, pena que no me pase lo mismo con la mayoría de los montajes escénicos que parten de sus creaciones.

Me sentí de nuevo en Venecia con Iñaki Echarte Vidarte y Ninguna ciudad es eterna. Gracias a él llegó a mis manos Un hombre de verdad, ensayo en el que Thomas Page McBee reflexiona sobre qué implica ser hombre, cómo se ejerce la masculinidad y el modo en que es percibida en nuestro modelo de sociedad. The Inheritance, de Matthew López, fue quizás mi descubrimiento teatral de estos últimos meses, qué personajes tan bien construidos, qué tramas tan genialmente desarrolladas y qué manera tan precisa de describir y relatar quiénes y cómo somos. Posteriormente sucumbí al mundo telúrico de las pequeñas mujeres rojas de Marta Sanz, y prolongué su universo con Black, black, black. Con Tío Vania reconfirmé que Chéjov me encanta.

Sergio del Molino cumplió las expectativas con las que inicié La España vacía. Acto seguido una apuesta segura, Alberto Conejero. Los días de la nieve es un monólogo delicado y humilde, imposible no enamorarse de Josefina Manresa y de su recuerdo de Miguel Hernández. Otro autor al que le tenía ganas, Abdelá Taia. El que es digno de ser amado hará que tarde o temprano vuelva a él. Henrik Ibsen supo mostrar cómo la corrupción, la injusticia y la avaricia personal pueden poner en riesgo Los pilares de la sociedad. Me gustó mucho la combinación de soledad, incomunicación e insatisfacción de la protagonista de Un amor, de Sara Mesa. Y con los recuerdos de su nieta Marina, reafirmé que Picasso dejaba mucho que desear a nivel humano.

Regresé al teatro de Peter Shaffer con The royal hunt of the sun, lo concluí con agrado, aunque he de reconocer que me costó cogerle el punto. Manuel Vicent estuvo divertido y costumbrista en ese medio camino entre la crónica y la ficción que fue Ava en la noche. Junto al Teatro Monumental de Madrid una placa recuerda que allí se inició el motín de Esquilache que Antonio Buero Vallejo teatralizó en Un soñador para un pueblo. El volumen de Austral Ediciones en que lo leí incluía En la ardiente oscuridad, un gol por la escuadra a la censura, el miedo y el inmovilismo de la España de 1950. Constaté con Mi idolatrado hijo Sisí que Miguel Delibes era un maestro, cosa que ya sabía, y me culpé por haber estado tanto tiempo sin leerle.

La sociedad de la transparencia, o nuestro hoy analizado con precisión por Byung-Chul Han. Masqué cada uno de los párrafos de El amante de Marguerite Duras y prometo sumergirme más pronto que tarde en Andrew Bovell. Cuando deje de llover resultó ser una de esas constelaciones familiares teatrales con las que tanto disfruto. Colson Whitehead escribe muy bien, pero Los chicos de la Nickel me resultó demasiado racional y cerebral, un tanto tramposo. Acabé Smart. Internet(s): la investigación pensando que había sido un ensayo curioso, pero el tiempo transcurrido me ha hecho ver que las hipótesis, argumentos y conclusiones de Frédéric Martel me calaron. Y si el guión de Las amistades peligrosas fue genial, no lo iba a ser menos el texto teatral previo de Christopher Hampton, adaptación de la famosa novela francesa del s.XVIII.   

Terenci Moix que estás en los cielos, seguro que El arpista ciego está junto a ti. Lope de Vega, Castro Lago y Arthur Schopenhauer, gracias por hacerme más llevaderos los días de confinamiento covidiano con vuestros Peribáñez y el comendador de Ocaña, cobardes y El arte de ser feliz. Con Lo prohibido volví a la villa, a Pérez Galdós y al Madrid de Don Benito. Luego salté en el tiempo al de La taberna fantástica de Alfonso Sastre. Y de ahí al intrigante triángulo que la capital formaba con Sevilla y Nueva York en Nunca sabrás quién fui de Salvador Navarro. El Canto castrato de César Aira se me atragantó y con la Eterna España de Marco Cicala conocí los porqués de algunos episodios de la Historia de nuestro país.

Lo confieso, inicié How to become a writer de Lorrie Moore esperando que se me pegara algo de su título por ciencia infusa. Espero ver algún día representado The God of Hell de Sam Shepard. Shirley Jackson hizo que me fuera gustando Siempre hemos vivido en el castillo a medida que iba avanzando en su lectura. Master Class, Terrence McNally, otro autor teatral que nunca defrauda. Desmonté algunas falsas creencias con El mundo no es como crees de El órden mundial y con Glengarry Glen Ross satisfice mis ansiosas ganas de tener nuevamente a David Mamet en mis manos. Y en la hondura, la paz y la introspección del Hotel Silencio de la islandesa de Auður Ava Ólafsdóttir termino este año de lecturas que no es más que un punto y seguido de todo lo que literariamente está por venir, vivir y disfrutar desde hoy.

10 novelas de 2020

Publicadas este año y en décadas anteriores, ganadoras de premios y seguro que candidatas a próximos galardones. Historias de búsquedas y sobre la memoria histórica. Diálogos familiares y continuaciones de sagas. Intimidades epistolares y miradas amables sobre la cotidianidad y el anonimato…

“No entres dócilmente en esa noche quieta” de Rodrigo Menéndez Salmón. Matar al padre y resucitarlo para enterrarlo en paz. Un sincero, profundo y doloroso ejercicio freudiano con el que un hijo pone en negro sobre blanco los muchos grises de la relación con su progenitor. Un logrado y preciso esfuerzo prosaico con el que su autor se explora a sí mismo con detenimiento, observa con detalle el reflejo que le devuelve el espejo y afronta el diálogo que surge entre los dos.

“El diario de Edith” de Patricia Highsmith. Un retrato de la insatisfacción personal, social y política que se escondía tras la sonrisa y la fotogenia de la feliz América de mediados del siglo XX. Mientras Kennedy, Lyndon B. Johnson y Nixon hacían de las suyas en Vietnam y en Sudamérica, sus ciudadanos vivían en la bipolaridad de la imagen de las buenas costumbres y la realidad interior de la desafección personal, familiar y social.

“Mis padres” de Hervé Guibert. Hay escritores a los imaginamos frente a la página en blanco como si estuvieran en el diván de un psicólogo. Algo así es lo que provoca esta sucesión de momentos de la vida de su autor, como si se tratara de una serie fotográfica que recoge acontecimientos, pensamientos y sensaciones teniendo a sus progenitores como hilo conductor, pero también como excusa y medio para mostrarse, interrogarse y dejarse llevar sin convenciones ni límites literarios ni sociales.

“Como la sombra que se va” de Antonio Muñoz Molina. Los diez días que James Earl Gray pasó en Lisboa en junio de 1968 tras asesinar a Martin Luther King nos sirven para seguir una doble ruta. Adentrarnos en la biografía de un hombre que caminó por la vida sin rumbo y conocer la relación entre Muñoz Molina y esta ciudad desde su primera visita en enero de 1987 buscando inspiración literaria. Caminos que enlaza con extraordinaria sensibilidad y emoción con otros como el del movimiento de los derechos civiles en EE.UU. o el de su propia maduración y evolución personal.

“La madre de Frankenstein” de Almudena Grandes. El quinto de los “Episodios de una guerra interminable” quizás sea el menos histórico de todos los publicados hasta ahora, pero no por eso es menos retrato de la España dibujada en sus páginas. Personajes sólidos y muy bien construidos en una narrativa profunda en su recorrido y rica en detalles y matices, en la que todo cuanto incluye y expone su autora constituye pieza fundamental de un universo literario tan excitante como estimulante.

«El otro barrio» de Elvira Lindo. Una pequeña historia que alberga todo un universo sociológico. Un relato preciso que revela cómo lo cotidiano puede esconder realidades, a priori, inimaginables. Una narración sensible, centrada en la brújula emocional y relacional de sus personajes, pero que cuida los detalles que les definen y les circunscriben al tiempo y espacio en que viven.

“pequeñas mujeres rojas” de Marta Sanz. Muchas voces y manos hablando y escribiendo a la par, concatenándose y superponiéndose en una historia que viene y va desde nuestro presente hasta 1936 deconstruyendo la realidad, desvelando la cara oculta de sus personajes y mostrando la corrupción que les une. Una redacción con un estilo único que amalgama referencias y guiños literarios y cinematográficos a través de menciones, paráfrasis y juegos tan inteligentes y ácidos como desconcertantes y manipuladores.

“Un amor” de Sara Mesa. Una redacción sosegada y tranquila con la que reconocer los estados del alma y el cuerpo en el proceso de situarse, conocerse y comunicarse con un entorno que, aparentemente, se muestra tal cual es. Una prosa angustiosa y turbada cuando la imagen percibida no es la sentida y la realidad da la vuelta a cuanto se consideraba establecido. De por medio, la autoestima y la dignidad, así como el reto que supone seguir conociéndonos y aceptándonos cada día.

“84, Charing Cross Road” de Helene Hanff. Intercambio epistolar lleno de autenticidad y honestidad. Veinte años de cartas entre una lectora neoyorquina y sus libreros londinenses que muestran la pasión por los libros de sus remitentes y retratan la evolución de los dos países durante las décadas de los 50 y los 60. Una pequeña obra maestra resultado de la humildad y humanidad que destila desde su primer saludo hasta su última despedida.

“Los chicos de la Nickel” de Colson Whitehead. El racismo tiene muchas manifestaciones. Los actos y las palabras que sufren las personas discriminadas. Las coordenadas de vida en que estos les enmarcan. Las secuelas físicas y psíquicas que les causan. La ganadora del Premio Pulitzer de 2020 es una novela austera, dura y coherente. Motivada por la exigencia de justicia, libertad y paz y la necesidad de practicar y apostar por la memoria histórica como medio para ser una sociedad verdaderamente democrática.

"El otro barrio" de Elvira Lindo

Una pequeña historia que alberga todo un universo sociológico. Un relato preciso que revela cómo lo cotidiano puede esconder realidades, a priori, inimaginables. Una narración sensible, centrada en la brújula emocional y relacional de sus personajes, pero que cuida los detalles que les definen y les circunscriben al tiempo y espacio en que viven.

Los barrios residenciales de las grandes ciudades, aquellos en los que vive la gente humilde, la que no tiene más que lo justo para llegar a final de mes, suelen pasar completamente desapercibidos. Suburbios que sabemos que existen, pero desde fuera se les contempla como lugares ajenos, no importa quién ni por qué se establece en ellos, qué tipo de vida siguen ni qué aspiraciones tienen. Vallecas es uno de esos distritos, tan grande o más que muchas capitales de provincia y a donde, durante décadas, llegaron muchos buscando una oportunidad con la que labrarse un futuro digno.

Cuando Elvira Lindo publicó El otro barrio en 1998 esto era aún más evidente, tal y como transmiten sus páginas. De un lado el costumbrismo y la tradición representados por los mayores, por unos hábitos que les conectaban con la ruralidad de la que muchos procedían, por su manera conservadora de pensar y su proceder consecuente. Y por el otro la modernidad y la adaptación a los nuevos tiempos de sus descendientes, de una juventud que quería conocer, aprender y experimentar, que ya no se conformaba con lo que le había tocado.

Esa es la atmósfera en la que creció el adolescente Ramón Fortuna, el joven que comienza apocado esta novela y que por capricho de las carambolas del destino se ve envuelto en unos acontecimientos que harán que su vida no vuelva a ser la misma. Un punto de inflexión del que Lindo se sirve para ahondar tras la superficie de esa identidad que nos arrojamos o nos imponen para sentir que pertenecemos, a una familia primero y a una comunidad más amplia después. Una realidad aparentemente espontánea, pero también una elaborada construcción tras las que nos refugiamos, o de la que deseamos huir, por miedo a mostrarnos tal y como somos cuando no cumplimos el canon dispuesto por las normas sociales y los referentes que no nos atrevemos a poner en duda.

Esa verdad no dicha, no mostrada o no compartida es la que la creadora de Manolito Gafotas va poco a poco, y con sumo tacto, mostrando. Respetando el ritmo de los acontecimientos que hace que sus personajes descubran lo que no imaginaban, los paréntesis que se toman para asumir lo conocido y las pausas que necesitan para integrar lo descubierto o lo que ya no pueden simular ignorar por más tiempo. Y en el caso de Ramón, en el marco de una edad en que no se cuenta con el prisma adecuado para observar, evaluar y medir lo que está ocurriendo. Lo infantil ya quedó atrás y aunque se está en el camino de la adultez, la responsabilidad que esta implica aun resulta demasiado grande y abrumadora.

Líneas rojas y estrechas sobre la que discurre El otro barrio, pero manteniéndose firme en un trazado salpicado de referencias cinematográficas y literarias en el que su autora integra con solvencia los conflictos personales de cada una de las personas que habitan este microcosmos y desarrollando hábilmente las tramas aisladas, paralelas y cruzadas a que dan pie.

El otro barrio, Elvira Lindo, 1998, Seix Barral.

23 de abril, día del libro

Este año no recordaremos la jornada en que fallecieron Cervantes y Shakespeare regalando libros y rosas, asistiendo a encuentros, firmas, presentaciones o lecturas públicas, hojeando los títulos que muchas librerías expondrán a pie de calle o charlando en su interior con los libreros que nos sugieren y aconsejan. Pero aun así celebraremos lo importantes y vitales que son las páginas, historias, personajes y autores que nos acompañan, guían, entretienen y descubren realidades, experiencias y puntos de vista haciendo que nuestras vidas sean más gratas y completas, más felices incluso.

De niño vivía en un pueblo pequeño al que los tebeos, entonces no los llamaba cómics, llegaban a cuenta gotas. Los que eran para mí los guardaba como joyas. Los prestados los reproducía bocetándolos de aquella manera y copiando los textos de sus bocadillos en folios que acababan manoseados, manchados y arrugados por la cantidad de veces que volvía a ellos para asegurarme que Roberto Alcazar y Pedrín, El Capitan Trueno y Mortadelo y Filemón seguían allí donde les recordaba.

La primera vez que pisé una biblioteca tenía once años. Me impresionó. Eran tantas las oportunidades que allí se me ofrecían que no sabía de dónde iba a sacar el tiempo que todas ellas me requerían, así que comencé por los Elige tu propia aventura y los muchos volúmenes de Los cinco y Los Hollister. Un par de años después un amigo me habló con tanta pasión de Stephen King que despertó mi curiosidad y me enganché al ritmo de sus narraciones, la oscuridad de sus personajes y la sorpresas de sus tramas.

Le debo mucho a los distintos profesores de lengua y literatura que tuve en el instituto. Por descubrirme a Miguel Delibes, cada cierto tiempo vuelvo a El camino y Cinco horas con Mario. Por hacerme ver la comedia, el drama y la mil y una aventuras de El Quijote. Por introducirme en el universo teatral de Romeo y Julieta, Fuenteovejuna o Luces de bohemia. Por darme a conocer el pasado de Madrid a través de Tiempo de silencio y La colmena antes de que comenzara a vivir en esta ciudad.

Tuve un compañero de habitación en la residencia universitaria con el que leer se convirtió en una experiencia compartida. Él iba para ingeniero de telecomunicaciones y yo aspiraba a cineasta, pero mientras tanto intercambiábamos las impresiones que nos producían vivencias decimonónicas como las de Madame Bovary y Ana Karenina. Por mi cuenta y riego, y con el antecedente de sus inmortales del cine, me sumergí placenteramente en el hedonismo narrativo de Terenci Moix. El verbo de Antonio Gala me llevó al terremoto de su pasión turca y la admiración que sentí la primera vez que escuché a Almudena Grandes, y que me sigue provocando, a su Malena es un nombre de tango.

Y si leer es una manera de viajar, callejear una ciudad leyendo un título ambientado en sus calles y entre su gente hace la experiencia aún más inmersiva. Así lo sentí en Viena con La pianista de Elfriede Jelinek, en Lisboa con Como la sombra que se va de Antonio Muñoz Molina, en Panamá con Las impuras de Carlos Wynter Melo o con Rafael Alberti en Roma, peligro para caminantes. Pero leer es también un buen método para adentrarse en uno mismo. Algo así como lo que le pasaba a la Alicia de Lewis Carroll al atravesar el espejo, me ocurre a mí con los textos teatrales. La emocionalidad de Tennessee Williams, la reflexión de Arthur Miller, la sensibilidad de Terrence McNally, la denuncia política de Larry Kramer

No suelo de salir de casa sin un libro bajo el brazo y no llevo menos de dos en su interior cuando lo hago con una maleta. Y si las librerías me gustan, más aún las de segunda mano, a la vida que per se contiene cualquier libro, se añade la de quien ya los leyó. No hay mejor manera de acertar conmigo a la hora de hacerme un regalo que con un libro (así llegaron a mis manos mi primeros Paul Auster, José Saramago o Alejandro Palomas), me gusta intercambiar libros con mis amigos (recuerdo el día que recibí la Sumisión de Michel Houellebecq a cambio del Sebastián en la laguna de José Luis Serrano).

Suelo preguntar a quien me encuentro qué está leyendo, a mí mismo en qué título o autor encontrar respuestas para determinada situación o tema (si es historia evoco a Eric Hobsbawn, si es activismo LGTB a Ramón Martínez, si es arte lo último que leí fueron las memorias de Amalia Avia) y cuál me recomiendas (Vivian Gornick, Elvira Lindo o Agustín Gómez Arcos han sido algunos de los últimos nombres que me han sugerido).

Sigo a editoriales como Dos Bigotes o Tránsito para descubrir nuevos autores. He tenido la oportunidad de hablar sobre sus propios títulos, ¡qué nervios y qué emoción!, con personas tan encantadoras como Oscar Esquivias y Hasier Larretxea. Compro en librerías pequeñas como Nakama y Berkana en Madrid, o Letras Corsarias en Salamanca, porque quiero que el mundo de los libros siga siendo cercano, lugares en los que se disfruta conversando y compartiendo ideas, experiencias, ocurrencias, opiniones y puntos de vista.

Que este 23 de abril, este confinado día del libro en que se habla, debate y grita sobre las repercusiones económicas y sociales de lo que estamos viviendo, sirva para recordar que tenemos en los libros (y en los autores, editores, maquetadores, traductores, distribuidores y libreros que nos los hacen llegar) un medio para, como decía la canción, hacer de nuestro mundo un lugar más amable, más humano y menos raro.