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El amor, la belleza y la maestría de “Cyrano de Bergerac” de Edmond Rostand

El amor romántico, la belleza interior y un héroe quijotesco son los tres pilares de esta dramaturgia en verso que produce hilaridad y asombro continuo y sin par por las cómicas e ingeniosas respuestas de su protagonista. Un texto que juega con la pompa y boato de mediados del s. XVII francés en que está ambientado, pero con la fluidez narrativa y la hondura en el retrato de sus personajes propia de la literatura de finales del XIX en que fue escrito.  

Como lector, Cyrano me ha parecido maravilloso, divertido, ocurrente, inteligente, una obra maestra. No es lo mío la producción teatral, pero supongo que desde ese punto de vista, sus múltiples, profusas y detalladas propuestas escenográficas (un teatro, un frente de guerra, un convento, una tienda de comestibles, un jardín y una casa con balcón,…), llenas de personajes secundarios manejando toda clase de atrezo (comidas, medios de transporte,…) y vistiendo de manera acorde a sus papeles (soldados, marqueses, burgueses, monjes y monjas,…) debe ser consideradas una locura, algo imposible, poco menos que un suicidio económico.

Imagino que Edmond Rostand pensaba tan a lo grande mientras escribía esta obra que quiso dar a su protagonista cuanto requiriera para hacerle brillar. La realidad es que el nivel literario que alcanzó es tan excelente que hace que las indicaciones técnicas se entiendan más como una prolongación del alto nivel de su historia que como un soporte de la misma, ya que en ningún momento le hacen sombra a la arrogancia y la sensibilidad de Cyrano, los dos elementos en torno a los cuales giran cuanto acontece. Dos pilares que dicen también mucho sobre su personalidad y su comportamiento. Altivo, sarcástico y retador cuando está en ambientes públicos, fundamentalmente entre hombres. Cercano, empático y atento en todo lo que tiene que ver con el único capítulo de su intimidad, Roxana, su prima y la mujer de la que está enamorado.

De igual manera que Cyrano le cede sus palabras a Christian para que este consolide la atracción recíproca que siente por Roxana, Rostand pone a su disposición una retórica en verso que no solo es siempre recurrente y divertida, sino también vivaz y fluida, que encandila, gusta y asombra tanto por la formalidad de su métrica y sus rimas como por lo que dice y sugiere. En ningún momento presenta fisura alguna e hila los cambios de ritmo y atmósfera haciendo crecer la intensidad y alcance de su relato. Algo en lo que supongo tiene mucho que ver la traducción del francés al castellano de Jayme y Laura Campmany de la edición que he tenido entre mis manos (Espasa Calpe, Colección Austral, 2000).

La bravuconería, testosterona y alarde de violencia con que se rigen los ambientes masculinos contrastan con la admiración por la belleza, la multitud de las emociones y la búsqueda estética cuando se trata de acercarse y ganarse el afecto de aquella por la que ambos hombres se sienten atraídos. Dos mundos enfrentados entre los que hace puente –casi de manera real- la nariz de Cyrano, poniendo sobre la mesa la cuestión de la apariencia física y el papel que esta puede determinar a la hora de relacionarse tanto para los agraciados con el don de una buena prestancia, como para los que se encuentran en sus antípodas. Un plano en el conviven sin un orden determinado la belleza interior con la fealdad exterior, el eufemismo de las apariencias, los cánones físicos y una sinceridad pocas veces verbalizada.

No tengo claro si esto hace de Cyrano de Bergerac una obra atemporal, pero lo que está claro es que a pesar de los casi cuatro siglos de vida que aparenta (cuatro de sus actos se sitúan en 1640 y el último en 1655) y de los 120 años reales que tiene (su estreno fue el 27 de diciembre de 1897) su lectura resulta tan fresca y estimulante como seductora y apasionante.

Cyrano de Bergerac, Edmond Rostand, 1897, Ediciones Austral.

10 películas de 2021

Cintas vistas a través de plataformas en streaming y otras en salas. Españolas, europeas y norteamericanas. Documentales y ficción al uso. Superhéroes que cierran etapa, mirada directa al fenómeno del terrorismo y personajes únicos en su fragilidad. Y un musical fantástico.

«Fragmentos de una mujer». El memorable trabajo de Vanessa Kirby hace que estemos ante una película que engancha sin saber muy bien qué está ocurriendo. Aunque visualmente peque de simbolismos y silencios demasiado estéticos, la dirección de Kornél Mundruczó resuelve con rigor un asunto tan delicado, íntimo y sensible como debe ser el tránsito de la ilusión de la maternidad al infinito dolor por lo que se truncó apenas se materializó.

«Collective». Doble candidata a los Oscar en las categorías de documental y mejor película en habla no inglesa, esta cinta rumana expone cómo los tentáculos de la podredumbre política inactivan los resortes y anulan los propósitos de un Estado de derecho. Una investigación periodística muy bien hilada y narrada que nos muestra el necesario papel del cuarto poder.

«Maixabel». Silencio absoluto en la sala al final de la película. Todo el público sobrecogido por la verdad, respeto e intimidad de lo que se les ha contado. Por la naturalidad con que su relato se construye desde lo más hondo de sus protagonistas y la delicadeza con que se mantiene en lo humano, sin caer en juicios ni dogmatismos. Un guión excelente, unas interpretaciones sublimes y una dirección inteligente y sobria.

«Sin tiempo para morir». La nueva entrega del agente 007 no defrauda. No ofrece nada nuevo, pero imprime aún más velocidad y ritmo a su nueva misión para mantenernos pegados a la pantalla. Guiños a antiguas aventuras y a la geopolítica actual en un guión que va de giro en giro hasta una recta final en que se relaja y llegan las sorpresas con las que se cierra la etapa del magnético Daniel Craig al frente de la saga.

«Quién lo impide». Documental riguroso en el que sus protagonistas marcan con sus intereses, forma de ser y preguntas los argumentos, ritmos y tonos del muy particular retrato adolescente que conforman. Jóvenes que no solo se exponen ante la cámara, sino que juegan también a ser ellos mismos ante ella haciendo que su relato sea tan auténtico y real, sencillo y complejo, como sus propias vidas.

«Traidores». Un documental que se retrotrae en el tiempo de la mano de sus protagonistas para transmitirnos no solo el recuerdo de su vivencia, sino también el análisis de lo transcurrido desde entonces, así como la explicación de su propia evolución. Reflexiones a cámara salpicadas por la experiencia de su realizador en un ejercicio con el que cerrar su propio círculo biográfico.

«tick, tick… Boom!» Nunca dejes de luchar por tu sueño. Sentencia que el creador de Rent debió escuchar una y mil veces a lo largo de su vida. Pero esta fue cruel con él. Le mató cuando tenía 35 años, el día antes del estreno de la producción que hizo que el mundo se fijara en él. Lin-Manuel Miranda le rinde tributo contándonos quién y cómo era a la par que expone cómo fraguó su anterior musical, obra hasta ahora desconocida para casi todos nosotros.

«La hija». Manuel Martín Cuenca demuestra una vez más que lo suyo es el manejo del tiempo. Recurso que con su sola presencia y extensión moldea atmósferas, personajes y acontecimientos. Elemento rotundo que con acierto y disciplina marca el ritmo del montaje, la progresión del guión y el tono de las interpretaciones. El resultado somos los espectadores pegados a la butaca intrigados, sorprendidos y angustiados por el buen hacer cinematográfico al que asistimos.

«El poder del perro». Jane Campion vuelve a demostrar que lo suyo es la interacción entre personajes de expresión agreste e interior hermético con paisajes que marcan su forma de ser a la par que les reflejan. Una cinta técnicamente perfecta y de una sobriedad narrativa tan árida que su enigma está en encontrar qué hay de invisible en su transparencia. Como centro y colofón de todo ello, las extraordinarias interpretaciones de todos sus actores.

«Fue la mano de Dios». Sorrentino se auto traslada al Nápoles de los años 80 para construir primero una égloga de la familia y una disección de la soledad después. Con un tono prudente, yendo de las atmósferas a los personajes, primando lo sensorial y emocional sobre lo narrativo. Lo cotidiano combinado con lo nuclear, lo que damos por sentado derrumbado por lo inesperado en una película alegre y derrochona, pero también tierna y dramática.

Belleza y hondura en «Fue la mano de Dios»

Sorrentino se auto traslada al Nápoles de los años 80 para construir primero una égloga de la familia y una disección de la soledad después. Con un tono prudente, yendo de las atmósferas a los personajes, primando lo sensorial y emocional sobre lo narrativo. Lo cotidiano combinado con lo nuclear, lo que damos por sentado derrumbado por lo inesperado en una película alegre y derrochona, pero también tierna y dramática.

En 1984 la ciudad de Nápoles era una olla a presión como consecuencia de los rumores de la posible llegada a la ciudad de Diego Armando Maradona como fichaje estrella de su club de fútbol. Todos sus habitantes estaban al tanto de la posible noticia, unos despreciaban aquel mentidero, otros se frustraban y los más esperaban con ilusión que se convirtiera en realidad. Entre estos últimos estaba Fabietto Schisa, un adolescente para el que el fútbol era uno de los hilos conductores de su vida. Una pasión que compartía con el resto de miembros masculinos de su familia, su padre, su hermano, sus tíos. La otra en la que todos ellos estaban de acuerdo era la voluptuosidad y el descaro carnal de su tía Patrizia.

Esa hermandad cimentada en el apellido y el eterno latido de los impulsos sexuales es la que marca el inicio de Fue la mano de Dios y con la que arranca con un tono y un ritmo barroco y festivo. Presentando Nápoles como una ciudad con una belleza e identidad hipnótica y a sus habitantes como personas sin moderación, pero con una humanidad y simpatía desbordante. Las secuencias corales de su primera parte son tremendamente divertidas por la frescura y la sorna de su exceso, una combinación sincera de histrionismo y sentimiento que se revela como una forma de ser y de estar en el mundo, de relacionarse tanto con los más cercanos como en la más anodina cotidianidad.

Aun así, hay un tono agridulce en las secuencias con personajes anónimos, una suerte de parada de los monstruos, que evocan a los que también habitaban los títulos del evocado Fellini y que contienen la semilla de la soledad, la incomunicación y el desasosiego que explota a partir del incidente que marca un antes y un después en su desarrollo. La explosión de movimiento, verbo y gesto es sustituida por una superficie de silencio y quietud tras la que ebulle un torrente emocional más expresionista que expresivo. La caricatura y la hipérbole de antes tornan en un dramatismo, angustioso y sereno a partes iguales, que ya no se construye hilvanando secuencias lúdicas y festivas, sino con una sucesión de cuadros con una profunda carga de trascendencia y existencialismo.

Una manera de demostrar cómo las personalidades y las biografías se escriben tanto con la lluvia fina y la invisibilidad ambiental que constituye el refugio de los tuyos, como con los momentos concretos que se graban a fuego y dan pie a un después tras el que ya no hay posibilidad alguna de volver atrás. Dos horas de proyección de una cinta con un excepcional Filippo Scotti, como todos los secundarios que le acompañan, en su encarnación del alter ego de Paolo Sorrentino que, a través de su guión y dirección, nos cuenta una etapa tan importante de su propia trayectoria vital.

«Mariana Pineda» de Federico García Lorca

Esta mujer de Granada enarboló las dos banderas que siempre quiso ondear su creador, la del amor y la de la libertad. La de la fidelidad a uno mismo y la del compromiso con los demás. Lorca bordó ambas con un lenguaje poético y estilizado, cargado de un hondo dramatismo subrayado por la fuerza, expresividad y simbolismo de las imágenes que utiliza. Una lograda presentación -esta fue su segunda dramaturgia- de lo que sería la tragedia, viveza y sensorialidad de su teatro.

Federico no solo escribía, también visualizaba lo que plasmaba en el papel. De ahí las indicaciones escenográficas que incluye en algunas de las escenas de este texto escrito entre 1923 y 1925, y estrenado en 1927, y para cuya materialización contaría con la ayuda de su inestimable amigo Salvador Dalí. Pautas de representación -incluyen también de iluminación y ambientación sonora- con las que denota su intención de dar a su historia un depurado esteticismo que envuelva y subraye la intensidad, autenticidad y desnudez de su emocionalidad, visceralidad e intimidad. Una viuda enamorada de un prófugo de la justicia, cómplice de su huida de prisión y colaboradora de la oposición liberal en su intento de levantamiento ante la dictadura absolutista de Fernando VII.

Lorca se vale de los hechos reales sucedidos en 1831 como puerta de entrada -aunque no elude su carga política- para llegar a lo que le interesa, la ficción de las motivaciones, vivencias y conflictos interiores de su protagonista. Su propósito es exponer con claridad, pero sin alterar su complejidad, la maraña de sensaciones encontradas, esperas ilusorias y frustrantes reveses de quien sintió, practicó y se refugió en el amor y en la libertad. En ella hay convicción, cree en sí misma, pero también hay seguidismo, se asocia ciegamente con el hombre al que desea, y una desesperante utopía simbiosis de su fidelidad a sus principios y de su empecinamiento en no asumir las sombras de las luces que la conducen al cadalso.

La intención trágica está desde el mismo prólogo, ya se anuncia en él que las piedras de Granada lloran por lo que ha sucedido. Es vertiginosa la manera en que surgen y encajan, a lo largo de sus tres estampas, los recursos que van formando, condensando y dominando tanto la atmósfera sensorial como la humana, yendo ambas de la inquietud a la angustia y zozobra final. De la evocación coreográfica, sensual y danzada de una corrida de toros, al estar pendientes de un exterior nocturno que se antoja conflictivo y peligroso y de ahí al hundimiento en un encierro y atrapamiento psicológico que solo contempla imposibles como excusa para eludir, a la par que aceptar, la inminencia de la muerte.

Marina Pineda es un texto con múltiples capas. Sus diálogos combinan la narrativa de la acción con la expresividad de sus descripciones paisajísticas, meteorológicas y sociales. Crean imágenes vibrantes, cuya fuerza reside no en el hecho de ser una extensión o proyección de lo que verbalizan sus protagonistas, sino en el elemento exterior que les marca y condiciona. Y eso sucede no solo con aquellos que actúan como impulsores de los acontecimientos, sino también con aquellos más mínimos, precisos y puntuales con los que García Lorca genera poderosas burbujas de belleza (“una herida de cuchillo sobre el aire”, “cuando el sol se duerme en sus manos”) que, a la par que enhebran con su continuidad el dramatismo de su texto, explotan en nuestros oídos y se expanden en nuestros corazones, uniendo así un profundo deleite estético al goce de vernos atrapados por un personaje víctima tanto del capricho y la extorsión de las autoridades judiciales como de sí misma.

Marina Pineda, Federico García Lorca, 1925, Ediciones Austral.

La imagen humana: arte, identidades y simbolismo

La intención de cada representación humana puede ser tan diversa y múltiple como su posible resultado visual y uso final, tal y como podemos ver estos días en Caixaforum Madrid. Vanidad, ya sea la de aquel a quien miramos como la del responsable de su autoría subrayando su maestría técnica. Como ejercicio de autoconocimiento, nada mejor que una externalización para enfrentarnos a nosotros mismos. O como herramienta de comunicación, ya sea política, espiritual o social, aunque no necesariamente con intención de diálogo.

El bombardeo de imágenes al que estamos sometidos a diario es tan cotidiano que la mayor parte del tiempo nos pasa completamente desapercibido. O tienen algo extra que nos enganche generándonos alguna emoción que nos abstraiga del ritmo estructurado y el sentir monótono con el que vivimos, o las desechamos como si se trataran de otro producto mercantil más de un solo uso. Pero antes de esta bulimia audiovisual, la observación de una imagen constituía una experiencia extraordinaria, y su posesión un elemento de estatus y reputación social.

Sobre todo esto versa esta exposición organizada por Caixaforum en colaboración The British Museum. Su primer capítulo, La belleza ideal, nos traslada hasta las primeras culturas y civilizaciones, como la helénica y su canon clásico, proporciones y simetrías seguidas después por los romanos que continúan marcando las coordenadas de lo estético y lo armónico en el mundo occidental. Cuerpos masculinos y femeninos mayormente desnudos, como los de Adán y Eva (grabado de Durero, 1504) estimulando la imaginación y la fantasía de sus observadores, pero que en tiempos más recientes han sido también criticados por la irrealidad que transmite su uso por actividades económicas como la de la moda, la cosmética o el deporte (Christopher Williams, 2004).  

La subjetividad del autor se hace más presente en La expresión de la personalidad. Ya no se trata solo de lo que se ve, sino lo de que ha proyectado sobre ello para plantearnos asuntos que de otra manera probablemente nos pasarían desapercibidos. Bien porque nuestra mirada está en nuestras cuestiones, bien porque no compartimos ni las coordenadas ni las experiencias de su creador. En Belleza americana, poder americano: Miss Iraq No.3, Farhad Ahrarnia (Irán, 1971) expone cómo la agresiva banalidad del individualismo de la nación de la libertad bombardeó, invadió y arrasó su país vecino. Una acumulación de elementos que en manos de otro iraní, Khosrow Hassanzadeh (1963), tiene un resultado completamente diferente cuando la intención es la ensalzar la figura y los logros de un héroe popular como es entre los suyos el de este boxeador, Gholamreza Tajti, creando en torno a él esta vitrina-santuario iluminada por luces centelleantes y objetos referentes a su biografía.

Pero si hay algo profundamente humano es nuestro deseo, aspiración y búsqueda de trascendencia espiritual. La necesidad de darle un sentido a nuestra existencia, una explicación a los devenires que nos acontecen, nos lleva una y otra vez a interrogantes a las que no sabemos responder. De ahí que desde el principio de los tiempos imaginemos quiénes pueden estar tras el gobierno de lo que nos sucede y que en épocas más recientes nos hayamos atrevido a poner en duda o versionar las iconografías bajo los que El cuerpo divino es representado.

Figura que representa a Yuanshi Tianzun (Dinastía Ming, 1488-1644) y Black Madonna (Vanessa Beecroft, 2006)

Sin embargo, centrados en la tierra, en el aquí y en el ahora y en el deseo de proyectarnos hacia el futuro, la imagen ha sido a lo largo de la historia un elemento sinigual en La representación del poder. Faraones egipcios, emperadores romanos, monarcas, dictadores y presidentes de hasta hoy mismo aspiran a ser la encarnación del poder no solo cuando dictan las normas y reglamentos que regulan la vida de sus conciudadanos, sino también a hacerse presentes cuando no están a través de retratos, bustos, monedas y fotografías, únicas una veces, seriadas otras y reproducidas a gran escala para estar allí donde físicamente no pueden, ya sea vía imperdible en la camiseta de sus seguidores, presidiendo salones de plenos de ayuntamientos o luciendo en las muros y farolas de las calles por las que transitamos.

Cabeza de reina, procedente de Sais (Egipto, hacia 1390 a.C.) e Isabel La Católica (Luis de Madrazo, 1848, Museo del Prado).

Por último, El cuerpo transformado nos proponer dilucidar hasta donde podemos llegar con nuestra presencia física, qué queremos hacer con ella o qué podríamos conseguir con su manipulación (tal y como plantean Antoni Tapiès, Maquillaje, 1998 y Juan Navarro Baldeweg, Cabeza, negro y plata, 1983). Proceso en el que lo estético no es el fin, sino el medio para elaborar mentalmente, para imaginarnos en un más allá, al menos por ahora, de coordenadas oníricas, en las que suponer quiénes y cómo seríamos, con quién y cómo nos relacionaríamos y, sobre todo, con qué fin. Quizás una tabula rasa apocalíptica que arrasara con todo. Quizás la arcadia de una utopía en que nos hayamos liberado de prejuicios, estigmas e imposibles.

La imagen humana: arte, identidades y simbolismo, Caixaforum Madrid, hasta el 16 de enero de 2022.

Las pasiones mitológicas de Tiziano, Rubens, Veronese, Velázquez…

El Museo del Prado nos da la oportunidad de disfrutar temporalmente de las poesías de Tiziano. Seis obras excepcionales por las fuentes de las que toman su narrativa de amor, belleza y deseo; por la maestría técnica con que resuelven el encuentro entre dioses y humanos; y por la enorme influencia que su mirada sobre la mitología ejerció tanto entre sus contemporáneos como en épocas posteriores.

Tiziano (1485/90-1576) realizó dos grupos de «poesías» formados por seis obras en las que representaba escenas mitológicas descritas por la literatura clásica, uno para el Duque de Ferrara en 1518-26 y otro para Felipe II en 1553-62. Este segundo, cuya unión como conjunto se rompió a finales del s. XVI, es el que se puede ver ahora en esta muestra que se inicia situándonos en el contexto de aquella época. El Renacimiento había despertado el interés por el mundo heleno y romano. Al tiempo, la evolución del arte había traído consigo temas como el desnudo femenino tumbado. Ambas cuestiones unidas dieron lugar a venus o ninfas en entornos bucólicos y luego domésticos, en los que ya parecían mujeres completamente normales en serena sintonía con la atmósfera en la que eran retratadas. Escenas con una gran carga erótica, evidenciada por el hecho de que eran colgadas en dormitorios y espacios reservados.  

Tiziano, Venus recreándose en la música, 1550, óleo sobre lienzo, Museo Nacional del Prado.

Tiziano y Rubens

Una de las fuentes literarias de las que Tiziano se sirvió en Ferrara fue Eikones (Imágenes) de Filóstrato el Viejo (s. II d.C.), en la que este describía hasta sesenta y cuatro pinturas de una galería antigua. El nacido trece siglos después en Pieve di Cadore trasladó al lienzo algunas de esas descripciones, dando pie a logros como la Ofrenda a Venus que pintara en 1518 para una sala del palacio de Alfonso d’Este. Una muestra de su influencia sobre los que le siguieron está en Rubens (1577-1640). Este vería su trabajo en su segunda estancia en Madrid, en 1628-29, y elaboraría a partir de ella El jardín del amor, respetando la composición, pero combinando personajes míticos (Venus y el niño con guirnalda y antorcha simbolizando a Himeneo, dios del matrimonio) y reales (su mujer, Helena Fourment, podría estar tras los rasgos de algunas de las retratadas), así como las poses clásicas con la moda contemporánea.

Las poesías

Otro de los referentes escritos de los que partió Tiziano fueron las Metamorfosis de Ovidio. Narraciones que complementó con su imaginación y en la que se sirvió de la mitología para deleitar al espectador con su sensualidad y demostrar sus habilidades estéticas y comunicadoras.

Venus y Adonis, 1554, es una escena imaginada, sin base literaria, que muestra a la diosa desnuda de espaldas, dejando ver sus nalgas, rasgo carnal de sumo interés y atractivo en la época, y tomando la iniciativa para, infructuosamente, intentar impedir que su amado humano marche a batallar, dejándola sola y triste, temerosa del destino que le espera. Además de belleza, placer y satisfacción, este lienzo también transmite inquietud, sufrimiento y dolor. Un padecimiento mucho más patente en el momento de intimidad en que Veronese (1528-1588) pintaría en 1580 a esta pareja, con un resultado formal menos dinámico y más estatutario, y que llegaría a España gracias a Velázquez (1599-1660), que compró esta tela para la Colección Real en su segundo viaje a Italia (1649-51).

El sevillano fue también el artífice de que Felipe II contara con una segunda versión de Dánae recibiendo la lluvia de oro, firmada por Tiziano en 1560-65, al hacerse con ella en su primera visita a la península itálica en 1629-30. Rezumando erotismo con su desnudo completo, la boca abierta y la posición de la mano, esta imagen destaca por los contrastes entre las dos figuras. Tumbada y sentada, carnal y textil, tranquila y alterada ante la alegórica aparición de Zeus. La versión primera, la encargada por el monarca de la dinastía austríaca, recibida en 1553 y a la que le falta un tercio superior, es la que está hoy en The Wellington Collection (Londres), con un resultado no tan teatral y voluptuoso.

El segundo par de las pasiones está formado por Diana y Acteón y Diana y Calisto, 1556-59, ambas hoy en la National Gallery londinense. Composiciones simétricas, llenas de miradas, del dinamismo y la tensión del momento en que Acteón descubre a la diosa desnuda, provocando así la sentencia de muerte que anuncia la calavera de jabalí que corona la columna a su derecha. O cuando esta señala a la ninfa que ha de ser expulsada de su vista por haberse quedado embarazada de Júpiter (aun habiendo sido resultado de una violación). De fondo, ruinas arquitectónicas actualizando los entornos naturales propuestos por Ovidio y que aquí aparecen dominados por un hipnótico cielo azul que acentúa con su iluminación el dramatismo de las dos escenas.  

Por encima del erotismo o la narración, lo que domina en Perseo y Andrómeda, 1554-56 (The Wallace Collection, Londres) y El rapto de Europa, 1559-62 (Isabella Stewart Gardner Museum, Boston) es el movimiento y la violencia del enfrentamiento. De ahí los escorzos, la angustia que transmiten los rostros humanos y la poderosa agresividad de los seres de otro mundo, la indefensión al estar lejanos de la urbanidad que queda en el fondo y la luz que acentúa el pathos dramático. Como cierre poético de las pasiones, Zeus convertido en toro que mirándonos directamente, transmitiéndonos su capacidad y superioridad desde una imagen extraída de Leucipa y Clitofonte, novela del siglo II del griego Aquiles Tacio.

Los ecos de estas dos mitologías se pueden ver en Velázquez y nuevamente en Veronese. Diego reproduciría El rapto de Europa en el fondo de Las hilanderas, 1655-60. Paolo, por su parte, adaptaría en 1575-80 (Museo de Bellas Artes, Rennes) la lucha de Perseo con el monstruo marino para liberar a Andrómeda a un formato vertical, con un resultado más compacto, dramático y luminoso que el de su antecesor en el tema.

Las pasiones mitológicas

Tras los logros artísticos de Tiziano y su ejemplo con la conversión pictórica de episodios y personajes mitológicos, llegarían muchos más autores que partirían tanto de sus imágenes como de fuentes literarias clásicas (como la Iliada de Homero o la Eneida de Virgilio) a lo largo de sus carreras. Una adaptabilidad y renovación de los mitos con las que acercar al espectador a temas universales como el gozo y el dolor con diferentes enfoques. Desde el realista de José de Ribera (1591-1652), el paisajista de Nicolas Poussin (1594-1655) o la exuberancia corporal de Anton Van Dyck (1599-1640) y Jacques Jordaens (1593-1678).

José de Ribera, Venus y Adonis, 1637, óleo sobre lienzo, Museo Nacional del Prado. Nicolas Poussin, Paisaje durante una tormenta con Píramo y Tisbe, 1651, óleo sobre lienzo, Städel Museum. Anton Van Dyck, Venus en la fragua de Vulcano, 1630-32, óleo sobre lienzo, Musée du Louvre. Jacques Jordaens, Meleagro y Atalanta, 1621-22 y 1645, óleo sobre lienzo, Museo Nacional del Prado.

Pasiones mitológicas: Tiziano, Veronese, Allori, Rubens, Ribera, Poussin, Van Dyck, Velázquez, Museo del Prado, hasta el 7 de julio de 2021.

“Tamara de Lempicka” de Laura Claridge

Mujer enigmática, dotada de una técnica extraordinaria que combinaba la belleza del Renacimiento con la sensualidad modernista a la hora de trabajar sobre el lienzo. Con una concepción de la vida y de las relaciones que le dio buenos frutos en el terreno personal, pero que la mantuvo alejada de los círculos oficiales del arte a los que se asomó en la década de los 20 y que no volverían a considerarla, aunque levemente, hasta los años 70.

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No debemos tomar como cierto mucho de lo que esta mujer dijo de sí misma en vida, partiendo incluso de su nacimiento. Ella dijo que fue en Varsovia, pero aunque su familia era polaca, todo apunta a que realmente llegó al mundo el 16 de mayo de 1898 en Moscú. Pasó las dos primeras décadas de su biografía en los círculos de la alta sociedad del Imperio Ruso gracias a la acomodada posición social de su familia. La revolución bolchevique la obligó a trasladarse a París, pero de alguna manera, en su mente y en sus posteriores residencias en Nueva York, Beverly Hills, Houston y Cuernavaca, así como en sus viajes por Europa y EE.UU., siempre intentó reproducir aquel estilo de vida elitista y hedonista.

En la capital francesa, sus aptitudes para la pintura eclosionaron y sus lienzos poco a poco se fueron haciendo un hueco en los salones oficiales y en algunas de las galerías a orillas del Sena. La originalidad de su propuesta -evocadora con sus pinceladas de las superficies y las luces del Quattrocento italiano- con su fastuoso tratamiento del color, sus compactas composiciones con fondos arquitectónicos y sus escultóricos volúmenes destacaron por su buena conjugación de la belleza clásica y la modernidad, pero sin romper con el pasado como promovían las vanguardias.

Así fue como se convirtió en uno de los nombres de la Escuela de París de los años 20, del modernismo y del art decó, pero sin llegar a compartir expresamente principios ni propuestas con ningún otro creador. No pretendía ser rupturista, sino ser valorada artísticamente y ganarse la vida con ello lo suficientemente bien como para llevar un alto tren de vida. Lo primero le falló en el momento en que se trasladó en 1939 a EE.UU. para evitar vivir bajo el yugo del fascismo, aunque nunca dejó de investigar ni de intentar superarse en lo pictórico. En lo segundo nunca tuvo problemas, tanto por lo que consiguió por sí misma como por los dos hombres con los que se casó. Con el apuesto Tadeusz Łempicki tuvo a su única hija, Kizette (con quien ya adulta, siempre tuvo una conflictiva relación), después, con el barón Raoul Kuffner vivió un matrimonio concebido más como compañerismo que como historia de amor.

En lo personal Tamara fue una mujer siempre pendiente de la imagen que proyectaba -y por eso cuidó con esmero todo lo estético, la decoración de sus residencias, su vestimenta…- pero al tiempo impulsiva a la hora de relacionarse, sin pudor en lo concerniente a lo sexual, con un comportamiento caprichoso en infinidad de ocasiones y con un ánimo depresivo que, de manera intermitente, la acompañó hasta que murió el 16 de marzo de 1980 en tierras mexicanas.

Para la posteridad quedan más de 500 obras como Adán y Eva o Madre superiora, así como multitud de retratos, bodegones, dibujos y apuntes en los que también jugó con la abstracción o la espátula como manera de aplicar los pigmentos que ella misma se fabricaba. Lempicka fue en vida una figura difícil de definir, que no encajaba en las categorías que establecieron los que escribían sobre la marcha la Historia del Arte, pero a la que -en buena medida gracias a su influencia sobre la moda y el diseño- con el tiempo se le está reconociendo la valía, originalidad y saber hacer que siempre tuvo.

Tamara de Lempicka, Laura Claridge, 1999, Circe Ediciones.

“Fábula de un otoño romano” de Bruno Ruiz-Nicoli

Volver atrás para ordenar tus recuerdos no siempre es cosa fácil. Te atrapa la nebulosa del paso del tiempo, te confundes no sabiendo si fue tal y como lo enuncias o si lo estás reconstruyendo. Te engañas queriendo darle justificación a lo que no tiene por qué tenerla y corres el riesgo de descubrir que sigues anclado a aquel entonces que no quedó allí, sino que te acompaña de manera sorda y silente allá donde vayas y estés.

Roma es eterna, atemporal, en su urbanidad el pasado se confunde con el presente y el futuro tiene como prioridad preservar el legado histórico. Ciudad en la que las emociones brotan en cada esquina ante la repentina aparición de una nueva columna, otro palacio o un teatro, una plaza o una iglesia aún más sorprendente que todas las vistas anteriormente.  Urbe en la que los estímulos monumentales conviven con las sensaciones generadas por el ruido del tráfico, las hordas de turistas, el adoquinado de muchas de sus calles y el brillo de la mirada y la piel de sus viandantes más atractivos.

Es imposible no quedar atrapado por ese laberinto, esa amalgama de sensaciones que te obliga a dejar de ser quien crees que eres para convertirte en alguien que no sabes si es tu yo auténtico, ese con quien consideras no tener nada que ver o con el que sueñas y en quien no te atreves a convertirte. Algo así es lo que le sucede al protagonista de Fábula de un otoño romano cuando llega a la capital del Imperio dejando en Madrid a su mujer y sus hijos, sus costumbres y convenciones. Su estancia, dedicada a la investigación histórica, artística y arqueológica, está destinada a ser temporal, pero lo que no sabía o no quiso reconocer, es que lo que en teoría iba a ser un paréntesis, él lo convirtió en un punto y aparte en su vida.

De ahí que cuando vuelve narrativamente a ello años después, no tenga claro si es para recordar con una sonrisa, reconstruirse con más o menos esfuerzo o enfrentarse desnudamente a lo que pasó en aquel tiempo y lugar, si lo que sucedió con Matteo fue algo extraordinario o la sacudida que necesitaba para marcar un antes y un después tanto en su biografía como en la manifestación de su identidad y personalidad. Intenta lo primero, se ve abocado a lo segundo y finaliza inevitablemente en el tercer estadio de ese mudar de piel. Una metamorfosis que comienza por lo espiritual y lo inconsciente para acabar mostrándose en lo más mundano, en la manera de comportarse, de estar físicamente y de proponerse humana y afectivamente con los demás.

Su relato no es el diario de un viaje, la crónica de una estancia, una declaración de amor ni el testimonio a lo Stendhal de un enamorado de Roma. Lo suyo es como dice su título, una fábula, una historia en la que va de reflejo en reflejo, esperando, deseando y necesitando que los diarios, los correos electrónicos, los retazos de conversaciones y las imágenes evocadas no le aclaren si aquello ocurrió o no con el mayor o menor detalle con que lo evoca, sino que realmente tuvo lugar y que no fue una fantasía, un sueño, una ilusión. Esa afirmación absoluta es la única manera de poder darle sentido y coherencia no solo a aquel episodio de su vida, sino a quien siente ser hoy y muestra ante su mundo.

Fábula de un otoño romano, Bruno Ruiz-Nicoli, 2019, Editorial Dos Bigotes.

«Un marido ideal» de Oscar Wilde

Da igual que seas hombre que mujer, maduro o joven, soltero o casado, comprometido o irresponsable, siempre y cuando formes parte de los altos círculos sociales, tanto de manera natural como por accidente, Oscar Wilde tendrá un momento de verdad, acidez y corrosivo humor para ti. Una manera de hacer moderno, fresco, cercano y divertido un vodevil que gira en torno a dos temas universales, el amor y el poder.

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La residencia londinense de los Chiltern es el lugar donde se celebra una fiesta que reúne a toda clase de gente. Desde mujeres que se sientan a esperar acontecimientos que observar y comentar, a hombres que ignoran las conversaciones que esperan se mantengan sobre ellos. Y entre unos y otros se cuelan de manera entre discreta y descarada personas con unos objetivos muy claros. Ese es el caso de la señorita Cheveley que espera que su anfitrión vaya en contra de su propia palabra y defienda ante la Cámara de los Comunes un proyecto de especial interés financiero para ella, el proyecto de construcción de un canal en Argentina.

Wilde escribió esta obra hace más de 120 años, dato a tener en cuenta ya que introduce en su trama algunos elementos de la realidad artística y política del momento, como es el debate sobre la viabilidad e interés de esta infraestructura, o el reconocimiento con que contaban ya pintores como Corot o Watteau, incluyendo al primero en los diálogos de sus personajes y utilizando al segundo como elemento descriptivo de su apariencia. Pinceladas de presente que quedan intrincadas en unos diálogos que fluyen a la velocidad del rayo hilvanando conversaciones y sentencias provocadoras que vagan difusamente entre la crítica más prejuiciosa, la reflexión compartida y una alborotadora demagogia.

Directo y punzante, pero también elegante y armonioso, así es como utiliza el lenguaje Oscar Wilde, haciendo de él no solo un elemento transmisor de mensajes y constructor de personajes, sino también un medio profundamente estético, creador de belleza y generador de deleite. Esto, unido a su ingenio y su total desvergüenza, es lo que constituye la clave de que esta obra, como el resto de su teatro, siga siendo hoy tan potente, seductora y atractiva como escandalosa e impúdica resultara en el momento de su estreno en 1895.

No hay convencionalismo sobre los roles, los géneros o los sexos que se le escape, elevándolo hasta la hipérbole, transformándolo en una paradoja o dándole la vuelta para hacer de él una crítica de lo que pretendía ensalzar o al revés, destacando positivamente lo que otros habían vulgarizado, aunque esto último ocurra en muy pocas ocasiones y lo refleje más por la vía de los hechos que por la de las palabras. Ese camino, el de los actos, es el que utiliza para mostrar –y quizás transmitir sus propios principios morales- qué debe haber tras las fachadas de la política, cuando esta se ejerce como una verdadera vocación de servicio público, y de la institución del matrimonio, cuando el compromiso de los contrayentes es ser el uno para el otro apoyo y fuente de bienestar.