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“Yerma” de Federico García Lorca

La maternidad vista como una tragedia más que como una alegría. La auto imposición del rol de madre sobre el de esposa o el de persona independiente y la incapacidad de aceptar lo que el destino dispone. La culpa en todas sus manifestaciones, como acusación y rencor, como castigo y remordimiento, también como miedo y fracaso. Tensión e intensidad combinadas con ruralidad, bucolismo y fantasía con tintes de superchería.

En ese análisis y síntesis de la actitud, valores y modos relacionales y comunicativos de la sociedad española que es parte de la obra teatral de Federico, unida con su acervo intelectual y su capacidad imaginativa y estética, Yerma es una estación fundamental. Escrita en 1934, y tras La zapatera prodigiosa (1930) y Bodas de sangre (1933), en ella vuelve a buscar, investigar e indagar en el sentido de los votos matrimoniales. En cuál debe ser la motivación por la que dos personas decidan unirse y construir un proyecto conjunto. Si por connivencia para hacerse compañía, porque se da entre ellos una pasión irrefrenable o si es obligatorio para cumplir los objetivos que impone la educación, reflejo de la moral que enmarca y condiciona cuanto hacemos, decimos y pensamos. 

Su protagonista, mujer inquieta porque aún no es madre tras llevar esposada dos años, depresiva porque sigue sin serlo meses después y enajenada y dispuesta a cuanto haga falta cuando ya ha transcurrido un lustro, resulta antecesora de Doña Rosita la soltera (1935). Al igual que ella después, la insatisfacción, frustración y obsesión de Yerma reside en su incomprensión de lo que está viviendo. El porqué la naturaleza no se pone de su parte y le niega la maternidad que desea, condenándola a una soledad magnificada por un marido con el que la incomunicación, el desapego y el rechazo es la norma. La desesperación, y la convicción de que no hay salida ni posibilidad de escapatoria ante lo que se siente como una condena injusta que, en la línea de Mariana Pineda (1927), tiñe su relato y su vivencia de principio a fin.  

Subyace el mandamiento de la honra, el cuidado con el qué dirán y la supeditación a la figura masculina, tal y como volverá a exponer en La casa de Bernarda Alba (1936). Aunque manejados de manera diferente, ambos títulos comparten la claustrofobia de los espacios interiores y la huida a ninguna parte de los exteriores. Campo en el que se cultivan las tierras de labranza, sustento alimenticio, laboral y patrimonial que también pone de manifiesto la animalidad que afecta al comportamiento humano. Plataforma, a su vez, para los ritos paganos basados en los elementos de la naturaleza, los ciclos estacionales y los cambios meteorológicos.

Este es uno de los elementos más potentes de Yerma, y en el que están presentes tanto el conocimiento de García Lorca de los coros del teatro clásico y de las comedias de William Shakespeare, como su gusto por el esteticismo del surrealismo que ya había practicado, especialmente en El público (1930). Se sobrentiende el papel invisible de la religión en todo lo que expone, pero las situaciones que, en cambio, hace visibles en determinadas escenas, son las de prácticas que aúnan la incredulidad y el desaliento con la brujería disfrazada de curandería. Manifestaciones cargadas unas veces de una presencia hipnótica y otras de una sensorial sensualidad.

Podría parecer que Yerma es la menos trágica de las tragedias de Lorca, que su argumento es más anímico o existencial, a diferencia de Bodas de sangre y La casa de Bernarda Alba donde el conflicto parte de las diferentes intenciones de sus protagonistas. Pero lo que revela su lectura es que, en la caverna de toda desgracia, en el reflejo platónico de la realidad que estas son siempre, la mente humana no rehúye nunca el abismo que pone en duda su estabilidad y en riesgo su propia vida.

Yerma, Federico García Lorca, 1934, Editorial Austral.

10 textos teatrales de 2022

Títulos como estos son los que dan rotundidad al axioma «Dame teatro que me da la vida». Lugares, situaciones y personajes con los que disfrutar literariamente y adentrarse en las entrañas de la conducta humana, interrogar el sentido de nuestras acciones y constatar que las sombras ocultan tanto como muestran las luces.

“La noche de la iguana” de Tennessee Williams. La intensidad de los personajes y tramas del genio del teatro norteamericano del s. XX llega en esta ocasión a un cenit difícilmente superable, en el límite entre la cordura y el abismo psicológico. Una bomba de relojería intencionadamente endiablada y retorcida en la que junto al dolor por no tener mayor propósito vital que el de sobrevivir hay también espacio para la crítica contra la hipocresía religiosa y sexual de su país.

“Agua a cucharadas” de Quiara Alegría Hudes. El sueño americano es mentira, para algunos incluso torna en pesadilla. La individualidad de la sociedad norteamericana encarcela a muchas personas dentro de sí mismas y su materialismo condena a aquellos que nacen en entornos de pobreza a una falta perpetua de posibilidades. Una realidad que nos resistimos a reconocer y que la buena estructura de este texto y sus claros diálogos demuestran cómo afecta a colectivos como los de los jóvenes veteranos de guerra, los inmigrantes y los drogodependientes.

“Camaleón blanco” de Christopher Hampton. Auto ficción de un hijo de padres británicos residentes en Alejandría en el período que va desde la revolución egipcia de 1952 hasta la crisis del Canal de Suez en 1956. Memorias en las que lo personal y lo familiar están intrínsicamente unidos con lo social y lo geopolítico. Texto que desarrolla la manera en que un niño comienza a entender cómo funciona su mundo más cercano, así como los elementos externos que lo influyen y condicionan.

«Los comuneros» de Ana Diosdado. La Historia no son solo los nombres, fechas y lugares que circunscriben los hechos que recordamos, sino también los principios y fines que defendían unos y otros, los dilemas que se plantearon. Cuestión aparte es dónde quedaban valores como la verdad, la justicia y la libertad. Ahí es donde entra esta obra con un despliegue maestro de escenas, personajes y parlamentos en una inteligente recreación de acontecimientos reales ocurridos cinco siglos atrás.

«El cuidador» de Harold Pinter. Extraño triángulo sin presentaciones, sin pasado, con un presente lleno de suposiciones y un futuro que pondrá en duda cuanto se haya asumido anteriormente. Identidades, relaciones e intenciones por concretar. Una falta de referentes que tan pronto nos desconcierta como nos hace agarrarnos a un clavo ardiendo. Una muestra de la capacidad de su autor para generar atmósferas psicológicas con un preciso manejo del lenguaje y de la expresión oral.

“La casa de Bernarda Alba” de Federico García Lorca. Bajo el subtítulo de “Drama de mujeres en los pueblos de España”, la última dramaturgia del granadino presenta una coralidad segada por el costumbrismo anclado en la tradición social y la imposición de la religión. La intensidad de sus diálogos y situaciones plasma, gracias a sus contrastes argumentales y a su traslación del pálpito de la naturaleza, el conflicto entre el autoritarismo y la vitalidad del deseo.

“Speed-the-plow” de David Mamet. Los principios y el dinero no siempre conviven bien. Los primeros debieran determinar la manera de relacionarse con el segundo, pero más bien es la cantidad que se tiene o anhela poseer la que marca nuestros valores. Premisa con la que esta obra expone la despiadada maquinaria económica que se esconde tras el brillo de la industria cinematográfica. De paso, tres personajes brillantes con una moral tan confusa como brillante su retórica.

“Master Class” de Terrence McNally. Síntesis de la biografía y la personalidad de María Callas, así como de los elementos que hacen que una cantante de ópera sea mucho más que una intérprete. Diálogos, monólogos y soliloquios. Narraciones y actuaciones musicales. Ligerezas y reflexiones. Intentos de humor y excesos en un texto que se mueve entre lo sencillo y lo profundo conformando un retrato perfecto.

“La lengua en pedazos” de Juan Mayorga. La fundadora de la orden de las carmelitas hizo de su biografía la materia de su primera escritura. En el “Libro de la vida” dejaba testimonio de su evolución como ser humano y como creyente, como alguien fiel y entregada a Dios sin importarle lo que las reglas de los hombres dijeran al respecto. Mujer, revolucionaria y mística genialmente sintetizada en este texto ganador del Premio Nacional de Literatura Dramática en 2013.

“Todos pájaros” de Wajdi Mouawad. La historia, la memoria, la tradición y los afectos imbricados de tal manera que describen tanto la realidad de los seres humanos como el callejón sin salida de sus incapacidades. Una trama compleja, llena de pliegues y capas, pero fácil de comprender y que sosiega y abruma por la verosimilitud de sus correspondencias y metáforas. Una escritura inteligente, bella y poética, pero también dura y árida.

“La casa de Bernarda Alba” de Federico García Lorca

Bajo el subtítulo de “Drama de mujeres en los pueblos de España”, la última dramaturgia del granadino presenta una coralidad segada por el costumbrismo anclado en la tradición social y la imposición de la religión. La intensidad de sus diálogos y situaciones plasma, gracias a sus contrastes argumentales y a su traslación del pálpito de la naturaleza, el conflicto entre el autoritarismo y la vitalidad del deseo.

Suenan las campanas y acto seguido llegan a su casa la viuda y las cinco hijas del fallecido. Se cierran las puertas. Comienzan ocho años de luto y encierro, de un microcosmos conformado por nueve mujeres, estas seis, más la madre y abuela y las dos criadas con las que comparten techo. Fuera quedan los hombres y sus siempre oscuras intenciones, los vecinos y sus constantes habladurías, así como el resto del mundo y el inevitable transcurso del tiempo. Muros que dividen, pero con los que Lorca también simboliza la sociedad de su época, la de un momento en que la visceralidad, la polarización y la tensión hacían temer lo que tendría lugar poco después de que le pusiera punto final a este texto el 19 de junio de 1936.

Bernarda es la contradicción. Presume de la soltería y virginidad de sus cinco hijas -39 años la mayor, 20 la menor- cuando ella a los 21 ya había sido madre. Paradójico, además, es que las cinco no lo hayan catado y ella, al menos, haya tenido dos maridos, como resultado de haberse vuelto a casar tras enviudar. Rechaza aquellos candidatos que las pretenden si considera que no están a la altura de su nivel económico y reputacional, pero rabia cuando le señalan que en otra localidad ella y los suyos serían los mirados por encima del hombro. Considera al género masculino como los seres en torno a los cuales gira la vida, al tiempo que se erige a sí misma como ley y gobierno de su casa. A su vez, impone el silencio, el negro en el atuendo y su método es la violencia física y psicológica cuando a su alrededor se demanda algarabía, lucen los colores de las flores y las personas se buscan a través de la demanda de la piel.

La omnipotencia de su poder se sustenta en la superioridad que le otorga su maternidad, complementada con el absolutismo y clasismo que ejerce con su madre y sus dos sirvientas. La primera es libre dentro de su encierro, se expresa sin decoro ni vergüenza, orgullosa de sus ganas de hombre y de su disposición a materializarlo. La segunda, aunque cohibida por la necesidad, está guiada por la sinceridad de quien no se debe a instancias morales superiores. Ellas son el ejemplo de que la posibilidad de concebir no es una capacidad y un instrumento de control, sino un don y una muestra de generosidad y altruismo. Son -aun con su digresión psicológica y su limitación formativa- el contrapunto razonado y sensato, y hasta de buen humor cuando están lejos de aquella, que permite que la libertad de la existencia se cuele por algún resquicio de esta casa.

Desde el punto de vista formal, señalar la excelencia con la que Federico hace latir la emoción a pesar de la dureza de su argumento. Por un lado, con su propuesta escenográfica en blanco y negro, paredes de un blanco luminoso y vestimentas sombrías salpicadas con los detalles de color que esperanzan a unas e indigna a otra. Y por otro, el misticismo que otorga a la figura de Pepe el Romano, siempre fuera de plano, pero referido como un peligro cercano al pecado o como fuente de un deseo que más que sexual, resulta perniciosamente lujurioso.  

A su vez, da forma y escala humana a lo que bien podrían ser historias de dioses y héroes mitológicos. Las diferentes manifestaciones que adopta la climatología, las canciones y correrías festivas de los gañanes en el campo en la época de cosecha, la exaltación de los animales en el corral o los diálogos con los maridables a través de barrotes y ventanas. Así es como completa la perfección del círculo de esta tragedia en la que García Lorca deja patente que no se puede ir en contra del libre fluir de la madre naturaleza del que somos muestra todos y cada uno de sus hijos.

La casa de Bernarda Alba, Federico García Lorca, 1936, Austral Ediciones.

“La verdad ignorada” de Emilio Peral Vega

Explicitación de la homosexualidad de algunos de los autores más reconocidos de la literatura española a la hora de leer, analizar y relacionar su obra. No solo como una consideración biográfica sino como una característica personal que determinó los temas y enfoques de sus creaciones. Ensayo que ejemplifica la necesidad de ir más allá de lo establecido a la hora de determinar, considerar y valorar a nuestros referentes.

A Federico García Lorca le gustaban los hombres. Al igual que a Vicente Aleixandre o a Luis Cernuda. A estas alturas nadie se atreve a negar esto, pero en demasiadas ocasiones se deja aun a un lado a la hora de hablar sobre ellos, presentar su escritura o introducirnos en lo que pretendían relatarnos a través de esta. Por este motivo es importante contar con ensayos como este que se presenta bajo el subtítulo Homoerotismo masculino y literatura en España (1890-1936). Como señala su autor en su introducción, no se trata de una propuesta exhaustiva, pero sí de una muestra de lo que podemos descubrir si nos acercamos a los nombres a estudiar y conocer desde una perspectiva más íntima y honesta con quienes y cómo fueron, sintieron y vivieron.

Como ejemplo, me ha resultado muy interesante la confluencia entre las veladuras de los sonetos de William Shakespeare y los poemas de Jacinto Benavente que propone Peral Vega, así como entre las obras teatrales de ambos. En cuanto a su estructura, pero también en el papel que cumplen algunos personajes por su manera de proponerse y manifestarse. Asunto en el que se puede deducir aún más cuando se recurre a lo que sucedía en la vida personal de nuestro Premio Nobel, tal y como evidencian los fragmentos seleccionados de su correspondencia.

Tomo nota de las tres novelas galantes en las que se profundiza, El martirio de San Sebastián (1917) de Antonio de Hoyos y Vicent, Las locas de postín (1919) de Álvaro Retana y El ángel de Sodoma (1928) de Alonso Hernández Catá. Títulos que leer para indagar en lo que La verdad ignorada expone. Cómo se entraba de lleno en aquella época en la cuestión homosexual, las motivaciones y excusas con que se le daba protagonismo, y los prejuicios -y, en alguna ocasión, finalidad moralizante- con que se abordaba su tratamiento argumental. Otro tanto haré con Sortilegio, texto teatral de 1930 de Gregorio Martínez Sierra y María de la O Lejárraga, inédito editorialmente hasta ahora e incluido como apéndice en este volumen.

La certeza de que lo literario es personal queda claro en los capítulos dedicados a Luis Cernuda y Eduardo Blanco-Amor. En ellos, Emilio formula un triángulo explicativo conformado por lo escrito por ambos poetas, las relaciones que tuvieron y las conexiones entre uno y otro ángulo. No trata de establecer únicamente orígenes y consecuencias, sino de mostrar cómo su vida sentimental y los estados emocionales asociados a esta, además de la influencia del entorno social en el que se desenvolvían, marcó la obra por la que son conocidos. He ahí el contraste entre Los placeres prohibidos (1931) y Donde habite el olvido (1933), en el caso del sevillano, o lo que expuso el orensano en Horizonte evadido (1936).

La verdad ignorada, Emilio Peral Vega, 2021, Ediciones Cátedra.

10 montajes teatrales de 2021

Obras nuevas y otras vistas tiempo después de que fueran estrenadas. Denuncia política, retrato social y revisión histórica. Producciones financiadas por instituciones públicas y otras como resultado de la iniciativa privada. Realismo y misticismo, diversión y dramatismo, monólogos y representaciones corales.

«Manning» (Umbral de Primavera). Una década después de que este apellido comenzara a sonar en los medios de comunicación por filtrar documentos que revelaban la cara oculta de la actuación militar de EE.UU. en Irak y Afganistán, podemos conocer su vida a través de este monólogo.

«Cluster» (ex límite). una constelación de constelaciones. Perfecta, pero no como resultado de esa unión, sino porque cada uno de esos microcosmos ya era redondo antes de integrarse en el entramado resultante.

«Estado B. Kitchen / Ruz – Barcenas» (Teatro del Barrio). La sobriedad de la puesta en escena y la rotundidad de las interpretaciones dobles de Pedro Casablanc y Manolo Solo dejan claro que la máxima de la dirección de Alberto San Juan es análoga a la objetividad periodística. 

«Descendimiento» (Teatro de la Abadía). La pintura, la poesía y el movimiento. La imagen estática, la palabra escrita y pronunciada y el cuerpo desplegado sobre el escenario. Tres lenguajes, tres medios que confluyen para crear algo que ya son cada uno de ellos por separado, y que juntos son más, arte.

«Shock 2. La Tormenta y la Guerra» (Centro Dramático Nacional). Un puzle de mil piezas que Boronat y Lima han diseñado tan bien sobre el papel que la materialización en escena dirigida por Andrés está a caballo entre lo continuamente fluido y lo casi perfecto.

«Sucia» (Teatro de la Abadía). Bàrbara Mestanza nos sitúa con valentía y claridad frente a la realidad de los abusos sexuales. Un relato en primera persona sobre aquello a lo que menos atención prestamos, a cómo se sintió la víctima cuando la violentaban, cómo convivió en silencio con aquel dolor y cómo fue el proceso de darlo a conocer.

«Una noche sin luna» (Teatro Español). Un texto redondo, una interpretación espléndida y una dirección extraordinaria de Sergio Peris-Menchetta que materializa con inteligencia y sensibilidad la profundidad, capacidad y múltiple expresividad del doble trabajo de Juan Diego Botto. 

«El bar que se tragó a todos los españoles» (Centro Dramático Nacional). Alfredo Sanzol cuenta que su texto está basado e inspirado en su padre. Hay verdad y ficción en lo que nos expone. Drama, comedia, costumbrismo y delirio hilarante. Del pequeño pueblo navarro de San Martín de Unx a Roma pasando por Texas, San Francisco y Madrid.

«N.E.V.E.R.M.O.R.E.» (Centro Dramático Nacional). Una original y trabajada propuesta escrita y dirigida por Xron, con la que el Grupo Chévere nos retrotrae tanto al inicio de la pandemia del covid como al desastre del Prestige veinte años atrás.

«Los remedios» (Teatro Lara). Acción y texto. Vida y actuación. Da igual si lo que relatan sucedió o no tal y como lo representan. Lo importante es que pudo ocurrir así porque suena a sentido y hecho con el corazón, y montado para ser captado y procesado desde ahí.

“Peachtree City” de Mario Obrero

De los extrarradios de Madrid a los de Atlanta. Una estancia de varios meses en la que un adolescente contrasta, combina y funde su bagaje vital e intelectual con las impresiones visuales y emocionales que le provocan el entorno, los hábitos y la cultura del consumismo y el costumbrismo norteamericano. Versos llenos de ternura, deseosos de mostrar cuanto conoce y ávidos por llegar a más en el arte de la expresión poética.

El 2 de agosto de 2019 Mario Obrero tomó en Madrid un avión con destino a Atlanta, su objetivo era realizar el primer curso de bachillerato en Peachtree City, una ciudad de treinta mil habitantes que no hace honor a su nombre ya que en ella no encontró melocotonero alguno. Una aventura que duró hasta que el covid-19 le hizo volver a España con los suyos, y en cuya cercanía cerró este poemario el 27 de marzo de 2020. Dos fechas que enmarcan las imágenes, las experiencias, asociaciones e imaginaciones que nos ofrece en esta colección de 24 poemas.

Un trabajo que asemeja el encuentro de dos visiones. De un lado la externa, las imágenes que recoge su retina, los símbolos norteamericanos (el himno, la bandera, las marcas comerciales) que ve repetidos y utilizados por doquier; los comportamientos que observa (de sus vecinos y compañeros de estudios) hasta dilucidar cuánto hay en ellos de costumbre y automatismo, y cuánto de disfraz social y de auténtica expresión individual. Del otro la interna, el filtro con el que mira e interpreta, los poetas que impregnan su mirada y su acercamiento. Y entre una y otra, las analogías y los contrastes entre su lugar de acogida y su entorno familiar a este lado del océano, en el que considera están las esencias de su identidad.

Argumentos sobre los que cimenta una expresión lírica intencionadamente estética. Busca la comunión entre los sentidos (olores, sabores, sonidos, roces y colores) y las emociones (la primera vez de muchas cosas), dejando a la razón el papel de los prejuicios y convencionalismos que causan que las relaciones tomen una u otra dirección. Un mundo propio en el que juega con los signos de puntuación y la fluidez de género para transmitir una sensación de libertad plena. Su intención no es enraizarse, comprometerse o reivindicarse, sino tomar conciencia de cuanto ocurre y dejarse impregnar sin más para continuar viviendo. Let it be and go with the flow.

Una sinceridad en la que Mario no tiene pudor en reconocer cuáles son los nombres que ha leído y que le inspiran, con los que aspira a dialogar con sencillez y humildad. De ahí su llamada al poder universal y a la imagen neoyorquina de Federico García Lorca. A la intensidad, el fulgor y la ansiedad de Arthur Rimbaud. O al sabor local de Rosalía de Castro, de aquello que no siempre se puede traducir y trasladar a otro lugar. Referentes a los que se acoge para demostrar que no trata de romper reglas ni de ir en contra de lo establecido. Mario tan solo quiere expresar de manera honesta quién y cómo es, qué ve y cómo lo siente, para compartir con nosotros que hay tantos mundos como experiencias del mismo.  

Mario Obrero, Peachtree City, 2021, Visor Libros.

«Mariana Pineda» de Federico García Lorca

Esta mujer de Granada enarboló las dos banderas que siempre quiso ondear su creador, la del amor y la de la libertad. La de la fidelidad a uno mismo y la del compromiso con los demás. Lorca bordó ambas con un lenguaje poético y estilizado, cargado de un hondo dramatismo subrayado por la fuerza, expresividad y simbolismo de las imágenes que utiliza. Una lograda presentación -esta fue su segunda dramaturgia- de lo que sería la tragedia, viveza y sensorialidad de su teatro.

Federico no solo escribía, también visualizaba lo que plasmaba en el papel. De ahí las indicaciones escenográficas que incluye en algunas de las escenas de este texto escrito entre 1923 y 1925, y estrenado en 1927, y para cuya materialización contaría con la ayuda de su inestimable amigo Salvador Dalí. Pautas de representación -incluyen también de iluminación y ambientación sonora- con las que denota su intención de dar a su historia un depurado esteticismo que envuelva y subraye la intensidad, autenticidad y desnudez de su emocionalidad, visceralidad e intimidad. Una viuda enamorada de un prófugo de la justicia, cómplice de su huida de prisión y colaboradora de la oposición liberal en su intento de levantamiento ante la dictadura absolutista de Fernando VII.

Lorca se vale de los hechos reales sucedidos en 1831 como puerta de entrada -aunque no elude su carga política- para llegar a lo que le interesa, la ficción de las motivaciones, vivencias y conflictos interiores de su protagonista. Su propósito es exponer con claridad, pero sin alterar su complejidad, la maraña de sensaciones encontradas, esperas ilusorias y frustrantes reveses de quien sintió, practicó y se refugió en el amor y en la libertad. En ella hay convicción, cree en sí misma, pero también hay seguidismo, se asocia ciegamente con el hombre al que desea, y una desesperante utopía simbiosis de su fidelidad a sus principios y de su empecinamiento en no asumir las sombras de las luces que la conducen al cadalso.

La intención trágica está desde el mismo prólogo, ya se anuncia en él que las piedras de Granada lloran por lo que ha sucedido. Es vertiginosa la manera en que surgen y encajan, a lo largo de sus tres estampas, los recursos que van formando, condensando y dominando tanto la atmósfera sensorial como la humana, yendo ambas de la inquietud a la angustia y zozobra final. De la evocación coreográfica, sensual y danzada de una corrida de toros, al estar pendientes de un exterior nocturno que se antoja conflictivo y peligroso y de ahí al hundimiento en un encierro y atrapamiento psicológico que solo contempla imposibles como excusa para eludir, a la par que aceptar, la inminencia de la muerte.

Marina Pineda es un texto con múltiples capas. Sus diálogos combinan la narrativa de la acción con la expresividad de sus descripciones paisajísticas, meteorológicas y sociales. Crean imágenes vibrantes, cuya fuerza reside no en el hecho de ser una extensión o proyección de lo que verbalizan sus protagonistas, sino en el elemento exterior que les marca y condiciona. Y eso sucede no solo con aquellos que actúan como impulsores de los acontecimientos, sino también con aquellos más mínimos, precisos y puntuales con los que García Lorca genera poderosas burbujas de belleza (“una herida de cuchillo sobre el aire”, “cuando el sol se duerme en sus manos”) que, a la par que enhebran con su continuidad el dramatismo de su texto, explotan en nuestros oídos y se expanden en nuestros corazones, uniendo así un profundo deleite estético al goce de vernos atrapados por un personaje víctima tanto del capricho y la extorsión de las autoridades judiciales como de sí misma.

Marina Pineda, Federico García Lorca, 1925, Ediciones Austral.

“Eterna España” de Marco Cicala

58 capítulos que nos dan a conocer los porqués de algunos episodios de la Historia de nuestro país, así como las peculiaridades que han convertido en protagonistas de nuestro imaginario a personajes de todo tipo y actividad. Una lectura que aúna lo académico y lo popular, bien documentada y expuesta, y con una redacción entre el ensayo literario y el reportaje periodístico.

Nunca conocemos suficiente. Siempre hay detalles que cuando escuchamos o leemos por primera vez nos ayudan a entender un poco más cómo hemos llegado al hoy del mundo en el que vivimos. Eso es lo que ocurre con estas piezas de Marco Cicala. Podrían abordarse de manera independiente, ya que pasan perfectamente por reportajes realizados a lo largo del tiempo para distintas publicaciones, pero muy bien unidas por el modo en que a partir de un pormenor derivan en un intrigante ovillo de fechas, lugares y nombres que conectan con nuestro recuerdo, más o menos vivo, de la Historia de España.

Cicala deja claro que cuanto relata está fundamentado en fuentes bibliográficas, entrevistas directas y visitas in situ. Así, y con un tono tranquilo y cercano con aires entre explicativos y pedagógico, niega mitos como el de la pacífica convivencia entre árabes, cristianos y judíos durante el medievo; contrasta la imagen que tenemos de La Mancha actual con aquella que recorrió el Quijote; y ahonda en las contrariedades de Miguel de Unamuno. Al tiempo, se hace eco de lo popular, de aquello que los libros de Historia no incluyen pero que también construye un país como son las madame y las casas de citas, episodios que aún están por ser digeridos como el de los robos de bebés a madres solteras y familias humildes durante décadas, o de los sucesos que inspiraron a los que se hicieron eco de ellos, como el que le sirvió a Federico García Lorca para escribir Bodas de sangre.

La información está ordenada con suma eficacia cuando tiene como origen un proceso de documentación, llevándonos de un asunto a otro en una relación de causa efecto que nos guía por sí sola. En los casos en que es obtenida de manera directa por Marco -como en las semblanzas de Camarón de la Isla o Manuel Vázquez Montalbán-, su relato es más vivencial. Se convierten en reportajes periodísticos que van desde la toma de contacto inicial a la profundización guiado por aquellos que comparten con él su experiencia, estudio y reflexión.

Considérese también la manera deliberada y explícita en que está presente en muchos de ellos la nacionalidad italiana de Cicala. Unas veces como prisma, dándonos una visión desde la distancia, diferente a la que podríamos tener cualquier nacional, pero también afectada por los vínculos con su país de algunos de los protagonistas y por la imagen que desde Italia se tiene de nosotros. Ese sentido de visión y experiencia personal, sin partir de hipótesis ni pretender establecer tesis alguna sobre la conformación de la identidad de nuestra nación o de sus habitantes, aunque generando argumentos para quien así quiera hacerlo. Eso es precisamente lo que hace interesante y recomendable la lectura de Eterna España.

Eterna España, Marco Cicala, 2017 (2020), Arpa Editores.

«Una noche sin luna», pero llena de luz

Un texto redondo, una interpretación espléndida y una dirección extraordinaria de Sergio Peris-Menchetta que materializa con inteligencia y sensibilidad la profundidad, capacidad y múltiple expresividad del doble trabajo de Juan Diego Botto. Un homenaje a la figura, las palabras y el pensamiento de Federico García Lorca que demuestra la razón de su universalidad y el por qué de su vigencia. 

Para cuando el planteamiento se ha convertido en nudo, Juan Diego Botto tiene a sus espectadores en el bolsillo. Hipnotizados, seducidos, convencidos, entregados a su conversión en el poeta de Fuente Vaqueros para explicarnos cómo fue que, aunque muriera la noche del 18 de agosto de 1936, habían comenzado a matarle mucho tiempo antes y la manera en que siguieron haciéndolo tras abandonar su cadáver en un lugar aún por descubrir. Pero no se alarmen, el tono del texto escrito por Botto no es trágico. No niega el drama, no huye de la seriedad de la reflexión social ni evita la crítica en su análisis político, pero lo que priman en él es el buen talante y la comicidad, la ironía y el sagaz sentido del humor de su protagonista. 

A partir de fragmentos de entrevistas, anécdotas, conferencias, extractos de sus dramaturgias y estrofas de sus poemas, Una noche sin luna se erige como una síntesis genial de la personalidad vibrante, el pensamiento agudo y la biografía interior de Federico. Más allá de los lugares, las personas y los momentos concretos que recuerda, su máximo acierto está en hacerlo evocando lo que pensó y concibió, transmitiéndonos sus fortalezas y debilidades, y acercándonos a su manera de estar y relacionarse con el mundo. Un sentir alejado de la visceralidad, la estrechez de miras y la búsqueda de confrontación de la época que le tocó vivir y que desembocó en el fratricidio que estalló un mes antes de que le fusilaran por rojo y maricón. 

Una abundancia y profundidad de información y impresiones a la que el monólogo y la destrucción de la cuarta pared por parte de Botto le dan una fluidez que embauca al patio de butacas haciéndole olvidarse de estar ante una ficción. El deleite, el gozo y el disfrute es tal que genera la ilusión de estar ante una realidad en la que nos gustaría quedarnos a vivir por siempre, a la par que nos sentimos extrañamente cómodos al descubrir que los parlamentos de algunos de los múltiples secundarios de la España de décadas atrás que escuchamos -yendo del costumbrismo a la caricatura, del epítome al compendio- suenan tan irrespetuosos, tendenciosos y peligrosos como muchos de los que seguimos siendo testigos hoy en día.  

La soberbia dirección de Sergio Peris-Menchetta materializa con exquisito pormenor tanto la poesía que articula el texto, sus distintas escenas y pasajes emocionales, como la potencia exterior de su mirada y la elocuencia sensorial de sus hipótesis y especulaciones. Un logro resultado de la elegancia y minuciosidad de la iluminación de Valentín Álvarez, la galanura y las metáforas del vestuario de Elda Noriega, el eco del espacio sonoro de Pablo Martín Jones y de las canciones de Rozalén, Morente y Lagartija Nick, y las múltiples y potentes alegorías de la escenografía de Curt Allen. Todos ellos juntos, unidos, compenetrados y perfectamente ensamblados consiguen que Una noche sin luna sea un soberbio espectáculo teatral, un sentido homenaje a Federico y un sincero agradecimiento al eterno valor, atemporalidad y generosidad de su legado. 

Una noche sin luna, en el Teatro Español (Madrid).

23 de abril, un año de lecturas

365 días después estamos de nuevo en el día del libro, homenajeando a este bendito invento y soporte con el que nos evadimos, conocemos y reflexionamos. Hoy recordamos los títulos que nos marcaron, listamos mentalmente los que tenemos ganas de leer y repasamos los que hemos hecho nuestros en los últimos meses. Estos fueron los míos.

Concluí el 23 de abril de 2020 con unas páginas de la última novela de Patricia Highsmith, Small g: un idilio de verano. No he estado nunca en Zúrich, pero desde entonces imagino que es una ciudad tan correcta y formal en su escaparatismo, como anodina, bizarra y peculiar a partes iguales tras las puertas cerradas de muchos de sus hogares. Le siguió mi tercer Harold Pinter, The Homecoming. Nada como una reunión familiar para que un dramaturgo buceé en lo más visceral y violento del ser humano. Volví a Haruki Murakami con De qué hablo cuando hablo de correr, ensayo que satisfizo mi curiosidad sobre cómo combina el japonés sus hábitos personales con la disciplina del proceso creativo.  

Amin Maalouf me dio a conocer su visión sobre cómo se ha configurado la globalidad en la que vivimos, así como el potencial que tenemos y aquello que debemos corregir a nivel político y social en El naufragio de las civilizaciones. Después llegaron dos de las primeras obras de Arthur Miller, The Golden Years y The Man Who Had All The Luck, escritas a principios de la década de 1940. En la primera utilizaba la conquista española del imperio azteca como analogía de lo que estaba haciendo el régimen nazi en Europa, en un momento en que este resultaba atractivo para muchos norteamericanos. La segunda versaba sobre un asunto más moral, ¿hasta dónde somos responsables de nuestra buena o mala suerte?

Le conocía ya como fotógrafo, y con Mis padres indagué en la neurótica vida de Hervé Guibert. Con Asalto a Oz, la antología de relatos de la nueva narrativa queer editada por Dos Bigotes, disfruté nuevamente con Gema Nieto, Pablo Herrán de Viu y Óscar Espírita. Cambié de tercio totalmente con Cultura, culturas y Constitución, un ensayo de Jesús Prieto de Pedro con el que comprendí un poco más qué papel ocupa ésta en la cúspide de nuestro ordenamiento jurídico. The Milk Train Doesn´t Stop Here Anymore fue mi dosis anual de Tennessee Williams. No está entre sus grandes textos, pero se agradece que intentara seguir innovando tras sus genialidades anteriores.

Helen Oyeyemi llegó con buenas referencias, pero El señor Fox me resultó tedioso. Afortunadamente Federico García Lorca hizo que cambiara de humor con Doña Rosita la soltera. Con La madre de Frankenstein, al igual que con los anteriores Episodios de una guerra interminable, caí rendido a los pies de Almudena Grandes. Que antes que buen cineasta, Woody Allen es buen escritor, me quedó claro con su autobiografía, A propósito de nada. Bendita tú eres, la primera novela de Carlos Barea, fue una agradable sorpresa, esperando su segunda. Y de la maestra y laboriosa mano teatral de George Bernard Shaw ahondé en la vida, pensamiento y juicio de Santa Juana (de Arco).

Una palabra tuya me hizo fiel a Elvira Lindo. Más vale tarde que nunca. La sacudida llegó con Voces de Chernóbil de Svetlana Alexiévich, literatura y periodismo con mayúsculas, creo que no lo olvidaré nunca. Tras verlo representado varias veces, me introduje en la versión original de Macbeth, en la escrita por William Shakespeare. Bendita maravilla, qué ganas de retornar a Escocia y sentir el aliento de la culpa. Siempre reivindicaré a Stephen King como uno de los autores que me enganchó a la literatura, pero no será por ficciones como Insomnia, alargada hasta la extenuación. Tres hermanas fue tan placentero como los anteriores textos de Antón Chéjov que han pasado por mis manos, pena que no me pase lo mismo con la mayoría de los montajes escénicos que parten de sus creaciones.

Me sentí de nuevo en Venecia con Iñaki Echarte Vidarte y Ninguna ciudad es eterna. Gracias a él llegó a mis manos Un hombre de verdad, ensayo en el que Thomas Page McBee reflexiona sobre qué implica ser hombre, cómo se ejerce la masculinidad y el modo en que es percibida en nuestro modelo de sociedad. The Inheritance, de Matthew López, fue quizás mi descubrimiento teatral de estos últimos meses, qué personajes tan bien construidos, qué tramas tan genialmente desarrolladas y qué manera tan precisa de describir y relatar quiénes y cómo somos. Posteriormente sucumbí al mundo telúrico de las pequeñas mujeres rojas de Marta Sanz, y prolongué su universo con Black, black, black. Con Tío Vania reconfirmé que Chéjov me encanta.

Sergio del Molino cumplió las expectativas con las que inicié La España vacía. Acto seguido una apuesta segura, Alberto Conejero. Los días de la nieve es un monólogo delicado y humilde, imposible no enamorarse de Josefina Manresa y de su recuerdo de Miguel Hernández. Otro autor al que le tenía ganas, Abdelá Taia. El que es digno de ser amado hará que tarde o temprano vuelva a él. Henrik Ibsen supo mostrar cómo la corrupción, la injusticia y la avaricia personal pueden poner en riesgo Los pilares de la sociedad. Me gustó mucho la combinación de soledad, incomunicación e insatisfacción de la protagonista de Un amor, de Sara Mesa. Y con los recuerdos de su nieta Marina, reafirmé que Picasso dejaba mucho que desear a nivel humano.

Regresé al teatro de Peter Shaffer con The royal hunt of the sun, lo concluí con agrado, aunque he de reconocer que me costó cogerle el punto. Manuel Vicent estuvo divertido y costumbrista en ese medio camino entre la crónica y la ficción que fue Ava en la noche. Junto al Teatro Monumental de Madrid una placa recuerda que allí se inició el motín de Esquilache que Antonio Buero Vallejo teatralizó en Un soñador para un pueblo. El volumen de Austral Ediciones en que lo leí incluía En la ardiente oscuridad, un gol por la escuadra a la censura, el miedo y el inmovilismo de la España de 1950. Constaté con Mi idolatrado hijo Sisí que Miguel Delibes era un maestro, cosa que ya sabía, y me culpé por haber estado tanto tiempo sin leerle.

La sociedad de la transparencia, o nuestro hoy analizado con precisión por Byung-Chul Han. Masqué cada uno de los párrafos de El amante de Marguerite Duras y prometo sumergirme más pronto que tarde en Andrew Bovell. Cuando deje de llover resultó ser una de esas constelaciones familiares teatrales con las que tanto disfruto. Colson Whitehead escribe muy bien, pero Los chicos de la Nickel me resultó demasiado racional y cerebral, un tanto tramposo. Acabé Smart. Internet(s): la investigación pensando que había sido un ensayo curioso, pero el tiempo transcurrido me ha hecho ver que las hipótesis, argumentos y conclusiones de Frédéric Martel me calaron. Y si el guión de Las amistades peligrosas fue genial, no lo iba a ser menos el texto teatral previo de Christopher Hampton, adaptación de la famosa novela francesa del s.XVIII.   

Terenci Moix que estás en los cielos, seguro que El arpista ciego está junto a ti. Lope de Vega, Castro Lago y Arthur Schopenhauer, gracias por hacerme más llevaderos los días de confinamiento covidiano con vuestros Peribáñez y el comendador de Ocaña, cobardes y El arte de ser feliz. Con Lo prohibido volví a la villa, a Pérez Galdós y al Madrid de Don Benito. Luego salté en el tiempo al de La taberna fantástica de Alfonso Sastre. Y de ahí al intrigante triángulo que la capital formaba con Sevilla y Nueva York en Nunca sabrás quién fui de Salvador Navarro. El Canto castrato de César Aira se me atragantó y con la Eterna España de Marco Cicala conocí los porqués de algunos episodios de la Historia de nuestro país.

Lo confieso, inicié How to become a writer de Lorrie Moore esperando que se me pegara algo de su título por ciencia infusa. Espero ver algún día representado The God of Hell de Sam Shepard. Shirley Jackson hizo que me fuera gustando Siempre hemos vivido en el castillo a medida que iba avanzando en su lectura. Master Class, Terrence McNally, otro autor teatral que nunca defrauda. Desmonté algunas falsas creencias con El mundo no es como crees de El órden mundial y con Glengarry Glen Ross satisfice mis ansiosas ganas de tener nuevamente a David Mamet en mis manos. Y en la hondura, la paz y la introspección del Hotel Silencio de la islandesa de Auður Ava Ólafsdóttir termino este año de lecturas que no es más que un punto y seguido de todo lo que literariamente está por venir, vivir y disfrutar desde hoy.