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“Modelo 77”: rabia, miedo y esperanza

Política, activismo y denuncia social en la España que transitó desde el fascismo hacia la democracia. Un guion bien trazado que recoge la injusticia que sufrieron muchos presos comunes por parte de un sistema en el que el abuso, la violación y la represión eran la norma. Una narración tensa, dura en algunos momentos, fundamentada en la sólida presencia de Miguel Herrán y los matices de la mirada de Javier Gutiérrez.

El cine bien escrito, rodado y editado es un medio perfecto para conocer nuestra historia. Han pasado cuatro décadas y media de lo que relata Modelo 77, los que entonces eran jóvenes podrán repasar cómo tuvieron conocimiento de lo que expone y cuánto se ajusta a la realidad de entonces. Los que lo somos ahora conocemos a través de ella un episodio muy concreto de eso que se aglutina bajo el término, y tabula rasa, de Transición. Componentes con los que Alberto Rodríguez vuelve al thriller que tan bien articuló en La isla mínima (2014) y El hombre de las mil caras (2016), aunando la intimidad y los silencios de la primera con las intrigas políticas y la corrupción del poder de la segunda.

La premisa que consigue mantener durante las dos horas de proyección es exponernos cómo era nuestro país en términos sociales y policiales a través de unos caracteres apenas esbozados. Prima lo colectivo, pero sin despersonalizar ni instrumentalizar a sus personajes. Aunque apenas nos da datos de ellos, nos permite conocerlos y entender los interrogantes que les asaltaban en un contexto en el que la norma era la inseguridad jurídica. Arrestados por sus ideas políticas o su orientación sexual, acusados de diversos delitos sin pruebas o en prisión preventiva por tiempo indefinido. Olvidados por el sistema que supuestamente estaba transformando España, al capricho de los agentes de la ley, anclados en los métodos fascistas que habían practicado durante cuarenta años, que les gobernaban en prisión y viviendo en un espacio decrépito bajo la continua posibilidad de un castigo físico y psicológico nunca justificado y siempre silenciado.   

A diferencia de cintas carcelarias como Celda 211, Modelo 77 no busca el espectáculo de la testosterona, la exacerbación del grupo o la coreografía de la violencia. No renuncia a la masculinidad, el dinamismo de los planos cargados de acción y la confrontación entre los métodos de lucha rudimentarios y usos más sofisticados de la fuerza por parte de agentes militares y policiales. En el perfecto equilibrio en que se mantiene la cinta durante todo su discurrir, el guion de Alberto Rodríguez no la justifica nunca, pero sí evidencia las causas que la motivaban y las consecuencias que les acarreaba el recurrir a ella a unos y a otros.

En el plano técnico, cabe destacar la muy cuidada fotografía de Alex Catalán que nos enclaustra en un espacio cerrado del que nunca salimos, y desde el que apenas avistamos el exterior, y un minucioso diseño de producción que nos hace sentir tanto la miseria de esos interiores como la estética general de los años setenta. Una impronta visual en la que Miguel Herrán aporta la rotundidez de su presencia física y las angulosidades de su mirada que, acompañada del vestuario y el peinado con el que es caracterizado, le dan un agradecido y sugerente toque quinqui. Junto a él, Javier Gutiérrez deja claro, una vez más, que su capacidad gestual y tonal es sobresaliente, lo que redunda en la credibilidad y tensión de esta buena película.  

10 películas de 2021

Cintas vistas a través de plataformas en streaming y otras en salas. Españolas, europeas y norteamericanas. Documentales y ficción al uso. Superhéroes que cierran etapa, mirada directa al fenómeno del terrorismo y personajes únicos en su fragilidad. Y un musical fantástico.

«Fragmentos de una mujer». El memorable trabajo de Vanessa Kirby hace que estemos ante una película que engancha sin saber muy bien qué está ocurriendo. Aunque visualmente peque de simbolismos y silencios demasiado estéticos, la dirección de Kornél Mundruczó resuelve con rigor un asunto tan delicado, íntimo y sensible como debe ser el tránsito de la ilusión de la maternidad al infinito dolor por lo que se truncó apenas se materializó.

«Collective». Doble candidata a los Oscar en las categorías de documental y mejor película en habla no inglesa, esta cinta rumana expone cómo los tentáculos de la podredumbre política inactivan los resortes y anulan los propósitos de un Estado de derecho. Una investigación periodística muy bien hilada y narrada que nos muestra el necesario papel del cuarto poder.

«Maixabel». Silencio absoluto en la sala al final de la película. Todo el público sobrecogido por la verdad, respeto e intimidad de lo que se les ha contado. Por la naturalidad con que su relato se construye desde lo más hondo de sus protagonistas y la delicadeza con que se mantiene en lo humano, sin caer en juicios ni dogmatismos. Un guión excelente, unas interpretaciones sublimes y una dirección inteligente y sobria.

«Sin tiempo para morir». La nueva entrega del agente 007 no defrauda. No ofrece nada nuevo, pero imprime aún más velocidad y ritmo a su nueva misión para mantenernos pegados a la pantalla. Guiños a antiguas aventuras y a la geopolítica actual en un guión que va de giro en giro hasta una recta final en que se relaja y llegan las sorpresas con las que se cierra la etapa del magnético Daniel Craig al frente de la saga.

«Quién lo impide». Documental riguroso en el que sus protagonistas marcan con sus intereses, forma de ser y preguntas los argumentos, ritmos y tonos del muy particular retrato adolescente que conforman. Jóvenes que no solo se exponen ante la cámara, sino que juegan también a ser ellos mismos ante ella haciendo que su relato sea tan auténtico y real, sencillo y complejo, como sus propias vidas.

«Traidores». Un documental que se retrotrae en el tiempo de la mano de sus protagonistas para transmitirnos no solo el recuerdo de su vivencia, sino también el análisis de lo transcurrido desde entonces, así como la explicación de su propia evolución. Reflexiones a cámara salpicadas por la experiencia de su realizador en un ejercicio con el que cerrar su propio círculo biográfico.

«tick, tick… Boom!» Nunca dejes de luchar por tu sueño. Sentencia que el creador de Rent debió escuchar una y mil veces a lo largo de su vida. Pero esta fue cruel con él. Le mató cuando tenía 35 años, el día antes del estreno de la producción que hizo que el mundo se fijara en él. Lin-Manuel Miranda le rinde tributo contándonos quién y cómo era a la par que expone cómo fraguó su anterior musical, obra hasta ahora desconocida para casi todos nosotros.

«La hija». Manuel Martín Cuenca demuestra una vez más que lo suyo es el manejo del tiempo. Recurso que con su sola presencia y extensión moldea atmósferas, personajes y acontecimientos. Elemento rotundo que con acierto y disciplina marca el ritmo del montaje, la progresión del guión y el tono de las interpretaciones. El resultado somos los espectadores pegados a la butaca intrigados, sorprendidos y angustiados por el buen hacer cinematográfico al que asistimos.

«El poder del perro». Jane Campion vuelve a demostrar que lo suyo es la interacción entre personajes de expresión agreste e interior hermético con paisajes que marcan su forma de ser a la par que les reflejan. Una cinta técnicamente perfecta y de una sobriedad narrativa tan árida que su enigma está en encontrar qué hay de invisible en su transparencia. Como centro y colofón de todo ello, las extraordinarias interpretaciones de todos sus actores.

«Fue la mano de Dios». Sorrentino se auto traslada al Nápoles de los años 80 para construir primero una égloga de la familia y una disección de la soledad después. Con un tono prudente, yendo de las atmósferas a los personajes, primando lo sensorial y emocional sobre lo narrativo. Lo cotidiano combinado con lo nuclear, lo que damos por sentado derrumbado por lo inesperado en una película alegre y derrochona, pero también tierna y dramática.

«La hija»: sobria, tensa y poderosa

Manuel Martín Cuenca demuestra una vez más que lo suyo es el manejo del tiempo. Recurso que con su sola presencia y extensión moldea atmósferas, personajes y acontecimientos. Elemento rotundo que con acierto y disciplina marca el ritmo del montaje, la progresión del guión y el tono de las interpretaciones. El resultado somos los espectadores pegados a la butaca intrigados, sorprendidos y angustiados por el buen hacer cinematográfico al que asistimos.

La hija comienza mostrando y ocultando información. Nos da las pinceladas justas y necesarias de cada uno de sus protagonistas, ni una más, para entender qué está sucediendo, el rol de cada uno de ellos y el desigual triángulo que conforman Javier Gutiérrez, Patricia López Arnáiz e Irene Virgüez. También las coordenadas de tiempo y lugar en que se encuentran. Queda así abierta la puerta de lo que está por venir, la certeza de lo que habrá de pasar sí o sí y las muchas suposiciones de lo que podría ocurrir.  

A partir de ahí quedamos atrapados en una situación en la que es imposible la marcha atrás. Solo queda seguir hacia delante aceptando que se está a merced de los acontecimientos y que el único modo de superar esta prueba vital con éxito es mantener la calma. Lo único que puede ayudar es no hacer nada. Aquí es donde comienza el virtuosismo de la dirección de Martín Cuenca. En la sencillez de la composición de sus planos medios y generales, en la sobriedad gestual de sus intérpretes y en la parquedad de sus diálogos. Manteniendo el tono de la narración, pero ahora ya sin ocultar nada, no ofreciendo más que lo que hay. Sin intervenir, sin apresurar.

Una única trama, pero varias personalidades implicadas, cada una con sus intenciones y necesidades, pero también con sus zonas ocultas. Sombras que ya no se insinúan o se intuyen, sino que sencillamente no están. A estas alturas la historia no es más que lo que se proyecta, lo que estrecha su campo emocional y, lo que es peor aún para los que estamos siendo testigos de todo ello, sin dejarnos espacio en el que sentirnos moralmente cómodos. Sea como sea, hay un precio que pagar, ¿hasta dónde somos capaces de llegar? ¿A qué estamos dispuestos a renunciar? ¿En qué medida va a quedar nuestro futuro hipotecado?

Cuando llega la recta final, cuanto se había apuntado hasta este momento resulta coherente. Nada había sido gratuito. Todo confluye con una lógica pasmosa en una vorágine apretada y acelerada, a la par que tranquila y sosegada. Aun así, el desenlace resulta sorprendente e inesperado, inevitable. Deslumbra por su capacidad de ir más allá de lo concebible. Sin embargo, su in crescendo no altera su latido, lo que demuestra que el guión de Alejandro Hernández y Manuel Martín Cuenca (ya trabajaron juntos en El autor y Caníbal) no agota sus posibilidades y llega a este momento demostrando no solo lo sólido que era en su inicio, sino la robustez que ha ganado con la precisión, el cuidado y el detalle de su puesta en escena.