El memorable trabajo de Vanessa Kirby hace que estemos ante una película que engancha sin saber muy bien qué está ocurriendo. Aunque visualmente peque de simbolismos y silencios demasiado estéticos, la dirección de Kornél Mundruczó resuelve con rigor un asunto tan delicado, íntimo y sensible como debe ser el tránsito de la ilusión de la maternidad al infinito dolor por lo que se truncó apenas se materializó.

La primera media hora es excepcional. La cámara sigue a la pareja que se está preparando para la llegada de su ansiado bebé de manera casi documental. El espectáculo cinematográfico llega con el parto, un largo plano secuencia que sintetiza las emociones de los que están a punto de convertirse en padres, de los mimbres de su relación y de los valores por los que han decidido dar a luz en casa. Con la entrada en escena de la comadrona se materializa uno de los varios marcos relacionales que marcará el devenir de esta cinta. Intercambios de miradas y palabras que nos transmiten las personalidades y los puntos de unión y conflicto entre los implicados.
Junto al de la mujer que acabará denunciada por no haber hecho, supuestamente, todo lo posible para evitar el fallecimiento del bebé, está ese otro triángulo en el que el vértice de mayor fuerza lo encarna la madre de quien habiéndolo sido, no tiene hijo al que cuidar y proteger. Coordenadas en las que el ejercicio de la autoridad, la dificultad de expresarse y la desorientación vital enmarcan el doloroso tránsito que supone intentar seguir hacia adelante sin tener a dónde ni cómo ir. El guión de Kata Wéber muestra las muchas maneras en que se manifiesta esa indefinición que no termina nunca de concretarse, lastrando incluso hasta el intento de darle forma.
Ese es quizás el ángulo narrativo más complicado de trasladar a lo audiovisual de Fragmentos de una mujer. Piezas ásperas, duras y difíciles de asimilar, pero perfectas cuando es Vanessa Kirby quien está ante la cámara. Sin embargo, cuando ella no forma parte del encuadre, se quedan en un espacio suspendido. No sabemos si tiene como fin introducirnos en el entorno con el que ella ya no conecta. O si pretende simbolizar la desazón, la angustia y la ansiedad de un duelo que la tiene varada en lo más hondo de sí misma sin saber si será capaz de recomponerse, cual kintgusi, a partir de sus cicatrices. Quizás la dirección de Kornél Mundruczó intente ambas, pero algunos de sus fotogramas resultan más estéticos y meramente fotográficos que descriptivos de lo que les está sucediendo a Martha, a Sean y a los dos.
La clave está en que lo que se presentaba como un fresco familiar, aunque con una clara protagonista e hilo conductor, se convierte a partir del trágico suceso en un retrato individual en el que la función del resto de caracteres es revelar el puzle que conforma su universo personal. Un discurrir lógico, pero al que también le falta cierta fineza al provocar que el personaje de Shia LaBeouf parezca desdibujarse o que la matriarca que encarna Ellen Burstyn quede supeditada a generar la tensión con la que marcar puntos de inflexión. En cualquier caso, Vanessa Kirby está por encima de estas imperfecciones y hace que su minimalista emotividad se ancle en el corazón de quien asiste al espectáculo de su interpretación.
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