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“Martes de carnaval” de Ramón del Valle-Inclán

Esperpento plagado de imaginación recurrente, sarcasmo procaz y arte literario. Retrato realista de muchos de los estamentos, costumbres y creencias de la sociedad española de hace un siglo. Desde el periodismo y los militares al honor y la honra pasando por un amplio registro de impudorosas supercherías, maledicencias populares y escarnios públicos.

Una obra que son tres y tres que son una porque aunque son historias diferentes y se pueden leer e interpretar de manera autónoma, comparten espíritu e intención y hasta están enlazadas argumentalmente por algunos personajes en unas tramas en las que lo castrense está siempre presente. En Las galas del difunto denunciando el artificio de las guerras, en cuyos frentes de batalla luchan los que no tienen nada que ganar y los que mandan desde los despachos siempre encuentran la manera de salir beneficiados. Burlándose en La hija del Capitán de los códigos de comportamiento y conducta personal que se les exige no solo a sus integrantes, más allá de los galones, sino también a sus familias. Y por último, en Los cuernos de Don Friolera, de la integridad en su proceder profesional ante el conjunto de la sociedad.

Escritas durante la década de 1920, Valle-Inclán publicó conjuntamente estas dramaturgias en 1930 bajo el subtítulo de Esperpentos, término que tal y como había explicado años antes en Luces de bohemia, supone una presentación deformada y grotesca de la realidad. Pero su sátira no solo causa hilaridad por la acidez y fineza con que está expuesta, sino que impresiona por la descarada crudeza con que muestra las incoherencias, los absurdos y los sinsentidos de sus conciudadanos. En todos ellos el qué dirán, las apariencias y los eufemismos juegan un papel fundamental a la hora de cimentarse un estatus y una reputación social sobre la que conjugar las posibilidades con que vivir parasitariamente tanto en lo personal como en lo profesional.  

Punto de partida a partir del cual don Ramón realiza un ejercicio de verborrea sin par en el que se deleita exacerbando hasta la caricatura la actitud vital y la expresión verbal de sus protagonistas, así como las situaciones hiperbólicas, excesivas y retorcidas que viven y provocan. He ahí las aperturas nocturnas de tumbas y las tapias de los cementerios, las mascotas con que comparten sus turnos los militares en turno de servicio, las prótesis que usan algunos de estos o los hábitos de convivencia que tienen con sus parejas en su intimidad.

Parodias que utiliza también como vehículo a través del cual criticar de manera abierta, y sin dejar duda alguna de su intención, asuntos como el amarillismo de la prensa, su connivencia con el poder, la corrupción de sus altas instancias (son los años de la dictadura de Primo de Rivera), la connivencia de la monarquía de Alfonso XIII y el sin rumbo de sus decisiones (guerras como la de Cuba o la de Marruecos) o el puritanismo papanatas, prolongador de la ignorancia humanista y la tontuna eclesiástica del común de la población.

Una mancha que, según él, es muy particular de lo español -lo que nos diferencia de otras culturas, de ahí sus referencias a Shakespeare-, un lastre arrastrado desde hace siglos, tal y como se puede ver en faros como el Quijote o el Don Juan Tenorio, en artistas como Goya o en contemporáneos como Unamuno.

Martes de Carnaval, Ramón del Valle-Inclán, 1930, Editorial Austral.

“Albert’s bridge” de Tom Stoppard

Concebida originalmente como una pieza radiofónica estrenada por la BBC en 1967, tras la aparente ingenuidad y lógica conductual de su protagonista, su argumento destila una importante crítica social. Una fábula que sigue siendo válida para nuestro tiempo.

Tom Stoppard no es un autor de digestión fácil. No es amigo de presentaciones explicativas ni de introducciones circunstanciales. Entra sin preámbulos en sus historias, de manera que siempre vamos un paso por detrás de sus intenciones. El desconcierto, la incertidumbre y la sorpresa forman parte del proceso y la experiencia de ser su espectador y lector. Su propuesta no está solo en lo que se ve y escucha, sino en lo que se intuye, deduce y percibe. Exige que estemos tanto en lo presente como en lo ambiental y lo psicológico.

Albert’s bridge comienza con cuatro operarios terminando de pintar la estructura metálica de semejante infraestructura situada en una ciudad británica, nunca nombrada pero sí descrita como gran urbe. Acto seguido asistimos a una reunión de la empresa gestora en la que se aprueban los planes para continuar el mantenimiento de este trabajo, mas reduciendo costes, lo que implica mantener un único trabajador. El conflicto surge porque el contratado para esta tarea es Albert, el hijo del propietario de dicha compañía, y a su vez alguien licenciado en filosofía y sin ambición material alguna. Un hombre que, a la par, deja embarazada a la asistenta que sus padres tienen como interna, relación que fructifica en su convivencia en coordenadas modestas.

En este cruce de asuntos varios es donde Stoppard lanza sus interrogantes, comenzando por la filosofía. ¿Para qué vale? ¿Quién se dedica a ella y qué aporta? ¿Tiene algo que hacer frente al materialismo sin fin de nuestra sociedad? También ahonda en el asunto del trabajo. ¿En qué medida nos dignifica? ¿Qué papel juegan en su obtención y mantenimiento los méritos, la dedicación y los resultados? Igualmente, le dedica espacio al capitalismo y su exclusivo propósito de maximizar las cifras en el corto plazo, resultados con los que alimentar el ego y la megalomanía de sus primeras figuras. Por último, y de manera complementaria, refleja las distancias en el comportamiento y las aspiraciones entre quienes tienen de sobra y quienes apenas disponen de lo justo.

Se nota que Albert’s bridge está concebida originalmente para la radio por la sencillez con que están planteadas cada una de sus escenas. Su fuerza recae en los diálogos y el modo en que su progresión nos da las claves que necesitamos para situarnos en su existencialismo. Algo a lo que ayudan las referencias musicales -una canción popular versionada a capela y una marcha militar a sonar según sus indicaciones- y algunos parlamentos concebidos como cortos monólogos shakespearianos, algo en lo que Stoppard se mostró hábil en su obra anterior, Rosencrantz y Guildenstern han muerto (1967) a partir de dos personajes de Hamlet, pero sin zambullirse en el absurdo con el que jugaría en la siguiente, Jumpers (1972).

De mar de fondo el mito de Sísifo, personaje mitológico condenado a empujar cuesta arriba una piedra que al llegar a la cima caía una y otra vez. Algo similar a lo que en nuestro tiempo se ha convertido el trabajo seriado para muchas personas, lo que hace de Albert -con su formación, sus posibilidades y su afabilidad- alguien enigmático y un espejo en el que jugar o probar a mirarnos.

Albert’s bridge, Tom Stoppard, 1969, Faber Books.

“Casa de muñecas” de Henrik Ibsen

Disección de los artificios, convenciones, exigencias y formalidades sobre las que se construye el modelo de pareja patriarcal, amparado en las presiones sociales y religiosas, y el papel instrumental e inferior en el que coloca a la mujer. Biografías, tramas y comportamientos estructurados en círculos, vasos comunicantes y espejos con los que su autor confronta a la sociedad de su tiempo -y a la de hoy- con sus hipocresías y contradicciones.  

No hay mayor riesgo de que las cosas se tuerzan que en el momento previo a que comiencen a ir bien. Después de tanto tiempo esperando, anhelando y deseando que los astros, los esfuerzos y las ilusiones se alineen para que, entonces, la realidad se muestre cruda, sincera y honesta y no te quede otra que reconocer la mentira de ayer y hoy para entregarte a la verdad de siempre. Eso es lo que le sucede a Nora. Tras perder hace años a su padre, y casi a su esposo por una terrible enfermedad, y no haber disfrutado la vida como le hubiera gustado, se prepara para llegar a final de mes sin problemas una vez que su marido asuma en breve la dirección del banco en el que ya trabaja como abogado.

Para mayor simbolismo, el cielo diáfano y despejado de sus coordenadas se nubla en una fecha tan señalada como es la de Nochebuena. Jornada cargada de simbolismo familiar, de amor puro y honesto, de humanidad empática, respetuosa y dadivosa. Algo que, a pesar de las sonrisas, las formas y la buena disposición, queda patente que es más artificio y fachada que la experiencia del día a día. Del pasado surgen una amiga a la que no ayudó como se merecía y un hombre del que se fio sin pensar los riesgos que para su matrimonio y su familia suponía comprometerse contractualmente con él. Los límites de lo moral y lo legal, con lo afectivo de por medio, quedan así expuestos y siendo cruzados a su vez, con la honra y los supuestos jerárquicos e intelectuales por los que un hombre es más que una mujer.

Al igual que había hecho en su obra anterior, Los pilares de la sociedad (1877), Ibsen realiza nuevamente un retrato objetivo de la sociedad de su tiempo. Inicia Casa de muñecas mostrando los roles masculinos y femeninos que se presuponen en el tiempo de su escritura, de manera que sus lectores/espectadores se sientan cómodos con su propuesta. La sacudida llega después cuando expone con total asertividad las fisuras de una construcción que a ellas las coarta, infantiliza y anula y a ellos les ensalza y obliga. Si hasta entonces sus diálogos, situaciones e interacciones habían sido certeros para mostrar lo que pretendía, en el tercer acto su validez y solidez resultan ser maestros por su atemporalidad y las múltiples lecturas que permiten, no solo dramatúrgica, sino también política y filosófica.

Se puede ver en ello una intención humanista, en contra de la cosificación de la mujer, que entroncaría con un enfoque feminista adelantado a su época. Aunque en este sentido hay que destacar que, más que igualdad, lo que Ibsen reclama es el derecho a ser uno mismo, a no ser manipulado, para de esa manera ser más auténtico y tener una vida mucho más serena y profunda en lo individual, y comprensiva e íntima en lo relacional. En cualquier caso, una visión en la que entran en juego valores como la honestidad, la lealtad y la fidelidad en los que seguiría ahondando en textos posteriores como Un enemigo del pueblo (1882).

Casa de muñecas, Henrik Ibsen, 1879, Editorial Losada.

«Los intereses creados» de Jacinto Benavente

En una ciudad sin definir, hombres y mujeres se relacionan a la manera de la commedia dell’arte, como si estuvieran en el renacimiento italiano, dando pie a un embrollo sobre el poder, el dinero, la ambición, el amor, el qué dirán y la imagen pública. Asuntos que con sorna, gracia y verborrea y bajo su apariencia de farsa, describen con total descaro y acidez las dinámicas de los círculos burgueses de la España de principios del siglo XX.

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Dos pícaros llegan a una hospedería dispuestos a vivir del cuento como ya han hecho antes en ciudades como Bolonia o Mantua, dejando deudas, engaños y estafas. Sus perjudicados le siguen el rastro para reclamar, allí donde el destino se lo permita, justicia, arreglo y compensación. Como la intención de semejantes jetas no es la de cambiar, sino la de perpetuarse en esta manera de ganarse la vida, se reparten los roles de bueno y malo, noble y siervo, caballero y hombre vulgar para que les proporcionen alojamiento y alimento de alto nivel, como se le supone a la categoría y abolengo que sus palabras y comportamiento transmiten.

En estas que una dama que vive de los contactos y de las relaciones sociales organiza una fiesta a la que acudirá la joven soltera con mayor dote de toda la ciudad. Los intereses del título son múltiples y variados, tantos como hombres y mujeres acudirán a ese baile. ¿Serán compatibles los de unos y otros? ¿Cómo conjugarán sus verdades con sus mentiras?

Escrito con una estructura y un desarrollo que evoca a clásicos mencionados en su introducción como Shakespeare o Molière, esta farsa guarda las formas clásicas, pero su propuesta y mensaje es tan atemporal como lo son las bajas pasiones, las ocultas motivaciones y las ostentosas manifestaciones de todos sus personajes. Las situaciones son las esperadas en un enredo en el que se juega al sí pero no, al ejercicio de bondad para esconder los problemas y los pufos y a la simulación de los afectos. Hasta que el amor de verdad, el auténtico, el que embauca y transforma se manifiesta y se apodera de los dos corazones a los que une en uno solo frente al digan lo que digan y hagan lo que hagan.

La verborrea y expresividad con que son expuestas estas actitudes y resueltas las situaciones en que han de manifestarse, hacen que la forma y el estilo con que son relatadas sea tan o más divertida que su propio contenido. Un modo literario con el que Jacinto Benavente probablemente le estaba diciendo a su público lo que pensaba de él sin que este se diera por aludido. Consiguiendo lo que pocos son capaces de hacer, escribir un texto de altura pero que al tiempo sea asequible para todos los públicos, y que cada uno de los niveles de este lo sienta como suyo sin darse cuenta de que aquello que está viendo no es solo una representación, sino también un espejo de sí mismo. De sus contradicciones y vergüenzas, de sus miserias y pobrezas mentales, de su falta de espíritu y de su incapacidad egoísta para considerar nada que no sea su propia satisfacción y comodidad.

Los intereses creados, Jacinto Benavente, 1906, Ediciones Cátedra.

«Gloria» de Eduardo Mendoza

Comedia de enredo con toques de thriller y misterio en una historia de personajes que esconden y muestran a partes iguales hasta que todo sale a la luz. El resultado es un vodevil correctamente estructurado, pero con una hilaridad excesivamente liviana que hace que su desarrollo argumental resulte redundante y con una gracia limitada.

Cuenta Eduardo Mendoza en el prólogo de su Teatro reunido (2018) que, aunque se inició su producción, finalmente Gloria no se estrenó por cuestiones que no concreta. Me pregunto qué forma hubiera tomado este texto, su segundo trabajo teatral tras Restauración (1990), sobre un escenario. Puede ser que llevado por el lado del exceso, pero sin llegar al histrionismo, funcionara lo que en su formato impreso me ha resultado un intento de opereta bien planteado que, sin embargo, no termina de cuajar. Por momentos me he sentido asistiendo a un espectáculo cuyo objetivo, más que intrigar, era hacerme sonreír por las reacciones y respuestas de sus personajes en situaciones de lo más estrambóticas aunque presentadas como aparentemente normales.  

Una editorial, dos matrimonios como socios de la misma, una de ellas rompe y el marido deja el proyecto. Como él era quien aportaba el capital del proyecto conjunto, tienen que buscarse un nuevo inversor y parecen contar con alguien a quien están a punto de conocer en la casa de la pareja que aún se mantiene unida. Emplazamiento en el que conoceremos lo que oculta cada uno de los personajes, a veces a todos, a veces en complicidad con otro. Un proceso en el que parece conjugarse la comedia ligera, pero retóricamente recurrente, con el suspense. Algo así como Miguel Mihura y Jardiel Poncela con el cine negro y las mujeres fatales.

Valiéndose de las cinco puertas que tiene el escenario, una a la calle y cuatro a estancias interiores, entran y salen hombres y mujeres en una sucesión de encuentros, diálogos y descubrimientos que recuerdan positivamente al teatro de Ana Diosdado. Pero este proceder se truncan cuando llegan los gags evocadores de las producciones de José Luis Moreno y aquellas que tenían a Arturo Fernández como cabeza de cartel, construidas a base de chascarrillos, tópicos y alteraciones convenientes de la realidad.

El también autor de La ciudad de los prodigios (1986) parece querer esbozar un irónico retrato social de la clase empresarial y pretendidamente progre -menciones a Vázquez Montalbán, Tapiès y Carmen Bacells- media-alta catalana preolímpica (a la que describiría sin tapujo alguno años después en ¿Qué está pasando en Cataluña?, 2017), en un marco de corrupción del que presumían con orgullo y sorna los que la habitaban. Base sobre la que plantean una serie de ingenios detectivescos y un melodrama con aires de sainete sobre las diferencias y conflictos entre hombres y mujeres, asuntos en los que el paso del tiempo hace que este texto resulte trasnochado si se mira con los ojos y la mentalidad de hoy. Cuestiones ambas en las que, desafortunadamente, esta Gloria teatral no provoca el divertimento que sí siguen transmitiendo novelas de Eduardo Mendoza como La aventura del tocador de señoras (2001) o El asombroso viaje de Pomponio Flato (2008).

Gloria, Eduardo Mendoza, 1991, Editorial Seix Barral.

10 textos teatrales de 2019

Títulos clásicos y actuales, títulos que ya forman parte de la historia de la literatura y primeras ediciones, originales en inglés, español, noruego y ruso, libretos que he visto representadas y otros que espero llegar a ver interpretados sobre un escenario.

«¿Quién teme a Virginia Woolf?» de Edward Albee. Amor, alcohol, inteligencia, egoísmo y un cinismo sin fin en una obra que disecciona tanto lo que une a los matrimonios aparentemente consolidados como a los aún jóvenes. Una crueldad animal y sin límites que elimina pudores y valores racionales en las relaciones cruzadas que se establecen entre sus cuatro personajes. Un texto que cuenta como pocas veces hemos leído cómo puede ser ese terreno que escondemos bajo las etiquetas de privacidad e intimidad.

«Un enemigo del pueblo» de Henrik Ibsen. “El hombre más fuerte es el que está más solo”, ¿cierto o no? Lo que en el siglo XIX escandinavo se redactaba como sentencia, hoy daría pie a un encendido debate. Leída en las coordenadas de democracia representativa y de libertad de prensa y expresión en las que habitamos desde hace décadas, la obra escrita por Ibsen sobre el enfrentamiento de un hombre con la sociedad en la que vive tiene muchos matices que siguen siendo actuales. Una vigencia que junto a su extraordinaria estructura, ritmo, personajes y diálogos hace de este texto una obra maestra que releer una y otra vez.

“La gaviota” de Antón Chéjov. El inconformismo vital, amoroso, creativo y artístico personificado en una serie de personajes con relaciones destinadas –por imperativo biológico, laboral o afectivo- a ser duraderas, pero que nunca les satisfacen plenamente. Cuatro actos en los que la perfecta exposición y desarrollo de este drama existencial se articulan con una fina y suave ironía que tiene mucho de crítica social y de reflexión sobre la superficialidad de la burguesía de su tiempo.

«La zapatera prodigiosa» de Federico García Lorca. Entre las múltiples lecturas que se pueden aplicar a esta obra me quedo con dos. Disfrutar sin más de la simpatía, el desparpajo y la emotividad de su historia. Y profundizar en su subtexto para poner de relieve la desigual realidad social que hombres y mujeres vivían en la España rural de principios del siglo XX. Eso sí, ambas quedan unidas por la habilidad de su autor para demostrar la profundidad emocional y la belleza que puede llegar a tener y causar la transmisión oral de lo cotidiano.

«La chunga» de Mario Vargas Llosa. La realidad está a mitad de camino entre lo que sucedió y lo que cuentan que pasó, entre la verdad que nadie sabe y la fantasía alimentada por un entorno que no tiene nada que ofrecer a los que lo habitan. Una desidia vital que se manifiesta en diálogos abruptos y secos en los que los hombres se diferencian de los animales por su capacidad de disfrutar ejerciendo la violencia sobre las mujeres. Mientras tanto, estas se debaten entre renunciar a ellos para mantener la dignidad o prestarse a su juego cosificándose hasta las últimas consecuencias.

“American buffalo” de David Mamet. Sin más elementos que un único escenario, dos momentos del día y tres personajes, David Mamet crea una tensión en la que queda perfectamente expuesto a qué puede dar pie nuestro vacío vital cuando la falta de posibilidades, el silencio del entorno y la soledad interior nos hacen sentir que no hay esperanza de progreso ni de futuro.

“The real thing” de Tom Stoppard. Un endiablado juego entre la ficción y la realidad, utilizando la figura de la obra dentro de la obra, y la divergencia del lenguaje como medio de expresión o como recurso estético. Puntos de vista diferentes y proyecciones entre personajes dibujadas con absoluta maestría y diálogos llenos de ironía sobre los derechos y los deberes de una relación de pareja, así como sobre los límites de la libertad individual.

“Tales from Hollywood” de Christopher Hampton. Cuando el nazismo convirtió a Europa en un lugar peligroso para buena parte de su población, grandes figuras literarias como Thomas Mann o Bertold Brecht emigraron a un Hollywood en el que la industria cinematográfica y la sociedad americana no les recibió con los brazos tan abiertos como se nos ha contado. Christopher Hampton nos traslada cómo fueron aquellos años convulsos y complicados a través de unos personajes brillantemente trazados, unas tramas perfectamente diseñadas y unos diálogos maestros.

“Los Gondra” y “Los otros Gondra” de Borja Ortiz de Gondra. Gondra al cubo en un volumen que reúne dos de los montajes teatrales que más me han agitado interiormente en los últimos años. Una excelente escritura que combina con suma delicadeza la construcción de una sólida y compleja estructura dramática con la sensible exposición de dos temas tan sensibles -aquí imbricados entre sí- como son el peso de la herencia, la tradición y el deber familiar con el dolor, el silencio y el vacío generados por el terrorismo.

“This was a man” de Noël Coward. En 1926 esta obra fue prohibida en Reino Unido por la escandalosa transparencia con que hablaba sobre la infidelidad, las parejas abiertas y la libertad sexual de hombres y mujeres. Una trama sencilla cuyo propósito es abrir el debate sobre en qué debe basarse una relación amorosa. Diálogos claros y directos con un toque ácido y crítico con la alta sociedad de su tiempo que recuerdan a autores anteriores como Oscar Wilde o George B. Shaw.

“This was a man” de Noël Coward

En 1926 esta obra fue prohibida en Reino Unido por la escandalosa transparencia con que hablaba sobre la infidelidad, las parejas abiertas y la libertad sexual de hombres y mujeres. Una trama sencilla cuyo propósito es abrir el debate sobre en qué debe basarse una relación amorosa. Diálogos claros y directos con un toque ácido y crítico con la alta sociedad de su tiempo que recuerdan a autores anteriores como Oscar Wilde o George B. Shaw.  

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Edward y Carol viven en el acomodado barrio de Knightsbridge de Londres. Él es un reputado retratista de los más adinerados, ella una bella y elegante mujer cuya personalidad –según la nota introductoria de Coward- tiene mucho de sexo y poco de intelecto. Estamos en los años posteriores a la Gran Guerra (aún no era conocida como la I Guerra Mundial), tiempo en el que muchos respondieron con diversión, hedonismo y levedad a la huella de barbarie y atrocidad que el horrible conflicto había dejado en su momento. Ahora bien, ¿qué ocurre en una pareja cuando cada uno materializa esta actitud de diferente manera?

Ella no solo no tiene ningún pudor en mantener relaciones extramatrimoniales con hombres casados, sino que lo muestra frente a su marido con absoluta naturalidad. Él, por su parte, se plantea si esto es algo que ha de respetar –siendo consecuente con su defensa de la libertad personal- o de lo que debe alejarse por el mal que le hace la constatación de que su matrimonio ya no es lo que era o lo que se supone debiera ser.

Esta es la cuestión que Noël Coward expone en This was a man confrontando los planteamientos morales, la crítica social, la supuesta inteligencia de la racionalidad y la sensación de bienestar interior. Un debate que contextualiza a través de los personajes secundarios que lo complementan, situándolo en un grupo social de sobrada posición económica, lo que trae consigo clasismo y superficialidad guiados por la frivolidad, el qué dirán y la imagen (eso que hoy llamamos postureo).

Con unos diálogos ágiles y directos, sin alardes literarios, pero con efectividad teatral, Coward nos hace ver la futilidad y el cortoplacismo vital de buena parte de aquellos que gozan de una posición desahogada en lo material. Lo que expone con suma ironía y algunos dardos socarrones va más allá de qué se entiende por compromiso o qué implica el matrimonio y el papel que en él deben tener, o no, pilares como la honestidad, la transparencia, la fidelidad o la lealtad. Su verdadera motivación es mostrar el vacío de principios y valores de esos que simplemente se dejan llevar y no son capaces de ver más allá de sí mismos y, por tanto, son incapaces para construir relaciones basadas en el compromiso, el respecto o la intimidad.

Desde un punto de vista formal hay que destacar el gran sentido escénico de las anotaciones con que Cöward da pautas para la representación de su obra. Disposición de los elementos escenográficos; entradas, salidas y gestualidad de los personajes; movimiento sobre el escenario o ritmos en que confluyen distintas acciones imprimiendo la calma que exige lo que está contando para que sus espectadores no solo se entretengan con lo que están viendo, sino que se planteen qué harían de encontrarse en una situación semejante.

This was a man, Noël Coward, 1926, Samuel French.

«Tres sombreros de copa» en el María Guerrero

La obra de Miguel Mihura es redonda, pero su comicidad no es más que la primera capa de una profundidad que este montaje recoge bien en la formalidad de su escenografía. Sin embargo, su excelente puesta en escena no llega a convertirse en la plataforma que necesita su propuesta, confrontando la realidad con los deseos, para brillar con todo el esplendor con que sí lo hace literariamente.

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Tres sombreros de copa parece un libreto fácil, ligero, lleno de quiebros que entre sonrisa y sonrisa hacen que nuestro ánimo no descanse ni un solo segundo y que su capacidad de sugestión vaya por delante de nuestra imaginación. Natalia Menéndez ha tenido esto muy en cuenta y, gracias a los recursos del Centro Dramático Nacional, ha construido y contado con cuanto necesitaba para crear la locura que vive Dionisio horas antes de su boda.

Su punto apocado, combinado con el carácter melifluo de Don Rosario, el director del hotel junto al mar en el que se hospeda, inicia una noche que se presume tranquila hasta que aparecen otros alojados que llenan su habitación de fiesta, ruido y algarabía. Un sinsentido cercano al absurdo que rompe todo lo previsible, pero con una lógica oculta tras su aparente irracionalidad con la que Mihura se propuso confrontar consigo mismo a alguien que vive conforme a las normas sociales y el cumplimiento de su regla de no solo ser, sino mejor parecer.

Pero si en muchas ocasiones menos es más, en otras sucede al contrario, más es menos. Un más que no es exceso, pero que puede hacer que nos centremos en los medios y los recursos en lugar de en lo verdaderamente importante en el teatro, lo que expresan y sienten sus personajes. En el momento en que Paula, joven bailarina que huye del hombre que la acosa, se cuela en la habitación del novio, se abre la puerta a una alocada dimensión cabaretera. Un espectáculo de gestualidad, vestuario, circo y provocación perfectamente construido. Pero tan al detalle y con tanto mimo y precisión que se superpone a los conflictos, las contradicciones y los espejos que plantea este texto escrito en 1932 y no estrenado hasta 1952.

Nada que objetar a la disrupción narrativa que esto supone, pero la agudeza transmitida por la ligereza verbal de los diálogos anteriores se pierde, pasando a predominar la forma sobre el fondo, el espectáculo sobre la realidad. Los personajes que entran, interrumpen, alborotan, bailan e intervienen hasta salir, resultan más episodios independientes que escenas de una historia con las que poner a prueba la apertura de mente y el freno de la convenciones sobre el hombre al que le quedan pocas horas de soltería. Y por extensión, sobre cualquiera de nosotros.

La comicidad de Mihura va y viene, quedando oculta en los pasajes de luces, color, ruido y algarabía coral de la compañía de varietés, y aflorando en monólogos como el de Don Sacramento, ese horrible suegro que representa lo más aburrido del imperativo de las costumbres y las tradiciones. Al contrario de lo que él intenta con su futuro yerno, este montaje se propone hacernos disfrutar y gozar, aunque no llegue a tanto y resulte tan solo, que no es poco, entretenido.

Tres sombreros de copa, en el Teatro María Guerrero (Madrid).