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“Recordando con ira” de John Osborne

Terremoto de rabia, desprecio y humillación. Personajes anclados en la eclosión, la incapacidad y la incompetencia emocional. Diálogos ácidos, hirientes y mordaces. Y tras ellos una construcción de caracteres sólida, con profundidad biográfica y conductual; escenas intensas con atmósferas opresivas muy bien sostenidas; y un planteamiento narrativo y retórico que indaga en la razón, el modo y las consecuencias de semejante manera de ser y relacionarse.

El estreno de este texto de John Osborne debió ser una sacudida para la conciencia de sus primeros espectadores el 8 de mayo de 1956 en Londres. La impresión que hubo de producirles la violencia verbal, física y psicológica, a la que asistieron no tenía parangón alguno. Recordando con ira les había expuesto la desnudez, frialdad y crudeza de la relación entre dos hombres y dos mujeres en su veintena. Un matrimonio y dos amigos con vínculos más basados, aparentemente, en la necesidad y la oportunidad, que en la empatía y el afecto.

Desde el primer minuto se instala una tensión producto de desconocer la razón que sustenta una convivencia en la que el personaje de Jimmy reparte insultos, exabruptos y malas miradas a todos. ¿Por qué es así? ¿Por qué lo soportan su esposa y sus amigos? Interrogantes que articulan los tres actos y los varios meses que transcurren a lo largo de la obra. Un tiempo marcado por la opresión que supone el ático abuhardillado que comparten en una ciudad indeterminada de las Tierras Medias británicas. Por las limitaciones económicas, Jimmy y Alison viven de lo que les da un puesto de dulces. Y por la ambigüedad de sus lazos, ya que su compromiso matrimonial no parece estar reñido con la intimidad con que tratan a Cliff y Helena.

Además, John Osborne comienza la acción sin situarnos, en un contexto aparentemente sin pasado. Apenas unas referencias para saber que los dos protagonistas provienen de entornos sociales diferentes, él más humilde y ella más acomodada. Sin embargo, entre el ruido, progresivamente va surgiendo información que sitúa sus vidas en coordenadas muy diferentes a las de los conflictos bélicos que vivieron sus figuras paternas, uno como voluntario del banco republicano en la Guerra Civil española, el otro como responsable del fin de la ocupación colonial británica de la India. A su vez, nos da claves sobre los sistemas familiares en los que se criaron y algunas de las graves consecuencias que ha tenido para ambos la unión, combinación y confrontación de sus caracteres.

Osborne no tiene piedad con ellos. Rápidamente lleva a lo alto su irritabilidad y pusilanimidad, al tiempo que las liga, en su expresión verbal, movimiento y gestualidad, a la sagacidad y contención que caracteriza a cada uno, convirtiéndoles en una suerte de psicópata y pasiva agresiva que conforman con Cliff y Helena sendos extraños triángulos. Mas aún por el hecho de que llegan a superponerse, pues aun estando los dos en escena, la interacción entre ellos es mínima y casi nunca directa. Un ambiente en el que, a pesar de su furia y dolor, de su ferocidad y sus heridas, se habla sobre el amor, se invoca el deseo y se propone un futuro, lo que hace todo aún más despiadado y enfermo.

Recordando con ira, John Osborne, 1956, Faber Books.

10 textos teatrales de 2022

Títulos como estos son los que dan rotundidad al axioma «Dame teatro que me da la vida». Lugares, situaciones y personajes con los que disfrutar literariamente y adentrarse en las entrañas de la conducta humana, interrogar el sentido de nuestras acciones y constatar que las sombras ocultan tanto como muestran las luces.

“La noche de la iguana” de Tennessee Williams. La intensidad de los personajes y tramas del genio del teatro norteamericano del s. XX llega en esta ocasión a un cenit difícilmente superable, en el límite entre la cordura y el abismo psicológico. Una bomba de relojería intencionadamente endiablada y retorcida en la que junto al dolor por no tener mayor propósito vital que el de sobrevivir hay también espacio para la crítica contra la hipocresía religiosa y sexual de su país.

“Agua a cucharadas” de Quiara Alegría Hudes. El sueño americano es mentira, para algunos incluso torna en pesadilla. La individualidad de la sociedad norteamericana encarcela a muchas personas dentro de sí mismas y su materialismo condena a aquellos que nacen en entornos de pobreza a una falta perpetua de posibilidades. Una realidad que nos resistimos a reconocer y que la buena estructura de este texto y sus claros diálogos demuestran cómo afecta a colectivos como los de los jóvenes veteranos de guerra, los inmigrantes y los drogodependientes.

“Camaleón blanco” de Christopher Hampton. Auto ficción de un hijo de padres británicos residentes en Alejandría en el período que va desde la revolución egipcia de 1952 hasta la crisis del Canal de Suez en 1956. Memorias en las que lo personal y lo familiar están intrínsicamente unidos con lo social y lo geopolítico. Texto que desarrolla la manera en que un niño comienza a entender cómo funciona su mundo más cercano, así como los elementos externos que lo influyen y condicionan.

«Los comuneros» de Ana Diosdado. La Historia no son solo los nombres, fechas y lugares que circunscriben los hechos que recordamos, sino también los principios y fines que defendían unos y otros, los dilemas que se plantearon. Cuestión aparte es dónde quedaban valores como la verdad, la justicia y la libertad. Ahí es donde entra esta obra con un despliegue maestro de escenas, personajes y parlamentos en una inteligente recreación de acontecimientos reales ocurridos cinco siglos atrás.

«El cuidador» de Harold Pinter. Extraño triángulo sin presentaciones, sin pasado, con un presente lleno de suposiciones y un futuro que pondrá en duda cuanto se haya asumido anteriormente. Identidades, relaciones e intenciones por concretar. Una falta de referentes que tan pronto nos desconcierta como nos hace agarrarnos a un clavo ardiendo. Una muestra de la capacidad de su autor para generar atmósferas psicológicas con un preciso manejo del lenguaje y de la expresión oral.

“La casa de Bernarda Alba” de Federico García Lorca. Bajo el subtítulo de “Drama de mujeres en los pueblos de España”, la última dramaturgia del granadino presenta una coralidad segada por el costumbrismo anclado en la tradición social y la imposición de la religión. La intensidad de sus diálogos y situaciones plasma, gracias a sus contrastes argumentales y a su traslación del pálpito de la naturaleza, el conflicto entre el autoritarismo y la vitalidad del deseo.

“Speed-the-plow” de David Mamet. Los principios y el dinero no siempre conviven bien. Los primeros debieran determinar la manera de relacionarse con el segundo, pero más bien es la cantidad que se tiene o anhela poseer la que marca nuestros valores. Premisa con la que esta obra expone la despiadada maquinaria económica que se esconde tras el brillo de la industria cinematográfica. De paso, tres personajes brillantes con una moral tan confusa como brillante su retórica.

“Master Class” de Terrence McNally. Síntesis de la biografía y la personalidad de María Callas, así como de los elementos que hacen que una cantante de ópera sea mucho más que una intérprete. Diálogos, monólogos y soliloquios. Narraciones y actuaciones musicales. Ligerezas y reflexiones. Intentos de humor y excesos en un texto que se mueve entre lo sencillo y lo profundo conformando un retrato perfecto.

“La lengua en pedazos” de Juan Mayorga. La fundadora de la orden de las carmelitas hizo de su biografía la materia de su primera escritura. En el “Libro de la vida” dejaba testimonio de su evolución como ser humano y como creyente, como alguien fiel y entregada a Dios sin importarle lo que las reglas de los hombres dijeran al respecto. Mujer, revolucionaria y mística genialmente sintetizada en este texto ganador del Premio Nacional de Literatura Dramática en 2013.

“Todos pájaros” de Wajdi Mouawad. La historia, la memoria, la tradición y los afectos imbricados de tal manera que describen tanto la realidad de los seres humanos como el callejón sin salida de sus incapacidades. Una trama compleja, llena de pliegues y capas, pero fácil de comprender y que sosiega y abruma por la verosimilitud de sus correspondencias y metáforas. Una escritura inteligente, bella y poética, pero también dura y árida.

«El cuidador» de Harold Pinter

Extraño triángulo sin presentaciones, sin pasado, con un presente lleno de suposiciones y un futuro que pondrá en duda cuanto se haya asumido anteriormente. Identidades, relaciones e intenciones por concretar. Una falta de referentes que tan pronto nos desconcierta como nos hace agarrarnos a un clavo ardiendo. Una muestra de la capacidad de su autor para generar atmósferas psicológicas con un preciso manejo del lenguaje y de la expresión oral.

A Harold Pinter le gustaba jugar con los prejuicios y automatismos de su lector/espectador. Disfrutaba contrariándole para después darle la razón y acto seguido quitársela. Le daba la información justa para que se situara y hacerle atractivas las coordenadas en las que le colocaba para después darle la vuelta a todo lo que éste había dado por cierto. Ese es el punto de partida de este texto estrenado en Londres en 1960, en el que su observador solo sentirá que quizás esté haciendo lo correcto si no se entrega completamente, pero tampoco rechaza lo que le plantea quien recibiría el Premio Nobel de Literatura muchos años después, en 2005. Una tensión en la que conseguirá disfrutar si no da nada por supuesto y, a la par, es capaz de no elucubrar gratuitamente.

Un hombre mayor indefenso con verbalizaciones interpretables como xenófobas. Un joven de comportamiento asertivo y con modales un tanto automáticos. Otro más que transmite picardía y desconfianza, que dice ser hermano del anterior y que parece ser conocedor de las claves de lo que está sucediendo. Una propiedad sin un titular claramente identificado. Un lugar inhóspito, promesa de posibilidades hogareñas, al que el primero es conducido por el segundo tras salvarle de una situación que pudo poner en peligro su vida.

Una estancia desordenada, más almacenada que habitada, con dos camas y tres personajes sin un modelo ni reglas de convivencia definidas en las que se barrunta el encierro y la fobia social al no quedar clara la manera en que sus habitantes interactúan con el mundo exterior. Un presente difícil de describir y un futuro lleno de incertidumbres que demanda retrotraerse a un pasado, apenas bocetado, al que parece haber poca voluntad de trasladarse, acrecentando así la opresiva estrechez de que su materialización genere una convivencia amable y una relación estable entre sus protagonistas.  

Frases a medio construir. Interjecciones y recurrencias. Silencios, repeticiones y redundancias. Recursos habituales de Harold Pinter –La fiesta de cumpleaños (1957), Retorno al hogar (1964) o Viejos tiempos (1971)- con los que no solo genera un desasosiego in crescendo a medida que avanza su lectura o representación, sino que obliga a buscar el puente que une la realidad con su verbalización. Un territorio que se convierte en esta propuesta escénica en un campo de batalla que pone a prueba, y en el que no hay otro medio con el que salvarse, que el control psicológico y el autocontrol emocional. Un juego de máscaras, espejos y simbiosis en el que se retuercen conductas, comportamientos e interacciones para hacer aflorar las pulsiones entre las que se debate la línea roja que separa la racionalidad y la irracionalidad de tres seres humanos tan únicos y diferentes como representativos de todos los demás.

El cuidador, Harold Pinter, 1959, Faber Books.