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10 textos teatrales de 2022

Títulos como estos son los que dan rotundidad al axioma «Dame teatro que me da la vida». Lugares, situaciones y personajes con los que disfrutar literariamente y adentrarse en las entrañas de la conducta humana, interrogar el sentido de nuestras acciones y constatar que las sombras ocultan tanto como muestran las luces.

“La noche de la iguana” de Tennessee Williams. La intensidad de los personajes y tramas del genio del teatro norteamericano del s. XX llega en esta ocasión a un cenit difícilmente superable, en el límite entre la cordura y el abismo psicológico. Una bomba de relojería intencionadamente endiablada y retorcida en la que junto al dolor por no tener mayor propósito vital que el de sobrevivir hay también espacio para la crítica contra la hipocresía religiosa y sexual de su país.

“Agua a cucharadas” de Quiara Alegría Hudes. El sueño americano es mentira, para algunos incluso torna en pesadilla. La individualidad de la sociedad norteamericana encarcela a muchas personas dentro de sí mismas y su materialismo condena a aquellos que nacen en entornos de pobreza a una falta perpetua de posibilidades. Una realidad que nos resistimos a reconocer y que la buena estructura de este texto y sus claros diálogos demuestran cómo afecta a colectivos como los de los jóvenes veteranos de guerra, los inmigrantes y los drogodependientes.

“Camaleón blanco” de Christopher Hampton. Auto ficción de un hijo de padres británicos residentes en Alejandría en el período que va desde la revolución egipcia de 1952 hasta la crisis del Canal de Suez en 1956. Memorias en las que lo personal y lo familiar están intrínsicamente unidos con lo social y lo geopolítico. Texto que desarrolla la manera en que un niño comienza a entender cómo funciona su mundo más cercano, así como los elementos externos que lo influyen y condicionan.

«Los comuneros» de Ana Diosdado. La Historia no son solo los nombres, fechas y lugares que circunscriben los hechos que recordamos, sino también los principios y fines que defendían unos y otros, los dilemas que se plantearon. Cuestión aparte es dónde quedaban valores como la verdad, la justicia y la libertad. Ahí es donde entra esta obra con un despliegue maestro de escenas, personajes y parlamentos en una inteligente recreación de acontecimientos reales ocurridos cinco siglos atrás.

«El cuidador» de Harold Pinter. Extraño triángulo sin presentaciones, sin pasado, con un presente lleno de suposiciones y un futuro que pondrá en duda cuanto se haya asumido anteriormente. Identidades, relaciones e intenciones por concretar. Una falta de referentes que tan pronto nos desconcierta como nos hace agarrarnos a un clavo ardiendo. Una muestra de la capacidad de su autor para generar atmósferas psicológicas con un preciso manejo del lenguaje y de la expresión oral.

“La casa de Bernarda Alba” de Federico García Lorca. Bajo el subtítulo de “Drama de mujeres en los pueblos de España”, la última dramaturgia del granadino presenta una coralidad segada por el costumbrismo anclado en la tradición social y la imposición de la religión. La intensidad de sus diálogos y situaciones plasma, gracias a sus contrastes argumentales y a su traslación del pálpito de la naturaleza, el conflicto entre el autoritarismo y la vitalidad del deseo.

“Speed-the-plow” de David Mamet. Los principios y el dinero no siempre conviven bien. Los primeros debieran determinar la manera de relacionarse con el segundo, pero más bien es la cantidad que se tiene o anhela poseer la que marca nuestros valores. Premisa con la que esta obra expone la despiadada maquinaria económica que se esconde tras el brillo de la industria cinematográfica. De paso, tres personajes brillantes con una moral tan confusa como brillante su retórica.

“Master Class” de Terrence McNally. Síntesis de la biografía y la personalidad de María Callas, así como de los elementos que hacen que una cantante de ópera sea mucho más que una intérprete. Diálogos, monólogos y soliloquios. Narraciones y actuaciones musicales. Ligerezas y reflexiones. Intentos de humor y excesos en un texto que se mueve entre lo sencillo y lo profundo conformando un retrato perfecto.

“La lengua en pedazos” de Juan Mayorga. La fundadora de la orden de las carmelitas hizo de su biografía la materia de su primera escritura. En el “Libro de la vida” dejaba testimonio de su evolución como ser humano y como creyente, como alguien fiel y entregada a Dios sin importarle lo que las reglas de los hombres dijeran al respecto. Mujer, revolucionaria y mística genialmente sintetizada en este texto ganador del Premio Nacional de Literatura Dramática en 2013.

“Todos pájaros” de Wajdi Mouawad. La historia, la memoria, la tradición y los afectos imbricados de tal manera que describen tanto la realidad de los seres humanos como el callejón sin salida de sus incapacidades. Una trama compleja, llena de pliegues y capas, pero fácil de comprender y que sosiega y abruma por la verosimilitud de sus correspondencias y metáforas. Una escritura inteligente, bella y poética, pero también dura y árida.

“Tiempo de silencio” de Luis Martín-Santos y Eberhard Petschinka

La gran novela, retrato social de la España que luchaba por sobrevivir a principios de los 60, convertida en un potente texto teatral con ecos de las tragedias griegas. Un libreto que además de dar forma dramática a lo narrativo, es capaz de darle un toque de autenticidad para no ser únicamente una adaptación sino un trabajo dotado con su propia dosis de originalidad.

Los personajes ideados por Martín Santos en 1962 son también los protagonistas de esta función estrenada en el Teatro de la Abadía en 2018. Pero más allá del saber hacer de su adaptador, el elemento que hace que Tiempo de silencio siga siendo igual de brillante sobre un escenario que en formato impreso, está en el hecho de haber convertido a su narrador omnisciente en un coro griego formado por los mismos intérpretes que dan vida a los personajes.

Surgiendo del fondo del escenario y de entre las líneas de su texto, nos dan las coordenadas geográficas y temporales de la ficción en la que nos encontramos. Contándonos qué clase de sitio es cada uno de los que conoceremos, qué ha provocado la atmósfera que se respira en ellos, cuáles son los tonos objetivos y los matices subjetivos de esos ambientes. Haciéndonos sentir como seres privilegiados por tener las claves que les faltan a los que habitan ese Madrid de finales de los 50, principios de los 60, para saber situarse en un mundo tan poco benévolo, tan cruel, duro y sórdido (hambre y frío, malos tratos, pobreza y miseria…) con sus habitantes.

Unas sombras que dan sustento a lo verdaderamente importante, a la propuesta de cuatro actores y tres actrices encarnando a los personajes en los que toma cuerpo cuanto le sucede al joven Pedro. Un investigador con más ganas que medios para conseguir avanzar en la lucha contra el cáncer que repentinamente se ve asistiendo a un aborto no solo ilegal, sino en condiciones tan denigrantes y clandestinas como insalubres.

Las escaseces del laboratorio -las propias de un país gobernado por un dictador que niega toda libertad y derecho a su pueblo- le llevan a la chabola del Muecas, donde conoce de primera mano la indigencia, la vergüenza y la indignidad de los lugares donde no hay, no se tiene y no se respeta la moral, ni los vínculos ni la integridad física y psicológica de las personas. Situación pareja a la de la pensión en la que vive, negocio regentado por una abuela, una hija y una nieta guiadas por la avaricia, el interés y la falta de escrúpulos. Y ante la que se presenta como un espejismo de acogida, escucha y calor humano la casa de citas regentada por Doña Luisa.

Además de lo ya señalado sobre su estructura formal, este texto destaca también por su potente redacción. A medio camino entre la parquedad castellana propia del centro peninsular y la crudeza de esa poesía que resulta estremecedora, no por la belleza que crea manejando el lenguaje, sino por la desnudez con que muestra lo que se vive, se piensa y se siente. En este sentido, los monólogos con que se inicia y cierra este Tiempo de silencio son dos pequeñas piezas sobresalientes por sí mismas.

Una excelencia literaria con la que Petschinka, más que mostrarnos o presentarnos, nos hace acompañarle en su viaje por los recovecos internos de las conciencias en las que se adentra, los conflictos que viven y las bulas morales que se otorgan los que buscan sobrevivir. Y en segundo, pero constante plano, la negación de todos a reconocer y respetar la verdad y la justicia por miedo a llamar la atención del régimen político, social y económico imperante.

Tiempo de silencio, Luis Martín-Santos y Eberhard Petschinka, 2018, Ediciones Irrevente.

“Agua a cucharadas” de Quiara Alegría Hudes

El sueño americano es mentira, para algunos incluso torna en pesadilla. La individualidad de la sociedad norteamericana encarcela a muchas personas dentro de sí mismas y su materialismo condena a aquellos que nacen en entornos de pobreza a una falta perpetua de posibilidades. Una realidad que nos resistimos a reconocer y que la buena estructura de este texto y sus claros diálogos demuestran cómo afecta a colectivos como los de los jóvenes veteranos de guerra, los inmigrantes y los drogodependientes.

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Tiempo atrás leí que en Nueva York, la ciudad que nunca duerme, la del lujo y los rascacielos, la mitad de su población vive bajo el umbral de la pobreza. Una imagen que no vemos porque no es emitida por los medios de comunicación y porque si nos la ponen delante nos negamos a creer que sea verdad. Una situación que imagino similar a la de Filadelfia, la urbe en la que se ambienta esta obra estrenada en 2011 y ganadora del Premio Pulitzer de teatro un año después. En ella, un descendiente de puertorriqueños, Elliot, se gana la vida como dependiente de un establecimiento de comida rápida tras el fin de su aventura como soldado en Irak por una herida en una pierna.

Su deseo de ayudar a que EE.UU. se convirtiera en un país más seguro le ha valido una minusvalía física que trajo consigo una adicción a los barbitúricos y la aparición constante en sus sueños de un hombre árabe que le reclama insistentemente. El día que le conocemos junto a su prima Yaz, su madre acaba de fallecer, pero en el proceso de preparación del funeral descubrimos que aunque fue quien le crio, esa mujer realmente era una tía de ambos. En paralelo Alegría Hudes plantea sobre el escenario la visualización de un chat, un lugar de encuentro virtual donde tras su nicks, personas en distintos lugares del mundo comparten la normalidad de cómo ha sido su día, el desasosiego de lo que les inquieta o el triunfo y la incertidumbre de las jornadas que llevan sin pincharse o sin esnifar.

Así es como Agua a cucharadas va de lo cercano –el amor materno-filial, la casa como lugar de encuentro y convivencia, la familia como red afectiva de ayuda y apoyo- a lo etéreo –avatares de individuos aislados, en lugar de personas que no comparten sus coordenadas reales-, ligando ambas coordenadas y componiendo un retrato alienante de la sociedad norteamericana. Un país donde deja claro que todo lo que no luzca y aquel que no sonría en la constante foto oficial es escondido, culpabilizado de su falta de fotogenia e imposibilitado a volver a aparecer en ella.

Aunque también hay espacio para la esperanza y el positivismo, el drama de lo que ocurre en esta historia no está en la tragedia de lo que sucede durante la representación o en la biografía previa de sus protagonistas. Lo impactante es la naturalidad con que muestran cuanto han vivido anteriormente y en la aceptación –que no resignación- con que relatan cómo ha sido crecer en un día a día en el que la escasez material conllevó también para algunos pobreza espiritual. Una derivada generadora de violencia, adicciones y cuestiones mayores como, incluso, la muerte.

Water by the spoonful, Quiara Alegría-Hudes, 2011, Theatre Communications Group.

«Iphigenia en Vallecas»

María Hervás se hace dueña y señora del escenario a lo largo de la hora y media de representación de este descarnado monólogo. Un texto que comienza haciéndonos reír de su personaje para tras dejar atrás su fachada de chonismo e incultura, lograr que comprendamos sus intenciones, empaticemos con sus emociones y finalmente hacer que nos cueste mantenerle la mirada ante la dura realidad que nos muestra.  

IphigeniaEnVallekas

Iphigenia es un personaje clásico que Gary Owen hizo actual hace apenas unos años. Esta mujer cuenta con un alter ego vallecano que se deja ver en el ambigú del Teatro Pavón. En sus primeros minutos no queda claro si es un personaje teatral o alguien que podría haber participado en Hermano mayor, el programa televisivo dedicado a jóvenes conflictivos enfadados con el mundo, o luciendo leggings, ombligo y top en el también catódico Mujeres, hombres y viceversa. Ese es el anzuelo con el que desde la comodidad de la butaca contemplamos lo que se nos narra desde el escenario y nos reímos desde la lejanía que imponen los prejuicios de esta muchacha maleducada, grosera e impertinente.

No trabaja, no estudia y sus relaciones afectivas y sexuales tienen mucho impulso y poca cabeza. Así le va, podríamos decir. El histrionismo, la jocosidad y la verborrea procaz de Iphigenia junto a la expresiva voz de María Hervás y su flexible lenguaje corporal se combinan para mostrar con absoluta desnudez lo que es esta joven. Una persona sin más visión que el corto plazo, buscando siempre evadirse del presente y cuyo anhelo es, aparentemente, satisfacer sus necesidades materiales –techo y comida- y sociales –compañía- básicas.

Ahí es donde se produce el punto de inflexión en el que Iphigenia en Vallecas se afianza como un texto inteligente a partir del cual María pasa de hacer una muy buena interpretación a un trabajo soberbio (como ya lo hiciera en su día en Confesiones a Alá). Sin olvidar de dónde vienen, libreto y actriz convierten al que hasta entonces era un público condescendiente, en una comunidad que es testigo en primer plano de las tristezas y miserias de un ser humano que tiene los mismos conflictos, sufrimientos y sueños que cualquier otro.

La diferencia está en que en sus coordenadas de barrio pobre las esperanzas y las ilusiones rara vez se han materializado y cuando lo han hecho, ha sido con la fragilidad que dejan ver su profunda, directa y penetrante mirada. Es entonces cuando los espectadores traspasan el filtro del alcohol, los chicles, los tacos y el desorden y acceden al amplio terreno de las sensaciones, las emociones y los afectos. Un territorio frágil, de cristal, quebradizo, pero al tiempo profundamente delicado, deseoso de ser habitado, de dar acogida.

Una dimensión que las instituciones de nuestra sociedad ignoran a aquellos sin recursos materiales o que no practican unas determinadas formas de protocolo social, a esos a los que se deja en los márgenes del estado del bienestar y a los que no les queda otra que replegarse y endurecerse para sobrevivir. La representación de Iphigenia no deja en ningún momento de ser un retrato personal, pero llegado este momento es también una propuesta política que no indica valores o principios, sino que muestra hechos objetivos y consecuencias perdurables, heridas y cicatrices que demuestran que la realidad es mucho más de lo que vemos.

Es imposible no salir de la representación sin pensar, meditar o debatir sobre la interrogante que lanza al aire una María de ojos vidriosos, nariz moqueante y cuerpo encogido, que sigue resonando tras apagarse los focos, ¿qué va a pasar cuando ya no podamos soportar más?

Iphigenia en Vallecas, en El Pavón-Teatro Kamikaze (Madrid).

“París-Austerlitz” de Rafael Chirbes, el amor como trampa mortal

Sin pudor alguno, sin nada que esconder, sin miedo ni vergüenza, sin lágrimas ya y sin más dolor que sufrir y padecer. Un relato con el corazón crujido, la mente explotada y el estómago descompuesto por la digestión nunca acabada del vínculo del amor, del fin de una relación imposible y del recuerdo amable y esclavo que siempre quedará dentro. Una joya esculpida con palabras en ese milimétrico punto de equilibrio entre el vómito emocional y el soporte de la razón, sabiéndose preso de las emociones pero también incapaz de ir más allá del vértice del acantilado al que nos llevan.

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Mirar atrás puede ser muy duro, pero aún más difícil debe ser hacerlo al frente cuando el pasado se coloca ahí diciéndote que o rindes cuentas con él o no te dejará pasar. Rafael Chirbes le dedicó casi veinte años a esa conversación parecida a un juicio final, que no permite réplicas ni segundas oportunidades, en la que verbalizar lo que nunca se dijo. Las dos últimas décadas de su vida a este título póstumo en que recupera la alegría que le llevó a una herida aún no cerrada y la amargura que le tiene secuestrado haciéndole ser quien él no quiere ser.

París-Austerlitz es un relato feliz en algún momento,  pero también agrio y desolador, lleno de deseo y esperanza, pero también de la frustración y la imposibilidad de dejar atrás una entrega que acabó siendo una distancia imposible de salvar, que no solo no se olvida, sino que tampoco hay manera de separarse de ella.

El amor nos lleva a imaginar y a trasladarnos continuamente fuera y lejos de donde estamos. Cuando es correspondido, lo ilusionado se convierte en realidad, pero con el riesgo de que esta no evolucione y lo que ayer era novedad hoy es una losa, lo que en su día fue horizonte es ahora un abismo. Pero también es tramposo, juega a hacernos creer que el presente es ya el futuro y cuando este llega todo se torna, el bien en mal, la salud en enfermedad y la riqueza en pobreza. Porque aunque se acabe, seguimos siendo reos de él. Su ausencia, su conversión en frustración nos intimida, nos coarta y anula haciendo que la indiferencia, la indiferencia y el vacío nos dirijan y nos gobiernen. Da igual que haya pasado un día que un mes que un año que muchos, el lazo del vínculo sigue ahí, bien atado, bien prieto, casi impidiéndonos respirar.

Una irresolución en la que Chirbes pasa magníficamente en un continuo punto y seguido de las vivencias de entonces a las más recientes, de los pensamientos y las reflexiones a diálogos que ya no se sabe si son fieles a lo escuchado o fantasmas que le persiguen amenazadoramente y de los que ni huye ni acepta como esquizofrénicos compañeros de vida.

Esta novela es más que un testamento y una obra literariamente sublime, es también la manifestación de una cobardía inicial como de una valentía posterior que nos impulsa a los lugares y verdades que antes tan solo suponíamos. Somos incapaces de superar nuestros límites, no tenemos claro si huimos o somos incapaces de comprometernos, absurdo que nos lleva después a hacer un duro ejercicio para entender por qué sufrimos y por qué no fuimos capaces de gozar.

París-Austerlitz exige tiempo, calma y silencio para reposar. No es un texto sobre el que pasar de puntillas o que permita transitar sin más. Es imposible no colocarse en la piel de su autor y bajo ella trasladarse a la ciudad de la luz, esa de cielos casi siempre grises, y dejar que sus palabras se conviertan sobre tu piel en abrazos y besos, sexo y cariño, pasión y rechazo, fusión y distancia, un dos en uno y un uno lejos, muy lejos de todo, incluso de uno mismo.

“La llorona”, Marcela Serrano relata la fuerza de la maternidad

Quizás sea una imposición social, quizás sea la llamada de la naturaleza, pero según Marcela Serrano, una vez que la mujer gesta una vida en su interior, esta forma parte de sí de manera tan visceral e ilógica como racional y sentida a la par. Una novela corta que retrata con delicadeza y sobriedad acontecimientos límites que ponen a prueba las habilidades y capacidades del ser humano.

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Hay personas a las que las desgracias nunca le han venido solas, su vida ha sido una sucesión de acontecimientos torcidos, unas veces atravesados en su camino, otras invocados y en ocasiones hasta generados por ellas mismas. Como ya hiciera en títulos anteriores como en “Nosotras que nos queremos tanto”, la autora plantea su ficción con un reivindicativo punto de vista muy realista: la pobreza genera encierro en vida y la ignorancia incapacidad intelectual. Su narración deja claro que lo que parece tremendo es, en realidad, tristemente anodino, y toda excepción a esta regla es de efectos aún más pérfidos, convirtiendo lo extraordinario en cruel.

Marcela Serrano se introduce a fondo en su personaje y tomando como hilo conductor la afección sobre su corazón de cuanto le ocurre, nos presenta las etapas que se han sucedido en su trayectoria vital. En primer lugar, su inicio en un mundo rural con una restringida dimensión humana, reducida a la familia en primer grado. Esa en la que se quiere por la fuerza del hábito, del instinto animal, de la cercanía y la pertenencia, no por los tactos, miradas o palabras que transmitan cariño, afecto o empatía alguna.

Con un aparente discurso costumbrista, Serrano imprime fuerza, empuje, valor y curiosidad en su protagonista. Así es como esta deja atrás lo único que conoce y se lanza a lo desconocido para lo que comúnmente denominamos “comenzar de cero”. Un punto de inflexión tras el cual está el feminismo de la escritora abriendo las ventanas a preguntas tan obvias que no se llegan nunca a plantear. ¿Qué se había comenzado sino el verse inmerso desde el inicio en una existencia ya acabada? ¿No hay que inventar o crear por primera vez antes que replantearse modificar el diseño conseguido?

Sin embargo, no elude que la realidad del destino de casi toda mujer en Sudamérica –en ningún momento nos dice el país concreto en el que acontece su historia- es el papel de esposa fiel y madre amantísima. Llegan al matrimonio porque se lo piden desde fuera y ella a sí misma desde dentro, presionada por la supuesta urgencia del reloj biológico. Ese mismo que lleva de la seducción del cortejo al altar antes de que caduque la pasión del sexo, hito que generalmente confluye con la llegada de la maternidad. Un acontecimiento que se le presenta y se autosugestiona como la cima, la cumbre, el culmen de la identidad femenina.

Pero, ¿qué ocurre cuando este se ve cortado de raíz, cuando a la madre le dicen que su hijo no ha sobrevivido al parto? ¿Qué se mueve entonces? ¿Qué le dicen sus entrañas? ¿Es el fin definitivo o el inicio de una fuerza que hasta entonces desconocía poseer? La que había sido criada, educada e instruida para procrear, ¿hasta dónde llegará en su papel de progenitora negada?

Esa es “La llorona” que propone descubrir Marcela Serrano. Una mujer que ya antes había conseguido por empeño propio aprender a leer y a algo que podemos compartir con ella en las páginas de esta novela: disfrutar de la belleza del lenguaje, de su capacidad expresiva, de su captación de los matices, del poder multiplicador que tiene de las emociones cuando a estas se le ponen palabras y se pronuncian en voz alta, más aún si es al complemento directo, al tú, que las motiva, las inspira y las alimenta.