Belleza y hondura en «Fue la mano de Dios»

Sorrentino se auto traslada al Nápoles de los años 80 para construir primero una égloga de la familia y una disección de la soledad después. Con un tono prudente, yendo de las atmósferas a los personajes, primando lo sensorial y emocional sobre lo narrativo. Lo cotidiano combinado con lo nuclear, lo que damos por sentado derrumbado por lo inesperado en una película alegre y derrochona, pero también tierna y dramática.

En 1984 la ciudad de Nápoles era una olla a presión como consecuencia de los rumores de la posible llegada a la ciudad de Diego Armando Maradona como fichaje estrella de su club de fútbol. Todos sus habitantes estaban al tanto de la posible noticia, unos despreciaban aquel mentidero, otros se frustraban y los más esperaban con ilusión que se convirtiera en realidad. Entre estos últimos estaba Fabietto Schisa, un adolescente para el que el fútbol era uno de los hilos conductores de su vida. Una pasión que compartía con el resto de miembros masculinos de su familia, su padre, su hermano, sus tíos. La otra en la que todos ellos estaban de acuerdo era la voluptuosidad y el descaro carnal de su tía Patrizia.

Esa hermandad cimentada en el apellido y el eterno latido de los impulsos sexuales es la que marca el inicio de Fue la mano de Dios y con la que arranca con un tono y un ritmo barroco y festivo. Presentando Nápoles como una ciudad con una belleza e identidad hipnótica y a sus habitantes como personas sin moderación, pero con una humanidad y simpatía desbordante. Las secuencias corales de su primera parte son tremendamente divertidas por la frescura y la sorna de su exceso, una combinación sincera de histrionismo y sentimiento que se revela como una forma de ser y de estar en el mundo, de relacionarse tanto con los más cercanos como en la más anodina cotidianidad.

Aun así, hay un tono agridulce en las secuencias con personajes anónimos, una suerte de parada de los monstruos, que evocan a los que también habitaban los títulos del evocado Fellini y que contienen la semilla de la soledad, la incomunicación y el desasosiego que explota a partir del incidente que marca un antes y un después en su desarrollo. La explosión de movimiento, verbo y gesto es sustituida por una superficie de silencio y quietud tras la que ebulle un torrente emocional más expresionista que expresivo. La caricatura y la hipérbole de antes tornan en un dramatismo, angustioso y sereno a partes iguales, que ya no se construye hilvanando secuencias lúdicas y festivas, sino con una sucesión de cuadros con una profunda carga de trascendencia y existencialismo.

Una manera de demostrar cómo las personalidades y las biografías se escriben tanto con la lluvia fina y la invisibilidad ambiental que constituye el refugio de los tuyos, como con los momentos concretos que se graban a fuego y dan pie a un después tras el que ya no hay posibilidad alguna de volver atrás. Dos horas de proyección de una cinta con un excepcional Filippo Scotti, como todos los secundarios que le acompañan, en su encarnación del alter ego de Paolo Sorrentino que, a través de su guión y dirección, nos cuenta una etapa tan importante de su propia trayectoria vital.

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