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23 de abril, día del libro

Cervantes, Shakespeare y el hábito de la lectura. Hoy celebramos la existencia y el poder de los libros. Páginas impresas, encuadernadas y cubiertas por portadas que nos llaman, apelan y acompañan. Jornada en la que festejar esos objetos que nos evaden y alucinan, nos aburren y nos crispan, nos informan y nos forman.

Forman parte de mi paisaje y rutina habitual. Tengo libros en el dormitorio, en el estudio y en el salón. No en la cocina ni en el baño, por el riesgo acuático que, si no, también. Me vale cualquier hora del día para leer. Con la legaña aún en el transporte público a primera hora cuando voy a trabajar. Al amanecer cuando los fines de semana disfruto de que no haya sonado el despertador. Por la noche antes de dormir. Cuando viajo, da igual si es en autobús, tren o avión. Llevo siempre un libro conmigo. Si me descubro sin tener uno a mano me siento vacío, falto, manco. Así ha sido desde que conociera las series de Los cinco y Los Hollister y no hubiera tarde de piscina infantil con una de las dos pandillas. Antes que ellos recuerdo las lecturas compartidas, con mis padres y abuelos, de ediciones ilustradas de 20.000 leguas de viaje submarino y La cabaña del tío Tom.

Después llegaría Stephen King y su capacidad para hipnotizarme, abstraerme y embaucarme. Comenzar un capítulo diciendo que alguien iba a morir y avanzar en la lectura lleno de ansiedad, deseando que no ocurriera y temiendo que sucediera lo que había sido anunciado. A la par llegaron los autores patrios. Miguel Delibes, Pio Baroja, Benito Pérez Galdós. Llegué a comprar dos ediciones diferentes del Cantar del Mío Cid, Cátedra y Austral, y gozarlas por igual. Años en los que conocí a Don Quijote y Lázaro de Tormes, La colmena y Tiempo de silencio.

A las primeras amistades adultas les debo horas de discusión sobre el mundo interior y la personalidad de Madame Bovary y Ana Karenina, así como del universo francés de Rojo y negro y el ruso de Guerra y paz. El cine puso encima de la mesa La pasión turca de Antonio Gala y Entrevista con el vampiro de Anne Rice. En la facultad de filología de la Complutense escuché por primera vez a Almudena Grandes, acto seguido devoré Malena es un nombre de tango y desde entonces la tengo como autora y pensadora de cabecera. Sin por ello desmerecer a otros dos grandes, Paul Auster y José Saramago. Si el primero me impactó con El palacio de la luna y El libro de las ilusiones, el segundo me epató con Ensayo sobre la ceguera y Todos los nombres.

Cuando había que hacer un regalo, y según la persona, recurría a El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez o Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy de Eduardo Mendicutti. El último libro que regalé fueron los Cuentos completos de Bram Stoker y que a mí me regalaron, Gravedad cero de Woody Allen. En los cursos de verano de la Menéndez Pelayo leí por primera vez aquello de “preferiría no hacerlo” que repetía Bartleby, el escribiente y quedé deslumbrado por La fiesta del chivo de Vargas Llosa. Acostumbro a leer títulos cuya acción transcurre en las ciudades que visito. En San Francisco me enganché a las Tales of the city de Armistead Maupin, paseé Viena imaginándome buscando a La pianista de Elfriede Jelinek, en Barcelona me trasladé a La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza y desde un tranvía en Lisboa vi, tal cual, a Antonio Muñoz Molina Como la sombra que se va.

Reivindico siempre que tengo ocasión a Terenci Moix. Me he propuesto leer, poco a poco, cuanto nos dejó Patricia Highsmith. Suelo dar los libros tras llegar a su punto final, no olvidaré la ilusión con que recibió su destinataria la Nubosidad variable de Carmen Martín Gaite. Me encantan las librerías de segunda mano, así han llegado a mí dramaturgias de Arthur Miller, Tennessee Williams y Edward Albee, entre otros muchos. Siento que tengo una deuda pendiente con Rosa Montero y Elvira Lindo. Quiero profundizar más en la bibliografía de Michel Houellebecq y Tom Perrotta.

Espero volver a emocionarme tanto como con A sangre y fuego de Manuel Chaves Nogales y a alucinar como con Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll. ¿Qué estoy leyendo en estos momentos? Teatro del bueno, Muero porque no muero de Paco Bezerra. Una Santa Teresa diferente a la de Juan Mayorga y quien sabe si más cercana a la que vivió hace cinco siglos. Y así podría seguir y seguir, pero mejor lo dejo por ahora y ya volveré dentro de un tiempo recordando novelas y obras de teatro, relatos y recopilaciones, ensayos y memorias, antologías y poemas -como los del Cuaderno de Nueva York de José Hierro- que me hayan marcado y sacudido, descolocado y motivado.

“Bendita tú eres” de Carlos Barea

Costumbrismo, reivindicación y empatía como pilares de un relato en el que su protagonista lo tiene todo en contra. A la congregación que la expulsa de su clausura, a la familia que nunca la respetó y a una sociedad que juzga por las apariencias. Aún así, una historia que opta por analizar con humanidad los conflictos que plantea, que trata con sumo respeto cuanto tiene que ver con la intimidad y lo espiritual y que consigue interesar, entretener y enganchar.

Recuerdo la hondura emocional y narrativa que Stefan Zweig conseguía en 24 horas en la vida de una mujer aunando la cotidianidad y la monotonía de lo que podía ser un día cualquiera con la tesitura de un punto de inflexión en la vida de su protagonista. Salvando distancias literarias y la acotación temporal, eso es lo que me sugiere en una primera reflexión Bendita tú eres, la capacidad de Barea para hacer de Ángela el elemento que articula y estructura esta historia de principio a fin. Más que servirse de ella para crear un relato con que demostrarnos su capacidad como escritor, es él quien se queda a la sombra de un muy bien planteado y conseguido personaje.

Más allá de la trama, de lo que se encuentra y le sucede, el hilo conductor es la personalidad de esta mujer que tras treinta años se ve obligada a dejar el convento en el que ha estado a refugio del mundo exterior. A medida que compartimos tiempo y espacio con ella, descubrimos quién es y cómo le afecta el verse obligada a buscarse su propio lugar en una realidad totalmente ajena a su momento vital. Una condena que la obliga a estar alerta ante el extendido prejuicio que genera la circunstancia transexual y al hecho de no contar con nadie que la guíe y la apoye en la tremenda aventura que es sobrevivir en soledad.

Mientras caminaba por el barrio de Lavapiés con esta lectura, también me vino a la mente Las afueras de Dios de Antonio Gala. Lo hizo para reconfirmar mi impresión de que Ángela tiene una biografía y una manera de ser y sentir antes de abrir siquiera la portada de su libro, algo que no me sucedió con Clara Ribalta. En estas páginas lo religioso, lo eclesiástico y lo espiritual no son recursos para enmarcar, describir o explicar actitudes o respuestas, sino las coordenadas, el lenguaje y la manifestación de una existencia que gracias al influjo, presencia y abrazo de esa trifásica dimensión ha conseguido encontrar el equilibrio y la motivación que el resto de sus circunstancias le impedían no ya mantener, sino conseguir.

Quizás ahí es donde más se pueda percibir la inspiración y la intención de Carlos. Su propuesta literaria tiene aires de cultura popular, ecos de una sociedad cuyo calendario se regía por el santoral y su costumbrismo estaba teñido de imaginería. Supongo que es algo que ha vivido directamente o de lo que ha tomado conciencia indagando en los porqués de las tesituras que en algún momento han marcado o influido en su biografía. El resultado de esa intuición e investigación hace que su propuesta resulte válida como ficción, pero también como compendio de cuestiones que, sin llegar a denunciar expresamente, deja claro que le inquietan y le preocupan.

Bendita tú eres, Carlos Barea, 2019, Editorial Egales.

23 de abril, día del libro

Este año no recordaremos la jornada en que fallecieron Cervantes y Shakespeare regalando libros y rosas, asistiendo a encuentros, firmas, presentaciones o lecturas públicas, hojeando los títulos que muchas librerías expondrán a pie de calle o charlando en su interior con los libreros que nos sugieren y aconsejan. Pero aun así celebraremos lo importantes y vitales que son las páginas, historias, personajes y autores que nos acompañan, guían, entretienen y descubren realidades, experiencias y puntos de vista haciendo que nuestras vidas sean más gratas y completas, más felices incluso.

De niño vivía en un pueblo pequeño al que los tebeos, entonces no los llamaba cómics, llegaban a cuenta gotas. Los que eran para mí los guardaba como joyas. Los prestados los reproducía bocetándolos de aquella manera y copiando los textos de sus bocadillos en folios que acababan manoseados, manchados y arrugados por la cantidad de veces que volvía a ellos para asegurarme que Roberto Alcazar y Pedrín, El Capitan Trueno y Mortadelo y Filemón seguían allí donde les recordaba.

La primera vez que pisé una biblioteca tenía once años. Me impresionó. Eran tantas las oportunidades que allí se me ofrecían que no sabía de dónde iba a sacar el tiempo que todas ellas me requerían, así que comencé por los Elige tu propia aventura y los muchos volúmenes de Los cinco y Los Hollister. Un par de años después un amigo me habló con tanta pasión de Stephen King que despertó mi curiosidad y me enganché al ritmo de sus narraciones, la oscuridad de sus personajes y la sorpresas de sus tramas.

Le debo mucho a los distintos profesores de lengua y literatura que tuve en el instituto. Por descubrirme a Miguel Delibes, cada cierto tiempo vuelvo a El camino y Cinco horas con Mario. Por hacerme ver la comedia, el drama y la mil y una aventuras de El Quijote. Por introducirme en el universo teatral de Romeo y Julieta, Fuenteovejuna o Luces de bohemia. Por darme a conocer el pasado de Madrid a través de Tiempo de silencio y La colmena antes de que comenzara a vivir en esta ciudad.

Tuve un compañero de habitación en la residencia universitaria con el que leer se convirtió en una experiencia compartida. Él iba para ingeniero de telecomunicaciones y yo aspiraba a cineasta, pero mientras tanto intercambiábamos las impresiones que nos producían vivencias decimonónicas como las de Madame Bovary y Ana Karenina. Por mi cuenta y riego, y con el antecedente de sus inmortales del cine, me sumergí placenteramente en el hedonismo narrativo de Terenci Moix. El verbo de Antonio Gala me llevó al terremoto de su pasión turca y la admiración que sentí la primera vez que escuché a Almudena Grandes, y que me sigue provocando, a su Malena es un nombre de tango.

Y si leer es una manera de viajar, callejear una ciudad leyendo un título ambientado en sus calles y entre su gente hace la experiencia aún más inmersiva. Así lo sentí en Viena con La pianista de Elfriede Jelinek, en Lisboa con Como la sombra que se va de Antonio Muñoz Molina, en Panamá con Las impuras de Carlos Wynter Melo o con Rafael Alberti en Roma, peligro para caminantes. Pero leer es también un buen método para adentrarse en uno mismo. Algo así como lo que le pasaba a la Alicia de Lewis Carroll al atravesar el espejo, me ocurre a mí con los textos teatrales. La emocionalidad de Tennessee Williams, la reflexión de Arthur Miller, la sensibilidad de Terrence McNally, la denuncia política de Larry Kramer

No suelo de salir de casa sin un libro bajo el brazo y no llevo menos de dos en su interior cuando lo hago con una maleta. Y si las librerías me gustan, más aún las de segunda mano, a la vida que per se contiene cualquier libro, se añade la de quien ya los leyó. No hay mejor manera de acertar conmigo a la hora de hacerme un regalo que con un libro (así llegaron a mis manos mi primeros Paul Auster, José Saramago o Alejandro Palomas), me gusta intercambiar libros con mis amigos (recuerdo el día que recibí la Sumisión de Michel Houellebecq a cambio del Sebastián en la laguna de José Luis Serrano).

Suelo preguntar a quien me encuentro qué está leyendo, a mí mismo en qué título o autor encontrar respuestas para determinada situación o tema (si es historia evoco a Eric Hobsbawn, si es activismo LGTB a Ramón Martínez, si es arte lo último que leí fueron las memorias de Amalia Avia) y cuál me recomiendas (Vivian Gornick, Elvira Lindo o Agustín Gómez Arcos han sido algunos de los últimos nombres que me han sugerido).

Sigo a editoriales como Dos Bigotes o Tránsito para descubrir nuevos autores. He tenido la oportunidad de hablar sobre sus propios títulos, ¡qué nervios y qué emoción!, con personas tan encantadoras como Oscar Esquivias y Hasier Larretxea. Compro en librerías pequeñas como Nakama y Berkana en Madrid, o Letras Corsarias en Salamanca, porque quiero que el mundo de los libros siga siendo cercano, lugares en los que se disfruta conversando y compartiendo ideas, experiencias, ocurrencias, opiniones y puntos de vista.

Que este 23 de abril, este confinado día del libro en que se habla, debate y grita sobre las repercusiones económicas y sociales de lo que estamos viviendo, sirva para recordar que tenemos en los libros (y en los autores, editores, maquetadores, traductores, distribuidores y libreros que nos los hacen llegar) un medio para, como decía la canción, hacer de nuestro mundo un lugar más amable, más humano y menos raro.

«Los buenos días perdidos» de Antonio Gala

Una capilla catedralicia convertida en la humilde morada de su sacristán y en alegoría de la España de los primeros años 70. Una síntesis de la tradición, las costumbres, las herencias y los absurdos de un país encarnados en cuatro personajes que no pretenden más que sobrevivir en unas coordenadas donde las posibilidades son escasas. Tras ellos, un escritor con una aguda y sagaz visión de la realidad y una capacidad retórica desbordante.

Leer el Premio Nacional de Literatura de 1972 es adentrarse en la realidad de un país de fachadas meapilas y de interiores de usureros. De una cotidianidad en la que casi cualquier situación exigía quedar a bien con lo que dictaba la represión y, al tiempo, encontrarle las fisuras por las que escapar de su control. Un cuadro que Gala despliega ante sus lectores y espectadores como si se tratara de un fresco viviente, con arte literario, embrujo dialéctico y genialidad teatral.

El patetismo de sus protagonistas no es más que el síntoma de un profundo cuadro de vacío, desapego y búsqueda existencial que no es exclusivo de ellos y que sirve como símbolo, metáfora y representación de la inmensa parte de los habitantes de una nación enclaustrada por la religión, la escasez material y la ilusión capitalista. Un diagnóstico al que esta obra llega tras una exposición de situaciones, encuentros y diálogos con mucho de absurdo escapista, pero también de sainete costumbrista y sátira descarnada.  

Las necesidades primarias, como el comer, el afecto (y el sexo) se combinan con pecados capitales como la vanidad, la avaricia y la erótica del poder. En el inicio, todo parece banal y ligero, casi lúdico, pero poco a poco la atmósfera se torna sarcástica, rozando el esperpento, para llegar a un final que está entre el patetismo y el más profundo, desnudo y crudo realismo. Todo ello en un marco a caballo entre lo cotidiano y lo pintoresco (una pareja que vive con la madre de él, sacristán y barbero, en la capilla de una iglesia), lo que lo hace, si cabe, más cercano a la par que más descabellado (cuando comienza a vivir con ellos un guardia que, además, ejerce como campanero).

Por el camino quedan las miserias de un pueblo entre obligado y tentado a engañar y abusar, robar y trapichear, explotar y prostituirse para mantener una dignidad que unos entienden como estabilidad mental, otros como orgullo y algunos, como una peculiar forma de valentía y rebelión. Un maremágnum de valores, planteamientos, reacciones y respuestas que su autor expone desde un prisma sin moralismos espirituales, centrado única y exclusivamente en lo que nos debería hacer y mantener como seres humanos libres.

La maestría de Gala fue, supongo, ser capaz de exponer esta complejidad dejando contentos tanto a censores del régimen como a sus críticos, consiguiendo el aplauso de los primeros por lo que presenta y el de los segundos por lo que representa. Afortunados aquellos que vieron representados Los buenos días perdidos en el otoño de 1972 por Juan Luis Galiardo, Amparo Baró, Mary Carrillo y Manuel Galiana. A los demás no nos queda otra que esperar un futuro montaje de este gran texto y disfrutar, mientras tanto, de su lectura.

Los buenos días perdidos, Antonio Gala, 1972, Castalia Ediciones.