Ocho personajes que son lo que fueron los años ochenta para nuestro país, que se creía adulto y maduro pero era apenas un iniciado en la convivencia libre, diversa y pacífica que se supone conlleva la democracia. Uno de los textos más conocidos de Ana Diosdado y en el que queda clara no solo su capacidad para proponer escenografías eficaces y manejar el tiempo con absoluta precisión, sino para crear caracteres de gran veracidad y autenticidad.
La monotonía de cada día se rompe con los convencionalismos de aquellas fechas que grabamos a fuego no solo en el calendario que cuelga de las paredes de nuestras cocinas, sino también del que llevamos interiorizado dentro de nosotros mismos. Como el día de Nochevieja, ese que hacemos grande porque le damos el simbolismo de ser fin y principio. Un punto de inflexión en el que la sinceridad del monólogo interior se da de bruces contra la corrección que exigen las buenas formas sociales con la familia y los amigos. Tan solo aquellos que se encuentran al final de la adolescencia y en el inicio de la adultez, buscando las maneras de tener una trayectoria autónoma al margen de sus mayores, se atreven a hacer de sus impulsos interiores el motor que guíe sus acciones.
En Los ochenta son nuestros, Ana Diosdado construye a partir de ese debate interior de ocho jóvenes reunidos para festejar un 31 de diciembre, una alegoría de la España que, como ellos, estaba empeñada en mirar únicamente hacia el futuro. Sin tener en cuenta no solo de dónde venía, sino también el poso de las maneras viciadas que décadas, o quizás siglos de nuestra historia nacional, habían dejado en su identidad y su manera de sentir, pensar y actuar. Ni niños ni adultos que renegaban de sus mayores, porque no les permitían elegir por sí mismos o porque les dejaban solos ante la responsabilidad de sus decisiones, sin respaldo ante sus posibles errores. Emitiendo juicios, rara vez beneficiosos, fundamentados en prejuicios, unas veces positivos y otras negativos, basados en las apariencias. Con un débil sentido de la equidad, de desprecio al diferente y de apoderamiento de la justicia haciendo de la visión propia un dogma de fe.
Heridas, imperfecciones y desafecciones camufladas entre risas, deseos y excesos provocados por el hambre de querer conocer y experimentar. Diosdado hace suya aquella sentencia filosófica que dice que toda evolución conlleva un período de crisis para hacernos ver que la juventud de los años 80 del pasado siglo vivió un momento cargado de oportunidades, pero no tan fácil como muchos decían. Les tocó dar por sí mismo, sin casi apoyo ni referente cercano alguno, el primer paso para disfrutar sin remordimientos, gozar con espontaneidad y mostrar tal cual son los múltiples registros que conforman una personalidad.
Todo esto es lo que de manera aparentemente fácil transmiten unos diálogos vibrantes y fluidos, cargados de la energía que tienen aquellas personalidades con capacidad para conquistar el mundo. Unos a escala macro, dispuestos a viajar miles de kilómetros, y otros en el corto recorrido, haciendo suyos y presentes los lugares que fueron antes sede de las generaciones que les precedieron. Un presente que la autora de Camino de plata o 321, 322 sintetiza en un espacio tan aparentemente anodino como el garaje y el jardín de un chalet en la sierra de Madrid, pero que resulta ser un escenario perfecto para hilvanar un tiempo no siempre lineal, con personajes entrando y saliendo de él con absoluta naturalidad y en el momento preciso para ejercer de narradores o conductores de la acción.
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