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10 novelas de 2017

Historias escritas en España, EE.UU., Francia o Panamá, cuentos de apenas unas páginas y relatos largos, narraciones sobre el amor y la amistad, sobre el deseo de conocer y la ilusión de un futuro mejor, habitadas por personas que fueron importantes y por otras que llegan de nuevas a ellas,…

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«Las impuras» de Carlos Wynter Melo. Una mujer que no sabe quién es y otra que imagina por ella sus recuerdos. Un ejercicio de creatividad que a esta segunda le vale para alejarse de aquellas vivencias en que el derrumbe de su país, cuando fue ocupado por las tropas norteamericanas en 1989, le hizo sentir que su vida había perdido su sentido, obligándola a huir. Una pequeña novela escrita con la verdad del corazón y contada desde el deseo de honestidad con que se procesan las emociones en el estómago.

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«El amor del revés» de Luis G. Martín. Bajo el formato de autobiografía, un relato de la vivencia de la homosexualidad en la España de las últimas décadas. En un país retrasado, trasnochado, nacional católico primero e insensible, embrutecido y no tan progre como se creía aún mucho tiempo después. Una narración íntima y desnuda que muestra sin pudor, pero también sin lástima ni compasión, el dolor, las lágrimas y el terror que conlleva aceptarse, mostrarse y vivirse cuando se inicia ese proceso en la más absoluta soledad. Un ejercicio literario de sinceridad y honestidad en el que queda plasmado cómo se pueden sanar las heridas y hacer de la debilidad, fortaleza y de la vergüenza sufrida, orgullo de ser como se es y ser quién se es.

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«La conjura de los necios» de John Kennedy Toole. Una lectura tan divertida como estimulante. Una ácida y corrosiva narrativa que no deja títere con cabeza en su disección de cada personaje y situación en mil piezas. Una abrumadora construcción de una serie de situaciones y entornos en los que se pone patas arribas múltiples aspectos de la sociedad actual (la familia, el trabajo, la educación,…). Una ironía y una sátira brutales con las que quedan al descubierto todas nuestras imperfecciones, contradicciones y paradojas.

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«La vida ante sí» de Romain Gary. Literatura de alto nivel, exquisita y elevada, pero accesible para todos los públicos. Por su protagonista, un niño árabe criado por una antigua meretriz judía, ahora metida a regente de una pequeña residencia de hijos de mujeres que ejercen la que fuera su profesión. Por su punto de vista, el del menor, espontáneo en sus respuestas y aplastantemente lógico en sus planteamientos. Pero sobre todo por la humanidad con que el autor nos presenta las relaciones entre personas de todo tipo, los retos cotidianos que supone el día a día y las dificultades de vivir al margen del sistema en el París de los años 60.

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«La canción pop» de Raúl Portero. La música tiene el mágico poder de ser capaz de contar una historia en muy pocos minutos, presentándote los personajes involucrados, relatando qué sucede entre ellos, qué viven y qué sienten, de dónde vienen y a dónde desean ir. Todos tenemos una canción de nuestra vida, esa que imaginábamos que hablaba de nosotros y que con su ritmo nos llegó muy hondo la primera vez que la escuchamos, haciendo que afloraran a la superficie emociones cuya intensidad no creíamos ser capaces de sentir pero que deseábamos vivir. Un sueño que ya no perseguimos pero al que no renunciamos. Eso es esta novela contenida, auténtica, una partitura fresca y ágil, aparentemente liviana, pero que dispara de manera certera y da de pleno en el blanco.

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«La noche del oráculo» de Paul Auster. El libro dentro del libro. El autor que se imagina la historia de un personaje que se propone iniciar una nueva vida, como si se colocara ante una hoja en blanco, tal y como hace desde este otro plano contrapuesto a la ficción que es la realidad. Un mundo de carne y hueso en el que suceden acontecimientos que adquieren un significado más allá cuando son contextualizados por un editor que sabe cómo relacionarlos entre sí. Ese es el laberinto mágico de paralelismos, espejos, verdades e irrealidades perfectamente trazado por el que nos hace transitar Paul Auster.

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«La tierra convulsa» de Ramiro Pinilla. Del Getxo agrícola y ganadero de finales del siglo XIX al Gran Bilbao industrial, burgués y capitalista del XX. Del idealismo costumbrista con que se recuerda el pasado al que nos aferramos, al realismo social de un entorno cambiado tras un proceso de profunda agitación. La primera y bien planteada entrega de una trilogía, “Verdes valles, colinas rojas”, en la que su autor prima en ocasiones sus habilidades como escritor sobre la fluidez de su relato.

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«Nubosidad variable» de Carmen Martín Gaite. La bruma del título es también la de la mente de las dos protagonistas de mediana edad de esta ficción que no aciertan a saber cómo enfocar correctamente sus vidas. Una revisión de pasado, entre epistolar y monologada, y un poner orden en el presente a través de una prosa menuda y delicada con la que llegar mediante las palabras hasta lo más íntimo y sensible. De fondo, un retrato social de la España de los 80 finamente disuelto a lo largo de una historia plagada de acertadas referencias literarias.

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«Patria» de Fernando Aramburu. Una obra que toca todos los palos de lo que por distintos motivos unos y otros llamaron conflicto. La visión política, la realidad social y la vivencia personal en un entorno en el que todo se movía aparentemente en un amplio rango de grises tras el que se ocultaba la cruda realidad de la vida o la muerte, o conmigo o contra mí. Un relato ambicioso y muy bien estructurado al que se le echa en falta ir más allá de su hoja de ruta para emocionarnos no solo por lo que narra en su trama principal, sino también por lo que cuenta y propone en las secundarias.

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«Un perro» de Alejandro Palomas. El bagaje de cuarenta años de biografía, el balance de todo lo vivido por Fer y de los capítulos que conforman el libro de su presente, el ajuste entre las distintas piezas que conforman el puzle de su familia. Alejandro Palomas plasma con gran belleza, equilibrio y naturalidad cuanto pasa por la mente de su protagonista durante unas horas de tensa y amarga, pero también sosegada y meditada espera. Desde lo más ligero y superficial, los lugares comunes en los que nos refugiamos, a los más íntimos y ocultos, aquellos que rehuimos para no volver a encontrarnos con el dolor que allí dejamos.

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«El viajante» que llegó desde Irán

Con un ritmo preciso en el que se alternan la tensión con la acción transitando entre el costumbrismo, el drama y el thriller. Consiguiendo un perfecto equilibrio entre el muestrario de costumbres locales de Irán y los valores universales representados por el teatro de Arthur Miller. Un relato minucioso que expone el conflicto entre la necesidad de justicia y el deseo de venganza y por el que esta película se ha llevado merecidamente el Oscar a la mejor película de habla no inglesa.

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La primera secuencia te sacude en la butaca, antes de saber dónde estás y qué está ocurriendo, alguien a quien no ves te dice que hay que salir corriendo, que no hay tiempo, que el edificio en el que se sitúa la acción está en riesgo inmediato de derrumbe. Apenas unos minutos de un montaje soberbio que anticipan un desasosiego que cuando vuelva a aparecer lo hará para quedarse durante toda la proyección. Una eficaz apertura que sirve también para introducirnos en una sociedad donde tanto entre padres e hijos como entre cónyuges, los lazos que les vinculan son ad eternum.

Estamos en Irán, un país donde los profesores tienen autoridad en las aulas, son considerados referentes inspiradores por sus alumnos. Son focos que iluminan con su visión y cultura a aquellos que les escuchan, como Emad, que además es actor amateur en un montaje de Muerte de un viajante, el clásico de Arthur Miller en el que interpreta al triste y sin futuro padre de familia, Willy Loman. Un personaje a través del cual muestra una expresividad sobre las tablas que, probablemente por su condición de hombre, no tiene fuera de ellas.

El buen teatro no entiende de fronteras y por eso este texto escrito en EE.UU. dice tanto en un país tan aparentemente opuesto como es el sucesor de la antigua Persia. Un elemento que Asghar Fahardi –director y guionista- integra con gran finura para hacernos ver no solo que lo extranjero es susceptible de ser censurado por instancias oficiales, sino que hay necesidades y búsquedas que son inherentes al género humano, al margen de nacionalidades,  culturas o sistemas políticos y sociales.

Conflictos como descubrir que la anterior inquilina del piso en el que se comienza a vivir tenía una pésima reputación por sus continuas visitas masculinas. Residencia en la que ahora Rana es atacada por un desconocido y ella no quiere denunciarlo a la policía para no sentirse nuevamente humillada y violentada. Una agresión que hiere en su honor a su marido, quien está desde entonces alerta para dar con quien ha roto la paz y el bienestar de su hogar. Nada es ya lo mismo, no se duerme por la noche y durante el día han desaparecido la paciencia personal y la empatía conyugal. Cuesta mantener el equilibrio. Más cuando no se confía en la justicia oficial, todo es susceptible de ser puesto en duda y el insatisfecho deseo de reparación se torna en anhelo de venganza.

Una deriva que se siente inevitable y en la que El viajante va progresando –intrigando y tensando-  gracias al certero trabajo de su pareja protagonista. Desde lo social y lo exterior –las convenciones comunitarias- a lo más íntimo y personal –el orgullo-, desde lo más visible y evidente a lo más incierto y sensorial. Así hasta llegar al bloque final, a un impactante y sobrecogedor desenlace que no solo es un perfecto culmen desde el punto de vista de guión, sino que es también muestra de una sólida y excelente dirección.

Una gran “Medea” a pesar de su contención

El texto de Vicente Molina Foix es bueno y Ana Belén está fantástica. Dándole la réplica, una gran Consuelo Trujillo, encabezando el resto del reparto. El saber hacer y la presencia de todos ellos resuelve de manera solvente el reto de darle brillo a una puesta en escena limitada por una dirección que ha optado por limitar los registros vocales y el movimiento sobre las tablas de sus actores. Una función sobre el orgullo, el poder y los vínculos que nos unen, no solo en los buenos momentos, sino aún más, en los malos.

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Esta es la historia de una mujer que es testigo de como Jasón, su marido, la deja de lado para unirse a otra, que no solo es más joven, sino que también le va a permitir sellar una alianza política con la que consolidar su poder. La humillación no es únicamente hacerla sentirse vieja e inútil, sino además, verse abandonada y físicamente desterrada una vez que deje de ser su esposa y él materialice su nuevo matrimonio. Ese vacío personal al que se ve abocada Medea desata en ella unas ansias de venganza sin límite alguno. Ante su destrucción, ella desata su fuerza. A su muerte en vida, responde arrasando la vida ajena.

Con la promesa de semejante tragedia griega como argumento y una actriz tan solvente como Ana Belén, uno espera asistir a una atmósfera revuelta, ruidosa y enmarañada de sensaciones que haga suyos a cuantos estén sentados en el patio de butacas. Sin embargo, con esta Medea lo que se experimenta es una excesiva contención que desde el lado del espectador resulta dura, excesivamente fría. Se escatima todo aquello que podría hacer que lo que se vive sobre las tablas descienda hasta los que están deseosos de verse involucrados en ese mundo de oscuros intereses y motivaciones, de mitologías convertidas en realidades humanas.

Los movimientos en escena son muy medidos, las figuras humanas parecen casi parte de la escenografía, cediendo incluso protagonismo a unas proyecciones sobre símiles marinos y el influjo lunar como intentos de aportar un sentido lírico a lo que está ocurriendo. Quizás funcionaron eficazmente en el teatro romano de Mérida, donde se estrenó este montaje el verano pasado, pero lo que estas aportan en el Teatro Español se hubiera podido conseguir, de igual o incluso más efectiva manera, con una gama de registros y detalles interpretativos de sus actores más amplia. Esta es la constante que se experimenta escuchando a Medea y a todos los que conviven con ella en este pequeño lugar cargado de desaires, ambiciones desmedidas y anhelo de resarcimiento. Entendemos que está pasando y qué se siente por lo que dice el texto, pero no por el lenguaje corporal de los que lo interpretan. Nos llega lo que acontece porque realizamos el ejercicio de procesar las palabras de Vicente Molina Foix, pero no porque José Carlos Plaza nos las transmita con su puesta en escena.

Quizás algo premeditado para poner de relieve la capacidad interpretativa de Ana Belén, que sin apenas moverse y con un reducido registro tonal construye una mujer que es un cúmulo de femineidad y animalidad, inteligencia racional y visceralidad sin parangón. Todo un reto para cualquier compañero que haya de compartir escenario y diálogos con ella, alguien que con solo estar, con su mera presencia física ya emana la historia y personalidad de su personaje. Sin embargo, Consuelo Trujillo demuestra que más allá de esa primera línea de intérpretes mediáticos, también hay actores y actrices dotados de una capacidad asombrosa para arrastrarnos a mundos, escenarios y acontecimientos que de su mano se convierten en verosímiles. Un lugar, como este de Medea, de difícil acceso y a cuyas puertas nos llevan para ver lo que sucede en su interior, pena que aquellos que han dispuesto de su creación escénica no nos dejen entrar en él.

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“Medea”, en el Teatro Español (Madrid).

“Suburbana” de Claudio Mazza, un viaje en busca de la identidad

Una de las novelas más íntima y humana, a la par que genialmente escrita, que haya leído en mucho tiempo. Un completo viaje hasta la esencia de lo que somos como personas y como miembros de una familia, y cómo nos influye en ambos planos el devenir del país que nos da la nacionalidad, en este caso la Argentina de las últimas décadas. Un volver narrado con una extraordinaria sensibilidad con el que cerrar el ciclo que se inició con la huida motivada por la imperiosa necesidad de vivir.

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Toda crisis es una oportunidad para evolucionar, y los grandes éxitos suelen llegar después de haber superado satisfactoriamente momentos difíciles. En Argentina conocen muy bien la primera parte de esta afirmación, les falta materializar la segunda. En “Suburbana” los argentinos que habitan en su país se mueven en la inestabilidad, el desconcierto y una continua incertidumbre que según el momento, no solo les ha limitado sus posibilidades o coartado sus deseos, sino que ha amenazado incluso sus vidas. Porque la historia no son únicamente las decisiones de los gobernantes o los documentos que se mencionan en los ensayos, es el efecto que ambos tienen en la cotidianidad, en el día a día, en los aspectos materiales como si habrá pan o no cuando se vaya al supermercado, o en las sensaciones, como la de tener la certeza de si se volverá sano y salvo a casa al final del día tras la jornada de trabajo.

Dirán algunos que es necesario haber vivido en primera persona realidades como estas o como la de perder un hijo en una guerra absurda, innecesaria y carente de sentido, para poder hablar de ello. Desconozco si Claudio Mazza ha vivido estas situaciones de primera mano, pero leyendo su “Suburbana” se accede a esos rincones del corazón y del pensamiento que no se expresan con palabras, sino que solo son accesibles mirando al fondo de los ojos, de las miradas de aquellos que incluso dudan haber vivido semejantes acontecimientos. Llegar hasta ese lugar íntimo y sin coordenadas es el sobrecogedor resultado de la narrativa y del perfecto uso del lenguaje que hace Mazza.

Las palabras que elige, el modo diferente en que las usa cada uno de sus personajes, la expresividad individual tan auténtica que tienen todos ellos, tan diferentes a la par que con puntos en común entre sí. Juntos forman una muestra de ese universo heterogéneo que son los habitantes de una nación, pero que en el fondo están unidos por unas mismas circunstancias, valores y catálogo de puntos de vista con los que se considera y afronta la vida. De igual manera muestra el concepto de la familia, una red flexible, elástica, donde el vínculo nunca se desvanece a pesar de la distancia, sino que esta es el descanso necesario para coger fuerza hasta tener la oportunidad o la necesidad de volver a ejercitarse, como es ese instante en que los mayores nos ceden con su muerte el testigo de liderar y hacer evolucionar lo que ellos trajeron hasta el presente.

De lo absoluto al más ínfimo detalle, ese es el acierto de las situaciones que forman la historia de “Suburbana”. Una comida familiar nos basta para conocer de manera sencilla, pero completa, las mil consecuencias que los acontecimientos políticos causan sobre los ciudadanos de a pie. Al tiempo, los momentos en que el retrato del sistema se hace dueño de sus páginas, Mazza da carta blanca al tren de las emociones que toda persona lleva consigo: ira, coraje, miedo, valor, orgullo, esperanza,… De esta manera, consigue un equilibrio total entre lo macro y lo micro, entre lo abstracto y lo concreto, lo ajeno y lo propio, que hace de la lectura de su creación una experiencia absoluta, un viaje en el tiempo y en la distancia hasta la Argentina, con puntos de conexión con España, de las últimas décadas del siglo XX y el inicio del XXI.

Desde las coordenadas del fin del peronismo, la dictadura y la vuelta de la democracia en el país sudamericano hasta llegar al corralito de diciembre de 2001; con hitos como los niños robados, las madres de la Plaza de Mayo, la farsa promocional del mundial de fútbol de 1978 o la guerra de las Malvinas; y mientras tanto cambian los modelos de familia, de la múltiple integrada a las prácticas prematrimoniales, al debate sobre el concepto de la fidelidad y la visibilidad de la homosexualidad, las nuevas generaciones llegan a cursar estudios universitarios, se manifiestan delante de la policía o ante las sedes gubernamentales y emigran –unas veces por motivos políticos, otros económicos-. Todo esto, junto con la búsqueda personal a través de lo que los demás nos transmiten de nosotros mismos, es el completo y entusiasta viaje que nos ofrece “Suburbana”.

«Pride», una gran película

Un título que va más allá de ser un magnífico entretenimiento y una historia contada de manera espléndida, tiene alma, transmite vida, ilusión y ganas de un mundo mejor, despierta el corazón y agita la mente.

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Han pasado ya treinta años de los acontecimientos que cuenta esta producción, las huelgas de mineros británicos frente a la administración Thatcher y su plan por acabar con la producción de carbón patrio. El gigante del liberalismo económico aplastando al pequeño David, comunidades locales dedicadas desde muchas generaciones atrás a explotar los recursos naturales más cercanos. Un diminuto agente económico, social y humano acusado por los que gobernaban de conservador e inmovilista por negarse a evolucionar y adaptarse a los nuevos principios que según ellos habían de regirnos como sociedad. Por otros, en cambio, considerados adelantados a su tiempo como precursores de la sostenibilidad. Frente a los planteamientos macroeconómicos de unos, la dura realidad microeconómica de los segundos, parece que hay cuestiones que siguen repitiéndose.

Los 80 fueron años convulsos, las coordenadas de bienestar social en las que se había asentado Occidente tras la II Guerra Mundial comenzaban a resultar insuficientes, ya no bastaba con vivir en un mundo sin guerras. Era el momento de dar un paso adelante y reconocer la diversidad, de pasar de una sociedad homogénea a una en que las diferencias se vieran como lo que son, como características enriquecedoras que forman parte de la naturalidad de la vida. Tras la revolución sexual de los 70 tocaba conseguir que lo que se practica en la intimidad tuviera también una faceta cotidiana, pública y visible, que el canon heterosexual dejara de ser una tabula rasa y se reconociera que la realidad está también formada por parejas de dos hombres o dos mujeres.

Así es como salieron a la luz dos realidades sociales y el binomio argumental que recoge esta película, el orgullo de una manera de ganarse la vida y el orgullo de una forma de ser ante la vida y como ambos pueden unirse para conseguir que lo que podría ser algo épico se convierta en lo que debe ser, en reconocimiento completo y transparente, sin ambigüedades ni condescendencias bajo términos condescendientes como aceptación o tolerancia.

“Pride” es un relato que recoge aquellos acontecimientos alejándose de los lugares comunes que tienen muchos “basado en hechos reales” y crea una estructura en la que da cabida a una serie de personajes que bien podrían ser una muestra sociológica de aquel momento. A su vez, dentro de ese espectro colectivo, cada uno de ellos tiene también su propio espacio individual, con sus sueños y esperanzas, miedos y deseos, manías y costumbres. Un completo universo humano entre Londres y una pequeña población de Gales en una historia escrita con una tremenda sensibilidad. El guión de Stephen Beresford es de una profunda e íntima autenticidad, construido tanto a través de instantes como de historias que se prolongan en el tiempo, de diálogos que son tan frescos y emotivos como sinceros y espontáneos. Piezas que encajan a la perfección mostrando cómo funcionan las relaciones en ambientes colectivos, festivos o familiares,  cómo surgen o se consolidan los vínculos entre personalidades similares o cómo de la unión de diferentes maneras de entender y vivir la vida puede surgir un gran enriquecimiento.

Sumado a este extraordinario punto de partida está la dirección de Matthew Warchus haciendo que la cámara plasme esas identidades y momentos de nuestra historia reciente como testigo natural, sin efectismo alguno, encuadrando de manera cercana un repertorio de situaciones y momentos cotidianos que se convierten en extraordinarios cuando las personas dejan a un lado los convencionalismos y muestran su lado más humano. Sin perder la sonrisa, con el buen humor como bandera y dejándonos sorprender por lo que la vida tiene por enseñarnos demuestra que de la unión surge la fuerza y si nos sumamos, nos  enriquecemos y mejoramos.

El tercer brillante pilar que conforma “Pride”, los actores de su extenso reparto coral, entre los que destacan el brillante Bill Nighy amante de la poesía, la enérgica Imelda Staunton convencida de sus valores, un vibrante Dominic West liberado de pudores y prejuicios, o jóvenes caras como las de Ben Schnetzer como el impulsor de que el movimiento gay apoye al de los mineros, George MacKay pugnando por no dejarse hundir por las imposiciones familiares o Faye Marsai demostrando que si se lucha se consigue ser libre.

Súmese a todo esto otro motivo más para disfrutar con esta película, su banda sonora. Más de 30 canciones utilizadas en el momento correcto según su ritmo y letra y que podría considerarse no solo la de la Inglaterra de aquellos primeros años 80, sino también la de toda Europa con grupos como Queen (I want to break free), Frankie goes to Hollywood (Relax), Pet shop boys (West end girls), Bananarama (Robert de Niro’s waiting) o The Communards (For a friend).

De vez en cuando llegan a la cartelera estrenos que sin trailers efectistas ni campañas de marketing basadas en el bombardeo mediático brillan con luz propia y se quedan de manera perenne en el recuerdo de sus espectadores, convertidos además en hacedores de su notoriedad a partir del boca a boca que ellos mismos generan. “Pride” es un claro y merecedor ejemplo de su éxito, el de hoy ya lo ha conseguido, ahora solo queda ver si este merecido reconocimiento conseguirá el logro de permanecer con el paso del tiempo.