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“Mori(r) de amor”, el karaoke de los sentimientos

Un lugar en el que lo festivo es la puerta de entrada a la verdad de uno mismo. En el que puedes revelar lo que te inquieta sin tener que guardar etiqueta alguna. De ahí su contraste y su acierto, la alegría de la música y las luces de colores conviviendo con lo íntimo y sensible, con lo que es difícil de mostrar y compartir.  

Buena parte del encanto del teatro off está en su aparente informalidad. Cuestión que torna en su favor cuando se sirve de ella como prólogo a la historia de la que vas a ser espectador. Así sucede cuando entras en la sala de El Umbral de Primavera y su sencillez escenográfica y disposición de las sillas a modo de patio de butacas torna en lo que podría pasar por un cabaré o una sala de fiestas, pero que resulta ser un karaoke. Que sea lo que tenga que ser. Lo destacable es que automáticamente genera una expectativa compartida entre todos los presentes de música, diversión y energía positiva.  

El comienzo es titubeante, con una Georgina Rey que no sabemos si a la par que la gerente del negocio es también la maestra de ceremonias o la estrella principal del espectáculo. Lo que si deja claro es que no hay cuarta pared porque los allí presentes estamos dentro de la escena y somos susceptibles tanto de ser llamados a intervenir en su devenir como de convertirnos en el medio por el que este encuentre su cauce. Da igual si no somos artistas ni cantantes ni tenemos una gran voz o nos da un miedo horroroso ser el centro de atención, de lo que se trata es de abrirnos a los demás y soltar, abrir, compartir y liberar lo que llevamos dentro sin pudor ni vergüenza, sin necesidad de orden ni concierto.

Así es como de entre los sentados surge Jesús, que ni corto ni perezoso se presta a jugar a lo que quiera que sea este karaoke (en el que no hay directos, sino playbacks) con lo que él trae. La memoria y la ausencia de su madre provocada por la contaminadora crueldad del cáncer. El vacío, el silencio y la tristeza como material que se concreta, desacraliza y humaniza en una doble dualidad. En el drama y la comedia de un personaje y un actor y dramaturgo que se llaman igual. Y en la de un texto que es autoficción.

Con actitud y una maleta cual relicario cargada de símbolos y fetiches que Díaz Morcillo maneja como si se tratara de piezas mágicas con las que conectar con un más allá temporal y espiritual que evoca e invoca con una interpretación ágil en la que lo absurdo y lo disparatado de su tono casan con la serenidad de su relato y la sensatez de su mensaje. Atmósfera con la travesura añadida de un papel secundario encarnado en cada función por un actor o actriz diferente (Clara Garrido, Eva Llorach, Pepe Viyuela, Jorge Usón o Tomás Pozzi han sido algunos de ellos).

La muerte como hecho que humanizar, hito del que ser testigo,  final que asimilar y recuerdo que no rehuir. Las dos máscaras del teatro sobrevolando simbólicamente una propuesta que aúna realidad y evasión, la catarsis sanadora de Jesús y la sonrisa y la emotividad que provoca en su público.

Mori(r) de amor, en El Umbral de Primavera (Madrid).

10 novelas de 2019

Autores que ya conocía y otros que he descubierto, narraciones actuales y otras con varias décadas a sus espaldas, relatos imaginados y autoficción, miradas al pasado, retratos sociales y críticas al presente.

“Juegos de niños” de Tom Perrotta. La vida es una mierda. Esa es la máxima que comparten los habitantes de una pequeña localidad residencial norteamericana tras la corrección de sus gestos y la cordialidad de sus relaciones sociales, la supuesta estabilidad de sus relaciones de pareja y su ejemplar equilibrio entre la vida profesional y la personal. Un panorama relatado con una acidez absoluta, exponiendo sin concesión alguna todo aquello de lo que nos avergonzamos, pero en base a lo que actuamos. Lo primario y visceral, lo egoísta y lo injusto, así como lo que va más allá de lo legal y lo ético.

“Serotonina” de Michel Houellebecq. Doscientas ochenta y ocho páginas sin ganas de vivir, deseando ponerle fin a una biografía con posibilidades que no se han aprovechado, a un balance burgués sin aspecto positivo alguno, a un legado vacío y sin herederos. Pudor cero, misoginia a raudales, límites inexistentes y una voraz crítica contra el modo de vida y el sistema de valores occidental que representan tanto el estado como la sociedad francesa.

«Los pacientes del Doctor García» de Almudena Grandes. La cuarta entrega de los “Episodios de una guerra interminable” hace aún más real el título de la serie. La Historia no son solo las versiones oficiales, también lo son esas otras visiones aún por conocer en profundidad para llegar a la verdad. Su autora le da voz a algunos de los que nunca se han sentido escuchados en esta apasionante aventura en la que logra lo que solo los grandes son capaces de conseguir. Seguir haciendo crecer el alcance y el pulso de este fantástico conjunto de novelas a mitad de camino entre la realidad y la ficción.

“Golpéate el corazón” de Amélie Nothomb. Una fábula sobre las relaciones materno filiales y las consecuencias que puede tener la negación de la primera de ejercer sus funciones. Una historia contada de manera directa, sin rodeos, adornos ni excesos, solo hechos, datos y acción. 37 años de una biografía recogidas en 150 páginas que nos demuestran que la vida es circular y que nuestro destino está en buena medida marcado por nuestro sistema familiar.

«Sánchez” de Esther García Llovet. La noche del 9 al 10 de agosto hecha novela y Madrid convertida en el escenario y el aire de su ficción. Una atmósfera espesa, anclada al hormigón y el asfalto de su topografía, enfangada por un sopor estival que hace que las palabras sean las justas en una narración precisa que visibiliza esa dimensión social -a caballo entre lo convencional y lo sórdido, lo público y lo ignorado- sobre la que solo reparamos cuando la necesitamos.

“Apegos feroces” de Vivian Gornick. Más que unas memorias, un abrirse en canal. Un relato que va más allá de los acontecimientos para extraer de ellos lo que de verdad importa. Las sensaciones y emociones de cada momento y mostrar a través de ellas como se fue formando la personalidad de Vivian y su manera de relacionarse con el mundo. Una lectura con la que su autora no pretende entretener o agradar, sino desnudar su intimidad y revelarse con total transparencia.

“Las madres no” de Katixa Agirre. La tensión de un thriller -la muerte de dos bebés por su madre- combinada con la reflexión en torno a la experiencia y la vivencia de la maternidad por parte de una mujer que intenta compaginar esta faceta en la que es primeriza con otros planos de su persona -esposa, trabajadora, escritora…-. Una historia en la que el deseo por comprender al otro -aquel que es capaz de matar a sus hijos- es también un medio con el que conocerse y entenderse a uno mismo.

“Dicen” de Susana Sánchez Aríns. El horror del pasado no se apagará mientras los descendientes de aquellos que fueron represaliados, torturados y asesinados no sepan qué les ocurrió realmente a los suyos. Una incertidumbre generada por los breves retazos de información oral, el páramo documental y el silencio administrativo cómplice con que en nuestro país se trata mucho de lo que tiene que ver con lo que ocurrió a partir del 18 de julio de 1936.

“El hombre de hojalata” de Sarah Winmann. Los girasoles de Van Gogh son más que un motivo recurrente en esta novela. Son ese instante, la inspiración y el referente con que se fijan en la memoria esos momentos únicos que definimos bajo el término de felicidad. Instantes aislados, pero que articulan la vida de los personajes de una historia que va y viene en el tiempo para desvelarnos por qué y cómo somos quienes somos.

«El último encuentro» de Sándor Márai. Una síntesis sobre los múltiples elementos, factores y vivencias que conforman el sentido, el valor y los objetivos de la amistad. Una novela con una enriquecedora prosa y un ritmo sosegado que crece y gana profundidad a medida que avanza con determinación y decisión hacia su desenlace final. Un relato sobre las uniones y las distancias entre el hoy y el ayer de hace varias décadas.

10 funciones teatrales de 2019

Directores jóvenes y consagrados, estrenos que revolucionaron el patio de butacas, representaciones que acabaron con el público en pie aplaudiendo, montajes innovadores, potentes, sugerentes, inolvidables.

“Los otros Gondra (relato vasco)”. Borja vuelve a Algorta para contarnos qué sucedió con su familia tras los acontecimientos que nos relató en “Los Gondra”. Para ahondar en los sentimientos, las frustraciones y la destrucción que la violencia terrorista deja en el interior de todos los implicados. Con extraordinaria sensibilidad y una humanidad exquisita que se vale del juego ficción-realidad del teatro documento, este texto y su puesta en escena van más allá del olvido o el perdón para llegar al verdadero fin, el cese del sufrimiento.

«Hermanas». Dos volcanes que entran en erupción de manera simultánea. Dos ríos de magma argumental en forma de diálogos, soliloquios y monólogos que se suceden, se pisan y se solapan sin descanso. Dos seres que se abren, se muestran, se hieren y se transforman. Una familia que se entrevé y una realidad social que está ahí para darles sentido y justificarlas. Un texto que es visceralidad y retórica inteligente, un monstruo dramático que consume el oxígeno de la sala y paraliza el mundo al dejarlo sin aliento.

«El sueño de la vida». Allí donde Federico dejó inconcluso el manuscrito de “Comedia sin fin”, Alberto Conejero lo continúa con el rigor del mejor de los restauradores logrando que suene a Lorca al tiempo que lo evoca. Una joya con la que Lluis Pascual hace que el anhelo de ambos creadores suene alto y claro, que el teatro ni era ni es solo entretenimiento, sino verdad eterna y universal, la más poderosa de las armas revolucionarias con que cuenta el corazón y la conciencia del hombre.

«El idiota». Gerardo Vera vuelve a Dostoievski y nos deja claro que lo de “Los hermanos Karamazov” en el Teatro Valle Inclán no fue un acierto sin más. Nuevamente sintetiza cientos de páginas de un clásico de la literatura rusa en un texto teatral sin fisuras en torno a valores como la humildad, el afecto y la confianza, y pecados como el materialismo, la manipulación y la desigualdad. Súmese a ello un sobresaliente despliegue técnico y un elenco en el que brillan Fernando Gil y Marta Poveda.

«Jauría». Miguel del Arco y Jordi Casanovas, apoyados en un soberbio elenco, van más allá de lo obvio en esta representación, que no reinterpretación, de la realidad. Acaban con la frialdad de las palabras transmitidas por los medios de comunicación desde el verano de 2016 y hacen que La Manada no sea un caso sin más, sino una verdad en la que tanto sus cinco integrantes como la mujer de la que abusaron resultan mucho más cercanos de lo que quizás estamos dispuestos a soportar.

“Mauthausen. La voz de mi abuelo”. Manuel nos cuenta a través de su nieta su vivencia como prisionero de los nazis en un campo de concentración tras haber huido de la Guerra Civil y ser uno de los cientos de miles de españoles que fueron encerrados por los franceses en la playa de Argelès-sur-Mer. Un monólogo que rezuma ilusión por la vida y asombro ante la capacidad de unión, pero también de odio, de que somos capaces el género humano. Un texto tan fantástico como la interpretación de Inma González y la dirección de Pilar G. Almansa.

«Shock (El cóndor y el puma)». El golpe de estado del Pinochet no es solo la fecha del 11 de septiembre de 1973, es también cómo se fraguaron los intereses de aquellos que lo alentaron y apoyaron, así como el de los que lo sufrieron en sus propias carnes a lo largo de mucho tiempo. Un texto soberbio y una representación aún más excelente que nos sitúan en el centro de la multitud de planos, la simultaneidad de situaciones y las vivencias tan discordantes -desde la arrogancia del poder hasta la crueldad más atroz- que durante mucho tiempo sufrieron los ciudadanos de muchos países de Latinoamérica.

«Las canciones». Comienza como un ejercicio de escucha pasiva para acabar convirtiéndose en una simbiosis entre actores dándolo todo y un público entregado en cuerpo y alma. Una catarsis ideada con inteligencia y ejecutada con sensibilidad en la que la música marca el camino para que soltemos las ataduras que nos retienen y permitamos ser a aquellos que silenciamos y escondemos dentro de nosotros.

«Lo nunca visto». Todos hemos sido testigos o protagonistas en la vida real de escenas parecidas a las de esta función. Momentos cómicos y dramáticos, de esos que llamamos surrealistas por lo que tienen de absurdo y esperpéntico, pero que a la par nos resultan familiares. Un cóctel de costumbrismo en un texto en el que todo es más profundo de lo que parece, tres actrices tan buenas como entregadas y una dirección que juega al meta teatro consiguiendo un resultado sobresaliente.

«Doña Rosita anotada». El personaje y la obra que Lorca estrenara en 1935 traídos hasta hoy en una adaptación y un montaje que es tan buen teatro como metateatro. Un texto y una protagonista deconstruidos y reconstruidos por un director y unos actores que dejan patente tanto la excelencia de su propuesta como lo actual que sigue siendo el de Granada.

“Apegos feroces” de Vivian Gornick

Más que unas memorias, un abrirse en canal. Un relato que va más allá de los acontecimientos para extraer de ellos lo que de verdad importa. Las sensaciones y emociones de cada momento y mostrar a través de ellas como se fue formando la personalidad de Vivian y su manera de relacionarse con el mundo. Una lectura con la que su autora no pretende entretener o agradar, sino desnudar su intimidad y revelarse con total transparencia.

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Cuando miramos atrás, la tendencia inherente a la mayoría de los seres humanos suele ser la de articular un discurso que, sin negar las sombras, muestre un balance positivo de nuestra personalidad, acciones y aportación a las relaciones que hayamos tenido a lo largo de la vida. Pero hay quien tiene valor, le echa agallas al asunto y se pone a escribir no para construir o alimentar el personaje público que aún puede ser, sino con voluntad de poner orden en su interior y de compartirlo públicamente. No con ánimo exhibicionista, sino para comprobar qué forma toma aquello que se ha llevado tan dentro como ocultamente y asumirlo con todas las consecuencias.

Eso es lo que hizo Vivian Gornick en 1987 cuando publicó Apegos feroces. Directa desde la primera línea, no hay nada que sea únicamente exterior en sus asertivas descripciones y acertadas narraciones. Todo cuanto expone está impregnado de una doble mirada, la de aquel momento en que lo vivía y la de este en que lo rescata de su pasado. Así es como va dando forma al hilo narrativo que nos guía en este viaje que no es solo un transcurso lineal del tiempo y un proceso de evolución personal,  sino también un valiente ejercicio de catarsis espiritual.

La fuerza de su prosa hace que esta se vaya inoculando dentro de nosotros, extendiéndose por todos los rincones de nuestra persona, haciendo que nos situemos junto a ella frente al espejo de la verdad. Ese ante el que somos jueces y parte de nosotros mismos, verdugos y víctimas de nuestras acciones, en el que no hay medias tintas. La única posibilidad, no ya de salir fortalecidos, sino de dejar de herirnos, engañarnos y confundirnos, es mirarnos a nuestros propios ojos, sostenernos la mirada y aceptar los límites e incapacidades que vemos, asumir los errores que hemos cometido, pedir perdón por el daño que podamos haber causado y excusar a los que nos hirieron.

Así es como entendemos esa locura que es querer a su madre, al tiempo que mantiene con ella una eterna lucha de titanes, de resistencia durante la infancia, de confrontación después y de intento de conciliación en la actualidad. Esta es la gran sombra que se cierne sobre todas las vivencias de Vivian, como la de su admiración por la sensualidad con que actúa su vecina Nettie mientras ella nunca ha sido capaz de comportarse de semejante manera. Y la que le lleva a paradojas como ser una ferviente crítica de la construcción social del amor mientras lo anhela en las relaciones afectivas que establece con diferentes hombres a lo largo de los años.

Todo ello con el escenario de fondo de Nueva York, una urbe tan diversa como disfuncional concretada en el edificio en el que vivían en un Bronx multiétnico (italianos, polacos, rusos, hispanos, judíos,…) cuando Vivian era niña y en las calles y avenidas de Manhattan en las que, madre e hija, pasean en la actualidad.

Apegos feroces, Vivian Gornick, 2017. Sexto Piso Editorial.

Bárbara e Irene, «Hermanas»

Dos volcanes que entran en erupción de manera simultánea. Dos ríos de magma argumental en forma de diálogos, soliloquios y monólogos que se suceden, se pisan y se solapan sin descanso. Dos seres que se abren, se muestran, se hieren y se transforman. Una familia que se entrevé y una realidad social que está ahí para darles sentido y justificarlas. Un texto que es visceralidad y retórica inteligente, un monstruo dramático que consume el oxígeno de la sala y paraliza el mundo al dejarlo sin aliento.

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Hay quien llena sus paredes de imágenes enmarcadas o habla sin dejar un segundo de silencio por miedo al vacío. Horror vacui. Los personajes de Pascal Rampert hacen esto último por un motivo bien diferente, porque les va la vida en ello. Porque o se expresan o mueren. Porque ha llegado el momento de la verdad, el aquí y el ahora en el que liberar lo estancado, lo emponzoñado muy dentro. Porque ahora sí, ahora ya no hay marcha atrás. Pero liberarse del dolor interno no será gratuito, probablemente conlleve causar daño al otro, a ese con el que no estás dialogando pero te está escuchando, ese al que van dirigidas tus palabras, tus golpes, tus cuchillos verbales.

Además de Lennie y Escolar, Bárbara e Irene son dos seres humanos unidas por lo biológico pero separadas por todo lo demás, por lo vivido, lo aprendido y lo compartido. Tienen los mismos padres y vivieron bajo el mismo techo muchos años, realizaron viajes familiares, trataron con chicos y con chicas,…, pero la experiencia vital, el recuerdo y la marca sobre el alma de cada una ellas de todo aquello está en polo opuesto de la otra. Tanto, que sus personalidades resultan ser por contraposición entre ellas. Sin embargo, no son tan individuales, tan distintas como se creen. Esa diferencia, esa distancia, esa falta absoluta de equidad es la que marca la neurótica reciprocidad que al tiempo que las une no solo no las permite entenderse, sino que las hace despreciarse y hasta odiarse.

La velocidad, la presión, la ira, la agresión verbal y la amenaza física que se transmiten continuamente, no decaen ni un solo segundo, ni en el texto ni en la dirección de Pascal Rambert, creando una atmósfera tan opresora como catártica. Lo que ocurre con la llegada de Irene al lugar de trabajo de Bárbara un rato antes de que esta pronuncie una conferencia, no es solo una lucha de barro en modo de violentos reproches, es también un salto al vacío. Un descenso a los infiernos sucio y árido que escuece, pero aunque no lo parezca es también profundamente liberador. Invoca a todos los que tienen algo que ver con lo que allí está sucediendo; da profundidad, contraste y volumen a los recuerdos; grita el dolor, llora la vergüenza, gruñe el desprecio y escupe la envidia como nunca antes se había mostrado.

Estas Hermanas no se desnudan, Lennie y Escolar las vacían, las deconstruyen para volver a levantarlas. Dos cuerpos maleados por un Rambert que sacude con cada uno de sus textos –recuerdo sus anteriores kamikazes, La clausura del amor y Ensayo– pero que al tiempo hace de ellas dos espíritus que vehiculan a la perfección lo que su creador desea transmitir.

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Hermanas, en El Pavón Teatro Kamikaze (Madrid).

“#Malditos16” de Fernando J. López

Un texto que no se anda con rodeos ni eufemismos, que deja un eco que reverbera en las conciencias de quien se adentre en él. Diálogos sinceros y honestos que exudan verdad y transmiten realidad en una estructura narrativa que combina con suma precisión la progresión con los paralelismos y las conjunciones temporales. Seis protagonistas auténticos que dan voz a muchos de los silencios que nos rodean, a vergüenzas que escondemos, a incomodidades a las que no queremos hacer frente y a egoísmos a los que no estamos dispuestos a renunciar.

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Lo que no se cuenta no es conocido. A lo que no se le pone palabras no existe. Dos axiomas que Fernando J. López se ha propuesto aniquilar en lo que respecta a su aplicación sobre ese período de la vida tan fundamental como es la adolescencia y a esos coprotagonistas tan ignorados de nuestra sociedad como son los adolescentes. Un objetivo plenamente conseguido con la sacudida moral y la incomodidad política que provoca la lectura de un texto tan eficaz y valiente como es #Malditos16.

Una obra que parte de un hecho objetivo, el suicidio es la segunda causa de muerte entre los adolescentes. Una realidad ignorada por el mundo adulto, tanto a nivel generalista categorizando despectivamente a esa etapa con el sambenito de edad difícil, como de manera organizada al ignorarla desde las administraciones públicas, especialmente desde el ámbito cultural y educativo. Una situación cuya fuerza opresora se respira en el interlineado de estas páginas y sobre cuyas consecuencias –violencia física, abusos sexuales, lgtbfobia, mobbing, adicciones,…- se combinan en la perfecta trenza de sus diferentes tramas individuales y emocionales.

Sin convertir sus reflexiones y diálogos en mítines o panegíricos políticos, sino en muestras de biografías y situaciones de total credibilidad, Nando J. López traza las vivencias y experiencias de sus cuatro adolescentes protagonistas en un ejercicio de lograda profundidad. La línea narrativa de #Malditos16 combina de manera excelente sus dos momentos temporales, el ahora y el hace cinco años, mostrando –por momentos de manera simultánea- a lo largo de unas horas los elementos de conexión, así como los símiles y diferencias entre ambos. Entre el tiempo inmediatamente posterior al intento de suicidio de todos ellos y su vuelta, un lustro después, al centro en el que se trataron para participar en un programa de ayuda a jóvenes que acaban de pasar por lo que ellos vivieron.

Un relato que va más allá de describir unos acontecimientos para sumergirnos en un torrente de emociones de múltiples planos y niveles. Desde las impostadas a modo de defensa –ya sea de los otros, ya sea de uno mismo- a las más honestas e íntimas. Esas que cuando son admitidas y expresadas en voz alta por primera vez desnudan no solo a quien las expresa desde su profunda soledad, sino que escuecen y duelen también a quien le escucha o le lee, originando un balsámico y enriquecedor proceso de aceptación, descubrimiento y crecimiento.

Pero lo que el autor de novelas como Los nombres del fuego, El sonido de los cuerpos o Cuando todo era fácil expone no es una catarsis redentora a modo de punto y aparte, sino la lucha por alcanzar, y el esfuerzo por consolidar, la integridad personal (física y psicológica) en un entorno, como es el nuestro, lleno de prejuicios sobre cuestiones como la identidad sexual o los cánones estéticos, cuando no directamente torturador y agresivo.

#Malditos16 es un grito de dolor, un golpe de atención y una mirada esperanzadora en una exposición clara y un discurso muy bien presentado y desarrollado de una parte de nuestra sociedad presente y futura a la que no podemos seguir sin escuchar y mandando callar.

«Inconsolable», la muerte del padre

Ni tu progenitor es eterno ni tú eres esa persona firme capaz de estar a la altura de todas las circunstancias. Dos afirmaciones que para Javier Goma Lanzón pasaron de la teoría a la práctica de golpe, en un instante que se convirtió en ese punto de inflexión en su vida que puso a prueba los cimientos de su identidad. Un texto profundamente humano y universal en su fondo y muy erudito en su forma, lo que puede suponer todo un reto para conseguir entrar en él.

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Si tomáramos el final de la vida como el principio, dedicándole tiempo, alegría y pensamientos optimistas, no supondría el drama impostado y el agujero negro conductual con que solemos afrontarla. Preparamos el nacimiento de una nueva persona, nos alegramos de ella, festejamos su llegada, pero cuando el camino llega a su final nuestros esfuerzos y energías son consumidos por la negación y la evitación, tanto de lo que va a ocurrir como, posteriormente, de lo que ha sucedido.

Javier Goma Lanzón vivió así esa primera parte y la segunda le llegó tan hondo, le dejó tan herido y desubicado que no encontró otra manera de sobrevivir a semejante hecatombe interior que escribir esta catarsis que es Inconsolable. Una disección de sí mismo, un dejar a un lado pudores, rémoras, vergüenzas y límites y ponerse frente a sus propias convicciones y valores, entrar en sus zonas inexploradas –esas que causan incomodidad y dolor-, así como a mirarse a sí mismo desde un punto de vista nuevo y quizás nunca practicado antes. No ya solo como un ejercicio de experimentación, sino llevado por una necesidad vital, una búsqueda impulsada por una energía nunca antes sentida.

Un desconcierto que nace en lo más profundo, que es una cuestión de fondo y no de forma y que así se muestra sobre el escenario del María Guerrero. Lo que se escucha y ve no es un drama, una herida que se abre, un cuerpo que se descarna y una voz desgarrada. No se queda ahí, sino que va mucho más allá, hasta ese punto inicial, esa primera célula, ese átomo de energía en el que Javier comienza a transformarse interiormente, a experimentar una (r)evolución tras la cual ya no será el mismo, será un nuevo yo, más completo y adulto aunque, paradójicamente, también consciente de un vacío que antes no sentía y que ha hecho desaparecer para dejar que ese hueco sea ahora ocupado por una nueva y acantilada sensación, la de orfandad.

Este es el viaje de un monólogo que es, como somos cualquiera de sus espectadores, sucesor, heredero y consecuencia de los muchos mitos, referentes y modelos que sobre la muerte nos han llegado hasta nuestros días a través de la historia, la literatura y la religión. Estoy seguro que veré y alcanzaré mucho más de este Inconsolable cuando vuelva a mí como un texto editado que leer y releer, captando todas aquellas imágenes y significados –como sus referencias mitológicas- que se me escaparon por su elevada retórica clásica. Pero cuyo sentido creo que me llegó gracias a la brillante interpretación de un entregado y sobresaliente Fernando Cayo, apoyado por unas sobrias y expresivas escenografía e iluminación, tan fieles como él al alma y el espíritu de lo vivido y escrito por Goma Lanzón y dirigido por Ernesto Caballero.

Inconsolable, en el Teatro María Guerrero (Madrid).