Historia honesta y sencilla. Narración humilde y sensible. Relato sobrio y preciso. La fragilidad y el miedo de la infancia y la monotonía y evitación del adulto. El encuentro, la comunicación y la compenetración entre ambas maneras de ser y estar en el mundo. Intérpretes excelentes en una producción cruda y realista, tierna y emotiva.
En las familias numerosas los hijos intermedios supuestamente pasan desapercibidos. Dícese que es a los que menos caso les hacen. Si, además, sus padres son personas frustradas y amargadas que no se hablan entre sí, que consideran a sus vástagos como cargas que mantener y apenas disponen de lo justo para no pasar frío y hambre, no es de extrañar que Cáit sea una niña de nueve años introvertida e inexpresiva, herida en su corporeidad y dolida en su interior.
Cuando llegado el verano la mandan a casa de unos primos, un matrimonio adulto sin hijos, que no conoce para que se hagan cargo de ella, se abre un abismo a sus pies. Sin embargo, lo que podría ser el fin, resulta un principio, una oportunidad con la que, en la Irlanda rural de principios de los 80, descubre que hay otras formas de vivir y de relacionarse, de tratarse e, incluso, cuidarse.
El valor de esta cinta rodada en gaélico (lo que la ha llevado a ser nominada a los Oscar de este año en la categoría de mejor película internacional) es que nunca ofrece causas ni conclusiones. Muestra los hechos, las reacciones e impresiones y deja que todo ello hable por sí mismo. Un enfoque en el que la que la fotografía torna fundamental, tanto por recoger los ritmos lumínicos del estío irlandés y la perennidad de su naturaleza, como por los encuadres en los que lo que deja fuera se hace más presente, precisamente, por no ser mostrado.
Dentro de plano, lo destacable e importante son las miradas. El modo en que los ojos manifiestan la impresión que produce lo observado y lo escuchado, lo razonado y lo intuido, y la labor de filtro y contención que ejercen para nunca salirse de la zona de seguridad emocional. Aun así, lo no verbalizado, los secretos, acaban por manifestarse y reivindicarse, claman por ser conocidos y liberados. Serán la prueba que sacudan la estabilidad individual, los compromisos acordados tiempo atrás y los lazos aún en proceso de consolidación.
La grandeza con la que The quiet girl consigue que su historia nos llegue es la quietud expresiva de sus intérpretes. Una contención que, más que freno a una potencial locuacidad, resulta epítome de la cultura y los valores de vecindad y catolicismo, de la economía de subsistencia y equilibrios entre roles masculinos y femeninos, de la tradición y el costumbrismo que les une entre sí y con su entorno. Una atmósfera que acoge, estructura y condiciona, y que Colm Bairéad ha sabido vehicular como medio etéreo, pero también espiritual que marca el ánimo y la voluntad individual de sus personajes, así como el encuentro y los vínculos establecidos entre ellos.
El día a día cien años atrás en una pequeña isla irlandesa, donde la vida es sencilla y cualquier cambio puede causar un terremoto personal y social. Paisajes sobrecogedores y una escenografía inmersiva. Personajes diáfanos perfectamente interpretados. Y una trama original y diferente centrada en las motivaciones, misterios y propósitos de la conducta humana.
Aristóteles señalaba que “el hombre es un ser social por naturaleza”. Esencia que Pádraic siente en peligro el día que Colm le retira su palabra. Quien hasta el 30 de marzo de 1923 había sido su mejor amigo, deja de hablarle y mirarle a la cara, se sienta alejado de él en el pub al que siempre iban juntos. La justificación es doble. Ya no le gusta, se aburre con él y quiere dedicar su tiempo, energía y atención a la música con el ánimo de perdurar el día que fallezca. La claridad y solidez de su decisión es semejante a la estupefacción e incredulidad de la reacción de su vecino. El día a día sigue transcurriendo con la misma monotonía, pero le es imposible sentir la paz, equilibrio y plenitud que hasta entonces le proporcionaba el entorno en el que vive.
Almas en pena de Inisherin es transparente en su sencillez. No plantea cuestiones existenciales, parte de marcos etnográficos ni su trama gira en torno a la observación psicológica o el análisis social. No hay más que lo que se ve. Y esa es su grandeza, transmitir plenitud sin necesidad de artificios técnicos o dobles lecturas argumentales. El individuo en comunión con el resto de la vida, con el fluir de las estaciones y su influjo en la tierra que habita y trabaja, así como con los animales que le acompañan. Una observación similar a la que Martin McDonagh ya realizara enTres anuncios en las afueras (2017), destacando con la fotografía de Ben Davis la intimidad de sus interiores, el costumbrismo de su orografía y la epifanía de su luz, y con la banda sonora de Carter Burwel la autenticidad del pulso interior que late en todo ello.
La complejidad, tensión e intriga llega con cuanto tiene que ver con los códigos comunicativos y la razón de ser de los nexos entre las personas. El guión de McDonagh conjuga el realismo y la fantasía, lo establecido y lo espiritual, lo material y lo fantasmal referenciando como en la otra orilla transcurre una guerra, evidenciando el papel vertebrador de la religión y la autoridad, e incluyendo caracteres que remiten a lo ancestral. Y combinando y contrastando con todo ello, el muy peculiar conflicto, entre los personajes encarnados soberbiamente por Colin Farrel y Brendan Gleeson, con una evolución impredecible que sostiene muy eficazmente el desarrollo de la historia.
Dos universos emocionales genuinos en los que confluyen lo entrañable y lo reservado, lo obvio de lo público y compartido y lo inexpugnable de lo íntimo y privado. Dos seres con interrogantes que ni ellos mismos saben resolver, pero con certezas que les guían. Dos tipos peculiares que no son metáfora ni símbolo de nadie más, pero que se complementan perfectamente tanto visualmente con los elementos con los que comparten plano, como emocionalmente con el modo en que se vive, piensa, siente y actúa en Inisherin.
Tranquilidad, paisajes y sabor local en esta pequeña población y península a quince kilómetros de Dublín frente al Mar de Irlanda.
Será porque es agosto, por la necesidad imperiosa de aprender inglés o por las plantillas de las empresas que establecen sus sedes sociales en este país por su baja fiscalidad, sea por lo que sea o por todo ello a la vez, Dublín está llena de gente. Por momentos, más que en una ciudad parece que estás en uno de esos parques temáticos o centros comerciales al aire libre en que el turismo está convirtiendo a muchas ciudades. Motivo extra para salir de ella y buscar autenticidad, encanto y belleza fuera del mundo urbano. Howth es una buena opción para encontrar todo esto, pero también merece la pena visitarla por lo que es y lo que ofrece.
Es fácil llegar, hay un cercanías cada media hora (6,40 € ida y vuelta), justo lo que dura el recorrido desde Pearson (donde yo lo he cogido, junto al Trinity College) hasta su estación (final de línea) a la entrada de una pequeña península frente al Mar de Irlanda. Recordando lo que un día fue, lo primero que ves al comenzar a pasear es el pequeño puerto pesquero. A continuación, lo que ya también es, un puerto deportivo con embarcaciones de recreo de tamaño medio en una localidad cuyos orígenes se remontan a la llegada de los vikingos en el s. IX y que en la actualidad cuenta con ocho mil habitantes censados.
El comité de bienvenida fue un dueto de viento y lluvia fina cuya resolución esperé tomando un café (2,80 € y como en todas partes hasta ahora, atendido por gente simpática, con una vocalización perfecta que hace que se les entienda a la primera y un ritmo sin prisa, pero sin pausa). En el momento en que el agua dejó de practicar su partitura recorrí el dique que protege el puerto hasta situarme frente a la cercana isla del Ojo de Irlanda, hoy deshabitada y según cuentan las guías, paraíso ornitológico.
Dándote la vuelta y mirando hacia Howth la imagen es la de una colina con restaurantes a nivel de mar, salpicada a medida que se mira hacia arriba de viviendas aquí y allá. Entre ellas se adivina un castillo del s. XV, las ruinas de una abadía medieval y una torre de vigilancia construida en 1805 por miedo a que llegaran hasta aquí las tropas de Napoleón.
Las rutas
Lo interesante y el verdadero motivo para venir hasta aquí ha sido alguna de las rutas de senderismo por la península que comienzan justo al final del puerto. Perfectamente señaladas, basta con calzado cómodo -el suelo varía entre la tierra, el barro y las piedras-, un mínimo de forma física -firme irregular y algunas cuestas son para tomárselas con calma- y atención -aunque las sendas están señaladas nunca está de más fijarse por si los elementos han hecho de las suyas- para ponerse a ello y disfrutar con lo que la naturaleza te va ofreciendo.
Todos los recorridos se inician con un camino común que coge altura mientras bordea la península por su lado este. El viento ha sido hasta agradable, la temperatura la justa para llevar la chaqueta impermeable cerrada, la lluvia y el sol se han hecho presentes alternativamente sin hacerse protagonistas -ese puesto se lo han dejado a las nubes- y ha sido constante la tentación de fotografiar los colores de la vegetación, el sendero abierto por el paso humano -son pocos con los que me he encontrado o cruzado- y la inmensidad del mar. Así hasta que, tras más o menos una hora, he llegado a un punto en el que desde lo alto se disfrutaba de la vista de un faro enmarcado en la línea de un horizonte en el que el cielo se debatía entre seguir cubierto o despejarse.
Ahí la ruta se bifurcaba en tres, una que con un total de quince kilómetros -teniendo en cuenta lo ya caminado- recorre toda la península y que he decidido dejar para cuando vuelva en el futuro, una de seis que venía a ser regresar por un sendero paralelo al del trayecto de ida pero separado del mar, uno de siete y medio que se introducía por la zona urbanizada y uno de ocho que según la señalítica te prometía volver campo a través -con algún que otro cruce con el asfalto- por la zona más alta y verde. Esta ha sido mi elección y la verdad es que ha sido de lo más gratificante sentirse, durante algo una hora larga, invadido por los helechos, absorbido por alguna que otra arboleda y rodeado por matorrales por doquier.
Al final he optado por no seguir completamente el itinerario (finalizaba en la estación del ferrocarril) para así conocer el pueblo, lo que me ha permitido ver que aquí las residencias -todas individuales- son tan atractivas y poco pequeñas como grandes sus ventanales -daban ganas de quedarse a vivir en muchas de ellas- y sus jardines. Por el lado contrario, si es que hay que calificarlo así, señalar que si quieres disfrutar de una casa con vistas, o tienes coche o tendrás que hacer mucha pierna para salvar la pendiente de las cuestas que te lleven hasta tu puerta.
De vuelta al pueblo
Pero hoy y tras tres horas largas de paseo, lo importante era llegar a un lugar en el que comer y beber al modo irlandés, así que entre la oferta local he optado por un local que vi al llegar, el Findlater, bar y restaurante a la par. En lo que respecta a lo segundo, con atmósfera de salón con vistas al puerto, mi experiencia ha sido la de trato amable, carta variada y lo que he elegido -sopa del día, vegetal, y salmón con verduras y puré de patata- sabroso y en su punto (30,40 € añadiéndole una pinta de Guinness y un café).
Como cierre de la visita, he paseado por el embarcadero del puerto pesquero, barcos a un lado establecimientos comerciales al otro, pescaderías -el salmón como oferta principal-, restaurantes y algunos, incluso, las dos cosas a la vez. Al final y cerrando la entrada al puerto un dique desde el que disfrutar con la vista de la playa de Claremont que se prolonga hasta la localidad cercana de Sutton y que también se puede ver, a modo de despedida, desde el tren de vuelta a Dublín.