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10 novelas de 2019

Autores que ya conocía y otros que he descubierto, narraciones actuales y otras con varias décadas a sus espaldas, relatos imaginados y autoficción, miradas al pasado, retratos sociales y críticas al presente.

“Juegos de niños” de Tom Perrotta. La vida es una mierda. Esa es la máxima que comparten los habitantes de una pequeña localidad residencial norteamericana tras la corrección de sus gestos y la cordialidad de sus relaciones sociales, la supuesta estabilidad de sus relaciones de pareja y su ejemplar equilibrio entre la vida profesional y la personal. Un panorama relatado con una acidez absoluta, exponiendo sin concesión alguna todo aquello de lo que nos avergonzamos, pero en base a lo que actuamos. Lo primario y visceral, lo egoísta y lo injusto, así como lo que va más allá de lo legal y lo ético.

“Serotonina” de Michel Houellebecq. Doscientas ochenta y ocho páginas sin ganas de vivir, deseando ponerle fin a una biografía con posibilidades que no se han aprovechado, a un balance burgués sin aspecto positivo alguno, a un legado vacío y sin herederos. Pudor cero, misoginia a raudales, límites inexistentes y una voraz crítica contra el modo de vida y el sistema de valores occidental que representan tanto el estado como la sociedad francesa.

«Los pacientes del Doctor García» de Almudena Grandes. La cuarta entrega de los “Episodios de una guerra interminable” hace aún más real el título de la serie. La Historia no son solo las versiones oficiales, también lo son esas otras visiones aún por conocer en profundidad para llegar a la verdad. Su autora le da voz a algunos de los que nunca se han sentido escuchados en esta apasionante aventura en la que logra lo que solo los grandes son capaces de conseguir. Seguir haciendo crecer el alcance y el pulso de este fantástico conjunto de novelas a mitad de camino entre la realidad y la ficción.

“Golpéate el corazón” de Amélie Nothomb. Una fábula sobre las relaciones materno filiales y las consecuencias que puede tener la negación de la primera de ejercer sus funciones. Una historia contada de manera directa, sin rodeos, adornos ni excesos, solo hechos, datos y acción. 37 años de una biografía recogidas en 150 páginas que nos demuestran que la vida es circular y que nuestro destino está en buena medida marcado por nuestro sistema familiar.

«Sánchez” de Esther García Llovet. La noche del 9 al 10 de agosto hecha novela y Madrid convertida en el escenario y el aire de su ficción. Una atmósfera espesa, anclada al hormigón y el asfalto de su topografía, enfangada por un sopor estival que hace que las palabras sean las justas en una narración precisa que visibiliza esa dimensión social -a caballo entre lo convencional y lo sórdido, lo público y lo ignorado- sobre la que solo reparamos cuando la necesitamos.

“Apegos feroces” de Vivian Gornick. Más que unas memorias, un abrirse en canal. Un relato que va más allá de los acontecimientos para extraer de ellos lo que de verdad importa. Las sensaciones y emociones de cada momento y mostrar a través de ellas como se fue formando la personalidad de Vivian y su manera de relacionarse con el mundo. Una lectura con la que su autora no pretende entretener o agradar, sino desnudar su intimidad y revelarse con total transparencia.

“Las madres no” de Katixa Agirre. La tensión de un thriller -la muerte de dos bebés por su madre- combinada con la reflexión en torno a la experiencia y la vivencia de la maternidad por parte de una mujer que intenta compaginar esta faceta en la que es primeriza con otros planos de su persona -esposa, trabajadora, escritora…-. Una historia en la que el deseo por comprender al otro -aquel que es capaz de matar a sus hijos- es también un medio con el que conocerse y entenderse a uno mismo.

“Dicen” de Susana Sánchez Aríns. El horror del pasado no se apagará mientras los descendientes de aquellos que fueron represaliados, torturados y asesinados no sepan qué les ocurrió realmente a los suyos. Una incertidumbre generada por los breves retazos de información oral, el páramo documental y el silencio administrativo cómplice con que en nuestro país se trata mucho de lo que tiene que ver con lo que ocurrió a partir del 18 de julio de 1936.

“El hombre de hojalata” de Sarah Winmann. Los girasoles de Van Gogh son más que un motivo recurrente en esta novela. Son ese instante, la inspiración y el referente con que se fijan en la memoria esos momentos únicos que definimos bajo el término de felicidad. Instantes aislados, pero que articulan la vida de los personajes de una historia que va y viene en el tiempo para desvelarnos por qué y cómo somos quienes somos.

«El último encuentro» de Sándor Márai. Una síntesis sobre los múltiples elementos, factores y vivencias que conforman el sentido, el valor y los objetivos de la amistad. Una novela con una enriquecedora prosa y un ritmo sosegado que crece y gana profundidad a medida que avanza con determinación y decisión hacia su desenlace final. Un relato sobre las uniones y las distancias entre el hoy y el ayer de hace varias décadas.

«El último encuentro» de Sándor Márai

Una síntesis sobre los múltiples elementos, factores y vivencias que conforman el sentido, el valor y los objetivos de la amistad. Una novela con una enriquecedora prosa y un ritmo sosegado que crece y gana profundidad a medida que avanza con determinación y decisión hacia su desenlace final. Un relato sobre las uniones y las distancias entre el hoy y el ayer de hace varias décadas.

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41 años después de verse por última vez, Konrad y Henry se encuentran de nuevo en la casa del segundo, en el mismo salón y con la misma disposición de la mesa, para cenar el mismo menú que aquel día no olvidado. Una puesta en escena que da vía libre a que se manifiesten los fantasmas que durante tanto tiempo se hicieron dueños del espacio y tiempo que ambos no compartieron. Una reunión que se presenta como una oportunidad única para saber qué pasó con su amistad, qué hizo cada uno con su vida tras su abrupta separación y con qué bagaje se colocan ahora frente a frente, si tienen algo pendiente o si aún hay algo positivo que les une.

A pesar del tiempo transcurrido, en El último encuentro no hay confrontación o vacío, sino diálogo y ánimo de entendimiento y comprensión. La empatía es el principio que marca el planteamiento con que Márai hace que Henry y Konrad se vuelvan a relacionar. Tras unos primeros capítulos en que nos cuenta cómo se conocieron en la Viena imperial de finales del siglo XIX y cómo surgió el vínculo entre ellos a pesar de las diferencias externas –nivel económico de sus familias e intereses personales-, abre la herida que aún sigue abierta. Con una sensibilidad excepcional y una sobresaliente selección de detalles, da la palabra a Henry para poner de relieve no sólo bajo qué formas se desarrolló su amistad, sino que sentimientos la forjaron y qué sensaciones compartieron en los muchos episodios que compartieron.

La enriquecedora intensidad que gana en ese momento la narración es pareja al sosiego con que son relatados los acontecimientos que se describen, dejando claro que son siempre la experiencia subjetiva de quien los cuenta, pero haciendo ver el esfuerzo que éste hace por contemplar, entender e integrar en su discurso otros puntos de vista que van más allá de su terrenal, sesgada y limitada individualidad. Un concienzudo ejercicio de reflexión sobre las motivaciones de las relaciones interpersonales, un esfuerzo intelectual en torno a la esencia y la exigencia de valores como la generosidad, la solidaridad y el altruismo y lo que nos hace no solo seres humanos y sociales, sino afectivos.

Al tiempo, Sándor Márai introduce otros elementos importantes como la manera de contemplar el futuro cuando somos jóvenes y parece que gobernamos el mundo en el que vivimos, y de revisar el pasado cuando ya somos muy mayores y nuestro entorno parece funcionar con un manual de instrucciones que desconocemos. De esta manera, aun sin hacer referencia directa a ello, habla también sobre el desconcertante presente en que escribió esta novela, en 1942, cuando el nazismo y la II Guerra Mundial asolaban su Hungría natal.

El último encuentro, Sándor Márai, 1942, Narrativa Salamandra.

“La vida de Kostas Venetis” de Octavian Soviany

La biografía de un hombre que no se sabe si fue real o un personaje, un ser humano o una ficción. Un relato sórdido y primario, pero también excesivo e intenso. Un horror vacui lleno de palabras –tan alegre y jocoso como estético y saturado en ocasiones- con el que llevarnos desde Salónica y Estambul hasta Bucarest, Viena, París y Venecia durante la segunda mitad del siglo XIX.

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Esta es la historia de un ser llamado Kostas Venetis cuyo narrador no sabe si fue alguien a quien conoció de verdad o si solo sabe de él lo que le contó y fue anotando en un sinfín de hojas manuscritas. Un legado que nos llega a nosotros de la mano de otro intermediario que dice que esto no es una creación de su imaginación sino la recopilación de distintas fuentes de información que a lo largo del tiempo le fueron llegando.

Un juego de distintos planos que constituye no solo el punto de partida de esta novela de muchas páginas, sino también el prisma a través del cual ir adentrándose tanto en su impetuosa trama principal como en sus múltiples y desbordantes secundarias. Unas y otras llenas de sangre, semen y demás fluidos corporales, llegando incluso a lo más escatológico.

No hay nada comedido en la vida de este hombre que nace en tierras griegas bajo el dominio del Imperio Otomano. Hijo de un cornudo y de una madre que se le insinúa incluso a él, crecido como adolescente entre monjes que le forman en el arte de la medicina popular, consorte de un militar en la exótica Constantinopla, buscavidas en un Bucarest mísero que le catapulta a la capital del Imperio Austro-Húngaro desde donde después llegará al París revolucionario en el que se codeará incluso con pintores impresionistas.

Una colección de postales llenas de luz y color en las que se rozará, excitará, lubricará y eyaculará una y otra vez, sin decoro ni pudor alguno, con muchos hombres, pero también con alguna mujer. Sexo salvaje, casi animal, a caballo entre el hedonismo, lo incontrolable y el más brutal sentido de la posesión.

Una sucesión a velocidad de vértigo de episodios y anécdotas de todo tipo en los que no hay ni un segundo de descanso ni cortesía con el lector. La prosa de Saviany no concede un momento de tregua, manteniéndonos en continua tensión, entre la excitación y la exaltación gracias a su buen manejo del lenguaje, su estilo directo y su nula auto censura en todo lo referente a lo sexual, lo genital y lo visceral. Sin embargo, no se debe pensar que La vida de Kostas Venetis es una novela erótica, centrada en alcobas y camas, estas no son más que uno de los muchos emplazamientos en los que ocurren las aventuras y desventuras de este hombre que no se sabe si es ángel o diablo, víctima o verdugo.

Vivencias personales en un entorno en el que Venetis se viste en ocasiones de mujer, en otras realiza trucos de magia, y cuando no, practica el sadomasoquismo mientras los grandes imperios iniciaban un ocaso sin retorno, algunas monarquías eran sustituidas por repúblicas y el anarquismo político era incluso una opción considerada. Un todo muy bien combinado y mezclado que en ocasiones deja sin aliento por ser tan apabullante, pero al que lo único que puede echársele en cara sea que no nos deje ni un momento de respiro.

“Imre: una memoria íntima” de Edward Prime-Stevenson

Hace más de un siglo que un hombre se aventuró a sobrepasar los límites que el esoterismo camuflado como ciencia le quería imponer a su capacidad de amar a otra persona, a otro que físicamente era como él, a otro hombre. Con una cuidada narrativa y un ritmo tranquilo, el norteamericano Prime-Stevenson diseccionó de manera precisa y delicada en esta novela cada una de las sensaciones y emociones en que consiste el gran y bonito sentimiento de “la amistad que es amor, el amor que es amistad”.

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En sus múltiples vertientes, la ciencia intenta que todo cuanto nos rodea sea objeto de su análisis y de su capacidad de establecer leyes que expliquen la lógica de lo estudiado. Unas veces lo logra aportándonos un mayor conocimiento del mundo en el que vivimos. Otras, en cambio, la incapacidad para reconocer sus límites de aquellos que se han considerado a sí mismo científicos, ha hecho que sus teorías sin constatar se hayan convertido en doctrinas absurdas y dogmas estigmatizadores de los sujetos objeto de estudio. Así sucedió durante mucho tiempo con los hombres y mujeres homosexuales, no solo por ser tales, sino también por no mostrar un comportamiento sujeto a la norma social y religiosa heterosexual convertida en reglamento legal.

Hasta que llegaron aquellos que no estaban dispuestos a dejarse avasallar, a negarse a sí mismos. Cada uno a su manera pasó por encima de los prejuicios e hizo frente al desconocimiento, la ignorancia y a lo insensatamente establecido para afrontar con naturalidad y espontaneidad lo que no es más que vivir lo que el destino te depara a nivel humano y relacional. Edward Prime-Stevenson (1858-1942) fue uno de estos hombres que con sus habilidades, la de saber escribir, se puso manos a la obra y relató bajo estos principios la ficción del encuentro de un viajero inglés y un militar del Imperio Austro-Húngaro en el Budapest del principios del s. XX.

Ambos, individuos solitarios a los que vamos conociendo a través de una serie de encuentros sociales impregnados de una gran formalidad. A medida que estos se suceden, surge una intimidad resultado de compartir tiempos diurnos y espacios públicos en los que la cercanía y el conocimiento mutuo crecen a través de diálogos con poco más que las palabras justas, pero tan precisas y sutiles que conllevan en los que las dicen, escuchan y leemos un calado de honda y profunda emoción. Ese es el juego que hábilmente crea y expresa el autor, complementado con las completas reflexiones de uno de sus protagonistas a cuya mente nos da acceso al hacer de él el narrador, dejándonos incluso la duda de cuánto hay en él de alter ego.

Primero nos atrapa hábilmente a través de la corrección formal de lo que escribe, y que es también la de la situación que nos describe. Pero llegado el momento en que la tensión de lo establecido no se soporta más en los parques, los puentes o los cafés de la ciudad de San Esteban, y que ésta ya ha alcanzado también su culmen sobre el papel, da el paso a la segunda parte de las memorias íntimas de Imre. Comienza entonces un torrente emocional de honestidad, verdad y transparencia con el que se derrumban prejuicios, se vencen miedos y se prepara el terreno para algo en cuya definición debiéramos utilizar términos como futuro, ilusión y libertad.

Verona, mucho más que Romeo y Julieta

Llegas corriendo porque esperas salvar a los amantes del entuerto en el que se han metido para poder vivir su amor libremente y al llegar a la ciudad te enteras de que no tienes nada que hacer porque resultan haber muerto. A pesar de la desgracia, su imponente pasado romano, su arquitectura románica abrazada por el Río Adigio o sus vinos, hacen que la visita a Verona sea un placer para los amantes de las sensaciones a fuego lento y paso tranquilo.

PanoramicaVerona

Desde la estación del tren emprendí camino por el Coso Puorta Nuova –el área por la que creció Verona cuando el ferrocarril paró en ella- y siguiendo las indicaciones me adentré en el corazón de la ciudad hasta llegar a la casa de Julieta. Allí no había nadie, tan solo decenas de turistas en el patio, haciéndose fotos con una estatua que la representa, mal sacándole brillo con una costumbre que seguro nació de alguien que quiso buscar un motivo para justificar su mala suerte. ¡Todos se fotografían tocándole el pecho a la joven enamorada!

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Pagué seis euros para poder adentrarme en su hogar, una construcción del siglo XIV. Varios pisos con colecciones de grabados reproduciendo momentos de la vida de los amantes, el dormitorio que les escenificó en el cine y los trajes que les diseñaron para la película de Franco Zefirelli en 1968. Pero allí no estaban. Me asomé al balcón y solo vi a los foráneos fotografiándome, ¡esperaban que fuera ella! Al salir, observé en el pasaje de entrada como los que allí estaban dibujaban corazones en el que incluían su nombre y el de su amado. No quiero ser mal pensado, pero me da que algunos eran simulados, tan solo una excusa para poder decir que estuvieron aquí ¡y que tienen el corazón ocupado!

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Dos calles más atrás está la casa de Romeo, pero allí no había nadie, cerrada a cal y canto. Salí del centro urbano por una de las puertas de su muralla y en pocos minutos estaba –previo peaje de cinco euros- en el museo que alberga los restos de un antiguo monasterio del siglo XIII. Colecciones de restos de frescos aparte en su edificio principal, en su patio central accedí escaleras abajo al lugar identificado como la tumba, la que no está claro si es de ella sola o de los dos, de Romeo y de Julieta.

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Al acceder nuevamente al exterior, un busto de Shakespeare me explicó que todo era una ficción literaria del genial inglés. Que a sus oídos llegaron dos relatos previos que ya hablaban de las luchas entre familias de raigambre y posibles, y él las hizo pasar por su tamiz trágico convirtiendo a los Cappelletti y los Cagnolo Nogarola en los Capuleto y los Montesco, dos dinastías enfrentadas a muerte y causantes de desgracia infinita por los siglos de los siglos.

Una ficción literaria por la que Verona es más conocida fuera que dentro y que asombra al foráneo el poco protagonismo que se le da en sus calles. Debe ser que los veroneses consideran que lo suyo ha de ser, al margen de disponer de una conocida ambientación literaria, ofrecer hechos reales: dos milenios de historia, buenos vinos y música en vivo con una acústica excelente.

La Verona real

Fundados por el imperio romano, de aquellos tiempos a Verona le queda un fantástico anfiteatro, la Arena. Un asombroso teatro con capacidad entonces para 30.000 personas y una acústica excepcional que este verano, la primera ocasión fue en 1913, ha acogido la 93 edición de su festival lírico con óperas como Romeo y Julieta (Gounod), Nabucco (Verdi) o Don Juan (Mozart), espectáculos de ballet y conciertos sinfónicos. Entrar a visitarlo es un doble espectáculo. Por un lado, y gracias a su excepcional estado de conservación, retroceder a los tiempos del Imperio, hasta el año 30 d.C. cuando se completó su construcción. En segundo lugar, poder ver durante el horario de visitas turísticas, si así coincide,  cómo se desmonta o pone en pie el escenario de la siguiente representación. Como si de una película de estética péplum se tratara, algo que se siente también en el exterior con imágenes como las aquí adjuntas de las esfinges de la verdiana Aida en la Piazza Bra.

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Caminando por la comercial Vía Giuseppe Mazzini se pude llegar hasta la Piazza Erbe, lugar de pequeño mercado y terrazas para tomar un vino de la cercana denominación de origen de la Valpolicella entre edificios nobiliarios del medievo como la torre y el Palazzo della Regione, también vecino de la Piazza dei Signore donde la estatua de un solemne Dante recuerda que esta ciudad le acogió tras ser expulsado de Florencia por sus posiciones políticas. Un callejero que sin embargo no resulta nada medieval, apenas hay calles estrechas, producto de haber sido una urbe habitada de continuo –gobernada desde Milán, Venecia, por el Sacro Imperio Romano-Germánico o el Imperio Austro-Húngaro, entre otros- desde que fuera trazada por los romanos como cruce de caminos en las líneas que unían Milán y Venecia con Modena y Trento.

Plazas

Un antiguo casco histórico rodeado por norte, este y oeste por el agua del Río Adigio. Pasando al otro lado se puede dar un paseo agradable junto a su cauce desde su punto más occidental, ese que deja al otro lado el Castelvecchio medieval. En su punto medio uno se puede desviar a la colina vecina para dejando el teatro romano abajo disfrutar de una preciosa vista de toda la ciudad. Si se sigue por la orilla más oriental, las fachadas de las viviendas que dan al río constituyen un precioso mural de colores iluminado de manera directa en las primeras horas del día.

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La misma interrogante cien años después: “El último verano de Europa: ¿quién comenzó la Gran Guerra en 1914?” de David Fromkin

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En estos tiempos en que cada día del año tiene sus onomásticas y celebraciones se hace necesario reflexionar porqué algunos acontecimientos están inscritos en nuestro calendario marcando con su recuerdo –o con quizás su estela por en cierto modo no haber terminado aún- nuestro presente a pesar de haber transcurrido, como es el caso de los tratados en este libro, ya más de un siglo.

El relato ya conocido dice que el 28 de junio de 1914 el archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero del trono del Imperio Austro-Húngaro, fue asesinado junto a su mujer en Sarajevo, capital de Bosnia-Herzegovina, territorio que formaba parte del imperio. El asesino, capturado al momento y que aparentemente actuaba por iniciativa individual, era de nacionalidad serbia. Justo un mes después, el 28 de julio, el Imperio Austro-Húngaro declaraba la guerra al Reino de Serbia, estado independiente que hasta 1878 había formado parte del Imperio.

Al día siguiente Rusia movilizaba sus tropas en la frontera del imperio, hecho que lleva a Alemania a acusarla de estar preparándose para entrar en conflicto con su aliado y le declara la guerra el 1 de agosto. Dos días después, el 3 de agosto Alemania se declaraba en guerra también contra Francia por su alianza con Rusia. Para atacar Francia las tropas alemanas ocuparon, contra la voluntad de su gobierno, Bélgica el 4 de agosto, lo que motivó la intervención del Imperio Británico declarando la guerra a Alemania.

¿Qué ocurrió entre el 28 de junio y el 28 de julio para que el asesinato acabara dando pie a la declaración de guerra? ¿Qué otros factores hubo además del asesinato del archiduque? ¿Se pudo haber evitado? ¿A qué dio pie el que hasta entonces fuera conocido como el mayor conflicto bélico jamás vivido por la humanidad –“La Gran Guerra”-?

La historia no es una ciencia exacta ni un discurso lineal, sino -en función de la información más o menos veraz y objetiva que de los hechos acontecidos tengamos- una reinterpretación más o menos certera –pero nunca absoluta- sobre los mismos. En este marco de volubilidad David Fromkin recoge aspectos que presenta como ya analizados por los historiadores, otros que han tardado más en conocerse y lagunas por aclarar. De manera minuciosa detalla antecedentes bélicos, posicionamientos geoestratégicos y situación socioeconómica de cada una de las potencias; personalidades involucradas, motivaciones personales y relaciones entre ellos,… Su presentación y concatenación ordenada de los hechos, junto a una redacción fluida y asertiva, le da solidez y verosimilitud a los acontecimientos que recoge en sus páginas y que a su juicio son las que generaron el clima necesario para que dado el momento y los detonantes necesarios se desatara la tormenta perfecta que ya no tuvo marcha atrás posible y que se transformaría en la I Guerra Mundial.

En manos de los expertos queda el valorar si ha tenido en cuenta si las informaciones y datos considerados son las adecuadas y si están correctamente unidas e interpretadas. Como lector, su relato supone un puzzle de piezas bien hilvanadas que se lee de manera apasionada y con la tensión de quien hubiera tenido la oportunidad de vivir aquellos días en tiempo real.

Un relato que no se queda tan sólo en 1914 sino que abre la puerta al debate. A juicio de Fromkin y tal como expone de manera precisa, esta fue una pugna sobre el liderazgo mundial, los  equilibrios de poderes y las definiciones de fronteras entre naciones y estados. Un conflicto no resuelto en 1918 y que se prolongaría hasta 1989 con dos guerras más, la II Guerra Mundial y la Guerra Fría.

Y mientras seguimos buscando explicación a lo que pasó en el inicio del verano de 1914, no perdamos de vista una fecha en el calendario. Queda poco menos de un mes para el 1 de septiembre y su efeméride correspondiente con la previsible avalancha de análisis de qué pasó entonces también, el 75 aniversario del inicio de la II Guerra Mundial.

(imagen tomada de amazon.es)

Impresiones vienesas: el pasado imperial

Conocer y experimentar in situ el recuerdo imperial ha sido uno de los motivos que me ha traído hasta Viena. Así que nada más comenzar el día he salido a la calle y he puesto rumbo al Palacio Hofburg, el gigantesco complejo construido a lo largo de varios siglos que fue el centro desde el que ejercieron el poder los Habsburgo desde 1276 hasta 1918. El fin de la I Guerra Mundial supuso el fin del Imperio Austro-Húngaro, sucesor tras la fallida invasión napoleónica del Sacro Imperio Romano Germánico nacido a mediados del s. XV.

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Pues bien, tras caminar por un verde jardín, seguir los solemnes muros de varios edificios y atravesar arcadas diseñadas para el paso de carruajes, he llegado a un enorme patio en el que he comprado mi ticket y presto me he dirigido a la entrada aprovechando que era primera hora y aún no se veían hordas de turistas. Audioguía en mano –incluida en el precio de la entrada- comienzas conociendo la colección de vajillas, cuberterías, cristalerías, centros de mesa y demás utensilios de comedor que se conservan de los antiguos emperadores hasta llegar a los utilizados en la actualidad en los ágapes organizados por el estado austríaco.

De plata y de oro, de porcelana decorada a mano o realizados en serie, fabricados en Viena o en Francia, piezas únicas para uso individual –como los cubiertos que usaba la emperatriz María Teresa- o para atender a los múltiples invitados –las cuberterías siempre son múltiplos de 12, número elegido para recordar a los tantos discípulos de Jesús-, decorativamente sobrios –de plata o bañados en oro sin más elemento decorativo alguno que el escudo heráldico- o recargados hasta el exceso como un centro de mesa de 30 metros de longitud con fondo de espejos para reflejar la luz de sus candelabros y así deslumbrar a los comensales,… En las cristalerías las copas verdes estaban diseñadas para tomar vinos del Rhin, y como detalle de elegancia el diseño de las servilletas, todo un arte. Realizadas en lino y con un tamaño de uno por un metro, o sea, un cuadrado de un metro de lado, eran dobladas por expertas manos hasta conseguir diseños casi imposibles como toda clase de formas de animales. ¿Cómo aprender a hacer esto? Complicado, hoy solo dos personas saben hacerlo y no hay documento alguno para transmitir dichos conocimientos, tan solo el aprender junto a ellos. Tendrás la suerte de ver sus trabajos de diseño de servilletas si eres invitado a una cena oficial por el Gobierno de Austria.

Escaleras arriba te espera el Museo Sissi dispuesto a enseñarte quién era la persona real tras el personaje hecho mito. No era la dulce e ingenua Romy Schneider de las películas, no, más bien parecía en algunos aspectos una mujer de avanzado el siglo XX, como en el ser consciente del poder de la propia imagen personal sobre los demás. Impresionado me he quedado con el conjunto de estos tres datos: Isabel de Baviera -su nombre real- medía 1,72 m, pesaba 45 kg y su contorno de cintura era de 51 cm. ¿Cómo lo hacía? Practicando deporte todas las mañanas  en palacio –se pueden ver los instrumentos que a tal fin tenía en una de sus habitaciones, además de practicar el senderismo y la equitación- o siguiendo dietas como alimentarse sólo a base de leche o de zumo de naranja cuando así lo consideraba, aunque en su día a día comía de todo (dícese que le encantaban los dulces y el helado). En el terreno de la imagen personal le dedicaba hasta dos horas diarias al cepillado de su pelo, tiempo bien aprovechado porque mientras se lo hacían ella tomaba clases de griego antiguo y moderno con un profesor particular –añádase a eso que hablaba a la perfección inglés, alemán y francés. Pelo suelto que le encantaba a su marido cómo le quedaba, y por eso tenía frente a su escritorio un retrato de ella con tal peinado.

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Mujer de carácter, a la que no le gustaba el protocolo de la corte y por ello se dedicaba a viajar por toda Europa –Madeira, Reino Unido, Francia, Grecia,…-, escribiendo poesía en sus diarios personales y vistiendo los últimos diseños en ropa que le traían desde París y Londres que le permitían destacar su figura y su cintura de avispa, recuerdo, ¡51 centímetros! Las joyas eran también lo suyo, ya fueran piedras preciosas (rubíes o diamantes) o menos nobles (como el azabache) según el efecto que quisiera causar, las primeras para los actos de gala y las segunda, por ejemplo, como complemento del luto –en este caso el que llevó por el suicidio de su hijo Rodolfo. Allá por la década de 1870 mandó construir en palacio lo que podríamos considerar el primer cuarto de baño tal y como los concebimos hoy en día. El día que se lavaba el pelo, ¡necesitaba un día completo para hacerlo! En el terreno de la cosmética se aplicaba toda clase de ungüentos como mascarillas de pétalos de rosa o fresas, o… ¡hasta carne de ternera! Ella sí que fue original y no Lady Gaga. Anótese un detalle más escuchado en la audioguía, en su neceser se incluía cocaína, que según los médicos reales de aquel momento era un buen tranquilizante para los momentos hormonales (regla y menopausia). Por desgracia, un anarquista se cruzó en su camino en 1898 y de una puñalada –que ella confundió inicialmente con un golpe- acabó con su vida. Acababa así la vida de un personaje que vivió 62 años y comenzaba un mito que perdura en la actualidad más de un siglo después. Me surge la duda de si el mito hubiera llegado a ser tal y como es de no ser por Hollywood. Ahí queda eso.

Frente a personaje tan popular, su marido resulta, cómo decirlo, ¿más aburrido? Seguro que a ojos de Hollywood sí porque a él no le han dedicado películas como protagonista. Pero la realidad histórica es la que prima, y en ella él tiene su propio lugar. Fue emperador durante nada más y nada menos que 68 años, desde 1848 hasta 1916, compartiendo matrimonio con su prima –lazos familiares ya había de por medio- Sissi desde 1853. Dicen que él decía de sí mismo ser el primer funcionario del Imperio, y que por ello se levantaba cada día a las 04:30, se lavaba en su propio dormitorio –recordemos, no había baños como los de ahora-, rezaba y a las 05:00 estaba en su despacho vestido de uniforme –tan solo en viajes de carácter personal se le veía vestido de civil-. Muchos días recibía hasta cien personas, por lo que los encuentros eran muy, pero que muy cortos. Fumaba junto a sus colegas masculinos, y nunca delante de mujeres. Desayunaba con frecuencia con su mujer en los apartamentos de ella, contiguos a los suyos, y cuando quería pasar a verla pulsaba un interruptor junto a la puerta para dar tiempo a que todo el personal de servicio se retirara prudentemente.

Más allá de los apartamentos de él y de los de ella estaban las zonas de recepción de las visitas, de los invitados que acudían en muchas ocasiones a comidas y cenas oficiales. En el comedor las vajillas solían combinar plata y porcelana, esta era la usada para las sopas y los postres. Se servían hasta 13 platos en cada comida, y debían ser muy pequeños porque normalmente los ágapes no duraban más de 45 minutos. En el centro de la mesa a un lado se sentaba el emperador, su interlocutor enfrente y a partir de ahí los demás se sentaban por orden de importancia y alternando hombres y mujeres –vamos, tan complicado como sentar hoy a los invitados en una boda-. La etiqueta marcaba que solo se podía hablar con quien tuvieras a tu lado o estrictamente enfrente, el emperador era el primero en ser servido y él comenzaba a comer en el momento y cuando dejaba los cubiertos en la mesa los camareros retiraban los platos a todo el mundo, por lo que él solía ser cuidadoso esperando a que todos hubieran acabado.

El resto del día

Después de tres horas con los Habsburgo tenía la intención de pasear, pero el termómetro marcaba 30 grados y había un sol de justicia, así que tras ver el cartel de la exposición temporal de Alex Katz en el Albertina Museum allí que me he ido. Además de por sus geniales retratos, he quedado deslumbrado al descubrir sus dibujos sobre escenas del metro de Nueva York realizados en los años 40.

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Tanto me ha gustado que me he comprado el cartel de la muestra como recuerdo de este viaje para enmarcarlo y ponerlo en casa (creo que quedará bien en el dormitorio entre la cama y la ventana). Malos cálculos mentales los míos, al llegar de vuelta al hotel he comprobado que el póster es más grande que la maleta. Veremos si aguanto el resto del viaje llevando en los traslados el póster en la mano, o si este aguanta en buen estado hasta llegar a Madrid.

Quizás hayan ocurrido más cosas, pero, o ya no me acuerdo, o quizás es que no deben contarse. ¡Hasta mañana!