Trasládese a lo cinematográfico el espíritu voyeur del reality televisivo. Pásese de la apariencia física del mundo de la moda al hedonismo del turismo de lujo, de la obsesión por la fotogenia y la adoración de los likes a la exclusividad del sentimiento de superioridad. Un guion ácido y mordaz que funciona como el diván de un psicoanalista y un director inteligente y hábil en su propósito sociológico y su intención caricaturesca.

En The Square (2017) Ruben Östlund nos hizo partícipes de la tontería que puede llegar a rodear al mundo del arte. Personajes a los que la expresividad y emocionalidad, búsqueda y experimentación, diálogo y comunicación que conlleva cualquier creatividad bien planteada, resuelta y mostrada les importa un comino. Lo único relevante es el culto a su ego, sentirse el centro de atención y adulación. El problema es que necesitan de algo externo a ellos, la pieza artística, la aprobación de la crítica, la aceptación de la institucionalidad y el aplauso o estupefacción del público para -gracias a su posición económica y/o relacional- alcanzar o mantenerse en esa dimensión artificial en la que se creen más porque hay quienes les envidian y siguen, sirven y soportan.
Ahora en El triángulo de la tristeza Östlund da un paso más en ese análisis del ser humano dejando a un lado los objetos intermedios para mostrar y desgranar su banalidad. El castin de modelos masculinos de la primera secuencia da cuenta de que H&M o Balenciaga no buscan únicamente caras bonitas y fotogénicas, fenotipos que transmitan, sino tipos que se presten a ser la encarnación de un artificio cuyo único objetivo es embaucar a su público en una falsedad que les haga percibirse como no son. Guapos o sexys, más guapos o sexys que los demás. Y estaría bien si esos adonis tersos y sin grasa abdominal fueran conscientes de que solo son una fachada, pero no, interiorizan lo que escuchan y ven hasta sentirse verdaderamente superiores, representantes de una clase elegida que dicta y exige, juzga y sentencia.
Ese es el gancho con el que este director nos introduce en unas coordenadas en las que la vida no se rige por las reglas que nos guían al común de los mortales. No hay empatía, responsabilidad ni moral, solo dinero, capricho y ostentación. De ahí que las conversaciones y las miradas, las actitudes y las respuestas que escuchamos y vemos a lo largo de toda la película sean simples y absurdas, aparentemente carentes de lógica y sensibilidad, y fundamentadas incluso en supuestos principios muy reveladores de los códigos y propósitos de los seres con que nos embarca en un viaje tan estrambótico y esperpéntico como sorprendente y frenética.
Únase a ese guion minucioso, fino y detallista en su observación de individualidades y detección de elementos comunes, una dirección que, a su mirada crítica, irónica y burlesca, suma su capacidad de reflejar las contraposiciones, reales y supuestas, entre comunismo y neoliberalismo, meritocracia y aristocracia, juventud y madurez, etnocentrismo y racismo. Mas tras esa apariencia de sátira con episodios disparatados -la cena con el capitán del barco es delirante-, El triángulo de la tristeza es también una fábula sobre si la tortilla de la estructura social puede llegar a dar la vuelta y en ese caso, cómo y con qué consecuencias.