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«Los buenos días perdidos» de Antonio Gala

Una capilla catedralicia convertida en la humilde morada de su sacristán y en alegoría de la España de los primeros años 70. Una síntesis de la tradición, las costumbres, las herencias y los absurdos de un país encarnados en cuatro personajes que no pretenden más que sobrevivir en unas coordenadas donde las posibilidades son escasas. Tras ellos, un escritor con una aguda y sagaz visión de la realidad y una capacidad retórica desbordante.

Leer el Premio Nacional de Literatura de 1972 es adentrarse en la realidad de un país de fachadas meapilas y de interiores de usureros. De una cotidianidad en la que casi cualquier situación exigía quedar a bien con lo que dictaba la represión y, al tiempo, encontrarle las fisuras por las que escapar de su control. Un cuadro que Gala despliega ante sus lectores y espectadores como si se tratara de un fresco viviente, con arte literario, embrujo dialéctico y genialidad teatral.

El patetismo de sus protagonistas no es más que el síntoma de un profundo cuadro de vacío, desapego y búsqueda existencial que no es exclusivo de ellos y que sirve como símbolo, metáfora y representación de la inmensa parte de los habitantes de una nación enclaustrada por la religión, la escasez material y la ilusión capitalista. Un diagnóstico al que esta obra llega tras una exposición de situaciones, encuentros y diálogos con mucho de absurdo escapista, pero también de sainete costumbrista y sátira descarnada.  

Las necesidades primarias, como el comer, el afecto (y el sexo) se combinan con pecados capitales como la vanidad, la avaricia y la erótica del poder. En el inicio, todo parece banal y ligero, casi lúdico, pero poco a poco la atmósfera se torna sarcástica, rozando el esperpento, para llegar a un final que está entre el patetismo y el más profundo, desnudo y crudo realismo. Todo ello en un marco a caballo entre lo cotidiano y lo pintoresco (una pareja que vive con la madre de él, sacristán y barbero, en la capilla de una iglesia), lo que lo hace, si cabe, más cercano a la par que más descabellado (cuando comienza a vivir con ellos un guardia que, además, ejerce como campanero).

Por el camino quedan las miserias de un pueblo entre obligado y tentado a engañar y abusar, robar y trapichear, explotar y prostituirse para mantener una dignidad que unos entienden como estabilidad mental, otros como orgullo y algunos, como una peculiar forma de valentía y rebelión. Un maremágnum de valores, planteamientos, reacciones y respuestas que su autor expone desde un prisma sin moralismos espirituales, centrado única y exclusivamente en lo que nos debería hacer y mantener como seres humanos libres.

La maestría de Gala fue, supongo, ser capaz de exponer esta complejidad dejando contentos tanto a censores del régimen como a sus críticos, consiguiendo el aplauso de los primeros por lo que presenta y el de los segundos por lo que representa. Afortunados aquellos que vieron representados Los buenos días perdidos en el otoño de 1972 por Juan Luis Galiardo, Amparo Baró, Mary Carrillo y Manuel Galiana. A los demás no nos queda otra que esperar un futuro montaje de este gran texto y disfrutar, mientras tanto, de su lectura.

Los buenos días perdidos, Antonio Gala, 1972, Castalia Ediciones.

10 novelas de 2019

Autores que ya conocía y otros que he descubierto, narraciones actuales y otras con varias décadas a sus espaldas, relatos imaginados y autoficción, miradas al pasado, retratos sociales y críticas al presente.

“Juegos de niños” de Tom Perrotta. La vida es una mierda. Esa es la máxima que comparten los habitantes de una pequeña localidad residencial norteamericana tras la corrección de sus gestos y la cordialidad de sus relaciones sociales, la supuesta estabilidad de sus relaciones de pareja y su ejemplar equilibrio entre la vida profesional y la personal. Un panorama relatado con una acidez absoluta, exponiendo sin concesión alguna todo aquello de lo que nos avergonzamos, pero en base a lo que actuamos. Lo primario y visceral, lo egoísta y lo injusto, así como lo que va más allá de lo legal y lo ético.

“Serotonina” de Michel Houellebecq. Doscientas ochenta y ocho páginas sin ganas de vivir, deseando ponerle fin a una biografía con posibilidades que no se han aprovechado, a un balance burgués sin aspecto positivo alguno, a un legado vacío y sin herederos. Pudor cero, misoginia a raudales, límites inexistentes y una voraz crítica contra el modo de vida y el sistema de valores occidental que representan tanto el estado como la sociedad francesa.

«Los pacientes del Doctor García» de Almudena Grandes. La cuarta entrega de los “Episodios de una guerra interminable” hace aún más real el título de la serie. La Historia no son solo las versiones oficiales, también lo son esas otras visiones aún por conocer en profundidad para llegar a la verdad. Su autora le da voz a algunos de los que nunca se han sentido escuchados en esta apasionante aventura en la que logra lo que solo los grandes son capaces de conseguir. Seguir haciendo crecer el alcance y el pulso de este fantástico conjunto de novelas a mitad de camino entre la realidad y la ficción.

“Golpéate el corazón” de Amélie Nothomb. Una fábula sobre las relaciones materno filiales y las consecuencias que puede tener la negación de la primera de ejercer sus funciones. Una historia contada de manera directa, sin rodeos, adornos ni excesos, solo hechos, datos y acción. 37 años de una biografía recogidas en 150 páginas que nos demuestran que la vida es circular y que nuestro destino está en buena medida marcado por nuestro sistema familiar.

«Sánchez” de Esther García Llovet. La noche del 9 al 10 de agosto hecha novela y Madrid convertida en el escenario y el aire de su ficción. Una atmósfera espesa, anclada al hormigón y el asfalto de su topografía, enfangada por un sopor estival que hace que las palabras sean las justas en una narración precisa que visibiliza esa dimensión social -a caballo entre lo convencional y lo sórdido, lo público y lo ignorado- sobre la que solo reparamos cuando la necesitamos.

“Apegos feroces” de Vivian Gornick. Más que unas memorias, un abrirse en canal. Un relato que va más allá de los acontecimientos para extraer de ellos lo que de verdad importa. Las sensaciones y emociones de cada momento y mostrar a través de ellas como se fue formando la personalidad de Vivian y su manera de relacionarse con el mundo. Una lectura con la que su autora no pretende entretener o agradar, sino desnudar su intimidad y revelarse con total transparencia.

“Las madres no” de Katixa Agirre. La tensión de un thriller -la muerte de dos bebés por su madre- combinada con la reflexión en torno a la experiencia y la vivencia de la maternidad por parte de una mujer que intenta compaginar esta faceta en la que es primeriza con otros planos de su persona -esposa, trabajadora, escritora…-. Una historia en la que el deseo por comprender al otro -aquel que es capaz de matar a sus hijos- es también un medio con el que conocerse y entenderse a uno mismo.

“Dicen” de Susana Sánchez Aríns. El horror del pasado no se apagará mientras los descendientes de aquellos que fueron represaliados, torturados y asesinados no sepan qué les ocurrió realmente a los suyos. Una incertidumbre generada por los breves retazos de información oral, el páramo documental y el silencio administrativo cómplice con que en nuestro país se trata mucho de lo que tiene que ver con lo que ocurrió a partir del 18 de julio de 1936.

“El hombre de hojalata” de Sarah Winmann. Los girasoles de Van Gogh son más que un motivo recurrente en esta novela. Son ese instante, la inspiración y el referente con que se fijan en la memoria esos momentos únicos que definimos bajo el término de felicidad. Instantes aislados, pero que articulan la vida de los personajes de una historia que va y viene en el tiempo para desvelarnos por qué y cómo somos quienes somos.

«El último encuentro» de Sándor Márai. Una síntesis sobre los múltiples elementos, factores y vivencias que conforman el sentido, el valor y los objetivos de la amistad. Una novela con una enriquecedora prosa y un ritmo sosegado que crece y gana profundidad a medida que avanza con determinación y decisión hacia su desenlace final. Un relato sobre las uniones y las distancias entre el hoy y el ayer de hace varias décadas.

“Juegos de niños” de Tom Perrotta

La vida es una mierda. Esa es la máxima que comparten los habitantes de una pequeña localidad residencial norteamericana tras la corrección de sus gestos y la cordialidad de sus relaciones sociales, la supuesta estabilidad de sus relaciones de pareja y su ejemplar equilibrio entre la vida profesional y la personal. Un panorama relatado con una acidez absoluta, exponiendo sin concesión alguna todo aquello de lo que nos avergonzamos, pero en base a lo que actuamos. Lo primario y visceral, lo egoísta y lo injusto, así como lo que va más allá de lo legal y lo ético.

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El futuro ya está aquí y con él no ha llegado nada de lo que esperabas. Más bien todo lo contrario. Da igual si no estás dispuesto a ser sincero o si te falta el valor para reconocerlo, ya se encarga Tom Perrotta de lanzarte a la cara tu propia vida. Tus amarguras, inseguridades, miedos e incapacidades. Las opciones son hundirte y deprimirte o regodearte en tu propia miseria echándole un poco de humor.

Tú decides. El opta por lo segundo, pero sin obviar lo primero, que tus circunstancias no te satisfacen lo más mínimo, aunque en ello haya mucho de victimismo por tu parte. Y tanto lo uno como lo otro lo muestra muy bien, apuntando al blanco de la clase media norteamericana, disparando con precisión sobre su estilo de vida y dando de lleno en sus mediocridades e hipocresías.

En el parque de una ciudad residencial del noreste de EE.UU. confluyen amas de casa de rígidos principios conservadores –más como contención de sus frustraciones que por una convicción real- al cuidado de sus hijos y un padre que ha intercambiado con su esposa el rol de cuidador, dejando que sea ella la que trabaje para mantener a la familia. Un lugar en el que tienen como vecinos a personajes tan variopintos como un expresidiario condenado por exhibicionismo ante menores o un policía retirado por haber matado a un joven negro indefenso. En el que la vida comunitaria gira en torno a las creencias que simular en la iglesia, el cuerpo que mostrar en la piscina o el poder adquisitivo que demostrar en el centro comercial. Actitudes con las que esconder la falta de aptitudes para haber alcanzado las coordenadas de éxito deportivo, logros profesionales, felicidad conyugal o satisfacción sexual que se soñaban en los años de instituto.

Hasta que un día surge la oportunidad de materializar el impulso de ser fiel a ti mismo y de actuar tal y como te dicta tu cabeza y te marca tu corazón con el refrendo de tus instintos más bajos. De enmendarle la plana al presente, haciendo morir de envidia a todos aquellos a los que saludan ofreciéndose recíprocamente una falsa amistad y deshaciéndose de ese o esa con el que se comprometieron por inercia, más que por un sentimiento real.  Y si el día a día en esta comunidad artificial era ya un despiporre para el lector de Juegos de niños, en ese momento coge una velocidad de crucero digna de las más grandes borracheras narrativas de sarcasmo, ironía y humor negro. Podría parecer que es mala leche, pero no, no es más que esa realidad, esa verdad, ese tú que te niegas a ver y afrontar.

Y si no has tenido bastante con esta novela o quieres más de Tom Perrotta, ahora ponte a (re)leer Lecciones de abstinencia.

Juegos de niños, de Tom Perrota, 2007, Ediciones Salamandra.

«El sexo de los ángeles» y el exceso de Terenci Moix

La leyenda dice que en la Barcelona de finales de la década de los 60 tuvo lugar una eclosión literaria que rompió las reglas y tradiciones del régimen y dio lugar a un movimiento no solo cultural y social, sino también político e identitario. Con ese mar de fondo, Terenci Moix escribió con su extraordinario verbo, fina pluma y ácido espíritu una ficción –excesiva, inconmensurable, casi indigesta- en torno a un misterioso escritor que le sirve para poner patas arriba a la industria editorial y no dejar títere con cabeza en el repaso de los personajes que la pueblan.

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Lleonard Pler era rubio, aunque hay quien le recuerda como moreno. Para unos era apuesto, elegante y formal, otros dicen que exhibicionista, carnal y provocador. Su fallecimiento ha sido el paso que necesitaba para convertirse en un mito, justo lo contrario que le hubiera pasado de haber seguido viviendo, según los más críticos con su figura que le consideraban indigno de la atención y el reconocimiento que habían hecho de él el icono de la Barcelona literaria del cambio de década. Adorado por las mujeres y venerado por los hombres, deseado por las heterosexuales y suspirado por los homosexuales. Él se dejaba querer y se acercaba a todos, provocando calor, envidias y comentarios de todo tipo, no dejando a nadie indiferente.

Pudiera ser que Pler fuera un alter ego de Terenci o una recreación de sus más diversas fantasías (literarias, eróticas, sexuales,…), pero en cualquier caso es mucho más que eso. Es el epítome de un tiempo y un lugar, una ciudad y un momento de totum revolutum y una efervescencia de pasado gris, presente colorido y futuro psicodélico en el que la ciudad Condal -y por extensión, Cataluña- estaba empeñada en encontrar su sitio político, social y cultural en el mundo. Viéndose lejos de la gris y rancia Madrid, admirando la modernidad y atrevimiento de Londres y sintiéndose hermana de referentes estéticos y espirituales como Venecia.

Y a todo esto, ¿cuál es entonces El sexo de los ángeles? ¿Qué hace que lo que leamos sea literatura o un libro sin más? ¿Qué hace de un escritor un artista, un creador, o un simple trabajador de la palabra? ¿Por qué los hay que se ganan la vida con ello, siendo admirados por el público y alabados por la crítica y otros que a pesar de ser buenos no pasan de pobres y muertos de hambre? ¿De qué lado estaba Lleonard? ¿Y por qué? ¿Dónde acababa la persona y comenzaba el personaje?

Preguntas, cuestiones, interrogantes, adivinanzas y dilemas a lo largo de 550 páginas que se sienten como callejones sin salida, carreteras sin dirección o claustrofóbicas composiciones visuales de Escher, de las que sales para volver a entrar una y otra vez. Metáforas socorridas para definir una narrativa que se hace apabullante por su falta de señales que te indiquen cuál es el retrato que se está construyendo. Su lectura es como el símbolo del infinito, una elipse que vuelve una y otra vez al punto de inicio, convertida en un bucle de verborrea que a la par que irónica y sarcástica resulta casi demente por su abigarrada saturación, excesiva intensidad e hipérbole continua. Eso que fue su seña de identidad en títulos como Garras de astracán, Chulas y famosas o Venus Bonaparte, aquí, querido Terenci Moix que estás en los cielos, se te fue de las manos.

“La ciudad de los prodigios” de Eduardo Mendoza

Una ficción que toma como base la historia real para con humor inteligente y sarcasmo incisivo mostrar cómo hemos evolucionado y crecido en lo material, pero siendo igual de desgraciados y canallas según nos toque vivir del lado de la miseria o de la abundancia. Un gran retrato de la ciudad de Barcelona y una aguda disección de los años que entre las Exposiciones Universales de 1888 y 1929 la proyectaron hacia la modernidad en una España empeñada en no evolucionar.

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A finales del siglo XVIII Inglaterra prendió la mecha del progreso con la primera Revolución Industrial, un fenómeno que a España tardaría en llegar y que cogería ritmo cuando buena parte de nuestros vecinos europeos ya estaban en su segunda oleada.  Por este motivo su puesta en marcha lo hizo a paso apretado para intentar recuperar el retraso, lo que sabiendo cómo somos implicaría buenos resultados y chapuzas a partes iguales en los logros conseguidos, así como duras vivencias, más propias de una indigna inhumanidad, para aquellos a los que les tocó dejarse la vida en ella. En ese barrizal simbolizado por la construcción del recinto de la Exposición Universal de 1888 es donde se zambulle Eduardo Mendoza para hacernos palpar el frío, la suciedad, el calor y la nula higiene que sufrieron muchos, así como la falta de principios y escrúpulos de los que se creían más y mejores que los que no formaban parte de su círculo, ese cuyo diámetro quedaba marcado por la solera de su apellido y la cantidad de billetes de su chequera.

Dejando claro que su intención es entretener y divertir haciéndonos fantasear, pero sin faltar a una verdad a cuyas líneas generales –nombres, fechas y acontecimientos- le es fiel, el autor que deslumbró con La verdad sobre el caso Savolta logra su doble objetivo. La ciudad de los prodigios resulta pedagógica sin que nos demos cuenta. Cuando la hayamos concluido nos daremos cuenta de que hemos leído, incluso aprendido, las líneas generales de cómo Barcelona evolucionó en lo social, lo político y lo empresarial, así como su siempre difícil relación con la capital del Reino de España y el resultado de su comparación con las grandes metrópolis de finales del siglo XIX y principios del XX a las que miraba, imitaba y aspiraba incluso a superar.

Como hilo conductor, el personaje de Onofre Bouvila resulta el perfecto compendio de todas las caras del comportamiento humano, desde las más sociales y habituales hasta las más particulares y ocultas, esas que solo mostramos cuando la vergüenza, el pudor o el respeto por nuestros semejantes no forma parte de nuestra persona. El que comienza siendo un niño pobre y condenado a sobrevivir en el día a día, es capaz de valerse de las debilidades de sus semejantes para hacer de ello sus fortalezas y a partir de ahí construirse una sólida estabilidad que es tan endeble como potente. Él es esa ciudad condal que acoge a los que llegan del mundo rural buscando alimento y les convierte en canallas, en hombres y mujeres elegantes con una cara informal y otra tan golfa como viciosa en la que se dejan de lado los principios y las buenas formas en lo referente a la identidad y las prácticas sexuales, las ideas políticas y el ejercicio de la función pública, la ética en los negocios o los lazos afectivos.

Mendoza no deja títere con cabeza y no hay gobierno, político, institución o capa social que se libre de su pluma mordaz y el sarcasmo de su construcción literaria. La ciudad de los prodigios prolonga a autores anteriores como Mihura o Valle-Inclán que encandilaban y seducían con sus formas para a través de la ironía dejar claro y patente que no todo lo que nos rodea es tan alegre y ligero como parece, pero que con buen humor se digiere mucho mejor.

 

“Furias divinas” de Eduardo Mendicutti

Tras una aparente caricatura, un homenaje a todos esas personas convertidas en personajes que durante mucho tiempo fueron la única cara visible del colectivo LGTBI. Una sucesión de soliloquios ágiles y divertidos marca Mendicutti salpicados de sarcasmo político y social, pero excesivos en su extensión, lo que hace que, más que un instrumento narrativo, acaben siendo un ejercicio de habilidad lingüística.

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Leer Furias divinas es como estar en un espectáculo nocturno, similar al de muchos locales anunciados por neones de colores chillones, escuchando los veloces monólogos y las disparatadas interjecciones a la audiencia de los transformistas, travestis, transexuales y drags que pasan por sus escenarios. Torrentes de palabras, recurrentes en sus provocaciones, pero bajo los que se encuentra un muy creativo e ingenioso uso del lenguaje. A la manera de un trabalenguas, pronunciando a la velocidad del rayo y vocalizando perfectamente, haciendo del discurso verbal una combinación de narración, expresión personal, análisis periodístico y ejercicio de costumbrismo sin fisura alguna. No hace falta que Mendicutti haga acto de presencia como narrador, ellas solas, que también son ellos, sus personajes, nos lo cuentan sin dejarse en el tintero ni un solo detalle.

Perfiles categorizados, simplificados y despreciados por muchos, pero que albergan dentro de sí una espontaneidad sin prejuicios al servicio de una clara ambición, conseguir llegar hasta el corazón de quien les escuche, sea un interlocutor individual, sea una audiencia colectiva. Camino indirecto para, sin duda alguna, llegar al suyo propio, herido, dolido y vilipendiado por una sociedad -la masa indefinida- y unos vecinos – personas con nombres y apellidos, de carne y hueso- que les utilizan para ocultar sus penas riéndose de ellos y que no solo no les reconocen su autenticidad artística, sino que les niega su emocionalidad y dignidad personal. Frente a unos y otros, la Furiosa, la Canelita, la Pandereta, y demás amigas se muestran unidas, dentro de la jaula que son todas ellas juntas, para demostrarles que contra natura es quien lanza semejante acusación, y que quien ha de avergonzarse es aquel que vive de los frutos del activismo LGTBI sin apoyarlo ni reconocer su legado.

Por el camino se reparte crítica a partes iguales a todas las tendencias políticas. Del desvarío a la izquierda entre socialistas, comunistas y aprovechados podemitas con eslóganes populistas, a la doble cara de los conservadores (legionario de un lado y folklórica del otro), pasando por las opciones magenta que se esfumaron cual bluf por el camino. No se libran tampoco las viejas costumbres de rancio abolengo, más desnudas que nunca en el mundo actual, en el que la información es accesible a cualquiera y su continuo ejercicio de imagen se revela más vacío y ejercicio de postureo artrítico que nunca.

Ahora bien, una vez inmersos en este huracán, al otro lado de las páginas no sabemos si estamos ante un estrépito de imágenes -reales, sugeridas e imaginadas- combinadas, complementadas y suplementadas entre sí de manera alegre, o ante el libre discurrir de una verborrea cuyo objetivo final no va más allá de formar un batiburrillo sugestivamente envolvente. Quizás sean las dos, pero el resultado es que no se llega ni a un estado ni al otro, quedándonos lejos del recuerdo de otros títulos de Eduardo como Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy o El palomo cojo.

«Rinconete & Cortadillo», agitando conciencias

De la sonrisa a la risa y de la risa a la carcajada. Unas veces por el texto, otras por lo que hacen con él Santiago Molero y Rulo Pardo. No se sabe qué va antes, si la hilaridad o la desvergüenza, la agria comicidad de hace cuatro siglos o el ácido sarcasmo de hoy en día, pero tras ello, mucho ingenio literario y mucho saber hacer interpretativo.

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Si Cervantes levantara la cabeza y supiera que cuatro siglos después de su muerte está considerado uno de los nombres fundamentales, no solo de la literatura en español, sino de la universal, ¿qué pensaría? ¿Qué le diría a los gestores, ya cesados, de lo público que han deseado fotografiarse junto a sus huesos? ¿O a los gobernantes que han ignorado su cuarto centenario porque el calendario político no les va a permitir tal instantánea? Quizás callara verbalmente, pero con pluma, tinta y papel pondría en negro sobre blanco la ironía y la cotidianeidad de estos tiempos en que creyéndonos avanzados, demócratas y justos resulta que flotamos sobre un mar de fondo en el que, hoy como ayer, sigue habiendo corrientes de hambre, corrupción y una desigualdad que por prolongada, endémica y normalizada ya resulta institucionalizada y comúnmente aceptada. Ante la imposibilidad de que don Miguel pueda ponerse manos a la obra a su oficio con tal fin, es Alberto Conejero quien, con las ansias propias de un pupilo avezado y deseo de homenaje, se pone a su servicio para traerle hasta nuestro presente. A la par, él viaja hasta el siglo XVII para hablar de igual a igual con su maestro sobre los modos y maneras que éste utilizaba en la concepción y escritura de sus ficciones.

Un diálogo que se hace popular al hacerlo a través de dos hombres de la calle, dos pillos, dos buscavidas que más que vivir pobremente, sobreviven. Eso sí, con justificado orgullo y humana dignidad. Dos nombres silenciados, manipulados y cosificados a mayor gloria de quien a partir de ellos creó una pieza literaria que les engulló y anuló como seres individuales con personalidad propia. No hay equidad, el éxito y reconocimiento de Cervantes no fue altruista por parte de la sociedad de su tiempo, sino que se tomó como cobro el negarles a ellos, a Pedro del Rincón y Diego del Cortado, su carta de existencia, condenándoles a ser quienes ellos consideran que no eran, Rinconete y Cortadillo. Sin embargo, en la melancolía y aceptación de su injusta desgracia brota un sarcasmo, una ironía y una acidez a través de la cual Conejero pone de relieve como el reinado de los Austrias del s. XVII y la monarquía parlamentaria de hoy comparten la vulgarización de su pueblo por sus gobernantes, la falsedad de su vocación de servicio público, el uso represivo de las fuerzas y cuerpos de seguridad,…

Y si el apellidado Saavedra apenas necesitó las veinte páginas de su novela ejemplar para dejarnos esta imagen de su tiempo, el Rinconete & Cortadillo del autor de La piedra oscura tiene de su parte el fantástico trabajo que a partir de su texto han realizado Salva Bolta, dirigiendo su puesta en escena, y Santiago Molero y Rulo Pardo interpretándolo. No solo materializan de manera precisa su discurrir dramático, sino que extraen de él una hilarante profusión de detalles cómicos (incluyendo referencias históricas, literarias y todo tipo de deliberados anacronismos) y solventan tan bien sus quiebros trágicos –en los que por momentos parece que Conejero deja de dirigirse al público y utiliza a sus personajes para canalizar un soliloquio interior- que no solo lo engrandecen, sino que lo convierten en algo superior. Un lúdico entretenimiento de hora y media de continuas risas, pero al tiempo y también, un espectáculo intelectualmente estimulante, generador de un estado de ánimo y de conciencia que perdura tras su fin.

Rinconete & Cortadillo” en los Teatros del Canal (Madrid).