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10 textos teatrales de 2019

Títulos clásicos y actuales, títulos que ya forman parte de la historia de la literatura y primeras ediciones, originales en inglés, español, noruego y ruso, libretos que he visto representadas y otros que espero llegar a ver interpretados sobre un escenario.

«¿Quién teme a Virginia Woolf?» de Edward Albee. Amor, alcohol, inteligencia, egoísmo y un cinismo sin fin en una obra que disecciona tanto lo que une a los matrimonios aparentemente consolidados como a los aún jóvenes. Una crueldad animal y sin límites que elimina pudores y valores racionales en las relaciones cruzadas que se establecen entre sus cuatro personajes. Un texto que cuenta como pocas veces hemos leído cómo puede ser ese terreno que escondemos bajo las etiquetas de privacidad e intimidad.

«Un enemigo del pueblo» de Henrik Ibsen. “El hombre más fuerte es el que está más solo”, ¿cierto o no? Lo que en el siglo XIX escandinavo se redactaba como sentencia, hoy daría pie a un encendido debate. Leída en las coordenadas de democracia representativa y de libertad de prensa y expresión en las que habitamos desde hace décadas, la obra escrita por Ibsen sobre el enfrentamiento de un hombre con la sociedad en la que vive tiene muchos matices que siguen siendo actuales. Una vigencia que junto a su extraordinaria estructura, ritmo, personajes y diálogos hace de este texto una obra maestra que releer una y otra vez.

“La gaviota” de Antón Chéjov. El inconformismo vital, amoroso, creativo y artístico personificado en una serie de personajes con relaciones destinadas –por imperativo biológico, laboral o afectivo- a ser duraderas, pero que nunca les satisfacen plenamente. Cuatro actos en los que la perfecta exposición y desarrollo de este drama existencial se articulan con una fina y suave ironía que tiene mucho de crítica social y de reflexión sobre la superficialidad de la burguesía de su tiempo.

«La zapatera prodigiosa» de Federico García Lorca. Entre las múltiples lecturas que se pueden aplicar a esta obra me quedo con dos. Disfrutar sin más de la simpatía, el desparpajo y la emotividad de su historia. Y profundizar en su subtexto para poner de relieve la desigual realidad social que hombres y mujeres vivían en la España rural de principios del siglo XX. Eso sí, ambas quedan unidas por la habilidad de su autor para demostrar la profundidad emocional y la belleza que puede llegar a tener y causar la transmisión oral de lo cotidiano.

«La chunga» de Mario Vargas Llosa. La realidad está a mitad de camino entre lo que sucedió y lo que cuentan que pasó, entre la verdad que nadie sabe y la fantasía alimentada por un entorno que no tiene nada que ofrecer a los que lo habitan. Una desidia vital que se manifiesta en diálogos abruptos y secos en los que los hombres se diferencian de los animales por su capacidad de disfrutar ejerciendo la violencia sobre las mujeres. Mientras tanto, estas se debaten entre renunciar a ellos para mantener la dignidad o prestarse a su juego cosificándose hasta las últimas consecuencias.

“American buffalo” de David Mamet. Sin más elementos que un único escenario, dos momentos del día y tres personajes, David Mamet crea una tensión en la que queda perfectamente expuesto a qué puede dar pie nuestro vacío vital cuando la falta de posibilidades, el silencio del entorno y la soledad interior nos hacen sentir que no hay esperanza de progreso ni de futuro.

“The real thing” de Tom Stoppard. Un endiablado juego entre la ficción y la realidad, utilizando la figura de la obra dentro de la obra, y la divergencia del lenguaje como medio de expresión o como recurso estético. Puntos de vista diferentes y proyecciones entre personajes dibujadas con absoluta maestría y diálogos llenos de ironía sobre los derechos y los deberes de una relación de pareja, así como sobre los límites de la libertad individual.

“Tales from Hollywood” de Christopher Hampton. Cuando el nazismo convirtió a Europa en un lugar peligroso para buena parte de su población, grandes figuras literarias como Thomas Mann o Bertold Brecht emigraron a un Hollywood en el que la industria cinematográfica y la sociedad americana no les recibió con los brazos tan abiertos como se nos ha contado. Christopher Hampton nos traslada cómo fueron aquellos años convulsos y complicados a través de unos personajes brillantemente trazados, unas tramas perfectamente diseñadas y unos diálogos maestros.

“Los Gondra” y “Los otros Gondra” de Borja Ortiz de Gondra. Gondra al cubo en un volumen que reúne dos de los montajes teatrales que más me han agitado interiormente en los últimos años. Una excelente escritura que combina con suma delicadeza la construcción de una sólida y compleja estructura dramática con la sensible exposición de dos temas tan sensibles -aquí imbricados entre sí- como son el peso de la herencia, la tradición y el deber familiar con el dolor, el silencio y el vacío generados por el terrorismo.

“This was a man” de Noël Coward. En 1926 esta obra fue prohibida en Reino Unido por la escandalosa transparencia con que hablaba sobre la infidelidad, las parejas abiertas y la libertad sexual de hombres y mujeres. Una trama sencilla cuyo propósito es abrir el debate sobre en qué debe basarse una relación amorosa. Diálogos claros y directos con un toque ácido y crítico con la alta sociedad de su tiempo que recuerdan a autores anteriores como Oscar Wilde o George B. Shaw.

10 novelas de 2019

Autores que ya conocía y otros que he descubierto, narraciones actuales y otras con varias décadas a sus espaldas, relatos imaginados y autoficción, miradas al pasado, retratos sociales y críticas al presente.

“Juegos de niños” de Tom Perrotta. La vida es una mierda. Esa es la máxima que comparten los habitantes de una pequeña localidad residencial norteamericana tras la corrección de sus gestos y la cordialidad de sus relaciones sociales, la supuesta estabilidad de sus relaciones de pareja y su ejemplar equilibrio entre la vida profesional y la personal. Un panorama relatado con una acidez absoluta, exponiendo sin concesión alguna todo aquello de lo que nos avergonzamos, pero en base a lo que actuamos. Lo primario y visceral, lo egoísta y lo injusto, así como lo que va más allá de lo legal y lo ético.

“Serotonina” de Michel Houellebecq. Doscientas ochenta y ocho páginas sin ganas de vivir, deseando ponerle fin a una biografía con posibilidades que no se han aprovechado, a un balance burgués sin aspecto positivo alguno, a un legado vacío y sin herederos. Pudor cero, misoginia a raudales, límites inexistentes y una voraz crítica contra el modo de vida y el sistema de valores occidental que representan tanto el estado como la sociedad francesa.

«Los pacientes del Doctor García» de Almudena Grandes. La cuarta entrega de los “Episodios de una guerra interminable” hace aún más real el título de la serie. La Historia no son solo las versiones oficiales, también lo son esas otras visiones aún por conocer en profundidad para llegar a la verdad. Su autora le da voz a algunos de los que nunca se han sentido escuchados en esta apasionante aventura en la que logra lo que solo los grandes son capaces de conseguir. Seguir haciendo crecer el alcance y el pulso de este fantástico conjunto de novelas a mitad de camino entre la realidad y la ficción.

“Golpéate el corazón” de Amélie Nothomb. Una fábula sobre las relaciones materno filiales y las consecuencias que puede tener la negación de la primera de ejercer sus funciones. Una historia contada de manera directa, sin rodeos, adornos ni excesos, solo hechos, datos y acción. 37 años de una biografía recogidas en 150 páginas que nos demuestran que la vida es circular y que nuestro destino está en buena medida marcado por nuestro sistema familiar.

«Sánchez” de Esther García Llovet. La noche del 9 al 10 de agosto hecha novela y Madrid convertida en el escenario y el aire de su ficción. Una atmósfera espesa, anclada al hormigón y el asfalto de su topografía, enfangada por un sopor estival que hace que las palabras sean las justas en una narración precisa que visibiliza esa dimensión social -a caballo entre lo convencional y lo sórdido, lo público y lo ignorado- sobre la que solo reparamos cuando la necesitamos.

“Apegos feroces” de Vivian Gornick. Más que unas memorias, un abrirse en canal. Un relato que va más allá de los acontecimientos para extraer de ellos lo que de verdad importa. Las sensaciones y emociones de cada momento y mostrar a través de ellas como se fue formando la personalidad de Vivian y su manera de relacionarse con el mundo. Una lectura con la que su autora no pretende entretener o agradar, sino desnudar su intimidad y revelarse con total transparencia.

“Las madres no” de Katixa Agirre. La tensión de un thriller -la muerte de dos bebés por su madre- combinada con la reflexión en torno a la experiencia y la vivencia de la maternidad por parte de una mujer que intenta compaginar esta faceta en la que es primeriza con otros planos de su persona -esposa, trabajadora, escritora…-. Una historia en la que el deseo por comprender al otro -aquel que es capaz de matar a sus hijos- es también un medio con el que conocerse y entenderse a uno mismo.

“Dicen” de Susana Sánchez Aríns. El horror del pasado no se apagará mientras los descendientes de aquellos que fueron represaliados, torturados y asesinados no sepan qué les ocurrió realmente a los suyos. Una incertidumbre generada por los breves retazos de información oral, el páramo documental y el silencio administrativo cómplice con que en nuestro país se trata mucho de lo que tiene que ver con lo que ocurrió a partir del 18 de julio de 1936.

“El hombre de hojalata” de Sarah Winmann. Los girasoles de Van Gogh son más que un motivo recurrente en esta novela. Son ese instante, la inspiración y el referente con que se fijan en la memoria esos momentos únicos que definimos bajo el término de felicidad. Instantes aislados, pero que articulan la vida de los personajes de una historia que va y viene en el tiempo para desvelarnos por qué y cómo somos quienes somos.

«El último encuentro» de Sándor Márai. Una síntesis sobre los múltiples elementos, factores y vivencias que conforman el sentido, el valor y los objetivos de la amistad. Una novela con una enriquecedora prosa y un ritmo sosegado que crece y gana profundidad a medida que avanza con determinación y decisión hacia su desenlace final. Un relato sobre las uniones y las distancias entre el hoy y el ayer de hace varias décadas.

«El último encuentro» de Sándor Márai

Una síntesis sobre los múltiples elementos, factores y vivencias que conforman el sentido, el valor y los objetivos de la amistad. Una novela con una enriquecedora prosa y un ritmo sosegado que crece y gana profundidad a medida que avanza con determinación y decisión hacia su desenlace final. Un relato sobre las uniones y las distancias entre el hoy y el ayer de hace varias décadas.

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41 años después de verse por última vez, Konrad y Henry se encuentran de nuevo en la casa del segundo, en el mismo salón y con la misma disposición de la mesa, para cenar el mismo menú que aquel día no olvidado. Una puesta en escena que da vía libre a que se manifiesten los fantasmas que durante tanto tiempo se hicieron dueños del espacio y tiempo que ambos no compartieron. Una reunión que se presenta como una oportunidad única para saber qué pasó con su amistad, qué hizo cada uno con su vida tras su abrupta separación y con qué bagaje se colocan ahora frente a frente, si tienen algo pendiente o si aún hay algo positivo que les une.

A pesar del tiempo transcurrido, en El último encuentro no hay confrontación o vacío, sino diálogo y ánimo de entendimiento y comprensión. La empatía es el principio que marca el planteamiento con que Márai hace que Henry y Konrad se vuelvan a relacionar. Tras unos primeros capítulos en que nos cuenta cómo se conocieron en la Viena imperial de finales del siglo XIX y cómo surgió el vínculo entre ellos a pesar de las diferencias externas –nivel económico de sus familias e intereses personales-, abre la herida que aún sigue abierta. Con una sensibilidad excepcional y una sobresaliente selección de detalles, da la palabra a Henry para poner de relieve no sólo bajo qué formas se desarrolló su amistad, sino que sentimientos la forjaron y qué sensaciones compartieron en los muchos episodios que compartieron.

La enriquecedora intensidad que gana en ese momento la narración es pareja al sosiego con que son relatados los acontecimientos que se describen, dejando claro que son siempre la experiencia subjetiva de quien los cuenta, pero haciendo ver el esfuerzo que éste hace por contemplar, entender e integrar en su discurso otros puntos de vista que van más allá de su terrenal, sesgada y limitada individualidad. Un concienzudo ejercicio de reflexión sobre las motivaciones de las relaciones interpersonales, un esfuerzo intelectual en torno a la esencia y la exigencia de valores como la generosidad, la solidaridad y el altruismo y lo que nos hace no solo seres humanos y sociales, sino afectivos.

Al tiempo, Sándor Márai introduce otros elementos importantes como la manera de contemplar el futuro cuando somos jóvenes y parece que gobernamos el mundo en el que vivimos, y de revisar el pasado cuando ya somos muy mayores y nuestro entorno parece funcionar con un manual de instrucciones que desconocemos. De esta manera, aun sin hacer referencia directa a ello, habla también sobre el desconcertante presente en que escribió esta novela, en 1942, cuando el nazismo y la II Guerra Mundial asolaban su Hungría natal.

El último encuentro, Sándor Márai, 1942, Narrativa Salamandra.

“Los Gondra” y “Los otros Gondra” de Borja Ortiz de Gondra

Gondra al cubo en un volumen que reúne dos de los montajes teatrales que más me han agitado interiormente en los últimos años. Una excelente escritura que combina con suma delicadeza la construcción de una sólida y compleja estructura dramática con la sensible exposición de dos temas tan sensibles -aquí imbricados entre sí- como son el peso de la herencia, la tradición y el deber familiar con el dolor, el silencio y el vacío generados por el terrorismo.

En febrero de 2017 vi Los Gondra (una historia vasca) en el Teatro Valle Inclán, salí tocado de la sala. Nací en Bilbao en 1976 y dejé de vivir allí en 1980, un “dejar” que tuvo mucho que ver con lo que ocurría entonces en una ciudad a la que me sigo sintiendo unido. En enero de 2019 vi Los otros Gondra (relato vasco) en el Teatro Español. La sensación fue la de que Borja ya no solo mostraba la capa exterior, la superficie de aquello que en mayor o menor medida ya conocemos -más por retazos que por exposiciones completas como la suya-, sino que entraba de lleno en ello. Dejando a un lado las disculpas, los requerimientos y los permisos para saber qué hay en ese territorio interior de tantas personas que hasta ahora se ha manifestado habitualmente como silencios de labios sellados, miradas huidizas y ceños fruncidos. Algo que, sin haberlo vivido con su cercanía, me resultaba familiar.

Movido por el deseo de profundizar en su propuesta dramática -tanto en su contenido como en su saber exponer con tanta claridad el formato del teatro documento-, y quizás como medio para entender en qué consistió aquello que en mi casa nunca me han querido o han sabido contarme, me hice días atrás con este recién editado volumen que reúne ambos textos. Pero antes de entrar en ellos, el prólogo firmado por Eduardo Pérez Rasilla me dejó con una mezcla entre idea y sensación que me perdura. Lo sucedido en el País Vasco no ha sido algo único y diferente, su génesis, evolución y consecuencias guarda extraordinarios parecidos con episodios bíblicos, clásicos o más cercanos como los firmados por Shakespeare.

De alguna manera, esto me dio una clave que no había captado en el patio de butacas y que Ortiz de Gondra explicita en Los otros Gondra. Quizás en su tierra, la suya y la de sus ancestros, y esa en la que yo nací por casualidad (aunque en esta vida nada lo es), la identidad y los proyectos vitales han estado más basados en lo material, en la tierra y los símbolos que en lo relacional, lo emocional y lo espiritual. Tanto que en lugar de convertir lo primero en apoyo o marco de lo segundo, se ha hecho de ello su fin, su dogma y objeto de culto desde tiempos inmemoriales.

Un apego tan fusionado con los habitantes del País Vasco como con cada uno de los capítulos de su historia, como el del terrorismo etarra. Vinculado y derivando, al igual que aquel, no solo de la crudeza de la dictadura y el salvajismo de la guerra civil, sino con raíces que se remontan a la industrialización impulsada por los que regresaban de Cuba tras el desastre de 1898 e, incluso, a la tercera guerra carlista 25 años antes.

Una complejidad casi antropológica que tal y como expone Ortiz de Gondra (autor y también personaje de sus ficciones) tiene tres dimensiones. La del dolor emocional causado en el pasado, y que heredamos en el presente asumiéndolo como propio, por la violencia con que se manifiesta en muchas ocasiones la defensa de unos ideales supuestamente políticos. La del terror, la intimidación y el crimen en que se han apoyado a lo largo de nuestra historia tanto regímenes de gobierno como aspirantes a su ejercicio, llegando a hacer de ello un método de organización (y exclusión) social. Y la del desequilibrio sistémico que genera verse fuera del sistema familiar por leyes casi ancestrales que promulgan el absolutismo del primogénito, así como el inmovilismo al que éste está condenado por el peso de la tradición.

Tres niveles que Borja expone ejemplificándolos con su familia, elaborando con ellos un extraordinario fresco -tan bien estructurado como dialogado- que abarca a más de 30 personajes de hasta siete generaciones, en la localidad vizcaína de Algorta, a lo largo de casi 150 años de historia real -la ficción que pueda haber en ella resulta tan verosímil y creíble como la misma realidad-. Un conjunto con el que no solo mira hacia atrás, para recordar lo que ya sabía, tomar nota de lo que le había pasado desapercibido y conocer momentos y respuestas que hasta ahora no conocía.

Un trabajo cuya exitosa resolución hace que su lectura y representación resulte catártica y sanadora y cuya escritura supongo debe haber sido todo un reto tanto en lo personal como en lo creativo. En definitiva, dos obras que exponen con valentía y cero pudor emocional lo que hasta ahora no ha sido suficiente o debidamente tratado -aunque haya ya referentes como los de Fernando Aramburu, Edurne Portela o Harkaitz Cano- para conseguir que el silencio derive en olvido y este en perdón. Meta que si consolidamos, supongo irá seguida de una paz con la que construir un futuro en el que hacer de las diferencias motivos de unión y no de desunión.  

Los Gondra (una historia vasca) y Los otros Gondra (relato vasco), Borja Ortiz de Gondra, 2019, Punto de Vista Editores.

49 espectadores en “Siempre me resistí a que terminara el verano”

Cuando comenzó la función a las 20:30 este era el número de butacas ocupadas en el Teatro Marquina. Hora y media después todos salíamos con la sensación de no haberle encontrado sentido alguno al texto escenificado ni vida a la interpretación de sus actores.

SiempreMeResisti

Tirar de clichés como el de “cualquier tiempo pasado fue mejor” tiene mucho riesgo, puede ser acudir a una malgama de lugares comunes que ya hemos visto, leído y escuchado en multitud de soportes y ocasiones. He ahí el cinematográfico “Cuenta conmigo” de Rob Reiner (1986) o las series autobiográficas de tantos escritores (me vienen a la memoria las de Terenci Moix) si nos remitimos al género literario. Súmesele el tópico de la crisis de los 40 y el reto para conseguir enganchar a la platea se pone aún más difícil si se intenta desde un enfoque dramático, quizás para estos fines la comedia es más benévola. Todo un desafío al que decidió enfrentarse Lautaro Perotti cuando se puso manos a la obra en la escritura de este título que también dirige.

Veinte años después, dos amigos vuelven a la localidad rural en la que se convirtieron en adultos para enterrar a la madre de uno de ellos. Allí se encuentran con el tercero de la pandilla que decidió no dejar el pueblo, y con la mujer que sigue regentando el burdel en el que se iniciaron en el sexo. Todo apunta a que nos vamos a encontrar situaciones en la que se enfrentarán el presente y el pasado, las ilusiones de entonces con las realidades de ahora, las utopías y el sexo divertido con la formalidad y las dificultades de una vida presuntamente asentada. Pero van pasando los minutos y lo que escuchamos en escena no baja al patio de butacas, lo que se dice carece de vida. Quizás funcionó cuando tan solo eran palabras sobre el papel, pero a la hora de dar cuerpo, mente y voz a sus personajes, la tinta se emborrona y lo escrito no funciona.

Hay un vago eco del Arthur Miller de “El precio” y “Todos eran mis hijos” en el intento del drama, de peticiones de rendir cuentas, de ser sincero con uno mismo y expiar pecados, culpas, distancias y dependencias. Pero no es creíble, no solo desde la fila cinco o la diez, parece que no lo es ni en el escenario. Y no es que el elenco actoral (Pablo Rivero, Andrés Gertrúdix o Unax Ugalde) no sea bueno o no tuviera un día afortunado, sino que a lo ya indicado sobre el material con el que han de trabajar, hay que sumar el registro único de todos ellos y una dirección escénica invisible.

Momentos de intimidad en los que se proyecta la voz hasta el otro lado del escenario en lugar de acariciar con ella el corazón de quien te está abrazando. El personaje que intenta aportar humor para aligerar el drama y no es más que el inoportuno gracioso sin arte para la risa ni beneficio para la trama. Monólogos con intención poética que resultan vacuos. Escenas de lluvia en que los actores no se ponen completamente bajo los paraguas con que simulan protegerse, u otras en las que se supone que caen chuzos de punta y los que no los llevan no aparentan notar el efecto del agua. Frío, mucho frío el que provoca “Siempre me resistí a que terminara el verano”.

«Siempre me resistí a que terminara el verano», en el Teatro Marquina (Madrid).

“Reencuentro” de Fred Uhlman

Quizás más un ejercicio de búsqueda interior –aunque sin dejar de ser una asombrosa y lograda creación literaria-, esta novela corta buscar fijar de manera clara y concisa las vivencias de un pasado del que se reniega, aun sabiendo que es el propio, y con el que se desea tener unión desde un presente que, aun queriendo entenderlo como natural, se sabe impostado.

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Hay algo inquietante en las comunidades en las que aparentemente todo está en orden a pesar de los ecos de inestabilidad que llegan de fuera de sus límites. Una sensación de etéreo, imposible y ajeno sobre aquello que aún no se ha hecho visible ni materializado de manera alguna en su cotidianeidad, en sus costumbres, en lo que registran sus sentidos a pesar de lo que puedan leer o escuchar al respecto. Lo que no es tangible no existe, lo que no se toca no se cree. En el fondo todos tenemos algo de Santo Tomás dentro de nosotros. Somos incrédulos y solo actuamos cuando nos vemos directamente afectados, ni siquiera somos capaces de hacer un ejercicio de previsión de futuro.

Quizás sean nuestras creencias religiosas –o sistemas de pensamiento similares a estas- las que nos hagan tener la cabeza en un más allá espiritual en el que se vive bajo unos valores y creencias con los que no podemos hacer frente aquí a la propuesta de (no) diálogo de nuestros convecinos. ¿Fue esto lo que hizo que tardaran en reaccionar los judíos que vivían en la Alemania nazi? ¿Pensaban que aquello no iba a derivar en un casi logrado intento de exterminio? Puede que sean preguntas similares a estas las que se hiciera Fred Uhlman y que, tanto desde un punto de vista personal como creativo, intentara darles respuestas escribiendo “Reencuentro”.

Hay algo profundamente vivencial en la narrativa de esta novela corta. Su autor parece tener la intención de fijar en su mente todos los momentos y detalles que le permitieran tener un recuerdo completo de los aspectos materiales y sensoriales de los que fueron aquellos primeros años de la década de 1930. Las palabras que utiliza son las justas, los términos son los correctos, los adjetivos de una gran precisión. No hay fisura alguna en la propuesta de Uhlman, deja bien claros quiénes eran las personas y cuáles los lugares en los que se desarrollaron en su Stuttgart natal esos pequeños sucesos –intercambios de miradas, diálogos con sutiles cambios de tono, fotografías y símbolos que surgían aquí y allá como de la nada- y que como señales de alarma avisaban de lo que estaba por venir.

Es muy fácil señalar desde nuestro punto de vista de hoy, a posteriori, las etapas y los puntos de inflexión con que fue creciendo y alimentándose la brutalidad nacionalsocialista. Pero, ¿cómo se percibía entonces? ¿Dónde estaban los límites de lo imaginable? ¿De lo soportable? Ese punto de incertidumbre, de falta de contextualización, es el que transmite maestramente Fred Uhlman y que complementa con una tensión similar a la de la literatura epistolar de “En paradero desconocido” (Kressmann Taylor, 1938). Título con el que comparte no solo ambientes y brevedad, sino también la dualidad de protagonista judío y amigo en el lado nazi.

A pesar de haber transcurrido 55 años desde su publicación, “Reencuentro” resulta una obra fresca y cercana por su estilo directo y sobrio, una creación universal por su hablar de necesidades humanas más que de acontecimientos históricos, un título vigente porque aun teniendo un pasado del que poder aprender si nos enfrentamos a él, no hacemos sino obviarlo ciegamente para seguir repitiendo una y otra vez la misma barbarie. Y si no, ¿cuánto hay de común entre el llamado Estado Islámico y el III Reich de Adolf Hitler? ¿Cuántos sirios no acabarán con el tiempo escribiendo su propia versión de “Reencuentro”?

“El precio”, Arthur Miller y su visión de la familia

Un gran texto de uno de los mejores autores americanos del siglo XX experto en retratar como las familias pueden estar unidas por lazos de dependencia insana y no por un verdadero y enriquecedor afecto.

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Arthur Miller nos cuenta que Víctor, un policía pensando ya en su jubilación, acude a un antiguo apartamento repleto de viejos trastos que fue también el espacio en el que vivió su familia y en el que se recluyó su padre tras su fracaso profesional. Donde estuvo una madre que murió por no soportar la pobreza, llega ahora Esther, una mujer que recurre a la bebida.  El triángulo se completa con Walter, un hermano que aparece tras muchos años y que ofrece su propia transformación como muestra de que toda relación tiene la posibilidad de renacer. Para ello propone detrás el dolor causado por tomar por ciertos unos cimientos que no eran tales y pasar a basarse en el duro ejercicio de la honestidad como manera de llegar a la verdadera realidad, esa en la que sí nos podemos encontrar y compartir.

Un encuentro que no es más que un pequeño acontecimiento, un momento determinado en el que encontrarse con objetos del pasado que pueden hacer que confluyan todas las energías necesarias para que lo que parecía iba a ser una nimiedad se convierta en un punto de inflexión en la trayectoria de quienes lo viven. La manera de afrontarlo por los en él inmersos determinará si este hecho será la catarsis que necesitaban sus vidas o si será la última oportunidad para haber puesto al día la cuenta de eternamente pendientes tanto con los suyos como consigo mismos.

Toda una constelación familiar que el autor neoyorquino articula con unos diálogos fluidos que nos dan a conocer sucesos aparentemente pequeños y puntuales, de ayer y de hoy, a través de los cuales mostrar los vínculos que unen a los personajes que la forman. Pero esto no es más que una carta de presentación, un estado de la situación, una superficie bajo la que profundiza de manera sinuosamente ágil y resuelta para llegar hasta la causa de los síntomas, a esas atmósferas generales, a esos día a día enfermos que por su perennidad se nos hacen cotidianos y normales hasta convertirlos en ley de vida. Ahí es donde Miller despliega toda su artillería creativa para mostrar el completo repertorio de emociones que conforman el interior y la expresión de cada persona. Una convivencia entre orden y conflicto, entre presente y pasado, en la que este texto se mueve con un absoluto equilibrio dejando ver como el primero puede estar anclado por el segundo y como este nunca fue como lo recordamos, o peor aún, como queremos recordarlo.

Arthur Miller es uno de los maestros del teatro del siglo XX, con una gran capacidad para diseccionar los lazos emocionales de quienes están unidos por la biología con muestras tan brillantes como “Muerte de un viajante” (1949) o “Panorama desde el puente” (1955), a la que se puede unir este “El precio” de 1968.

“Los lugares pequeños” de Paco Tomás esconden un gran universo

Muchas vidas acaban siendo un gran círculo. Por mucho tiempo que pase hay que volver al inicio para cerrar lo que no quedó curado o para concluir un proyecto de extraño sentido que se hizo grande con el trabajo meticuloso de cada día durante semanas, meses y años, muchos años.

LosLugaresPequeños

Hay quien opina que los cuarenta es el momento de una gran crisis existencial. Uno se plantea quién es y hacia dónde va y a dónde podrá llegar, utilizando la respuesta como medio para detectar qué le faltó y quién no se lo dio, así como el vacío que esto produjo. Toca entonces decidir si aceptar quienes somos fruto del espíritu de supervivencia ante ese inevitable agujero negro o si le dedicamos energía a intentar edificar lo que no tuvimos, con la consiguiente duda de si no será ya demasiado tarde y de si tiene sentido alguno hacer ahora lo que debió ser realizado en el pasado. ¿Dónde se sitúa Fidel Ruesga, el hombre cuya vida está formada de espacios reducidos a los que solo accede él, la persona que protagoniza “Los lugares pequeños”?

Fidel es un ser de 41 años que vigila por la mirilla con suspicacia a sus vecinos al otro lado del rellano de la escalera, que cuida de una madre que le escribe íntimas masivas a amigas como María Teresa Campos o Belén Esteban y que trabaja en una papelería en la que el negocio se regenta con las costumbres y maneras de décadas atrás. Antes que adulto, Fidel fue un niño cuyo padre no le hablaba y con una madre que nunca aparecía sonriente en las fotografías junto a él, torpe como nadie y blanco de las bromas de mal gusto de sus compañeros de clase y vecinos. En el trayecto del joven que no sabe atarse los cordones de los zapatos al adulto que bebe vodka y que viaja a pueblos con nombres como el de Salvapenas, su lenguaje expresivo se forma por la unión de piezas visuales creadas por otros, pero modificadas y unidas bajo su criterio en un gran, gigante, complejo y a la par que deslumbrante, completo y elaborado collage que muestra quién es él y cómo evoluciona a lo largo del tiempo.

Por cuestiones como estas “Los lugares pequeños” resulta un relato muy sensorial. Sin embargo, el collage no es solo un recurso visual para el desarrollo de su historia. Es también un caleidoscopio musical, cinematográfico, literario y televisivo, frívolo y ácido en ocasiones pero descaradamente preciso e inteligente en su selección e hilvanado para formar la pequeña Capilla Sixtina íntima y personal que describe a su protagonista. En primera instancia impresiona, pero después va a más y da el salto que hace que un libro merezca ser leído, engancha despertando el deseo de conocer uno a uno los elementos que lo forman y cómo están tan creativa y compactamente hilados entre el drama, la comedia, el costumbrismo y hasta sus momentos de intriga, thriller y misterio por resolver. Cada referencia tiene un sentido, un significado, es icono de un estado de ánimo, del momento histórico y el público que lo creó. Quizás muchas no resistan el paso del tiempo, pero hoy por hoy son la lectura que tenemos del ayer y el hoy más cotidiano y colectivo de nuestras biografías.

Paco Tomás tiene el verbo fácil y cuenta con una riqueza de vocabulario que ya quisieran para sí los vendedores de humo. Este periodista de oficio, sufrido guionista televisivo y hombre profundamente observador, ejerce el trabajo de escritor y su doble propósito con convicción y honestidad: expresarse y hacerse entender, crear y darnos la posibilidad de introducirnos en un mundo, una mente y unas vivencias que ha construido para nosotros. Sumando a ambas cuestiones, su amplio bagaje intelectual y vivencial hacen de “Los lugares pequeños”, la primera novela publicada de Paco Tomás, una lectura entretenida por su desarrollo, inteligente por su estructura y apasionante por el universo de canciones, fotografías, películas, lugares y personajes reales e irreales que la forman.

“22/11/63”, Stephen King prueba el relato histórico-sociológico

El rey del terror intenta con sus habilidades narrativas una historia que aun con elementos fantásticos resulta más una crónica anodina de una época en que los americanos se consideraban incapaces de ser suspicaces, preventivos o malintencionados.

Martin A. La Regina

Stephen King lleva mucho tiempo deleitando a devotos y espantando a detractores. Para los primeros es literatura fresca, ágil y capaz de llegar a públicos lejanos a los entornos académicos. Para los segundos un autómata de las palabras que produce títulos en serie con el denominador común de un reducido lenguaje y repertorio de historias que buscan impresionar  lectores escapistas recurriendo al lado oscuro y oculto del ser humano, unas veces salvaje y violento, otras yéndose al lado de lo paranormal o lo racionalmente inexplicable. “Carrie”, “It”, “El misterio de Salem’s Lot”, “Christine”, “Cujo” o “Misery” son títulos que le situaron hace ya tres décadas en la élite de los escritores –esos pocos que viven de su trabajo y son traducidos a múltiples idiomas-, que han entretenido a muchos y apasionado a otros tantos desde entonces a través de las nuevas ficciones que ha lanzado al mercado, así como por sus adaptaciones cinematográficas y televisivas.

En “22/11/63” King propone la fantasía de un viaje en el tiempo al EE.UU. de finales de los 50 y principios de los 60 del siglo XX. Ahí es donde se desarrolla la mayor parte de esta ficción en una doble secuencia narrativa: el seguimiento del hombre que supuestamente iba a asesinar al político más poderoso del mundo junto con el arraigo emocional y afectivo que el hombre llegado de 2011 experimenta desde 1958 hasta 1963.

Años narrados a lo largo de varios cientos de páginas en un entramado que tiene como punto central el intento de evitar que Lee Harvey Oswald acabe con la vida de John Fitzgerald Kennedy en aquel fatídico día en Dallas y que de esta manera EE.UU. no intervenga bélicamente en Vietnam como lo haría tiempo después (conflicto que acabó con la vida de miles de estadounidense y cuyo coste económico y psicosocial supuso el fin del sueño americano para muchos). Capítulo tras capítulo se nos cuenta desde la perspectiva de hoy cómo se vivía hace más de medio siglo: los productos que comprar y consumir, las expresiones coloquiales, el modo de viajar, las modas, la segregación racial, el nivel tecnológico alcanzado, las maneras de relacionarse a nivel de vecinos, amigos y amantes,… En el plano de análisis histórico-político se ahonda en el individuo, entorno y vida familiar y social de Oswald como manera de plantear una postura sobre las múltiples teorías conspirativas del magnicidio.

Una larga sucesión de acontecimientos pequeños y cotidianos correctamente presentados que conforman una completa fotografía de aquellos años retratados como más humanos y relajados, a la par que conservadores y ya profundamente liberales. Quizás el sentido de este profuso retrato de una época está para conformar posibles respuestas a la frecuente diatriba de Jake Epping, el narrador en primera persona de “22/11/63”, ¿cómo sería el futuro –mi presente- si cambio el pasado?

Queda claro, sin duda, alguna que Stephen King sabe escribir y contar historias en las que unir a múltiples caracteres, cada uno con su propio pasado, estableciendo vínculos individuales y grupales entre ellos en historias que se pueden dilatar a lo largo del tiempo. Pero, ¿con qué fin? Su fuerte es crear atmósferas y episodios de tensión que hagan que nuestro corazón lata a velocidad de vértigo y disponga a nuestro sistema de nervioso en situación de alerta página tras página, desde la primera hasta la última en muchas ocasiones. Sin embargo, esto sucede aquí en muy contados momentos, nos encontramos con un relato bien estructurado y habitado por personajes que podrían dar más de sí, pero en un ambiente en el que sucedieran acontecimientos que dieran pie a una narración y diálogos con mucha más intriga. Algo que aquí ocurre, quedándonos tan solo en una lectura de mero entretenimiento. Los contrarios a Stephen King se verán reafirmados y sus fans seguro que le perdonarán este momento valle en su trayectoria.

«La ola», todos somos nazis en potencia

Texto, dirección y actores perfectamente engranados entre sí en un montaje que demuestra que uniendo buenas piezas, el todo conseguido es aún más que la suma de ellas.

LaOla

«Pasó y puede volver a pasar: es lo fundamental de lo que he de decir«, palabras del escritor italiano y judío Primo Levi que resumen bien lo que es el nazismo. Porque es, sí, en presente. No es un tiempo concreto de nuestra historia con un inicio y un final. No, es una posibilidad de comportamiento del ser humano que se ha dado desde siempre, hace apenas unas décadas con esa denominación, y para el debate quedan las formas parecidas en que pueda haberse producido después (los gulag rusos, los jemeres rojos en Camboya, la limpieza ética de Serbia en Bosnia y el genocidio de Ruanda en los 90, los talibanes en Afganistán, el mal llamado estado islámico actual,…). Pasado, presente y… futuro. ¿Volverá a ocurrir? ¿Puede suceder? Y sobre todo, ¿es posible evitarlo?

Cuestión parecida le planteó un día en clase un alumno a su profesor y este se puso manos a la obra para sin responderle directamente, demostrarle que sí, que cada persona lleva dentro de sí el germen del totalitarismo, de la bipolaridad hombre y animal. Lo que fue un hecho real en EE.UU. en 1967, ya trasladado al cine, toma ahora vida en las tablas del Teatro Valle-Inclán de la mano de ocho actores que transforman el escenario en algo más cercano a una prueba psicosociológico que en un rato de entretenimiento, que también y de alto nivel, para sus espectadores.

Tanto el texto (Ignacio García) como la dirección (Marc Montserrat) avanzan perfectamente coordinados a un ritmo que, sin prisa pero sin pausa, nos cuenta de manera clara todas las fases de este alegórico experimento. De una clase convencional de historia se pasa a las prácticas que su profesor va estableciendo para dominar a sus alumnos. Del control del cuerpo se pasa a rígidos protocolos de comunicación interpersonal para homogeneizar al grupo y hacer creer a sus miembros que son seres diferentes, únicos. Una vez conseguida esta unidad, el líder atomiza al grupo sembrando la desconfianza para evitar que la colectividad crezca al margen de él y fortalecer de esta manera su papel como referente, él es el guía espiritual. La tensión aumenta a medida que se suceden las secuencias, se fuerza cada vez más la situación, los siete adolescentes alinean psicóticamente su comportamiento al tiempo que se alienan del resto de la sociedad al sentirse superiores a ella. Cuando se consume el oxígeno, todo estalla, salta por los aires, y después de casi dos horas y media de representación esta llega a su final con los espectadores aplaudiendo y en pie ante lo que han presenciado.

Si un motivo claro hay del estupor vivido es la extraordinaria sintonía entre las interpretaciones de los ocho actores. Cada uno de ellos muy correcto en su papel, pero formando algo más todos juntos, esa masa que poco a poco va tomando cuerpo y creciendo hasta convertirse en un monstruo, el grupo. Al frente de ellos Xavi Mira como el profesor convencido de estar siendo pedagogo, y detrás de él, a pesar de jugar a ser piezas de un puzle, cada actor hace de su alumno un personaje completo y protagonista por sí mismo con referencias a su vida familiar, sus inquietudes adolescentes o sus expectativas ante la vida. Siete nombres (Javier Ballesteros, David Carrillo, Jimmy Castro, Carolina Herrera, Ignacio Jiménez, Helena Lanza y Alba Rivas) que tienen ya tras de sí una trayectoria, y con lo visto en “La ola” queda claro que también un gran potencial que esperemos siga dando frutos de tan buen resultado como en esta ocasión.

«La ola, hasta el 22 de marzo en el Teatro Valle Inclán (Centro Dramático Nacional)