También titulada “El lenguaje de las flores”, fue la última obra que su autor estrenara en vida, en 1935. Tres actos con los que compone un cuadro lírico inspirado en lo botánico que, sin dejar atrás el registro de la comedia, torna en un árido drama sobre las expectativas matrimoniales a las que toda mujer de buena posición estaba sometida en su época.

Leyendo este texto podría parecer que tras Bodas de sangre (1933) y Yerma (1934), Federico quería volver a la alegría y la jovialidad de La zapatera prodigiosa (1927). Pero el devenir de lo que plantea deja claro que su interés no estaba solo en hacer disfrutar y gozar con su prestidigitización con el lenguaje, sino en poner el foco sobre cómo las costumbres, los códigos y las exigencias de la sociedad de su tiempo impedían ser felices y libres a muchos. Más allá de las circunstancias de Rosita, también nos habla sobre los sacrificios a los que se veían obligados a principios del siglo XX -y debemos suponer que también dos y tres décadas después- los que no tenían recursos materiales y lo que los interesados por el progreso intelectual de las nuevas generaciones habían de soportar de los adinerados.
Pero lo hace tan bien que estos asuntos no desvían ni por un momento nuestra atención de los avatares de su protagonista. Una persona condenada, además de por los acontecimientos que le toca vivir, por la rigidez de los principios en que ha sido educada y por la presión de un entorno en que cualquier desviación de la rectitud de la norma es castigada con la burla, la crítica y el desprestigio. Un triple punto de vista desde el que García Lorca expone cómo una joven soltera se ve convertida en una mujer pedida en matrimonio que, ya en la madurez, acepta que nunca se vestirá de blanco ni lucirá en su dedo anular la alianza que le uniría a aquel del que se enamoró y se marchó, para no volver, a Tucumán (Argentina).
En esta obra interpretada en su premier por Margarita Xirgu, la sombra del destino no se manifiesta como tragedia, sino como un amargor que ensombrece la mirada, arruga la expresión y encoge el cuerpo, condenándolo a dejarse ajar por el paso del tiempo, por los afectos no manifestados y el cariño no recibido. Sin embargo, Lorca nos encandila en esa progresión con personajes como el del Ama, una secundaria que dinamiza la acción con el nervio, la gracia y la provocación de sus expresiones. Un contrapunto popular y lenguaz que, con naturalidad y espontaneidad, diagnostica las causas y las consecuencias emocionales de lo que está ocurriendo.
Todo ello envuelto en la musicalidad que aportan los grupos de mujeres -las Manolas, las Solteras y las Ayolas- con sus canciones y sus intervenciones que, como si fueran miembros de un coro, animan, agitan y dinamizan las reuniones que tienen lugar en ese carmen granadino. Y en la plasticidad que sugieren las múltiples y simbólicas referencias a una amplia gama de plantas, evocadoras de colores y tonalidades, así como de olores y aromas que llenan la atmósfera de matices sensoriales y resonancias alegóricas con los que su autor nos une, a espectadores y personajes, en un mismo latir y sentir.
Doña Rosita la Soltera, Federico García Lorca, 1935, Austral Ediciones.
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