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“Maricas malas” de Christo Casas

¿Avanzar en derechos supone mejorar nuestras vidas o subirnos al carro de la satisfacción en el corto plazo para, después, seguir igual? ¿Hemos progresado o caído en la trampa de creernos tratados como iguales cuando el mundo que nos rodea sigue regido por el poder y la jerarquía del heteropatriarcado? ¿Se puede ser libremente LGTBI en nuestra sociedad?

Imagino que preguntas así pasaron insistentemente por la mente de Christo Casas y tanto le rondaron que leyó, se informó y debatió hasta finalmente ponerse manos al papel y darles respuesta en Maricas malas. Un título provocador y un ensayo no diplomáticamente correcto. Casas hace autocrítica de lo que supuso la aprobación legal del matrimonio igualitario, analiza con la distancia transcurrida lo que supuso y si materializó las reivindicaciones con las que el activismo español salió a la calle en los años 70 y 80. Y, por último, recorre hasta dónde hemos evolucionado desde un punto de vista legal y social en derechos LGTBI y enuncias los retos que, a su juicio, presenta el momento actual.

Varios frentes que comienzan con la tesis de que el matrimonio homosexual fue una estrategia del sistema para integrarnos ahora que las estructuras de poder se basan en la necesidad de mano de obra y capital que alimente el consumismo en el que unos ganan y otros no llegan. Darnos la opción de ser familia para, a su vez, dividirnos. Quien no se atiene a este modelo en el que prima la carátula del amor y no la del derecho a ser, es el extraño, el outsider y, por tanto, a quien se mira mal, se arrincona y expulsa. Se nos ofrece aceptación, pero si no adoptamos el canon y lo cumplimos de manera estricta, se nos castiga, nos convertimos en Maricas malas. Seguimos siendo tratados como una minoría, igual que sucede por motivos de raza, origen, sexo…

Primero atentamos contra la moral, después contra la ciencia médica y finalmente contra el capitalismo. Este parece habernos vencido, fagocitándonos incluso, he ahí el pinkwashing que realizan grandes corporaciones y hasta el utilitarismo de algunos exponentes de la ultraderecha en su cruzada xenófoba. ¿Qué podemos hacer? Maricas malas mira atrás para chequear si el matrimonio igualitario fue el éxito que asumimos en 2005. Y su conclusión es que no.

En las tres décadas de democracia que culminaron ese día dejamos por el camino la voluntad de romper los moldes y de considerar otras maneras de vivir y de relacionarnos, sin obligación de adoptar convencionalismos que, en demasiados casos, ocultan deberes (estar en pareja para poder llegar a final de mes), maquillan miedos (creer que somos menos por no dormir acompañados) y anulan el libre desarrollo de la personalidad (negamos cómo nos sentimos para no correr el riesgo de ser juzgados).

Ahí es donde Casas propone volver y sentirnos orgullosos no de ser LGTBI, sino de serlo de una manera que no se atiene a lo esperado. Una visión que pasa no solo por la reivindicación identitaria, sino por la reclamación de un horizonte en el que además de la igualdad y la libertad, primen la transversalidad de la empatía y el diálogo. Suena a utópico, pero su “amariconar la sociedad” no deja de ser una aspiración que ya vimos en el pasado como germen del estado del bienestar y que hemos escuchado más recientemente como economía de los cuidados. Algo que nos beneficiaría a todos por igual, sin importar nuestra identidad ni nuestra orientación sexual.

Maricas malas, Christo Casas, 2023, Ediciones Paidós.   

Solteros en la ciudad y atacados una vez más

Netflix estrena “Desparejado”, serie que nos cuenta la vuelta al mundo de la búsqueda de pareja de un hombre al que le ha dejado su novio tras diecisiete años juntos. Ocho capítulos livianos y llenos de clichés, que nos hacen pensar no solo sobre lo que nos gustaría ver en la ficción, sino también en los espacios informativos en estos días en que se pretende vincular nuevamente homosexualidad, enfermedad y problema de salud pública.

Es habitual ver en redes sociales un meme con el texto Give the gays what they want cada vez que un programa de cierta audiencia o personaje público adopta un rol en pro de todo aquello que se supone del agrado de los hombres homosexuales como es el activismo sin tapujos, un despliegue de ademanes catalogables como divismo o la exaltación del hedonismo. Ese es el espíritu de Uncoupled, la serie que se puede ver en Netflix desde el pasado viernes protagonizada por Neil Patrick Harris.

Ficción apropiada para estas fechas, la ligereza de sus guiones es tolerable por encima de los treinta y muchos grados que marcan a diario los termómetros desde hace semanas. Los que no podéis o no os apetece verla, tranquilos, no os perdéis nada. Su planteamiento y desarrollo no llega, ni de lejos, a sucedáneo gay de Sexo en Nueva York. Su decálogo de restaurantes de moda, interiores de lujo y cuerpos masculinos escultóricos bien podría estar tomado de una aleatoria combinación de reels de Instagram. Su sucesión de anécdotas, sarcasmos y giros narrativos suenan a escuchados y fantaseados, reproducidos realísticamente o mal interpretados en un intento de personajismo, una y mil veces, por todos nosotros. Me refiero a ti que eres homosexual o bisexual, si no lo eres, disculpa, no quería ofenderte.  

Está bien que veamos entretenimiento y fantasía con personajes LGTBI, lo que le vale a Netflix para se considerada una empresa LGTBI friendly. Ya es más de lo que teníamos hace un par de décadas. Podemos debatir si está bien que se haga de una manera tan superficial. Pero en lo que no debemos errar es en creer que con esto nos vale, o de culparle, por su falta de realismo y activismo, de lo que ocurre en nuestras calles, lo que se discute en nuestros parlamentos y se difunde a través de muchos medios de comunicación.

Buena parte del espectro político grita contra la educación en la igualdad de género. Referentes a los que creíamos con criterio aúllan alentando a la discriminación en base a la identidad de género. Y ahora, para colmo, instituciones a las que presuponíamos adalides de la objetividad científica y la sensatez, en pro de la convivencia humana, se erigen como promulgadoras de juicios superficiales con los que exhortan a la estigmatización.  

Es el caso de la Organización Mundial de la Salud y su recomendación, días atrás, de reducir el sexo entre hombres como medio con el que evitar la extensión del virus de la varicela del mono. La historia se repite y los prejuicios continúan. Hace cuatro décadas el VIH fue rápidamente considerado una cuestión exclusivamente gay, lo que sirvió no solo para dedicarle escasos recursos a los primeros enfermos que padecieron el sida, sino para culpabilizar, demonizar y despreciar a las personas homosexuales. Ignorancia, injusticia y maldad que aumentaban el daño y el dolor que, ya de por sí, nuestra sociedad ha infligido siempre a quien no se ha manifestado expresamente heterosexual. El tiempo demostró no solo el error en el diagnóstico de la pandemia, sino el horror extra que se había añadido a la tortura física y psicológica que sufren muchas personas cada día en todo el mundo por su orientación sexual.  

La barbarie actual está en que la viruela del mono ni siquiera es considerada una enfermedad de transmisión sexual, lleva décadas existiendo en África y ahora que da el salto al primer mundo, sobreactuamos porque los primeros focos conocidos se han dado en ambientes festivos frecuentados por un público homosexual. Señores y señoras, esto huele a no reconocer el espíritu colonialista con el que miramos los asuntos sociales que tienen que ver con aquellos países que no nos importan. A buscar un culpable ante la incapacidad de admitir no ya que la naturaleza está por encima del hombre, sino que estamos actuando deliberadamente en contra de ella con un fin estrictamente avaricioso. A poner de relieve que, a pesar de las legislaciones, políticas y códigos aprobados y difundidos por doquier contra la LGTBIfobia, se quiere seguir estableciendo clases, culpas y penas para diferenciar y separar a unos de otros con el fin de ejercer poder, dominio y sumisión. 

A lo mejor son asuntos demasiado serios como para tener cabida en la banalidad de Desparejado. O han saltado a la luz demasiado tarde como para intervenir sobre una producción audiovisual que seguramente quedó perfectamente editada meses atrás. Veámosla si nos apetece, sin esperar de ella más de lo que promete ni exigirle lo que no le corresponde. En lo que, a esto respecta, sigamos sin dejar pasar ni una, practicando el activismo que nuestras coordenadas personales nos permitan y exigiendo a los representantes políticos en los que confiamos y a los legislativos que nos representan -a nivel local, regional, nacional y europeo, y por designación de estos o del poder ejecutivo, en muchas instituciones supranacionales-, que nos respeten, defiendan y protejan tanto con sus palabras y propuestas, como con sus votaciones y manifestaciones públicas.

“Pray away: reza y dejarás de ser gay”

Documental correcto, no cuenta nada que no sepamos ya, pero necesario mientras la realidad sigue siendo la de un presente en el que el reconocimiento legal del derecho a ser uno mismo se queda en demasiadas ocasiones en papel mojado por la presión y el rebuzno de determinados colectivos que pretenden que volvamos a las cavernas para maltratarnos impunemente e impulsarnos a la autodestrucción.

Días atrás supimos que la multa que condenaba a una mujer por «la promoción y realización de terapias de aversión o conversión» a personas homosexuales era anulada por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid porque la Comunidad de la libertad había tardado 31 meses en tramitar el proceso sancionador. Doble mala noticia, el atentar contra los derechos humanos quedaba impune y el gobierno que se supone trabaja por el interés general de todos los madrileños evidenciaba no sabemos si una incompetente gestión administrativa o un deliberado cohecho al impedir la aplicación práctica de la Ley 3/2016, de 22 de julio, de Protección Integral contra LGTBIfobia y la Discriminación por Razón de Orientación e Identidad Sexual en la Comunidad de Madrid.

A día de hoy, y en contra del principio de transparencia que se le presupone a toda administración pública, ésta no ha dado explicación alguna del porqué de su irresponsabilidad, cómo pretende enmendar el daño causado y evitar que algo así vuelva a suceder. Un caso patrio al que podemos acercarnos desde distintos planos y en el que podemos ver puntos en común con lo que cuenta Pray away. La existencia de organizaciones y personas que se sirven de la debilidad emocional de muchas otras para construir su agenda política, hacer de la mentira y la manipulación una manera de ganarse la vida y un medio de mantener a flote su megalomanía.

El valor de estos ciento diez minutos es que quienes nos lo relatan son antiguos dirigentes de entidades que decían ser capaces de ayudar a quienes acudieran a ellos a dejar atrás su homosexualidad para -bendición de Dios mediante- abrazar el equilibrio, el orden y el sosiego de la heterosexualidad. Sí, en EE.UU., pero volviendo al párrafo anterior, nada de lo que estemos libres aquí si nos atenemos a las prácticas nada éticas de determinadas instituciones confesionales y a las propuestas y discursos retrógrados de buena parte del arco político.

Lo diferente de esta producción de Ryan Murphy es que se centra única y exclusivamente en los testimonios, más allá de una labor de documentación que contextualiza, no hay una voz en off que nos guíe -algo que la hubiera beneficiado desde un punto de vista narrativo-. Lo deja todo en la fuerza de las palabras, la elocuencia de la retórica y la desnudez de lo expuesto en primera persona. Cada individuo con sus particularidades y especificidades, pero con líneas generales comunes.

La confusión que les supuso sentir pulsiones homosexuales cuando comenzaban la adolescencia por ir en contra de lo que habían escuchado hasta entonces. La reacción en contra de sus progenitores, respondiendo como si estuvieran ante algo a corregir. La propuesta de salvación de grupos ligados a la iglesia afirmando con rotundidad que el cambio era posible. Los largos programas de manipulación psicológica y de aislamiento social que siguieron después. Procesos falsamente terapéuticos que convirtieron a algunos de ellos en las personas que no eran, así como en los generadores del daño que sufrieron muchos otros a través del dogmatismo, la soberbia y la falsedad de sus intervenciones públicas, infringiéndose a sí mismos un dolor aún más pronunciado con el que aún están aprendiendo a convivir.

Mientras haya gente a la que ayudar a recuperar su salud psicológica producto del maltrato sufrido como consecuencia de su orientación sexual, y no vivamos en un entorno social, mediático y político que reconozca y respete la diversidad (no todo en esta vida es hombre sobre mujer, blanco sobre negro, heterosexualidad sobre homosexualidad) serán necesarios documentales como este, películas como La (des)educación de Cameron Post o testimonios recientes como el de Identidad borrada de Garrard Conley. Hasta que este horizonte no sea una realidad constatada y consolidada, hasta que la Comunidad de Madrid no respete los Derechos Humanos y sus propias leyes, será necesario que se sigan produciendo y viendo títulos como Pray away.

“Lo nuestro sí que es mundial” de Ramón Martínez

No hemos llegado a la meta ni mucho menos, queda aún por hacer para llegar a la plena normalización de las personas que engloban las siglas LGTB. Pero para saber cómo llegar a ese futuro, lo suyo es hacer como propone este ensayo, mirar hacia atrás y ver qué pasos hemos dado –tanto desde dentro del colectivo como desde el conjunto de la sociedad- para llegar al presente en que vivimos. Un muy didáctico e interesante recorrido con un doble objetivo, consolidar lo logrado –en el plano legislativo y jurídico- y materializar los asuntos pendientes –conseguir la catarsis social que acabe con la LGTBfobia-.

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Desde que el hombre es hombre y la mujer, mujer, los ha habido que se han atraído y relacionado entre ellos, de igual manera que, como hoy, ha habido hombres que han deseado a hombres, mujeres a mujeres e, incluso, tanto ellos como ellas, a ambos sexos. Una naturalidad que, con raras excepciones, se ha encontrado desde tiempos inmemoriales con la oposición y el castigo del entorno. Basta con mirar a la historia de nuestro mundo occidental y su siempre opresora moral cristiana o al mapamundi actual y la pena de muerte a la que cualquier persona se arriesga en determinados países por intimar con alguien de su mismo sexo.

Cierto es que, en términos generales, esa ya no es la situación de España. El matrimonio igualitario es una realidad desde 2005, pero los logros legislativos no implican necesariamente una plena aceptación social. Aún hay barreras que superar y muros por derribar en el ámbito educativo (campo de cultivo del heteropatriarcado), cultural (mostrar otros puntos de vista diferentes al cisgénero androcentrista), médico (apoyo psicológico a los maltratados por su identidad/orientación sexual y soporte clínico a la comunidad transexual) o político (reclamar en el ámbito internacional –tanto en la relaciones bilaterales como desde la organizaciones supranacionales en las que nuestro país es miembro con voz y voto- el fin de toda discriminación por razón de identidad u orientación sexual).

Podría parecer que este es el epílogo del nuevo ensayo de Ramón tras su anterior La cultura de la homofobia y cómo acabar con ella, pero en realidad esas metas han estado siempre en el horizonte a largo plazo que ha tenido como objetivo el activismo LGTB de nuestro país. Sin embargo, décadas atrás la coyuntura era otra y los propósitos en los que hubieron de centrarse fueron los relacionados con la propia supervivencia.

Algo que no nos retrotrae necesariamente a siglos atrás cuando aún no existía el término homosexual, el lesbianismo no se concebía o la transexualidad se contemplaba únicamente como una cuestión de mal gusto en las formas. Nos lleva a ecos como el asesinato de García Lorca por maricón y a tiempos más recientes, como el 4 de agosto de 1970 en que el Gobierno de España aprueba la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social en que la mera sospecha de homosexualidad implicaba la acción represiva de la ley y una mácula penal de por vida.

Comienza entonces, y bajo los ecos de las protestas ante los abusos policiales sobre la clientela del Stonewall Inn en Nueva York el 28 de junio de 1969, un incipiente asociacionismo con unas claras aspiraciones en el ámbito de los Derechos Humanos, pero que el régimen imperante –primero la dictadura, después la convulsa transición y a continuación una incipiente democracia- llevó a que se articularan como reclamaciones políticas, legislativas y sociales. La labor de documentación de Ramón y los muchos testimonios que se encuentran en estas páginas nos muestran cómo la valentía, el empeño y la dedicación de unos incipientes activistas (a los que siguieron muchos más) fue consiguiendo resultados muy poco a poco, no dando nunca nada por sentado y trabajando activamente en múltiples frentes.

Así fue como con mucho esfuerzo se fue consiguiendo la escucha de los partidos políticos y la empatía social que llevó progresivamente de la despenalización (en los 80) a la consideración administrativa (en los 90) y a la igualdad jurídica (modificación del Código Civil en 2005 definiendo el matrimonio como la unión de dos personas del mismo o diferente sexo y no, únicamente, de un hombre y una mujer), aunque aún quede por hacer en ámbitos como la identidad de género o en la erradicación de la violencia (ej. acoso escolar, agresiones físicas y psicológicas hasta llegar al asesinato o el homicidio o avocar al suicidio) con que se manifiestan los delitos de odio por orientación e identidad sexual.

Una evolución en la que el asociacionismo reivindicativo ha vivido una trayectoria paralela. De los difíciles y ocultos inicios a las disyuntivas entre revolución, radicalización y reformismo con la llegada de la democracia. De las confluencias y divergencias entre gays y lesbianas a la consideración de la transexualidad y la bisexualidad. De la homogeneidad de las siglas a las particularidades con que se vive la propia identidad en función de múltiples registros (ej. edad, lugar de residencia,…). De reclamar aceptación y tolerancia a exigir igualdad y normalización. De manifestaciones del Orgullo con apenas unos centenares de manifestantes vigilados por la policía a las jornadas en que miles y miles de personas salieron a la calle a reivindicar. De ser escuchados por gobiernos democráticos a negados por los elegidos en la urnas y al revés. De negociar una Ley de Parejas de Hecho a llamar por las cosas por su nombre y proponer y conseguir el término y la institución del matrimonio. De vivir al margen de otros colectivos a ser un agente social que comparte principios, puntos de vista y objetivos con el feminismo.

Así, hasta llegar a un hoy en el que el movimiento LGTB tiene claras cuáles son las metas aún por conseguir, pero que está en pleno proceso de reinvención y de redefinición del papel que ha de cumplir para hacer que las ciudades, el país y el mundo en que vivimos sea plenamente respetuoso con la diversidad sexual de todos y cada uno de los que lo habitamos.

10 novelas de 2016

No todas fueron publicadas este año, algunas incluso décadas atrás, pero casi todas ellas tienen el denominador común de contar con protagonistas deseosos de comprender qué está pasando a su alrededor y de buscar ese punto, ya sea un lugar o un tiempo, en el que diferentes maneras de entender la vida puedan convivir pacíficamente.

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«Para acabar con Eddy Bellegueule» de Édouard Louis. De una manera cercana, directa y clara, el joven Édouard supera las expectativas que suscitó la atención crítica y mediática que tuvo su relato cuando se dio a conocer hace algo más de un año. Esta no es tan sólo la historia de un joven homosexual en un entorno que le rechaza por su orientación sexual. Es la exposición de un mundo en el que se lucha por sobrevivir y no verse arrastrado al fondo del pozo de la dignidad humana por la ignorancia intelectual y los prejuicios culturales de aquellos con los que se convive, así como de un entorno social sin opciones de futuro.

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«Los nombres del fuego» de Fernando J. López. Dos mundos separados por quinientos años, dos protagonistas unidas por un mismo deseo vital. Una historia de intriga y misterio en un escenario habitado por personajes sólidos y completos gracias al tratamiento de igual a igual que su creador establece con ellos. Un relato protagonizado por adolescentes llenos de ganas de vivir y de deseos por cumplir, un espejo en el que pueden verse reflejados todos los públicos.

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«Algún día este dolor te será útil» de Peter CameronTener 18 años no ha sido fácil para casi nadie. Y escribir sobre ello con honestidad menos aún. Con Cameron lo primero queda bien claro. De su mano, lo segundo se convierte en una historia llena de respeto y cercanía, sin condescendencia ni juicio alguno. Algún día… resulta una lectura apasionante por su estilo directo y sin adornos y unos diálogos ágiles, frescos y prolíficos con los que nos hace llegar el conflicto que es la vida cuando no se dispone de experiencia ni de conocimientos contrastados para hacer frente ni a las interrogantes ni a las expectativas de los demás.

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«Sudor» de Alberto Fuguet. Un profundo retrato del lado más visceral de las relaciones homosexuales y una disección sin escrúpulos de la cara interior del negocio editorial en una historia contada sin pudor ni vergüenza alguna, con una prosa sin adornos, articulada y plasmada con la misma informalidad, contaminación y suciedad con que nos comunicamos verbalmente.

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«Los besos en el pan» de Almudena Grandes. La vida transcurre por las calles y hogares de esta novela con la misma naturalidad y espontaneidad que en las ciudades y pueblos que habitamos cada uno de sus lectores.  Un relato verosímil sobre la cara humana de la crisis que llevamos viviendo desde hace casi una década. Historias cruzadas que encajan con la misma fluidez con que discurren en un equilibrio perfecto entre la ficción inspirada en la actualidad y el docudrama cinematográfico.

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«A Virginia le gustaba Vita» de Pilar Bellver. El relato con el que se abría Ábreme con cuidado a principios de año crece para convertirse en una excitante novela corta. Un intercambio epistolar lleno de sensibilidad a través del cual conocer cómo vivieron estas dos mujeres el proceso de enamorarse, su materialización carnal y la, similar y a la par tan diferente, vivencia posterior del sentimiento del amor recíproco.

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«Soldados de Salamina» de Javier Cercas. La Guerra Civil que comenzó hace 80 años es un tremendo agujero negro con muchas piezas aún por conocer y conectar tanto a aquel entonces como a nuestro presente. Una de esas, la de la supuesta salvación de morir fusilado del fundador de la Falange, Rafael Sánchez Mazas, es la que despierta la curiosidad de Cercas. Investigación, periodismo y ficción se combinan, se unen y se separan en esta historia que atrae por lo que cuenta y que destaca por haber tan pocas como ella.

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«Matar a un ruiseñor» de Harper Lee. Una historia sobre el artificio y la ilógica de los prejuicios racistas, clasistas y religiosos con los que la población blanca ha hecho de EE.UU. su territorio, a través de la mirada pura y libre de subjetividades de una niña a la que aún le queda para llegar a la adolescencia. Una prosa que discurre fluida, con una naturalidad que resulta aún más grande en su lectura humana que en su valor literario y con la que Lee creó un título que dice mucho, tanto sobre la época en él reflejada, los años 30, como de la del momento de su publicación, 1960.

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«París-Austerlitz» de Rafael Chirbes. Sin pudor alguno, sin nada que esconder, sin miedo ni vergüenza, sin lágrimas ya y sin más dolor que sufrir y padecer. Un relato con el corazón crujido, la mente explotada y el estómago descompuesto por la digestión nunca acabada del vínculo del amor, del fin de una relación imposible y del recuerdo amable y esclavo que siempre quedará dentro. Una joya esculpida con palabras en ese milimétrico punto de equilibrio entre el vómito emocional y el soporte de la razón, sabiéndose preso de las emociones pero también incapaz de ir más allá del vértice del acantilado al que nos llevan.

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«La ciudad de los prodigios» de Eduardo Mendoza. Una ficción que toma como base la historia real para con humor inteligente y sarcasmo incisivo mostrar cómo hemos evolucionado y crecido en lo material, pero siendo igual de desgraciados y canallas según nos toque vivir del lado de la miseria o de la abundancia. Un gran retrato de la ciudad de Barcelona y una aguda disección de los años que entre las Exposiciones Universales de 1888 y 1929 la proyectaron hacia la modernidad en una España empeñada en no evolucionar.

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“The american dream” o el vacío de una nación, según Edward Albee

Un escenario único, cinco personajes y una situación cotidiana le bastan al autor para poner patas arriba tanto a la sociedad estadounidense en su conjunto – materialismo, discriminación por edad, las apariencias- como la desafección y falta de valores individuales de sus ciudadanos.

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Apenas unas páginas de diálogos aparentemente inocuos son suficientes para que nos quede claro en el inicio de esta obra que estamos ante un matrimonio en el que la mujer se impone como prioridad y protagonista absoluta de su hogar ante su marido; quién, según ella, disturba la paz de su casa –su madre-;y que vivimos en un momento y lugar en el que el interés económico es el que marca el ritmo de respuesta de las personas ante las peticiones de los demás.

Cada situación de “The american dream” desvela una realidad en la que el comportamiento de las personas en escena expone algo más que una actitud ante un momento determinado. Las emociones que surgen revelan la manera egocéntrica y vanidosa de pensar y actuar que rige y articula sus vidas. La interacción entre ellos nos muestra las coordenadas de anarquía afectiva en la que se mueve cotidianamente la sociedad de la que forman parte, según este texto escrito por Edward Albee en 1960. Sus diálogos revelan que el dinero y la aceptación social son los motores que les mueven, así como que el valor de las personas se mide por lo material que se pueda conseguir a través de ellas. Tema culmen es la cosificación que la mediana edad ejerce sobre jóvenes y mayores, potencialmente productivos los primeros, declaradamente inútiles los segundos desde su punto de vista. En cualquier caso, ambos grupos sin voz ni voto por decisión de los que se consideran gobernantes de su entorno.

Todo ello en un tono irónico y ácido. La aparente seriedad y elevado estatus que se otorgan en sus intervenciones Mommy, Daddy y Mrs. Barker provocan al otro lado del escenario (o de las páginas) que nos mofemos de ellos por su vacuidad y bajo espíritu. Resulta evidente la inteligencia de Albee y su capacidad para mostrar con gran sencillez y linealidad narrativa su visión de la sociedad del país más poderoso y avanzado del mundo, cuyo motor es, según él, su elevado cinismo.  Algo que subraya con recursos atrevidos con los que construye la puesta en escena como esas menciones al espacio fuera del mismo en el que son incapaces de encontrarse los personajes que a él salen o de hallar lo que antes en él existía. Un punto de brillante absurdo y de existencialismo con el que acentuar su intención de que esta versión teatralizada del sueño americano desvele el contenido real de algo que nos seduce bajo su forma, pero cuyo fondo resulta mísero, cruel y psicológicamente destructivo.

“The american dream” supone un paso delante de Edward Albee en la disección de los conflictos humanos y sociales que había iniciado dos años antes, en 1958, en “The zoo story” y que alcanzaría cotas máximas en 1963 en “¿Quién teme a Virginia Wolf?”. Títulos que junto al nombre de su maestro autor forman ya parte de la historia del teatro americano de la segunda mitad del siglo XX.

Emociones universales: “The boys in the band” de Mart Crowley

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Una celebración de cumpleaños, desde el momento de los preparativos hasta el fin de fiesta, esa es la premisa de este texto que hizo temblar muchos cimientos en el momento de su estreno en Nueva York en 1968. Por primera vez sobre el escenario todos los personajes eran abiertamente homosexuales y hablaban sobre su intimidad y sus hábitos de vida utilizando el mismo lenguaje que se puede escuchar fuera de la ficción, en la realidad.

Tres son las claves del texto de Mart Crowley: dos actos que recogen una unidad de acción en tiempo real, diálogos que brillan por su espontaneidad y naturalidad, y personajes que llegan a escena desvelando un pasado perfectamente construido. Entre los chicos de esta banda está el que tiene todo lo material pero le falta lo emocional, el que recuerda un pasado en el que solo ha recibido cariño fracasando previamente y por eso se ve condenado al error continuo, el que quiere vivir el amor pero sin comprometer su cuerpo y el que lo vive sin prejuicios y disfrutando del compromiso, el que disfraza de ocurrencia y humor ácido su insatisfacción por no ser lo que le gustaría ser o no verse aceptado, el narciso que no sabe mirar más allá de su apariencia y de los efectos que esta provoca,…, y está también el que pasa por allí y no se sabe qué le trae ni se tiene quién claro quién es.

Los diálogos frívolos  y ligeros cruzan a unos personajes con otros hasta que se establece una red de conocimiento en la que todos quedan conectados.  ¿Es así como los grupos de amigos se convierten en familias no biológicas? Unidos en la superficie queda hacer frente al vacío del interior para dotarlo de contenido y relacionarse también desde los afectos y las emociones. El lenguaje se va haciendo más profundo e íntimo para mostrar lo que hay en el interior de cada uno de ellos, más allá de las fachadas y apariencias. ¿Qué les ha llevado hasta allí? ¿Qué les mueve en sus vidas? ¿Cómo es su vida cotidiana? ¿Cómo ser persona igual que cualquier otra y no seres etiquetados bajo un concepto -el de homosexual- utilizado por los que no lo son para arrinconarte y señalarte con desprecio? ¿Dónde está el amor? ¿Dónde lo viven?

El conjunto te atrapa, te convierte en un invitado más a la obra a la espera de tener unas líneas –quizás tú mismo como espectador o lector podrías escribírtelas partiendo de tu experiencia- para intervenir y dialogar con cualquiera de los nueve protagonistas sobre las vicisitudes y pensamientos que desnudamente arrojan sobre las tablas.

Con esta obra Mart Crowley se desveló como un autor inteligente y provocadoramente reivindicativo atrapando al espectador de su época –uno año antes de los disturbios de Stonewall de Nueva York, cuando un grupo de hombres gritaron basta ya contra la discriminación- con el gancho de una obra de personajes gays. Sin embargo, una vez que se abre el telón ya no hay hombres homosexuales en el escenario, sino emociones universales que no entienden de sexos ni de géneros ni de tendencias, tan solo de personas.

LUCHAR CONTRA EL SIDA: contra la naturaleza, la desinformación y los prejuicios.

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El 1 de diciembre es el Día Mundial de la Lucha contra el Sida. Un acontecimiento que para muchos queda vahído en el calendario entre otras 364 cuestiones que tienen también su día anual. Pero es total merecedor que por unas horas lo hagamos protagonista absoluto, que cuando veamos el lazo rojo recordemos que el síndrome de inmunodeficiencia adquirida existe. Que es un elemento más de la cotidianeidad en la que vivimos. Que le dimos nombre en 1982 y que desde entonces sigue entre nosotros con el único objetivo de destruirnos. Por eso debemos luchar contra él.

Hoy es la fecha marcada en el almanaque para decirnos a nosotros mismos que debemos intentar –cada uno por sus propio medios- acabar con el sida, tanto con la enfermedad como con el concepto imaginario que en estas más de tres décadas desde que comenzamos a escuchar de él se ha creado a su alrededor.

Debemos luchar en tres ámbitos contra el sida: contra la naturaleza, contra la desinformación y contra los prejuicios.

Luchar contra la naturaleza

La naturaleza tiene sus propias reglas y traza por sí misma su camino y los humanos somos seres condicionados a su devenir como parte de ella que somos. Pero si algo nos ha demostrado la historia hasta ahora es que el hombre es capaz de domesticar a la naturaleza o si no, tomar los hábitos oportunos para adaptarse a ella y así sobrevivir.

La ciencia es el medio para conseguirlo, a través de ella hemos llegado a minimizar los efectos de los procesos víricos (he ahí los analgésicos y antibióticos), o a controlar y hacer desaparecer –según el punto del mundo en el que vivas- enfermedades como la tuberculosis, la peste o la sarna. Con respecto al sida, cada día se consiguen nuevos avances científicos, nuevos logros. Por lo tanto, ¿no va a ser capaz de hacerlo también con el sida? Está en ello, hay hitos ya alcanzados, pero nos queda mucho por conseguir.

La comunidad científica lleva luchando contra el sida –como contra otras muchas enfermedades- desde que surgieron los primeros síntomas de su existencia. La suya es una lucha estratégica, que requiere recursos, personal formado, dotación técnica, fondos económicos y tiempo. Y los que no somos comunidad científica debemos confiar en sus criterios y sus decisiones. Entender que la ciencia es un camino de largo recorrido que se construye al andar, que los logros no se pueden planificar y que sólo son producto del tesón y del día a día. La ciencia necesita nuestro apoyo. Debemos hacer nuestra su visión.

Las instituciones públicas –las que nos representan a todos, las que somos todos- en relación a la ciencia deben funcionar bajo criterios científicos, y no políticos y menos aún partidistas (temporales, ideológicos). Es decir, al revés de como está pasando. ¿Una incompetente actuación pública  -en el ámbito científico- provocará más casos de sida? Sí, todo lo que dificulte el desarrollo científico dificulta la mejora de nuestra calidad de vida. Dificultar la investigación sobre el sida retrasará la solución y mientras tanto se infectarán personas que podrían haberlo no hecho, y se dificultará la calidad de enfermos que podrían haber tenido soluciones antes.

Luchar contra la desinformación

El ser humano, ¿nace o se hace? Nace como ser vivo y se hace como humano, ¿cómo? A través de la educación. Sabemos lo que nos enseñan, lo que nos transmiten si haberlo pedido, cuando eres niño a través del ejemplo de tus mayores, o mediante la formación reglada del currículum académico. Y sabemos también lo que aprendemos a partir –literal o adaptado en función del espíritu crítico que le apliquemos- de las personas e instituciones (ej. medios de comunicación, entidades y personalidades públicas,…) a las que nos acercamos. Todos ellos tienen una responsabilidad, tanto a la hora de ejercer el papel de transmisores (de información, de valores) como de fomentar el espíritu crítico constructivo (objetividad, relatividad, circunstancialidad, multitud de puntos de vista,…).

El resultado, información adquirida y capacidad crítica, forman los conocimientos que tenemos del mundo (el personal, el colectivo en el que estamos enmarcados y el global que va más allá de los dos anteriores) en que vivimos y de las circunstancias en que desarrollamos nuestra vida en todas sus facetas.

Dicho esto, ¿qué sabemos de muchas realidades científicas como son las médicas? ¿Qué sabemos del sida? ¿Cuál ha sido la fuente de dichas ideas? La mayoría de los casos de infección que han ocurrido y siguen ocurriendo son producto de la falta de conocimiento de cómo evitar que esto suceda. Llevamos ya tres décadas conviviendo con el sida, ¿cómo es posible que esto siga ocurriendo? ¿Qué falla para que no se llegue a saber –o a aplicar- cómo prevenir o a bajar la guardia –que en el fondo es no haber adquirido la dimensión real de los conocimientos-? Fallan los que nos transmiten los conocimientos, fallamos nosotros por no aplicar espíritu crítico –quizás por falta de esta habilidad- a nuestros propios actos y peor aún, prolongaremos la desinformación hacia aquellos sobre los que ejerceremos papel de formadores.

La desinformación, la ignorancia, se cura con educación formal e informal. ¿A más educación formal menos casos de sida? Sí. ¿Cómo informar más y mejor? Con un sistema académico dotado de recursos (profesionales y técnicos) y con un currículum de conocimientos a transmitir basado en la objetividad científica y en la necesidad humana de los mismos. ¿Sucede esto así? No. Se editan los conocimientos a transmitir en base a criterios subjetivos, a prejuicios, que sólo contribuyen a una visión sesgada de la realidad y a una disminución del potencial del desarrollo individual y colectivo. De esta manera se dificulta también que la educación informal pueda ser eficaz ya que no ha sido alimentada correctamente por la educación formal. Y en este caso no estamos hablando de ignorancia, falta de conocimientos, sino de desinformación, conocimientos erróneos –o malintencionados incluso- y por lo tanto peligrosos para aquellos a los que se transmiten.

¿Puede nuestro sistema educativo/académico hacer que haya menos casos de sida? Sí. ¿Por qué no lo hace? La respuesta tendrían que dárnosla los gestores de nuestras instituciones públicas –las que nos representan a todos, las que somos todos-. Si no hay respuesta positiva, entonces la pregunta debiera ser a nosotros mismos: ¿por qué permitimos esto?

 Luchar contra los prejuicios

En su definición de prejuicio, la segunda acepción que da la RAE dice: “Opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal.”

¿Qué lleva a los prejuicios? Complicada pregunta a la que se le puede dar la sencilla respuesta de otorgarse la potestad del poder, de establecer qué está bien y qué está mal con el fin de situarse en una posición de superioridad. ¿A qué coste? Sin límites, el que establece o perpetúa un prejuicio sólo tiene como objetivo su supremacía. No sólo formula condiciones para el halago subjetivo, sino que establece características para el desprecio social. La historia nos ha dado multitud de ejemplos a lo largo de muchos siglos, unos han desaparecido y otros perviven adaptándose a las circunstancias del momento presente.

El sida fue conocido en su inicio como la enfermedad de las cuatro haches por los colectivos en los que en EE.UU. en los primeros meses se vieron más casos: homosexuales, haitianos, hemofílicos y heroinómanos. Tras estos colectivos prejuicios como la homofobia o la xenofobia transformada en cruel desatención y culpabilización por parte de las instituciones públicas y muchas de las sociales (todas las oficiales de los credos religiosos y las que se nutren fielmente de sus doctrinas ideológicas). Un estigma que afectó no sólo a los que tuvieron la desgracia de infectarse, sino que se convirtió en calificativo injusto y perseguidor de toda persona que cumpliera con la característica de homosexual o de raza no blanca.

Prejuicios que existían y que siguen fuertes en todo el mundo y que se propagan e inoculan en la sociedad y en las personas con la misma virulencia con que lo hace el vih en el cuerpo de los humanos. Los prejuicios impiden una correcta información acerca del virus, son motores intencionados de desinformación. Los prejuicios son fuente de desasosiego en los portadores del virus por el papel de sentenciador de culpabilidad que pueda desempeñar en las coordenadas sociales en las que estos vivan.

¿Los prejuicios son causantes de mayores casos de sida? Sí, sin ninguna duda, imposibilitan una correcta información y la capacidad de espíritu crítico,  y su irracionalidad impide el correcto desempeño del mundo científico.

¿Cómo luchar contra los prejuicios? Luchando contra aquellos que los detentan con la opción de negarles la escucha o con la vía de los hechos y los datos, informando y educando, sosteniendo con tesón y perseverancia un discurso moderado en sus formas pero continuamente activo. Labor de nuestras instituciones públicas –las que nos representan a todos, las que somos todos- y también labor de todos y cada uno de nosotros a título individual.