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10 montajes teatrales de 2022

Estrenos con la mirada puesta en el barroco de Lope de Vega. Pícaras del siglo de oro encarnadas por dos de nuestras mejores actrices. Reivindicaciones políticas, reflexiones filosóficas y un monólogo tan autobiográfico como terapéutico. Coralidades divertidas, sugerentes y sugestivas, y miradas a la adolescencia y a la ligereza de la primera juventud.

Restos del fulgor nocturno (Teatro Clásico). Josep María Miró se deconstruye y se reconstruye sobre el escenario en una suerte de morbo, desnudez y confesión en que revela intimidades, pudores y secretos personales y familiares, conformando una pirámide que crece conceptual y narrativamente formando un corpus cada vez más sólido.

Las que limpian (Centro Dramático Nacional). A Panadaría combina orgullo identitario, capacidad de análisis y finura para transmitir su visión sobre el atropello laboral que sufren tantas mujeres encargadas de limpiar las habitaciones de hotel, condenadas a trabajar en condiciones indignas y por un sueldo aún más miserable que la ética de los empresarios que las contratan.

Los farsantes (Centro Dramático Nacional). Pablo Remón volvió a la actualidad dramática por la puerta grande con dos horas y medias inteligentes y complejas en las que desnudaba la cara oculta del teatro y el cine con unos excelentes Javier Cámara, Bárbara Lennie, Francesco Carril y Nuria Mencía.

Malvivir (Teatro Español). Marta Poveda y Aitana Sánchez-Gijón se trasladan bajo la dirección de Yayo Cáceres y la dramaturgia de Álvaro Tato al Siglo de Oro para ofrecernos un recital de gracia, verbo y presencia en el que se reparten y alternan los personajes para hacernos disfrutar con sus andanzas, descaros e impudicias

Los que hablan (Teatro del barrio). Sencillos y espontáneos que dicen lo que piensan, mas nunca piensan lo que dicen. Un cuadro, un fresco, un collage de humanidad en la combinación, la interacción y la unión de las voces, la presencia y la gestualidad de Malena Alterio y Luis Bermejo.

La voluntad de creer (Teatro Español). En el principio estuvo el verbo y la presencia, después la palabra y el cuerpo y finalmente el significado y la experiencia. Ese es el viaje escrito, dirigido y compartido por Pablo Messiez en un argumento que nos sitúa en una reunión familiar en el País Vasco.

La noria invisible (Teatro Español). Comedia dramática y drama risueño a la par, en el que la detallista dirección de José Troncoso se complementa con la retórica de su texto para ofrecer un espectáculo que nos llega, además de por lo que escuchamos y vemos, por la identificación que establecemos con sus personajes.

Tea Rooms (Teatro Fernán Gómez). Una dirección en la que cada personaje está trabajado tríplemente. Por sí mismo, en conexión con los demás y como parte de un protagonista que es el conjunto de todos ellos. Un enfoque que consigue una compenetración total entre texto y actrices, gesto, presencia y palabras.

Elogio de la estupidez (Teatro Español). Decía Forrest Gump que tonto es el que dice tonterías, también hay quien opina que los muy tontos son, en realidad, listos que viven de los tontos que se creen listos. Esta función podría ser utilizada a favor y en contra por partidarios de una corriente y de otra.

Sweet Dreams (Nave 73). No es solo un espectáculo individual o un monólogo al uso con distintos actos en el que su único personaje evoluciona, cambia y se enfrenta a sí mismo. Es también un diván, un folio en blanco y un confesionario en el que no hay más cera que la que arde y afirmaciones que las que se escuchan.

Almagro 2022, experiencia metateatral

Es verano y el buen tiempo anima al disfrute al aire libre y a compartir de manera relajada. En la agenda aparecen con letras mayúsculas lugares y ocasiones como Almagro y la 45 edición de su Festival Internacional de Teatro Clásico. Ocasión perfecta para disfrutar de textos de ayer con propuestas de hoy. Hasta que estas optan por entretener en lugar de conectar, agitar y gozar.

Tras las limitaciones generadas primero por la pandemia y después por circunstacias que no vienen al caso, he vuelto a la cita teatral que acoge este Conjunto Histórico-Artístico para asistir a los dos espectáculos que, con buena intención, elegí junto con otros amigos. El criterio para llegar a ellos no fue complejo. Primero las fechas que nos venían bien, después descartar lo que algunos de los asistentes ya habíamos visto en Madrid y, finalmente, optar entre lo que quedaba. Se quedaron fuera el Malvivir, en el que Marta Poveda y Aitana Sánchez-Gijón están espléndidas, y Lo fingido verdadero, la sesudez de Lope de Vega sobre el teatro dentro del teatro vista por la Compañía Nacional de Teatro Clásico a las órdenes de Lluís Homar.

Pero como el destino hace de las suyas, acabamos entrando de todas maneras en el teatro dentro del teatro, la noche del pasado viernes, con #Eufrasia, una actriz de comedias. Ilusión total, la representación tenía lugar en el Corral de Comedias, íbamos a sentirnos como verdaderos espectadores del Siglo de Oro. Más cómodos que ellos, estábamos sentados, y contábamos con abanicos que con arte y gracia batíamos para airearnos. Dos horas que comenzaron creyéndonos trasladados a tres siglos y medio atrás para seguir las aventuras y andanzas de una mujer apasionada por la fantasía que se crea y se vive sobre las tablas, actriz primero, empresaria después.

Pero los interludios musicales a ritmo de no sé bien si rap, hip-hop o trap, la percusión con aires de Mayumaná y el planteamiento juguetón de los momentos más intensos, trágicos o inflexivos de su vida, nos llevaron a la conclusión de que el espectáculo al que estábamos asistiendo era una suerte de “supongamos que estamos en otra época”. Cierto es que, una vez aceptado que aquello no iba a ser lo esperado y que, a pesar del texto, los actores estaban más que bien en su quehacer, el rato se hizo llevadero. Y reconocer algo objetivo, al acabar la representación, la mayor parte del público aplaudió entusiasmado, muchos hasta se pusieron en pie.

El elenco y el equipo artístico de #Eufrasia, una actriz de comedias

En cualquier caso, una vez que salimos y nos vimos en la Plaza Mayor de Almagro el buen ánimo se adueñó de nosotros. Verano, sentimiento de hermandad y un lugar de gran belleza plagado de terrazas tranquilas en las que tomarse algo relajadamente. ¿Se puede pedir más? Sí, que el espectáculo se traslade o surja allí. Deseo que se hizo realidad la noche del sábado. Repentinamente aparecieron dos hombres vestidos con equipos de protección individual y una mujer con una pancarta. Sin hacer ruido, sin provocar. Solo estaban y hablaban con quienes se acercaban a ellos. Y no íbamos a ser menos.

Los activistas que reclamaban un cambio estratégico en la dirección del Festival de Almagro

Ni festival. Ni teatro. Ni clásico. Ignacio, dimisión”. Esto es lo que rezaba la tela que mostraban a los allí presentes. Nos contaron que, según ellos, el actual director del Festival ha convertido lo que antes era cita cultural en atracción turística, y que con el mismo presupuesto con que años ha se programaban grandes nombres y montajes de primera, ahora se construye una agenda a partir de compañías más cercanas a la buena voluntad y al amateurismo que a la profesionalidad, el prestigio y el rigor que exigen el legado y la reputación que Ignacio García se encontró cuando se puso al frente de esta cita en 2017.

Habría que indagar para saber si esta es una impresión o un juicio generalizado y preguntar qué tienen que decir, al respecto, la dirección del Festival y las instituciones públicas que conforman su patronato. Pero como no era el momento ni teníamos tiempo para ello, nos fuimos raudos a la Casa Palacio de los Villarreal. Allí nos esperaba Lope de Vega y El perro del hortelano. Sensación de apuesta segura, más aún con un auditorio amplio y abierto, en el que se podían sentir retazos de brisa. Tras escuchar a José Sacristan pedirnos que apagáramos los móviles y que la función iba a comenzar, la compañía Stayin’ alive nos relató que buena parte de sus integrantes se habían quedado en Uruguay por culpa del covid y que ellos iban a hacer lo que buenamente pudieran. Nuevamente metateatro.

Tras un arranque con aires de vodevil la función progresaba de buen ánimo. Generaba atención, sorprendía con las libertades de síntesis de su adaptación y agradaba con la versátil comicidad de sus intérpretes. Hasta que, en un giro inesperado de los acontecimientos, lo teatral derivó en una narrativa de inspiración televisiva y lo que se suponía iba a durar 75 minutos, según la web oficial del Festival, concluyó apenas transcurridos 50. Habíamos recordado qué significa deus ex machina, pero la impresión de coitus interruptus o de ¡campana y se acabó! nos dejó impertérritos. Al igual que en la jornada anterior, espectadores aplaudiendo en pie, pero con el terrible pálpito de que la pareja de uniforme profiláctico podía tener más razón de la que nos gustaría reconocerles.

Los integrantes de Stayin’ alive agradeciendo la recepción del público

Mis amigos se debatían entre el sí y el no, mientras yo recordaba la reciente lectura de Los tres usos del cuchillo, ensayo en el que David Mamet advierte de la divergencia entre el teatro como expresión de la naturaleza y la capacidad creativa del ser humano, y la representación teatral como instrumento con el que anestesiar el espíritu crítico, la capacidad de sentir y la voluntad de indagar que se nos presupone a todo individuo. No es momento de llegar a conclusiones, tampoco de dejarlo pasar sin más, sino de reposarlo y meditarlo tranquilamente. Si los elementos no lo impiden, apuesto a que volveré a Almagro en julio de 2023, cuestión aparte es con qué disposición y expectativas. Hasta entonces, y allá donde esté, ya sea leyéndolo en papel, ya sea viéndolo representado desde un patio de butacas, seguiré disfrutando del teatro. 

«Macbeth», soberbia y muerte

La obra maestra de William Shakespeare sintetizada en una versión que pone el foco en la personalidad y las motivaciones de sus personajes. Dos horas de función clavado en la butaca, sin aliento, ensimismado, seducido e hipnotizado por un elenco dotado para la palabra y la presencia. Tras ellos, un escenario que subraya con la maestría técnica y creativa de cuanto confluye en él, la solemnidad, dureza y conflicto de los parlamentos de quienes lo habitan.

La tragedia de este rey de Escocia que llegó al trono con las manos manchadas de sangre es uno de los textos más apasionantes del de Stratford-upon-Avon. Todo está tan bien definido, estructurado y desarrollado en él que normal que cualquier dramaturgo ambicioso, apasionado y devoto por su profesión -como era el caso de Gerardo Vera- quiera llevarlo a escena. El destino hizo de las suyas dejando a Gerardo fuera de la recta final del proyecto el pasado 20 de septiembre, con la adaptación ya trabajada, el reparto seleccionado y habiendo comenzado a diseñar los elementos destinados a complementarles (escenografía, iluminación, sonido, música, vestuario…).

Aun así, la producción siguió bajo la dirección de Alfredo Sanzol hasta llegar finalmente a este buen puerto al que somos convocados. Queda la duda de cuánto de su factura final tiene de semejante a lo que Vera hubiera hecho. Recordando otros trabajos suyos, con los medios y las posibilidades que permite el Centro Dramático Nacional, son evidentes los vínculos de este Macbeth con lo bien trazadas que estaban las tramas y expuestos los impulsos y las razones de sus protagonistas en El Idiota (2019) o Los hermanos Karamazov (2015). Pero también hay diferencias, como pasajes en los que prima más el relato, la narración, que la acción, siempre constante (ya fuera a nivel de movimiento -entradas y salidas- como de temperatura emocional) con que recuerdo aquellas propuestas.

El punto de partida, el Shakesperare que José Luis Collado ha sintetizado es una joya. Cada cuadro es un punto alto, individuos con doble faz, apariciones oraculares, puntos de inflexión históricos, decisiones que acrecientan la tensión, conflictos que ponen a prueba la capacidad de resistencia de sus protagonistas… Esta es la base sobre la que Carlos Hipólito y Marta Poveda despliegan su saber hacer como Lord y Lady Macbeth, más comedido y contenido él, más explícita y manifiesta ella, convincentes cada uno en su papel y plenamente compenetrados en el matrimonio de tiranía y sangre en el que se retroalimentan.  

El resto de intérpretes conforman un grupo -algunos de ellos encarnan más de un personaje- que, sin embargo, nunca les homogeniza. Un apunte más del ingenio con el que está ideado y llevado a la práctica cuanto sucede sobre las tablas. Haciendo que confluyan lo formal y lo establecido de la palabra con un dinamismo que va más allá de lo teatral, tan envolvente como el de una instalación plástica, y rítmico y coreografiado como el que despliegan los grandes montajes operísticos.

Una escenografía aparentemente sencilla, pero que hace de su suelo y su aire un cerro y un cielo amenazante cuando se simulan exteriores y una tribuna y una decoración suntuosa en interiores. Plataformas de laminados con movilidad en las que la luz permite jugar a las horas del día, las sensaciones meteorológicas y las subjetividades de las sombras y las llamas de las antorchas. Música, espacio sonoro y videoescena sumándose, haciendo del escenario una fuente de energía a punto de eclosionar, de un lugar vibrante teñido por el rojo, en el que lo humano y lo telúrico se debaten en una lucha sin cuartel.

Macbeth, en el Teatro María Guerrero (Madrid).

10 funciones teatrales de 2019

Directores jóvenes y consagrados, estrenos que revolucionaron el patio de butacas, representaciones que acabaron con el público en pie aplaudiendo, montajes innovadores, potentes, sugerentes, inolvidables.

“Los otros Gondra (relato vasco)”. Borja vuelve a Algorta para contarnos qué sucedió con su familia tras los acontecimientos que nos relató en “Los Gondra”. Para ahondar en los sentimientos, las frustraciones y la destrucción que la violencia terrorista deja en el interior de todos los implicados. Con extraordinaria sensibilidad y una humanidad exquisita que se vale del juego ficción-realidad del teatro documento, este texto y su puesta en escena van más allá del olvido o el perdón para llegar al verdadero fin, el cese del sufrimiento.

«Hermanas». Dos volcanes que entran en erupción de manera simultánea. Dos ríos de magma argumental en forma de diálogos, soliloquios y monólogos que se suceden, se pisan y se solapan sin descanso. Dos seres que se abren, se muestran, se hieren y se transforman. Una familia que se entrevé y una realidad social que está ahí para darles sentido y justificarlas. Un texto que es visceralidad y retórica inteligente, un monstruo dramático que consume el oxígeno de la sala y paraliza el mundo al dejarlo sin aliento.

«El sueño de la vida». Allí donde Federico dejó inconcluso el manuscrito de “Comedia sin fin”, Alberto Conejero lo continúa con el rigor del mejor de los restauradores logrando que suene a Lorca al tiempo que lo evoca. Una joya con la que Lluis Pascual hace que el anhelo de ambos creadores suene alto y claro, que el teatro ni era ni es solo entretenimiento, sino verdad eterna y universal, la más poderosa de las armas revolucionarias con que cuenta el corazón y la conciencia del hombre.

«El idiota». Gerardo Vera vuelve a Dostoievski y nos deja claro que lo de “Los hermanos Karamazov” en el Teatro Valle Inclán no fue un acierto sin más. Nuevamente sintetiza cientos de páginas de un clásico de la literatura rusa en un texto teatral sin fisuras en torno a valores como la humildad, el afecto y la confianza, y pecados como el materialismo, la manipulación y la desigualdad. Súmese a ello un sobresaliente despliegue técnico y un elenco en el que brillan Fernando Gil y Marta Poveda.

«Jauría». Miguel del Arco y Jordi Casanovas, apoyados en un soberbio elenco, van más allá de lo obvio en esta representación, que no reinterpretación, de la realidad. Acaban con la frialdad de las palabras transmitidas por los medios de comunicación desde el verano de 2016 y hacen que La Manada no sea un caso sin más, sino una verdad en la que tanto sus cinco integrantes como la mujer de la que abusaron resultan mucho más cercanos de lo que quizás estamos dispuestos a soportar.

“Mauthausen. La voz de mi abuelo”. Manuel nos cuenta a través de su nieta su vivencia como prisionero de los nazis en un campo de concentración tras haber huido de la Guerra Civil y ser uno de los cientos de miles de españoles que fueron encerrados por los franceses en la playa de Argelès-sur-Mer. Un monólogo que rezuma ilusión por la vida y asombro ante la capacidad de unión, pero también de odio, de que somos capaces el género humano. Un texto tan fantástico como la interpretación de Inma González y la dirección de Pilar G. Almansa.

«Shock (El cóndor y el puma)». El golpe de estado del Pinochet no es solo la fecha del 11 de septiembre de 1973, es también cómo se fraguaron los intereses de aquellos que lo alentaron y apoyaron, así como el de los que lo sufrieron en sus propias carnes a lo largo de mucho tiempo. Un texto soberbio y una representación aún más excelente que nos sitúan en el centro de la multitud de planos, la simultaneidad de situaciones y las vivencias tan discordantes -desde la arrogancia del poder hasta la crueldad más atroz- que durante mucho tiempo sufrieron los ciudadanos de muchos países de Latinoamérica.

«Las canciones». Comienza como un ejercicio de escucha pasiva para acabar convirtiéndose en una simbiosis entre actores dándolo todo y un público entregado en cuerpo y alma. Una catarsis ideada con inteligencia y ejecutada con sensibilidad en la que la música marca el camino para que soltemos las ataduras que nos retienen y permitamos ser a aquellos que silenciamos y escondemos dentro de nosotros.

«Lo nunca visto». Todos hemos sido testigos o protagonistas en la vida real de escenas parecidas a las de esta función. Momentos cómicos y dramáticos, de esos que llamamos surrealistas por lo que tienen de absurdo y esperpéntico, pero que a la par nos resultan familiares. Un cóctel de costumbrismo en un texto en el que todo es más profundo de lo que parece, tres actrices tan buenas como entregadas y una dirección que juega al meta teatro consiguiendo un resultado sobresaliente.

«Doña Rosita anotada». El personaje y la obra que Lorca estrenara en 1935 traídos hasta hoy en una adaptación y un montaje que es tan buen teatro como metateatro. Un texto y una protagonista deconstruidos y reconstruidos por un director y unos actores que dejan patente tanto la excelencia de su propuesta como lo actual que sigue siendo el de Granada.

«El idiota» de Vera y Dostoievski

Gerardo Vera vuelve a Dostoievski y nos deja claro que lo de “Los hermanos Karamazov” en el Teatro Valle Inclán no fue un acierto sin más. Nuevamente sintetiza cientos de páginas de un clásico de la literatura rusa en un texto teatral sin fisuras en torno a valores como la humildad, el afecto y la confianza, y pecados como el materialismo, la manipulación y la desigualdad. Súmese a ello un sobresaliente despliegue técnico y un elenco en el que brillan Fernando Gil y Marta Poveda.

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Hay algo que hace muy especial este montaje de Gerardo Vera. La escena está sólidamente construida a todos los niveles, cada elemento está concebido y trabajado como si fuera el único y tuviera que destacar por encima de todo. Pero cuando escenografía, proyecciones, vestuario, luces, sonido y música se unen a las interpretaciones y el movimiento de los actores sobre las tablas, cumplen estrictamente su función. Resultan excelentes pero dejan que el protagonismo recaiga sobre lo que provocan las andanzas, la personalidad –orgulloso, tozudo e inocente a partes iguales- y el casi siempre imprevisible comportamiento del príncipe Myshkin sobre los que le rodean a su vuelta de Suiza tras pasar una temporada en un internado por problemas médicos.

Así, cuando el escenario abre su acción, atmósfera y emociones hacia el patio de butacas, la sala principal del Teatro María Guerrero se llena de una magnífica sensación, cuanto sucede es producto del libre albedrío del destino y no una ficción literaria. Una fantasía concebida por Dostoievski que se inicia con un protagonista que acude a San Petersburgo en busca de una prima lejana. Allí, el joven huérfano toma contacto con su familia y con aquellos con los que estos se relacionan. Un pequeño universo en el que le llaman especialmente la atención dos mujeres, Alexandra –hija de sus primos- y Anastasia –la prometida de Ganya, el asistente de su familiar, general del ejército ruso-.

La adaptación teatral de José Luis Collado de la novela publicada entre 1868 y 1869 muestra un doble frente. De un lado el de la atracción que confluye en el amor y los síes y los noes sin puntos intermedios del destronado Myshkin. Del otro, aquel contra el que estos chocan continuamente, una sociedad en la que los hombres se mueven por intereses económicos y el ejercicio del poder, y las mujeres por mantener o mejorar su posición social a cambio de seguir unas normas sociales y unos códigos estéticos. Ambiciones desmedidas y rigideces conductuales que generan conflictos y dramas en un ambiente imperial de aire francés en el que los exteriores se combinan con los interiores gracias al acertado manejo de las proyecciones y las transparencias, y los motores hacen subir y bajar escenarios que nos llevan de lugares suntuosos a residencias humildes.

Pero lo mejor de todo es la batuta que marca, además de la música y de los efectos de sonido,  el tono y el ritmo de la narración, el devenir de las personas que habitan El idiota. Y quienes la manejan bajo la muy eficaz dirección de Vera, son sus intérpretes, destacando entre todos ellos los que encarnan a Myshkin y Anastasia. Fernando Gil realiza un trabajo soberbio a nivel verbal, gestual y corporal, haciendo que su personaje sea único y se gane la atención del público por el encanto y atractivo personal que imprime a su personaje. Marta Poveda, en cambio, actúa como un instrumento de percusión, golpea el aire con su presencia haciendo que cuanto la rodea se amolde a la vibración de su presencia y al eco de su recuerdo cuando no está en escena.

El idiota, en el Teatro María Guerrero (Madrid).

Intenso drama el de «Los hermanos Karamazov»

Cada familia es un universo en sí misma, un mundo sometido a múltiples corrientes que cuando no fluyen de manera ordenada en una misma dirección desencadenan un escenario de luchas, de fuerzas y poderes, de un todos contra todos que no tiene como fin la victoria, sino la derrota. Tolstoi lo reflejó de manera maestra en sus novelas, Gerardo Vera lo ha llevado a escena en una gran adaptación teatral y Juan Echanove lo conduce sobre el escenario de manera brillante.

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Condensar las más de mil cien páginas de esta novela de Tolstoi no debe haber sido tarea fácil ni rápida para José Luis Collado. Sin embargo, tras ver su representación, solo queda decir que su labor de síntesis para recoger las tramas fundamentales de la trama concebida por el creador de Anna Karenina es un gran trabajo. No solo por haber sintetizado con efectividad narrativa sus líneas argumentales, sino más aún, por la rica personalidad con que ha dotado a cada uno de sus personajes. Un material a partir del cual Gerardo Vera ha creado una endiablada atmósfera que con el paso de los minutos se hace más hipnótica y envolvente en su discurrir de tres horas llenas de emociones y pasiones, una montaña rusa de visceralidad y bajas pasiones que sin el contrapeso de la razón, aboca a la familia Karamazov a un desenfreno de odios, envidias, humillaciones y venganzas sin posibilidad ni esperanza alguna de buen final.

Texto y dirección son, a su vez, los medios que han permitido a los actores dar vida a unos seres que rezuman autenticidad, llenos de contradicciones, sumidos en un cruce de direcciones encontradas, entre lo que les dicta su sentir y lo que ejecuta su hacer en un repertorio de motivaciones emocionales que va desde el amor y el deseo de poder a la venganza y el miedo a la soledad. En sus gestos, en sus movimientos y en sus cambios de registro quedan recogidos todos esos pequeños matices en los que está la intensidad de los grandes momentos, esos  detalles aparentemente nimios que se convierten en puntos de inflexión para esas vidas que duran más que el tiempo de la función a través del recuerdo que generan en los que hemos ido a verles representados.

Juan Echanove despliega como patriarca de los Karamazov un derroche interpretativo que hace de él no solo el señor de un clan, sino también un humillante padre, un amante que no ama, un despiadado ser humano, un tirano cruel y despiadado. Una brutalidad psicológica con la que gobierna a su familia y una riqueza actoral con la que hace suyo el patio de butacas. Fernando Gil demuestra que lo suyo es más que presencia física y capacidades atléticas, su cuerpo es el vehículo a través del cual el hijo Dimitri rezuma el hartazgo, la rabia y el deseo que desencadenan los acontecimientos de los que hemos de ser testigos. Oscar de la Fuente es muy sutil, y desde su secundario Smerdiakov, ese hijo bastardo despreciado por su limitada inteligencia, construye una presencia llena de destellos que le hacen coprotagonista, tanto del devenir de la familia retratada, como de su escenificación. Sin olvidar a Marta Poveda, la mujer que desata las pasiones incompatibles de un padre y su hijo, y Lucía Quintana, esa a la que se las niegan. Ellas son, cada vez que aparecen en escena, ese punto que acumula las energías que flotan en el ambiente para dirigirlas en una u otra dirección.

Hay algún aspecto menor que podría haberse evitado como el recurrir a músicas reconocidas (la banda sonora del Drácula de Coppola compuesto por Wojciech Kilar en la primera entrada de Juan Echanove), algunos momentos físicos de Fernando Gil que parecen más concebidos con un enfoque de encuadre cinematográfico que de movimiento escénico, o las proyecciones que resultan más rellenos estéticos que elementos narrativos. Apenas unos apuntes frente a los que hay que destacar una efectiva escenografía y una expresiva iluminación, medios con los que acentuar el brillo y excelencia del trabajo integral de texto, dirección e interpretación que se aúnan en esta adaptación teatral y puesta en escena de la que fuera la última novela de León Tolstoi.

“Los hermanos Karamazov” en el Centro Dramático Nacional (Madrid).