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“Tiempo de silencio” de Luis Martín-Santos y Eberhard Petschinka

La gran novela, retrato social de la España que luchaba por sobrevivir a principios de los 60, convertida en un potente texto teatral con ecos de las tragedias griegas. Un libreto que además de dar forma dramática a lo narrativo, es capaz de darle un toque de autenticidad para no ser únicamente una adaptación sino un trabajo dotado con su propia dosis de originalidad.

Los personajes ideados por Martín Santos en 1962 son también los protagonistas de esta función estrenada en el Teatro de la Abadía en 2018. Pero más allá del saber hacer de su adaptador, el elemento que hace que Tiempo de silencio siga siendo igual de brillante sobre un escenario que en formato impreso, está en el hecho de haber convertido a su narrador omnisciente en un coro griego formado por los mismos intérpretes que dan vida a los personajes.

Surgiendo del fondo del escenario y de entre las líneas de su texto, nos dan las coordenadas geográficas y temporales de la ficción en la que nos encontramos. Contándonos qué clase de sitio es cada uno de los que conoceremos, qué ha provocado la atmósfera que se respira en ellos, cuáles son los tonos objetivos y los matices subjetivos de esos ambientes. Haciéndonos sentir como seres privilegiados por tener las claves que les faltan a los que habitan ese Madrid de finales de los 50, principios de los 60, para saber situarse en un mundo tan poco benévolo, tan cruel, duro y sórdido (hambre y frío, malos tratos, pobreza y miseria…) con sus habitantes.

Unas sombras que dan sustento a lo verdaderamente importante, a la propuesta de cuatro actores y tres actrices encarnando a los personajes en los que toma cuerpo cuanto le sucede al joven Pedro. Un investigador con más ganas que medios para conseguir avanzar en la lucha contra el cáncer que repentinamente se ve asistiendo a un aborto no solo ilegal, sino en condiciones tan denigrantes y clandestinas como insalubres.

Las escaseces del laboratorio -las propias de un país gobernado por un dictador que niega toda libertad y derecho a su pueblo- le llevan a la chabola del Muecas, donde conoce de primera mano la indigencia, la vergüenza y la indignidad de los lugares donde no hay, no se tiene y no se respeta la moral, ni los vínculos ni la integridad física y psicológica de las personas. Situación pareja a la de la pensión en la que vive, negocio regentado por una abuela, una hija y una nieta guiadas por la avaricia, el interés y la falta de escrúpulos. Y ante la que se presenta como un espejismo de acogida, escucha y calor humano la casa de citas regentada por Doña Luisa.

Además de lo ya señalado sobre su estructura formal, este texto destaca también por su potente redacción. A medio camino entre la parquedad castellana propia del centro peninsular y la crudeza de esa poesía que resulta estremecedora, no por la belleza que crea manejando el lenguaje, sino por la desnudez con que muestra lo que se vive, se piensa y se siente. En este sentido, los monólogos con que se inicia y cierra este Tiempo de silencio son dos pequeñas piezas sobresalientes por sí mismas.

Una excelencia literaria con la que Petschinka, más que mostrarnos o presentarnos, nos hace acompañarle en su viaje por los recovecos internos de las conciencias en las que se adentra, los conflictos que viven y las bulas morales que se otorgan los que buscan sobrevivir. Y en segundo, pero constante plano, la negación de todos a reconocer y respetar la verdad y la justicia por miedo a llamar la atención del régimen político, social y económico imperante.

Tiempo de silencio, Luis Martín-Santos y Eberhard Petschinka, 2018, Ediciones Irrevente.

10 funciones teatrales de 2019

Directores jóvenes y consagrados, estrenos que revolucionaron el patio de butacas, representaciones que acabaron con el público en pie aplaudiendo, montajes innovadores, potentes, sugerentes, inolvidables.

“Los otros Gondra (relato vasco)”. Borja vuelve a Algorta para contarnos qué sucedió con su familia tras los acontecimientos que nos relató en “Los Gondra”. Para ahondar en los sentimientos, las frustraciones y la destrucción que la violencia terrorista deja en el interior de todos los implicados. Con extraordinaria sensibilidad y una humanidad exquisita que se vale del juego ficción-realidad del teatro documento, este texto y su puesta en escena van más allá del olvido o el perdón para llegar al verdadero fin, el cese del sufrimiento.

«Hermanas». Dos volcanes que entran en erupción de manera simultánea. Dos ríos de magma argumental en forma de diálogos, soliloquios y monólogos que se suceden, se pisan y se solapan sin descanso. Dos seres que se abren, se muestran, se hieren y se transforman. Una familia que se entrevé y una realidad social que está ahí para darles sentido y justificarlas. Un texto que es visceralidad y retórica inteligente, un monstruo dramático que consume el oxígeno de la sala y paraliza el mundo al dejarlo sin aliento.

«El sueño de la vida». Allí donde Federico dejó inconcluso el manuscrito de “Comedia sin fin”, Alberto Conejero lo continúa con el rigor del mejor de los restauradores logrando que suene a Lorca al tiempo que lo evoca. Una joya con la que Lluis Pascual hace que el anhelo de ambos creadores suene alto y claro, que el teatro ni era ni es solo entretenimiento, sino verdad eterna y universal, la más poderosa de las armas revolucionarias con que cuenta el corazón y la conciencia del hombre.

«El idiota». Gerardo Vera vuelve a Dostoievski y nos deja claro que lo de “Los hermanos Karamazov” en el Teatro Valle Inclán no fue un acierto sin más. Nuevamente sintetiza cientos de páginas de un clásico de la literatura rusa en un texto teatral sin fisuras en torno a valores como la humildad, el afecto y la confianza, y pecados como el materialismo, la manipulación y la desigualdad. Súmese a ello un sobresaliente despliegue técnico y un elenco en el que brillan Fernando Gil y Marta Poveda.

«Jauría». Miguel del Arco y Jordi Casanovas, apoyados en un soberbio elenco, van más allá de lo obvio en esta representación, que no reinterpretación, de la realidad. Acaban con la frialdad de las palabras transmitidas por los medios de comunicación desde el verano de 2016 y hacen que La Manada no sea un caso sin más, sino una verdad en la que tanto sus cinco integrantes como la mujer de la que abusaron resultan mucho más cercanos de lo que quizás estamos dispuestos a soportar.

“Mauthausen. La voz de mi abuelo”. Manuel nos cuenta a través de su nieta su vivencia como prisionero de los nazis en un campo de concentración tras haber huido de la Guerra Civil y ser uno de los cientos de miles de españoles que fueron encerrados por los franceses en la playa de Argelès-sur-Mer. Un monólogo que rezuma ilusión por la vida y asombro ante la capacidad de unión, pero también de odio, de que somos capaces el género humano. Un texto tan fantástico como la interpretación de Inma González y la dirección de Pilar G. Almansa.

«Shock (El cóndor y el puma)». El golpe de estado del Pinochet no es solo la fecha del 11 de septiembre de 1973, es también cómo se fraguaron los intereses de aquellos que lo alentaron y apoyaron, así como el de los que lo sufrieron en sus propias carnes a lo largo de mucho tiempo. Un texto soberbio y una representación aún más excelente que nos sitúan en el centro de la multitud de planos, la simultaneidad de situaciones y las vivencias tan discordantes -desde la arrogancia del poder hasta la crueldad más atroz- que durante mucho tiempo sufrieron los ciudadanos de muchos países de Latinoamérica.

«Las canciones». Comienza como un ejercicio de escucha pasiva para acabar convirtiéndose en una simbiosis entre actores dándolo todo y un público entregado en cuerpo y alma. Una catarsis ideada con inteligencia y ejecutada con sensibilidad en la que la música marca el camino para que soltemos las ataduras que nos retienen y permitamos ser a aquellos que silenciamos y escondemos dentro de nosotros.

«Lo nunca visto». Todos hemos sido testigos o protagonistas en la vida real de escenas parecidas a las de esta función. Momentos cómicos y dramáticos, de esos que llamamos surrealistas por lo que tienen de absurdo y esperpéntico, pero que a la par nos resultan familiares. Un cóctel de costumbrismo en un texto en el que todo es más profundo de lo que parece, tres actrices tan buenas como entregadas y una dirección que juega al meta teatro consiguiendo un resultado sobresaliente.

«Doña Rosita anotada». El personaje y la obra que Lorca estrenara en 1935 traídos hasta hoy en una adaptación y un montaje que es tan buen teatro como metateatro. Un texto y una protagonista deconstruidos y reconstruidos por un director y unos actores que dejan patente tanto la excelencia de su propuesta como lo actual que sigue siendo el de Granada.

«Doña Rosita, anotada» entre Lorca y Remón

El personaje y la obra que Lorca estrenara en 1935 traídos hasta hoy en una adaptación y un montaje que es tan buen teatro como metateatro. Un texto y una protagonista deconstruidos y reconstruidos por un director y unos actores que dejan patente tanto la excelencia de su propuesta como lo actual que sigue siendo el de Granada.   

A priori, la opción más segura para llevar al escenario a un clásico es respetarlo tal cual. Más complicado es adaptarlo a un momento distinto a aquel en el que está ambientado, sobre todo si su responsable se deja llevar por sus obsesiones y fijaciones personales. Quizás la manera más arriesgada de hacerlo sea hablando con él de frente, de igual a igual, dialogando con lo que escribió su autor y lo que relatan sus personajes desde nuestro presente. Un trabajo que exige llegar a un resultado que respetando su originalidad suene cercano, que no busque el choque del allí y entonces con el aquí y ahora, sino que nos haga ver cómo a pesar de lo mucho que creemos haber evolucionado y mejorado, hay ideas, sentimientos, visiones y búsquedas que no cambian, que siguen guiando nuestra mente e impulsando nuestro corazón.

Un terreno nada fácil en el que Pablo Remón se ha sumergido respetando, confrontándose y dando la vuelta al universo de El lenguaje de las flores con total valentía. El resultado es una demostración de que su autenticidad y originalidad es propia. No es resultado de un asesinato freudiano del maestro, sino de haber llegado hasta lo que hizo al granadino universal y eterno, a su capacidad para mostrar, desnudar y exponer con detalle esa combinación de lo innato con lo ambiental, lo propio y lo aprendido, que somos y nos hacen ser.

La idea de que una mujer espere y desespere, durante años y con miles de kilómetros de por medio, porque el amor con el que se ha comprometido llegue a materializarse, tanto carnal como sacramentalmente, nos resulta hoy muy lejana. Sin embargo, décadas atrás eran el tipo de historias que se contaban para hacer que las más jóvenes actuaran con la docilidad y conformidad que se esperaba de ellas. Quizás ese era el propósito de Federico, no escribir solo lo que le sucedió a Doña Rosita la soltera, sino como hizo en otras obras suyas, adentrarse en ese mundo de exigencias y rectitud.

Pero entrados en este caso concreto, no sabemos si esa debilidad y sumisión ocultaban una fría inteligencia que protegía a Doña Rosita de las exigencias sociales, un ruidoso desorden que la anclaba al suelo de las tradiciones y costumbres que pisaba, o una dura abnegación que la empujaba a convertirse en una caricatura social de esa España de tipos y tipejos que fuimos ¿y seguimos siendo?

Una simultaneidad de planos, puntos de vista e interpretaciones que esta Doña Rosita anotada pone sobre el escenario haciendo que sus tres soberbios actores nos relaten cómo se acercan al texto, la distancia personal desde la que se adentran en él, el recorrido que hacen por su trama y la manera de adentrarse en él a través de sus muchos personajes. Un viaje trazado y conducido con suma finura por Remón, y con una perfecta escenografía e iluminación como acompañantes, entre el drama y la comedia hasta llegar a la esencia de Doña Rosita, para transmitir al igual que hizo Lorca hace ya más de 80 años, lo delicado, sensible y fácil de alegrar, pero también de herir, que es nuestro corazón.

Doña Rosita, anotada, en los Teatros del Canal (Madrid).