Noventa minutos de un monólogo lleno de vida. Ventana a los cimientos de una biografía, una familia y un tiempo de la historia de nuestro país. Una escritura ordenada y sosegada en la que lo íntimo se hila con lo costumbrista y lo emocional con lo identitario. Una puesta en escena limpia y discreta en la que Carlos Hipólito brilla como alter ego de Gerardo Vera.

La fatalidad se cruzó en su camino en 2020 y Gerardo Vera no pudo culminar la adaptación de Macbeth que estaba preparando para el Centro Dramático Nacional. Alfredo Sanzol culminó su labor con resultado sobresaliente, pero Vera merecía despedirse de los escenarios con voz propia. Y aunque sea de manera intermediada, Oceanía cumple ese papel de manera excelente. Interpretación y dirección confluyen en la triple intención de honrarle, homenajearle y ofrecer una síntesis de su biografía, su personalidad y su carácter, de su manera de ver y vivir la vida, así como de los valores a los que intentaba ser fiel, tal y como transmite el texto que él mismo dejó escrito en colaboración con José Luis Collado, su habitual mano derecha.
Oceanía no hace balance, tampoco es un ajuste de cuentas con otros o consigo mismo. Es una línea de puntos que se va al principio de todo, a su niñez, y a más atrás, al matrimonio de sus padres en un pueblo de la sierra madrileña. Considera las circunstancias en las que estos tuvieron lugar, el inicio de la dictadura, para desde ahí hilar la continuidad que le ha llevado a ser quién y cómo es. Escoge con acierto los momentos que sintetizan sus primeras décadas y los expone con una combinación de sinceridad y sencillez que nos permite comprender cuanto implicaba lo que narra a nivel individual, familiar y social.
En su relato hay luces y sombras, no se recrea en lo dramático, pero tampoco edulcora. Rezuma la verdad de lo imperfecto, en la que lo alegre va unido a lo doloroso y lo esperanzador al miedo. De igual manera repara en cómo evolucionó su particular enjambre entre la atracción física, el deseo sexual y el sentimiento del amor en coordenadas que pecaban la mirada, castigaban la homosexualidad y encorsetaban el afecto en todas sus manifestaciones. Todo ello envuelto en la pasión por la fantasía que le provocaba el cine en Technicolor, el descubrimiento de la impactante cercanía del teatro y la contestación política frente al autoritarismo.
Un mapa personal y un viaje cronológico cuya escucha resulta tan sugerente como inmersivo el montaje que ha concebido José Luis Arellano. Una escenografía sencilla y sobria, con una iluminación recogida y puntual, que subraya la labor mediadora de Carlos Hipólito. No se convierte en Gerardo, pero si transmite estar a su servicio. De ahí que resulte convincente en su papel como altavoz, le cede su cuerpo sin llegar a mimetizarse.
Su interpretación no se basa en su presencia física ni en la gestualidad, sino en, a través de su verbo, transmitir y contagiar la emocionalidad, la intelectualidad y la reflexión de un hombre al que merece que tengamos presente. Alguien a quien recordar por lo que nos ofreció en los escenarios -como sus adaptaciones de El idiota o Los hermanos Karamazov, de Dostoievski- y por su manera de sentir y transmitir, tal y como demuestra esta obra con potencial para ser uno de esos montajes que, da igual el tiempo que pase, seguirá manteniendo su capacidad para hacer vibrar a sus espectadores.
Oceanía, en Teatro Español (Madrid).