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La imagen humana: arte, identidades y simbolismo

La intención de cada representación humana puede ser tan diversa y múltiple como su posible resultado visual y uso final, tal y como podemos ver estos días en Caixaforum Madrid. Vanidad, ya sea la de aquel a quien miramos como la del responsable de su autoría subrayando su maestría técnica. Como ejercicio de autoconocimiento, nada mejor que una externalización para enfrentarnos a nosotros mismos. O como herramienta de comunicación, ya sea política, espiritual o social, aunque no necesariamente con intención de diálogo.

El bombardeo de imágenes al que estamos sometidos a diario es tan cotidiano que la mayor parte del tiempo nos pasa completamente desapercibido. O tienen algo extra que nos enganche generándonos alguna emoción que nos abstraiga del ritmo estructurado y el sentir monótono con el que vivimos, o las desechamos como si se trataran de otro producto mercantil más de un solo uso. Pero antes de esta bulimia audiovisual, la observación de una imagen constituía una experiencia extraordinaria, y su posesión un elemento de estatus y reputación social.

Sobre todo esto versa esta exposición organizada por Caixaforum en colaboración The British Museum. Su primer capítulo, La belleza ideal, nos traslada hasta las primeras culturas y civilizaciones, como la helénica y su canon clásico, proporciones y simetrías seguidas después por los romanos que continúan marcando las coordenadas de lo estético y lo armónico en el mundo occidental. Cuerpos masculinos y femeninos mayormente desnudos, como los de Adán y Eva (grabado de Durero, 1504) estimulando la imaginación y la fantasía de sus observadores, pero que en tiempos más recientes han sido también criticados por la irrealidad que transmite su uso por actividades económicas como la de la moda, la cosmética o el deporte (Christopher Williams, 2004).  

La subjetividad del autor se hace más presente en La expresión de la personalidad. Ya no se trata solo de lo que se ve, sino lo de que ha proyectado sobre ello para plantearnos asuntos que de otra manera probablemente nos pasarían desapercibidos. Bien porque nuestra mirada está en nuestras cuestiones, bien porque no compartimos ni las coordenadas ni las experiencias de su creador. En Belleza americana, poder americano: Miss Iraq No.3, Farhad Ahrarnia (Irán, 1971) expone cómo la agresiva banalidad del individualismo de la nación de la libertad bombardeó, invadió y arrasó su país vecino. Una acumulación de elementos que en manos de otro iraní, Khosrow Hassanzadeh (1963), tiene un resultado completamente diferente cuando la intención es la ensalzar la figura y los logros de un héroe popular como es entre los suyos el de este boxeador, Gholamreza Tajti, creando en torno a él esta vitrina-santuario iluminada por luces centelleantes y objetos referentes a su biografía.

Pero si hay algo profundamente humano es nuestro deseo, aspiración y búsqueda de trascendencia espiritual. La necesidad de darle un sentido a nuestra existencia, una explicación a los devenires que nos acontecen, nos lleva una y otra vez a interrogantes a las que no sabemos responder. De ahí que desde el principio de los tiempos imaginemos quiénes pueden estar tras el gobierno de lo que nos sucede y que en épocas más recientes nos hayamos atrevido a poner en duda o versionar las iconografías bajo los que El cuerpo divino es representado.

Figura que representa a Yuanshi Tianzun (Dinastía Ming, 1488-1644) y Black Madonna (Vanessa Beecroft, 2006)

Sin embargo, centrados en la tierra, en el aquí y en el ahora y en el deseo de proyectarnos hacia el futuro, la imagen ha sido a lo largo de la historia un elemento sinigual en La representación del poder. Faraones egipcios, emperadores romanos, monarcas, dictadores y presidentes de hasta hoy mismo aspiran a ser la encarnación del poder no solo cuando dictan las normas y reglamentos que regulan la vida de sus conciudadanos, sino también a hacerse presentes cuando no están a través de retratos, bustos, monedas y fotografías, únicas una veces, seriadas otras y reproducidas a gran escala para estar allí donde físicamente no pueden, ya sea vía imperdible en la camiseta de sus seguidores, presidiendo salones de plenos de ayuntamientos o luciendo en las muros y farolas de las calles por las que transitamos.

Cabeza de reina, procedente de Sais (Egipto, hacia 1390 a.C.) e Isabel La Católica (Luis de Madrazo, 1848, Museo del Prado).

Por último, El cuerpo transformado nos proponer dilucidar hasta donde podemos llegar con nuestra presencia física, qué queremos hacer con ella o qué podríamos conseguir con su manipulación (tal y como plantean Antoni Tapiès, Maquillaje, 1998 y Juan Navarro Baldeweg, Cabeza, negro y plata, 1983). Proceso en el que lo estético no es el fin, sino el medio para elaborar mentalmente, para imaginarnos en un más allá, al menos por ahora, de coordenadas oníricas, en las que suponer quiénes y cómo seríamos, con quién y cómo nos relacionaríamos y, sobre todo, con qué fin. Quizás una tabula rasa apocalíptica que arrasara con todo. Quizás la arcadia de una utopía en que nos hayamos liberado de prejuicios, estigmas e imposibles.

La imagen humana: arte, identidades y simbolismo, Caixaforum Madrid, hasta el 16 de enero de 2022.

Puntos de encuentro de la Colección Soledad Lorenzo

En 1986 Soledad Lorenzo decidió poner en marcha un proyecto vital, personal y empresarial, su propia galería de arte. Un recorrido de tres décadas al que puso punto final hace poco y cuyo mayor legado no son solo las obras de artistas únicos colocadas a lo largo de estos años, sino las que ella misma se quedó porque nadie se fijó en ellas o no estuvo dispuesto a adquirirlas. Una selección de ese conjunto alcanza ahora el sumun del arte al ingresar como depósito en el Museo Reina Sofía.

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Un mecenazgo que se mostrará a través de dos muestras. La primera de ella es este Punto de encuentro formada por 57 piezas de 15 autores –que desde que comenzaron a trabajar con ella la tuvieron como representante en exclusiva en Madrid- a través de las que poder ver cómo ha sido la creación artística en nuestro país en el último período del siglo XX y el arranque del XXI. Estas son algunas de ellas.

Antoni Tápies (Barcelona, 1923 – 2012). Estera, 1994. Pintura y collage sobre madera. 200 x 228 x 12,5 cm.

Un material pobre, esparto hilvanado para formar una estera con la que cubrir el suelo a modo de alfombra. Un utensilio humilde ligado a lo rural, descontextualizado, en lugar de en el suelo está en la pared, en lugar de tocar directamente la superficie está colocado sobre una tabla que lo magnifica. Sin embargo, esta dignificación no pierde de vista su pasado utilitario y lo muestra de manera realista, desgastado, curtido por el uso y el paso del tiempo. De ahí ese centro del que brota aquello que ya no tapa, una gran mancha de pintura que por su forma lo mismo puede ser la inicial del apellido de su autor que una cruz griega. O quizás, deliberadamente, sea las dos y de ahí su número 2. Junto a este elemento gráfico, otros dos elaborados con grafito. Con el número 1 el término TAYKYOKU, que refiere al concepto filosófico chino del Taiji, el principio generador de todas las cosas. Con el 3 una mano que se extiende buscando, ofreciendo, esperando encontrarse con la nuestra.

Pablo Palazuelo (Madrid, 1916 – 2007). De somnis II, 1997. Óleo sobre lienzo. 217 x 149 cm.

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Primero hay que mirar, pasados unos segundos para dejar atrás la carga visual del trayecto realizado hasta situarse frente a esta pieza en la planta 4ª del edificio Sabatini, se comenzará a ver algo que antes parecía no existir. La imagen aparentemente plana comenzará a desplegarse y revelar una profundidad onírica que nos hará creer que su geométrica bidimensionalidad es en realidad una tridimensionalidad en la que podemos adentrarnos. Una inmersión visual que nos demostraría que no estamos entre líneas aleatoriamente suspendidas, sino paseando entre elementos arquitectónicos dispuestos de manera que nos transmiten una doble complejidad. La de sus construcciones individuales –tanto de sus caras externas como de sus distribuciones internas-  y la del ecosistema formado por la interrelación de todos ellos. Una densificada urbanización con una potente luz amarilla, producto de un intenso amanecer, momento previo de un ocaso estival y de la intervención eléctrica del género humano.

Guillermo Pérez Villalta (Tarifa, 1948). El temporizador elíptico, 1989. Óleo sobre lienzo. 200 x 140 cm.

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La atención no se la lleva el ciclista, sino el surco visual que deja a su paso. Una mezcla del impacto de la velocidad del futurismo italiano a la manera del orfismo de Robert Delauny pasado por el tamiz de un autor que creció al sur de todas las influencias occidentales mientras miraba desde su Tarifa natal el norte de una cultura en la que no existen las representaciones figurativas. Los radios de la bicicleta actúan como si fueran un prisma y provocan que la luz que llega desde el este se transforme en distintos haces primarios. Rojos, azules y verdes que brotan de un mismo lugar, pero que toman direcciones distintas, haciendo que el lienzo se proyecte en diferentes planos con el resultado ilusorio de crear un espacio en el que hay cabida para más deportistas dispuestos a dejarse la piel sobre las dos ruedas. Mientras haya movimiento, mientras el ciclista no deje de pedalear, el Lleno Cuando Muevo escrito con tipografía de estilo romano en la parte superior seguirá siendo verdad.

Juan Uslé (Santander, 1954). Azul dudoso 640, 1997. Técnica mixta sobre lienzo sobre tabla. 61 x 45 cm.

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Caminos trazados de norte a sur y de abajo a arriba. Un territorio ondulado con intervenciones horizontales sobre su verticalidad. Un espacio dividido en cinco partes en el que la primacía la tiene la proporción en la que concluye la lectura de nuestra mirada. Esta última es igual que las anteriores, pero el rectángulo que la enmarca con su tonalidad verde la hace parecer diferente, más grande, más protagonista. Esta pequeña pieza nos coloca desde una perspectiva superior, nos ofrece una mirada cenital en la que la tierra queda por debajo de nosotros, en la que suponemos terrenos vacíos por la planicie del color azul que las ocupa y otras que imaginamos son áreas habitadas por la huella que ha dejado en ellos la intervención del pincel del pintor. ¿Forman todas unidas un conjunto? ¿Solo las segundas? ¿Existe algún tipo de comunicación entre ellas que así lo permita? Mientras tanto, sentimos una inquietante sensación de movimiento al ver esas manchas blancas que más que unas nubes que flotan por debajo de nosotros, parecen ser algo energético que emana de ese lugar y que pretende ascender hasta llegar a engullirnos en su absoluta luminicidad.

Colección Soledad Lorenzo. Punto de encuentro, en el Museo Reina Sofía (Madrid), 27 septiembre – 27 noviembre 2017.