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23 de abril, un año de lecturas

365 días después estamos de nuevo en el día del libro, homenajeando a este bendito invento y soporte con el que nos evadimos, conocemos y reflexionamos. Hoy recordamos los títulos que nos marcaron, listamos mentalmente los que tenemos ganas de leer y repasamos los que hemos hecho nuestros en los últimos meses. Estos fueron los míos.

Concluí el 23 de abril de 2020 con unas páginas de la última novela de Patricia Highsmith, Small g: un idilio de verano. No he estado nunca en Zúrich, pero desde entonces imagino que es una ciudad tan correcta y formal en su escaparatismo, como anodina, bizarra y peculiar a partes iguales tras las puertas cerradas de muchos de sus hogares. Le siguió mi tercer Harold Pinter, The Homecoming. Nada como una reunión familiar para que un dramaturgo buceé en lo más visceral y violento del ser humano. Volví a Haruki Murakami con De qué hablo cuando hablo de correr, ensayo que satisfizo mi curiosidad sobre cómo combina el japonés sus hábitos personales con la disciplina del proceso creativo.  

Amin Maalouf me dio a conocer su visión sobre cómo se ha configurado la globalidad en la que vivimos, así como el potencial que tenemos y aquello que debemos corregir a nivel político y social en El naufragio de las civilizaciones. Después llegaron dos de las primeras obras de Arthur Miller, The Golden Years y The Man Who Had All The Luck, escritas a principios de la década de 1940. En la primera utilizaba la conquista española del imperio azteca como analogía de lo que estaba haciendo el régimen nazi en Europa, en un momento en que este resultaba atractivo para muchos norteamericanos. La segunda versaba sobre un asunto más moral, ¿hasta dónde somos responsables de nuestra buena o mala suerte?

Le conocía ya como fotógrafo, y con Mis padres indagué en la neurótica vida de Hervé Guibert. Con Asalto a Oz, la antología de relatos de la nueva narrativa queer editada por Dos Bigotes, disfruté nuevamente con Gema Nieto, Pablo Herrán de Viu y Óscar Espírita. Cambié de tercio totalmente con Cultura, culturas y Constitución, un ensayo de Jesús Prieto de Pedro con el que comprendí un poco más qué papel ocupa ésta en la cúspide de nuestro ordenamiento jurídico. The Milk Train Doesn´t Stop Here Anymore fue mi dosis anual de Tennessee Williams. No está entre sus grandes textos, pero se agradece que intentara seguir innovando tras sus genialidades anteriores.

Helen Oyeyemi llegó con buenas referencias, pero El señor Fox me resultó tedioso. Afortunadamente Federico García Lorca hizo que cambiara de humor con Doña Rosita la soltera. Con La madre de Frankenstein, al igual que con los anteriores Episodios de una guerra interminable, caí rendido a los pies de Almudena Grandes. Que antes que buen cineasta, Woody Allen es buen escritor, me quedó claro con su autobiografía, A propósito de nada. Bendita tú eres, la primera novela de Carlos Barea, fue una agradable sorpresa, esperando su segunda. Y de la maestra y laboriosa mano teatral de George Bernard Shaw ahondé en la vida, pensamiento y juicio de Santa Juana (de Arco).

Una palabra tuya me hizo fiel a Elvira Lindo. Más vale tarde que nunca. La sacudida llegó con Voces de Chernóbil de Svetlana Alexiévich, literatura y periodismo con mayúsculas, creo que no lo olvidaré nunca. Tras verlo representado varias veces, me introduje en la versión original de Macbeth, en la escrita por William Shakespeare. Bendita maravilla, qué ganas de retornar a Escocia y sentir el aliento de la culpa. Siempre reivindicaré a Stephen King como uno de los autores que me enganchó a la literatura, pero no será por ficciones como Insomnia, alargada hasta la extenuación. Tres hermanas fue tan placentero como los anteriores textos de Antón Chéjov que han pasado por mis manos, pena que no me pase lo mismo con la mayoría de los montajes escénicos que parten de sus creaciones.

Me sentí de nuevo en Venecia con Iñaki Echarte Vidarte y Ninguna ciudad es eterna. Gracias a él llegó a mis manos Un hombre de verdad, ensayo en el que Thomas Page McBee reflexiona sobre qué implica ser hombre, cómo se ejerce la masculinidad y el modo en que es percibida en nuestro modelo de sociedad. The Inheritance, de Matthew López, fue quizás mi descubrimiento teatral de estos últimos meses, qué personajes tan bien construidos, qué tramas tan genialmente desarrolladas y qué manera tan precisa de describir y relatar quiénes y cómo somos. Posteriormente sucumbí al mundo telúrico de las pequeñas mujeres rojas de Marta Sanz, y prolongué su universo con Black, black, black. Con Tío Vania reconfirmé que Chéjov me encanta.

Sergio del Molino cumplió las expectativas con las que inicié La España vacía. Acto seguido una apuesta segura, Alberto Conejero. Los días de la nieve es un monólogo delicado y humilde, imposible no enamorarse de Josefina Manresa y de su recuerdo de Miguel Hernández. Otro autor al que le tenía ganas, Abdelá Taia. El que es digno de ser amado hará que tarde o temprano vuelva a él. Henrik Ibsen supo mostrar cómo la corrupción, la injusticia y la avaricia personal pueden poner en riesgo Los pilares de la sociedad. Me gustó mucho la combinación de soledad, incomunicación e insatisfacción de la protagonista de Un amor, de Sara Mesa. Y con los recuerdos de su nieta Marina, reafirmé que Picasso dejaba mucho que desear a nivel humano.

Regresé al teatro de Peter Shaffer con The royal hunt of the sun, lo concluí con agrado, aunque he de reconocer que me costó cogerle el punto. Manuel Vicent estuvo divertido y costumbrista en ese medio camino entre la crónica y la ficción que fue Ava en la noche. Junto al Teatro Monumental de Madrid una placa recuerda que allí se inició el motín de Esquilache que Antonio Buero Vallejo teatralizó en Un soñador para un pueblo. El volumen de Austral Ediciones en que lo leí incluía En la ardiente oscuridad, un gol por la escuadra a la censura, el miedo y el inmovilismo de la España de 1950. Constaté con Mi idolatrado hijo Sisí que Miguel Delibes era un maestro, cosa que ya sabía, y me culpé por haber estado tanto tiempo sin leerle.

La sociedad de la transparencia, o nuestro hoy analizado con precisión por Byung-Chul Han. Masqué cada uno de los párrafos de El amante de Marguerite Duras y prometo sumergirme más pronto que tarde en Andrew Bovell. Cuando deje de llover resultó ser una de esas constelaciones familiares teatrales con las que tanto disfruto. Colson Whitehead escribe muy bien, pero Los chicos de la Nickel me resultó demasiado racional y cerebral, un tanto tramposo. Acabé Smart. Internet(s): la investigación pensando que había sido un ensayo curioso, pero el tiempo transcurrido me ha hecho ver que las hipótesis, argumentos y conclusiones de Frédéric Martel me calaron. Y si el guión de Las amistades peligrosas fue genial, no lo iba a ser menos el texto teatral previo de Christopher Hampton, adaptación de la famosa novela francesa del s.XVIII.   

Terenci Moix que estás en los cielos, seguro que El arpista ciego está junto a ti. Lope de Vega, Castro Lago y Arthur Schopenhauer, gracias por hacerme más llevaderos los días de confinamiento covidiano con vuestros Peribáñez y el comendador de Ocaña, cobardes y El arte de ser feliz. Con Lo prohibido volví a la villa, a Pérez Galdós y al Madrid de Don Benito. Luego salté en el tiempo al de La taberna fantástica de Alfonso Sastre. Y de ahí al intrigante triángulo que la capital formaba con Sevilla y Nueva York en Nunca sabrás quién fui de Salvador Navarro. El Canto castrato de César Aira se me atragantó y con la Eterna España de Marco Cicala conocí los porqués de algunos episodios de la Historia de nuestro país.

Lo confieso, inicié How to become a writer de Lorrie Moore esperando que se me pegara algo de su título por ciencia infusa. Espero ver algún día representado The God of Hell de Sam Shepard. Shirley Jackson hizo que me fuera gustando Siempre hemos vivido en el castillo a medida que iba avanzando en su lectura. Master Class, Terrence McNally, otro autor teatral que nunca defrauda. Desmonté algunas falsas creencias con El mundo no es como crees de El órden mundial y con Glengarry Glen Ross satisfice mis ansiosas ganas de tener nuevamente a David Mamet en mis manos. Y en la hondura, la paz y la introspección del Hotel Silencio de la islandesa de Auður Ava Ólafsdóttir termino este año de lecturas que no es más que un punto y seguido de todo lo que literariamente está por venir, vivir y disfrutar desde hoy.

10 textos teatrales de 2019

Títulos clásicos y actuales, títulos que ya forman parte de la historia de la literatura y primeras ediciones, originales en inglés, español, noruego y ruso, libretos que he visto representadas y otros que espero llegar a ver interpretados sobre un escenario.

«¿Quién teme a Virginia Woolf?» de Edward Albee. Amor, alcohol, inteligencia, egoísmo y un cinismo sin fin en una obra que disecciona tanto lo que une a los matrimonios aparentemente consolidados como a los aún jóvenes. Una crueldad animal y sin límites que elimina pudores y valores racionales en las relaciones cruzadas que se establecen entre sus cuatro personajes. Un texto que cuenta como pocas veces hemos leído cómo puede ser ese terreno que escondemos bajo las etiquetas de privacidad e intimidad.

«Un enemigo del pueblo» de Henrik Ibsen. “El hombre más fuerte es el que está más solo”, ¿cierto o no? Lo que en el siglo XIX escandinavo se redactaba como sentencia, hoy daría pie a un encendido debate. Leída en las coordenadas de democracia representativa y de libertad de prensa y expresión en las que habitamos desde hace décadas, la obra escrita por Ibsen sobre el enfrentamiento de un hombre con la sociedad en la que vive tiene muchos matices que siguen siendo actuales. Una vigencia que junto a su extraordinaria estructura, ritmo, personajes y diálogos hace de este texto una obra maestra que releer una y otra vez.

“La gaviota” de Antón Chéjov. El inconformismo vital, amoroso, creativo y artístico personificado en una serie de personajes con relaciones destinadas –por imperativo biológico, laboral o afectivo- a ser duraderas, pero que nunca les satisfacen plenamente. Cuatro actos en los que la perfecta exposición y desarrollo de este drama existencial se articulan con una fina y suave ironía que tiene mucho de crítica social y de reflexión sobre la superficialidad de la burguesía de su tiempo.

«La zapatera prodigiosa» de Federico García Lorca. Entre las múltiples lecturas que se pueden aplicar a esta obra me quedo con dos. Disfrutar sin más de la simpatía, el desparpajo y la emotividad de su historia. Y profundizar en su subtexto para poner de relieve la desigual realidad social que hombres y mujeres vivían en la España rural de principios del siglo XX. Eso sí, ambas quedan unidas por la habilidad de su autor para demostrar la profundidad emocional y la belleza que puede llegar a tener y causar la transmisión oral de lo cotidiano.

«La chunga» de Mario Vargas Llosa. La realidad está a mitad de camino entre lo que sucedió y lo que cuentan que pasó, entre la verdad que nadie sabe y la fantasía alimentada por un entorno que no tiene nada que ofrecer a los que lo habitan. Una desidia vital que se manifiesta en diálogos abruptos y secos en los que los hombres se diferencian de los animales por su capacidad de disfrutar ejerciendo la violencia sobre las mujeres. Mientras tanto, estas se debaten entre renunciar a ellos para mantener la dignidad o prestarse a su juego cosificándose hasta las últimas consecuencias.

“American buffalo” de David Mamet. Sin más elementos que un único escenario, dos momentos del día y tres personajes, David Mamet crea una tensión en la que queda perfectamente expuesto a qué puede dar pie nuestro vacío vital cuando la falta de posibilidades, el silencio del entorno y la soledad interior nos hacen sentir que no hay esperanza de progreso ni de futuro.

“The real thing” de Tom Stoppard. Un endiablado juego entre la ficción y la realidad, utilizando la figura de la obra dentro de la obra, y la divergencia del lenguaje como medio de expresión o como recurso estético. Puntos de vista diferentes y proyecciones entre personajes dibujadas con absoluta maestría y diálogos llenos de ironía sobre los derechos y los deberes de una relación de pareja, así como sobre los límites de la libertad individual.

“Tales from Hollywood” de Christopher Hampton. Cuando el nazismo convirtió a Europa en un lugar peligroso para buena parte de su población, grandes figuras literarias como Thomas Mann o Bertold Brecht emigraron a un Hollywood en el que la industria cinematográfica y la sociedad americana no les recibió con los brazos tan abiertos como se nos ha contado. Christopher Hampton nos traslada cómo fueron aquellos años convulsos y complicados a través de unos personajes brillantemente trazados, unas tramas perfectamente diseñadas y unos diálogos maestros.

“Los Gondra” y “Los otros Gondra” de Borja Ortiz de Gondra. Gondra al cubo en un volumen que reúne dos de los montajes teatrales que más me han agitado interiormente en los últimos años. Una excelente escritura que combina con suma delicadeza la construcción de una sólida y compleja estructura dramática con la sensible exposición de dos temas tan sensibles -aquí imbricados entre sí- como son el peso de la herencia, la tradición y el deber familiar con el dolor, el silencio y el vacío generados por el terrorismo.

“This was a man” de Noël Coward. En 1926 esta obra fue prohibida en Reino Unido por la escandalosa transparencia con que hablaba sobre la infidelidad, las parejas abiertas y la libertad sexual de hombres y mujeres. Una trama sencilla cuyo propósito es abrir el debate sobre en qué debe basarse una relación amorosa. Diálogos claros y directos con un toque ácido y crítico con la alta sociedad de su tiempo que recuerdan a autores anteriores como Oscar Wilde o George B. Shaw.

10 funciones teatrales de 2019

Directores jóvenes y consagrados, estrenos que revolucionaron el patio de butacas, representaciones que acabaron con el público en pie aplaudiendo, montajes innovadores, potentes, sugerentes, inolvidables.

“Los otros Gondra (relato vasco)”. Borja vuelve a Algorta para contarnos qué sucedió con su familia tras los acontecimientos que nos relató en “Los Gondra”. Para ahondar en los sentimientos, las frustraciones y la destrucción que la violencia terrorista deja en el interior de todos los implicados. Con extraordinaria sensibilidad y una humanidad exquisita que se vale del juego ficción-realidad del teatro documento, este texto y su puesta en escena van más allá del olvido o el perdón para llegar al verdadero fin, el cese del sufrimiento.

«Hermanas». Dos volcanes que entran en erupción de manera simultánea. Dos ríos de magma argumental en forma de diálogos, soliloquios y monólogos que se suceden, se pisan y se solapan sin descanso. Dos seres que se abren, se muestran, se hieren y se transforman. Una familia que se entrevé y una realidad social que está ahí para darles sentido y justificarlas. Un texto que es visceralidad y retórica inteligente, un monstruo dramático que consume el oxígeno de la sala y paraliza el mundo al dejarlo sin aliento.

«El sueño de la vida». Allí donde Federico dejó inconcluso el manuscrito de “Comedia sin fin”, Alberto Conejero lo continúa con el rigor del mejor de los restauradores logrando que suene a Lorca al tiempo que lo evoca. Una joya con la que Lluis Pascual hace que el anhelo de ambos creadores suene alto y claro, que el teatro ni era ni es solo entretenimiento, sino verdad eterna y universal, la más poderosa de las armas revolucionarias con que cuenta el corazón y la conciencia del hombre.

«El idiota». Gerardo Vera vuelve a Dostoievski y nos deja claro que lo de “Los hermanos Karamazov” en el Teatro Valle Inclán no fue un acierto sin más. Nuevamente sintetiza cientos de páginas de un clásico de la literatura rusa en un texto teatral sin fisuras en torno a valores como la humildad, el afecto y la confianza, y pecados como el materialismo, la manipulación y la desigualdad. Súmese a ello un sobresaliente despliegue técnico y un elenco en el que brillan Fernando Gil y Marta Poveda.

«Jauría». Miguel del Arco y Jordi Casanovas, apoyados en un soberbio elenco, van más allá de lo obvio en esta representación, que no reinterpretación, de la realidad. Acaban con la frialdad de las palabras transmitidas por los medios de comunicación desde el verano de 2016 y hacen que La Manada no sea un caso sin más, sino una verdad en la que tanto sus cinco integrantes como la mujer de la que abusaron resultan mucho más cercanos de lo que quizás estamos dispuestos a soportar.

“Mauthausen. La voz de mi abuelo”. Manuel nos cuenta a través de su nieta su vivencia como prisionero de los nazis en un campo de concentración tras haber huido de la Guerra Civil y ser uno de los cientos de miles de españoles que fueron encerrados por los franceses en la playa de Argelès-sur-Mer. Un monólogo que rezuma ilusión por la vida y asombro ante la capacidad de unión, pero también de odio, de que somos capaces el género humano. Un texto tan fantástico como la interpretación de Inma González y la dirección de Pilar G. Almansa.

«Shock (El cóndor y el puma)». El golpe de estado del Pinochet no es solo la fecha del 11 de septiembre de 1973, es también cómo se fraguaron los intereses de aquellos que lo alentaron y apoyaron, así como el de los que lo sufrieron en sus propias carnes a lo largo de mucho tiempo. Un texto soberbio y una representación aún más excelente que nos sitúan en el centro de la multitud de planos, la simultaneidad de situaciones y las vivencias tan discordantes -desde la arrogancia del poder hasta la crueldad más atroz- que durante mucho tiempo sufrieron los ciudadanos de muchos países de Latinoamérica.

«Las canciones». Comienza como un ejercicio de escucha pasiva para acabar convirtiéndose en una simbiosis entre actores dándolo todo y un público entregado en cuerpo y alma. Una catarsis ideada con inteligencia y ejecutada con sensibilidad en la que la música marca el camino para que soltemos las ataduras que nos retienen y permitamos ser a aquellos que silenciamos y escondemos dentro de nosotros.

«Lo nunca visto». Todos hemos sido testigos o protagonistas en la vida real de escenas parecidas a las de esta función. Momentos cómicos y dramáticos, de esos que llamamos surrealistas por lo que tienen de absurdo y esperpéntico, pero que a la par nos resultan familiares. Un cóctel de costumbrismo en un texto en el que todo es más profundo de lo que parece, tres actrices tan buenas como entregadas y una dirección que juega al meta teatro consiguiendo un resultado sobresaliente.

«Doña Rosita anotada». El personaje y la obra que Lorca estrenara en 1935 traídos hasta hoy en una adaptación y un montaje que es tan buen teatro como metateatro. Un texto y una protagonista deconstruidos y reconstruidos por un director y unos actores que dejan patente tanto la excelencia de su propuesta como lo actual que sigue siendo el de Granada.

«Las canciones» de Pablo Messiez

Comienza como un ejercicio de escucha pasiva para acabar convirtiéndose en una simbiosis entre actores dándolo todo y un público entregado en cuerpo y alma. Una catarsis ideada con inteligencia y ejecutada con sensibilidad en la que la música marca el camino para que soltemos las ataduras que nos retienen y nos permitamos ser aquellos a quienes silenciamos y escondemos en nuestro interior. 

Qué tendrá la música que todo lo puede. No hay puerta que no se abra, barrera que no se baje o cielo que no se cubra o se despeje al son que ella marque. Antes que los algoritmos de internet prediciendo nuestro comportamiento estaban las notas desperdigadas sobre una partitura, diciendo si vamos a reír, llorar, dialogar o desear al escucharlas materializadas en sonidos. Algo así es lo que ha hecho Pablo Messiez en Las canciones. No ha partido de cero, sino que ha seleccionado temas -canción ligera italiana, chanson française, voces sudamericanas, Liza Minnelli…- que sabe que te ponen la piel de gallina, te disparan la sonrisa o te obligan a mover los pies. Y con ellos ha trazado un atlas de geografía emocional habitado por dos grupos de personas que coinciden -unos ya estaban y otros acuden- en un local de ensayo con aires de caja de resonancia ye-ye por aquello que tienen en común, la música como motor de vida.

Lo que hasta entonces había sido cotidiano -el pasado familiar, el presente en pareja, el deseo de construirse un futuro- pasa a otra dimensión entre el aquí y la irrealidad. Coordenadas que conocemos pero que no sabemos muy bien dónde ubicar, que deseamos pero alcanzamos muchas menos veces de lo que nos gustaría. Un lugar en el que actuamos conformes a lo que sentimos, hacemos por estar satisfechos con nosotros mismos y deseamos involucrar a los que nos acompañan.

Gracias a la versatilidad de sus actores -qué acierto de casting- y al uso del movimiento en todas sus vertientes (entradas y salidas, disposición sobre el escenario, lenguaje corporal, improvisación y coreografía musical…) Messiez convierte la representación, fluctuando entre el drama chejoviano (se intuyen a Ivanov, La gaviota y las Tres hermanas, entre otras historias del maestro ruso) y la comedia clásica, en un viaje que desborda energía a raudales.

Una experiencia, compartida al unísono por personajes y público, de múltiples sensaciones y emociones -amor, desamor, atracción, admiración, fascinación, rechazo…- que surgen, fluyen, confluyen, van y vienen en una creciente, y totalmente natural, intensidad. Una vivencia que no se graba solo en la vista o en el oído, sino que te permite, incita e impulsa a implicarte en ella con todo el cuerpo, levantándote incluso de la butaca para liberarte -saltando, moviéndote y bailando- de la formalidad que te auto infieres y se espera de ti cuando asistes a un espectáculo teatral.

En La otra mujer -con esa Nina evocadora de Chejov y la Simone- y en su adaptación de Bodas de sangre -con aquella celebración llena de fiesta italiana-, Messiez ya había mostrado su amor por la música y su capacidad para utilizar sus capacidades expresivas y narrativas. Habilidad que eclosiona con Las canciones, con sus letras y músicas registradas en casetes y vinilos, y con las que diseña y monta sobre el escenario este fantástico, sugerente y emotivo espectáculo teatral.  

Las canciones, en el Teatro Kamikaze (Madrid).

«La otra mujer», la otra Nina

Nina quiere dejar atrás el mundo en el que vive y la mujer que ha sido hasta hace bien poco. Nina es una actriz que lo quiere ser todo encima de un escenario. Y Nina es Nina, el personaje de Chéjov, esa chica ingenua que sale malparada por no saber modular cómo relacionarse con los hombres. Una soledad a golpe de whisky, nocturnidad y canciones de Nina Simone interpretadas brutalmente por Guadalupe Álvarez Luchía.

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En La gaviota, la obra que Chéjov estrenó en 1896, Nina comenzaba siendo la musa de un aspirante a autor teatral para acabar rendida ante un escritor consagrado que la deja tras disfrutar la pasión inicial. El vuelve a su vida anterior sin carga alguna y ella se queda sola, embarazada y trabajando por teatros de mala muerte por toda Rusia. La mujer que sale al escenario del ambigú del Teatro Pavón también se llama Nina, puede que un nombre maldito que persiga a todas las así bautizadas con la maldición de nunca verse plenamente amadas ni realizadas en su profesión. Quizás Nina, la mujer que encarna a esa Nina, ha puesto fin a su relación con su novio o ha dejado que esa relación se terminara para no acabar como su antecesora.

Pero hay algo sano en ella. Y es que antes de dejar que la soledad y la neurosis se apoderen de su mente y de su cuerpo, desquiciándola y envejeciéndola, Nina -la de verdad, la que está antes del personaje y antes del fantasma- canta una y otra vez. Y lo hace con garra y energía, cogiendo aire, impulso y verdad desde más abajo del estómago. Pero también con calma y serenidad, con la pasión de quien abre sin pudor ni miedo el caudal interior, íntimo y profundo de las emociones. Ese que corre salvaje, de manera brutal, casi desbocado, que parece que nos va a arrasar, pero no lo hace, resultando tremendamente redentor.

Nina se identifica con las canciones que ha oído una y otra vez interpretar a Nina Simone y por eso se proyecta, se expresa, se muestra y se libera a través de ellas. Esta camarera que aún no ha abierto las puertas del local en el que trabaja, le cuenta y le canta al vacío quién es, qué siente, qué cree, qué quiere y qué desea entonando las letras de la cantante a la que admira con la misma entrega que si estuviera ante cientos o miles de personas. Haciendo que su acento argentino parezca salido de los bajos fondos de un club neoyorquino, que nuestros ojos la vean en blanco y negro en una atmósfera de cigarrillos acompañada por las notas al piano de Juan Ignacio Ufor.

La otra mujer es un concierto, un café, un monólogo musical lleno de lirismo en el que Pablo Messiez hace que lo que podría ser una colección de despechos y miserias se convierta en una lograda exposición personal, que una aspirante a actriz y cantante muestre unas dotes interpretativas y un chorro de voz propios de una estrella, y que Guadalupe Álvarez Luchía brille como tal.

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La otra mujer, Teatro Pavón (Madrid).

“The notebook of Trigorin” de Tennessee Williams

Un clásico de un genio del teatro de finales del siglo XIX puesto al día por otro maestro posterior, demostrando que la buena dramaturgia es universal, que va más allá de los tiempos y los lugares donde haya sido escrita. Una adaptación que imprime el sello Williams de acción, tensión y golpes de efecto a los profundos retratos individuales y las muy bien dibujadas relaciones familiares, sociales y afectivas de “La gaviota” de Chéjov.

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En 1896 Chéjov estrenaba en San Petersburgo La gaviota, marcando un punto de inflexión en la historia del teatro que obsesionó durante toda su carrera a Tennessee Williams, hasta tal punto que este se atrevió a realizar su propia adaptación de la misma en 1981. Conociendo a Williams es de suponer que no fue solo un impulso intelectual el que le llevó a esto, sino una pulsión vital con la que hacer aún más suyos a Irina, a Boris, a Sorin o a Constantine para vehicular a través de ellos su enmadejado y convulso mundo interior.

De ahí que aun sin modificar su estructura, ni las tramas ni las relaciones entre sus personajes, podamos ver cómo establece puntos de unión con lo que su vasta producción hasta la fecha había ya revelado sobre su personalidad y su biografía. Es inevitable comparar la monstruosa relación materno-filial entre Irina y Constatine con la Saturno devorando a sus hijos de El zoo de cristal (1944), ver en el desafecto que este hijo siente  el de los hermanos de Out cry (1973), relacionar el desequilibrio de Nasha con el de Blanche en Un tranvía llamado deseo (1947) y el deseo de Nina con el de Maggie en La gata sobre el tejado de zinc (1955), o evocar en los momentos de desorden colectivo el absurdo de Camino Real (1953).

El trabajo de Tennessee criba lo escrito por Antón, pero sin quitarle nada, concentrando aún más su esencia para hacerla más potente. La riqueza original de ese grupo social de La gaviota a cuyas reuniones en su residencia rural asistimos, se ve aumentada con un ritmo que la hace más directa en su exposición de las relaciones humanas, más incisiva en la vivencia interior de las emociones y más impactante en su representación dramática. Le da la creatividad y la innovación artística a que aspira su joven protagonista y que el americano aportó a la historia del teatro y de la literatura, consiguiendo además, toda una paradoja, la modifica sin llegar a alterarla.

Al contrario que su precedente, The notebook of Trigorim no parte de lo ambiental para entrar en el interior de sus personajes, sino que muestra explícitamente lo que estos piensan y sienten para a partir de ahí hacernos entender la atmósfera que les enreda y les envuelve como una espiral sin posibilidad de salida ni de cambio de dirección. Un planteamiento diferente con que Williams encuentra cómo incluirse, tal y como revela su título, en el texto de Chéjov sin alterar su planteamiento ni su discurrir ni sus equilibrios.

Aunque siga siendo un personaje secundario y mantenga su rol original, el exitoso escritor y pareja de conveniencia de esa actriz decadente que es Irina se convierte -con su gusto por la buena vida, su obsesión por escribir, su práctica caníbal de los juegos amorosos y su explicitada atracción tanto por hombres como por mujeres- en un punto medio entre un alter ego y una proyección catalizadora de las neurosis de quien en sus memorias había ya expuesto su dificultad para las relaciones afectivas equilibradas y una vida interior estable. Williams consigue así lo que todo lector/espectador aspira a hacer con una obra de teatro y que solo las buenas lo permiten, convertirse en parte de ella.

The notebook of Trigorin, Tennessee Williams, 1997, New Directions.

“La gaviota” de Antón Chéjov

El inconformismo vital, amoroso, creativo y artístico personificado en una serie de personajes con relaciones destinadas –por imperativo biológico, laboral o afectivo- a ser duraderas, pero que nunca les satisfacen plenamente. Cuatro actos en los que la perfecta exposición y desarrollo de este drama existencial se articulan con una fina y suave ironía que tiene mucho de crítica social y de reflexión sobre la superficialidad de la burguesía de su tiempo.

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Quejarnos de cuanto nos acontece y nos rodea, pero sin responsabilizarnos de ello ni trabajar decididamente por cambiarlo es algo inherente a casi todo ser humano. Se nos da mucho mejor manejar el imperativo con los demás que el condicional con nosotros mismos. Y cuando nos decidimos a introducirnos en nuestro interior, nos enredamos en las generalidades de los conceptos haciendo de ellos algo etéreo con lo que evitamos –por ineptitud o por falta de valor- llegar a donde verdaderamente queremos o necesitamos hacerlo.

Esto es lo que le sucede a los miembros de esta combinación de grupo y familia unida por lazos sanguíneos, afectivos, vecinales y laborales. Irina y Kostia son madre e hijo, ella es una exitosa actriz y él un joven adolescente aspirante a escritor. Una unión de opuestos, ella conservadora, defensora de los exitosos textos que representa, y él deseoso de innovar, cambiar, revolucionar los cánones literarios, tanto en su forma como en su fondo. Pero ambos, cada uno en su plano, incapaces de relacionarse con plenitud tanto entre sí como con su entorno, ella por su ego, él por su impericia para dar respuesta a sus dilemas personales.

Un conflicto central en torno al cual se articulan el resto de dramas y personajes. La pareja de ella, Trigorin, y la musa de él, Nana. Dos complementos con los que Chéjov resaltaba en 1896 la manera nada sana en que vivimos el afecto, entre la insatisfacción y el miedo a la soledad, y la pasión cuando esta viene acompañada de irreflexión e insensatez.  Y como segundo círculo de secundarios, entre otros, el anfitrión, hermano de Irina y tío de Kostia, Sordin, un hombre mayor que no deja de manifestar su descontento con su pasado ahora que por su edad ve acercarse su final; y frente a él otro caballero de madurez similar, el doctor que le atiende, que no sabemos si ha tenido mejor vida pero que sí manifiesta bienestar ante esa misma tesitura.

Así es como esa residencia rural a apenas un par de horas de tren de Moscú en la Rusia zarista de finales del siglo XIX resulta ser, a pesar de la tranquilidad de su entorno y su localización paradisíaca, una olla a presión sobre la naturaleza humana. Un drama que se ríe también de sus protagonistas, de sus caprichos, de sus nulidades afectivas y vanalidades existenciales y hasta de su racanería y egoísmo material.

Un pequeño universo a través del cual Chéjov reflexiona sobre las aspiraciones del ser humano. De su necesidad de comunión con sus coordenadas vitales y de su deseo de trascendencia, ya sea entregándose a otro y siendo correspondido en esa vivencia que llamamos amor, o mediante la creación artística –en su caso, la literaria- con la que hacer a la generalidad del público, y por extensión a toda la especie humana, consciente de dimensiones y posibilidades interiores hasta ahora desconocidas.

La gaviota, Anton Chéjov, 1896, Alianza Editorial.