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“El pato salvaje” de Henrik Ibsen

Los ideales como elementos que estructuran una vida, pero también como motivo que la echan a perder. El destino uniendo, relacionando y confrontando lo que es y no es para gloria de los privilegiados y desgracia de los más humildes. Dramaturgia ágil y personajes bien definidos para permitir que el texto evolucione hacia el conflicto planteado por su autor y una resolución que supera las expectativas.

Ibsen era un perfecto analista de la sociedad noruega de finales del siglo XIX. Tanto en lo que concierne a sus asuntos públicos, he ahí Los pilares de la sociedad (1877) o Un enemigo del pueblo (1882), como a la relación entre sexos en la intimidad, dejando clara su postura contraria a convenciones y falsas moralidades como revela el soberbio tercer acto de Casa de muñecas (1879). Escrita cinco años después de esta obra, El pato salvaje vuelve a ahondar en qué suponen los valores. Si guías que han de orientar las decisiones y relaciones que una persona establece a lo largo de su vida, o si exigencias inflexibles que le llevan a auto condenarse ante la posibilidad de conseguir su utópico cumplimiento. Una presentación tras la que se esconde otra lectura más profunda y perversa, quién establece y perpetúa esos principios, y con qué fines.

El planteamiento es el de dos familias que se reflejan en su unión y su distancia. Ligadas en el pasado por la asociación empresarial entre sus líderes masculinos, vinculadas hoy por el encuentro idealista por los hijos de aquellos. Podría parecer que el salto generacional les permite sellar un puente de justicia moral entre ambas con el que recomponer lo que, por razones extrañas y ajenas a ellos, se rompió en el pasado. Sin embargo, queda la duda de si no es en realidad una traslación del mismo esquema de lucha de clases, donde el mando y la sumisión, la suerte y el dolor se reparten siempre de igual manera. Un entramado en el que, además, las mujeres están sometidas a lo que se disponga de ellas, ya sea heridas por el engaño del adulterio, ya señaladas por el delito del pecado carnal.

Intenciones que marcan el desarrollo, más crítico que argumental de la trama principal, y que condicionan el papel de las secundarias para que la apoyen en su propósito. La calidad literaria de El pato salvaje es indudable, al igual que la solidez de sus personajes y la verosimilitud del diferente tono expresivo de cada uno de ellos, pero es evidente hacia dónde quiere llevarnos Ibsen. No son ellos los que guían o provocan los acontecimientos, sino que son estos los que marcan su conducta, las cuestiones que plantean y las respuestas con las que se proyectan y defienden.

Sin embargo, esto no anula la emocionalidad de sus biografías ni la intensidad de los puntos de inflexión a los que se ven abocados, dejando espacio para su reivindicación de la espontaneidad, el perdón y el olvido, aunque asumiendo que estas oportunidades no están al alcance de todos. Una suma de posibilidades y contrariedades que eclosionan en un final en el que el Ibsen dramaturgo se posiciona sobre el ciudadano contestario que albergaba dentro de sí.

El pato silvestre, Henrik Ibsen, 1884, Alianza Editorial.

10 textos teatrales de 2021

Obras que ojalá vea representadas algún día. Otras que en el escenario me resultaron tan fuertes y sólidas como el papel. Títulos que saltaron al cine y adaptaciones de novelas. Personajes apasionantes y seductores, también tiernos en su pobreza y miseria. Fábulas sobre el poder político e imágenes del momento sociológico en que fueron escritas.

«The inheritance» de Matthew Lopez. Obra maestra por la sabia construcción de la personalidad y la biografía de sus personajes, el desarrollo de sus tramas, los asuntos morales y políticos que trata y su entronque de ficción y realidad. Una complejidad expuesta con una claridad de ideas que hace grande su escritura, su discurso y su objetivo de remover corazones y conciencias. Una experiencia que honra a los que nos precedieron en la lucha por los derechos del colectivo LGTB y que reflexiona sobre el hoy de nuestra sociedad.

«Angels in America» de Tony Kushner. Los 80 fueron años de una tormenta perfecta en lo social con el surgimiento y expansión del virus del VIH y la pandemia del SIDA, la acentuación de las desigualdades del estilo de vida americano impulsadas por el liberalismo de Ronald Reagan y las fisuras de un mundo comunista que se venía abajo. Marco que presiona, oprime y dificulta –a través de la homofobia, la religión y la corrupción política- las vidas y las relaciones entre los personajes neoyorquinos de esta obra maestra.

“La taberna fantástica” de Alfonso Sastre. Tardaría casi veinte años en representarse, pero cuando este texto fue llevado a escena su autor fue reconocido con el Premio Nacional de Teatro en 1986. Una estancia de apenas unas horas en un tugurio de los suburbios de la capital en la que con un soberbio uso del lenguaje más informal y popular nos muestra las coordenadas de los arrinconados en los márgenes del sistema.

«La estanquera de Vallecas» de José Luis Alonso de Santos. Un texto que resiste el paso del tiempo y perfecto para conocer a una parte de la sociedad española de los primeros años 80 del siglo pasado. Sin olvidar el drama con el que se inicia, rápidamente se convierte en una divertida comedia gracias a la claridad con que sus cinco personajes se muestran a través de sus diálogos y acciones, así como por los contrastes entre ellos. Un sainete para todos los públicos que navega entre la tragedia y nuestra tendencia nacional al esperpento.

«Juicio a una zorra» de Miguel del Arco. Su belleza fue el salvoconducto con el que Helena de Troya contó para sobrevivir en un entorno hostil, pero también la condena que hizo de ella un símbolo de lo que supone ser mujer en un mundo machista como ha sido siempre el de la cultura occidental. Un texto actual que actualiza el drama clásico convirtiéndolo en un monólogo dotado de una fuerza que va más allá de su perfecta forma literaria.

«Un hombre con suerte» de Arthur Miller. Una fábula en la que el santo Job es convertido en un joven del interior norteamericano al que le persigue su buena estrella. Siempre recompensado sin haber logrado ningún objetivo previo ni realizado hazaña audaz alguna, lo que despierta su sospecha y ansiedad sobre cuál será el precio a pagar. Una interrogación sobre la moral y los valores del sueño americano en tres actos con una estructura sencilla, pero con un buen desarrollo de tramas y un ritmo creciente generando una sólida y sostenida tensión.

“Las amistades peligrosas” de Christopher Hampton. Novela epistolar convertida en un excelente texto teatral lleno de intriga, pasión y deseo mezclado con una soberbia difícil de superar. Tramas sencillas pero llenas de fuerza y tensión por la seductora expresión y actitud de sus personajes. Arquetipos muy bien construidos y enmarcados en su contexto, pero con una violencia psicológica y falta de moral que trasciende al tiempo en que viven.

“El Rey Lear” de William Shakespeare. Tragedia intensa en la que la vida y la muerte, la lealtad y la traición, el rencor y el perdón van de la mano. Con un ritmo frenético y sin clemencia con sus personajes ni sus lectores, en la que nadie está seguro a pesar de sus poderes, honores o virtudes. No hay recoveco del alma humana en que su autor no entre para mostrar cuán contradictorias y complementarias son a la par la razón y la emoción, los deberes y los derechos naturales y adquiridos.

“Glengarry Glen Ross” de David Mamet. El mundo de los comerciales como si fuera el foso de un coliseo en el que cada uno de ellos ha de luchar por conseguir clientes y no basta con facturar, sino que hay que ganar más que los demás y que uno mismo el día anterior. Coordenadas desbordadas por la testosterona que sudan todos los personajes y unos diálogos que les definen mucho más de lo que ellos serían capaces de decir sobre sí mismos.

«La señorita Julia» de August Strindberg. Sin filtros ni pudor, sin eufemismos ni decoro alguno. Así es como se exponen a lo largo de una noche las diferencias entre clases, así como entre hombres y mujeres, en esta conversación entre la hija de un conde y uno de los criados que trabajan en su casa. Diálogos directos, en los que se exponen los argumentos con un absoluto realismo, se da cabida al determinismo y su autor deja claro que el pietismo religioso no va con él.

«La señorita Julia» de August Strindberg

Sin filtros ni pudor, sin eufemismos ni decoro alguno. Así es como se exponen a lo largo de una noche las diferencias entre clases, así como entre hombres y mujeres, en esta conversación entre la hija de un conde y uno de los criados que trabajan en su casa. Diálogos directos, en los que se exponen los argumentos con un absoluto realismo, se da cabida al determinismo y su autor deja claro que el pietismo religioso no va con él.

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Los casi 130 años transcurridos desde que Strindberg (Estocolmo, 1848-1912) escribiera La señorita Julia en 1888 no han hecho mella en ella. Su lectura impresiona hoy como si fuera un texto recién publicado por la descarnada manera con que trata cuestiones como el sexo y la atracción, las diferencias entre clases y las argumentaciones que sus personajes manejan para manipular a aquel a cuyo control aspiran.

La conversación que inicia Julia con Juan en presencia de Cristina, la cocinera y novia de éste, deriva en un duelo sin reglas entre ellos dos en el que no se persigue otro fin que dominar, destruyendo al otro si es necesario para conseguirlo. Un canibalismo que ella ejercita como patrona explotadora del empleado contratado por su padre, y que él también practica para intentar conseguir lo que le interesa de ella. En su caso apelando a aquello que ella cree que la libera, el deseo sexual, pero que al tiempo la hace esclava de él. Más allá de lo explícito de lo que se dicen y del lenguaje no verbal que esto conlleva, pasajes como el del beso de los zapatos de ella o el recuerdo de cómo atizaba a su novio con una fusta avivan un fuego físico y psicológico de consecuencias imprevisibles.

A medida que ambos revelan el momento presente en el que se encuentran y la historia individual y familiar que albergan detrás, queda claro que lo que está sucediendo entre ellos no alcanzará un punto de equilibrio. O ella pierde el honor y la virtud que se le suponen por su apellido y su condición de mujer, o él asume que es el esclavo que las normas sociales le consideran aunque se niegue a reconocerlo. Las mentiras, la amenaza y el chantaje serán las armas que ambos empuñarán con sadismo para intentar conseguir la sumisión y rendición de su adversario. Y sin reparar en la forma en que esta derrota se materializará -la huida, la deshonra, la vida- ni las consecuencias que pueda tener tanto para ellos como para sus allegados.

Una noche de San Juan a escondidas de todos en la que él manifiesta su anhelo por llegar a ser alguien, considerado por sus propiedades y sus títulos, así como su sentimiento de superioridad por el hecho de ser hombre. Ella, a su vez, le arroja a la cara la imposibilidad de convertirse en una persona diferente a quien ya se es antes del nacimiento, de dejar de ser invisible mientras no se tengan recursos materiales ni educación ni haber sido considerado y aceptado por aquellos que gobiernan la sociedad de la que se quiere ser parte.

Una lucha verbal en la que el lenguaje es utilizado siempre como un medio de extraordinaria potencia por sus personajes, nunca como un instrumento literario por su creador. Y un combate también corporal, en el que cada uno intenta subyugar al otro a través de la provocación, la atracción sexual y el contacto físico que esta puede conllevar.

Una valiente y avanzada exposición para su tiempo del comportamiento humano que no ignora la omnipresente presencia de la religión. Factor que entra en escena con la casi siempre ausente Cristina y su exposición de que ésta es únicamente refugio en el que buscar y encontrar penitencia si no se tiene nada material que perder. Algo así como “el opio del pueblo” que tantas luchas y conflictos le generó a Strindberg a lo largo de su vida.

La señorita Julia, August Strindberg, 1888, Alianza Editorial.