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“El arte de ser feliz” de Arthur Schopenhauer

No es un manual de autoayuda, ni mucho menos. Tampoco un decálogo de reflexiones desde el trono del dogmatismo, la comodidad de aquel a quien la vida le ha tratado bien o al que le ha hecho sufrir. Son reflexiones resultado de la observación y el análisis hasta llegar a la síntesis de la eudemonología, al punto de equilibrio entre la razón y la emoción, así como entre nuestra vida interior y nuestro mundo social.

Este volumen nunca existió como tal en la carrera de Schopenhauer (1788-1860). Las cincuenta reglas en él compiladas están tomadas de distintos escritos elaborados a lo largo de su carrera, lo que denota su interés y preocupación por el tema. No con el ánimo de conseguir la fórmula secreta de la felicidad o la satisfacción, sino con el objetivo de vivir enfocando nuestros sentidos y centrando nuestro pensamiento en el presente, una toma de conciencia que acuña bajo el término de eudemonología. Logro que choca con supeditarnos al vicio de un pasado imposible de recuperar o a la quimera de un futuro inexistente, así como a la obsesión de estar más pendientes de lo que tenemos o no y de lo que los demás piensan o no de nosotros.

Una predicación del aquí y ahora y del sentir interior que recuerda a corrientes del pensamiento oriental como el budismo y que referencia a filósofos anteriores como Aristóteles, Platón o Kant. Schopenhauer no aboga por renunciar a lo material ni a la influencia de los demás, pero sí tener claro que cualquier vínculo relacional comienza por uno mismo, por conocerse sin filtros, reconocerse con honestidad y mirar transparentemente desde el punto en el que se está. Todo lo que no comience así traerá consigo malestar y enfermedad en el plano interior, insatisfacción y enfrentamiento en el exterior.

Su apuesta pasa por huir de la búsqueda del éxito y la alegría y enfocarnos en saber adaptarnos a las circunstancias que nos toque vivir y a lo que estas lleven aparejado. No se trata de instalarnos en el rechazo estoico de la posibilidad positiva, sino de ser realistas y asumir que la perfección no existe y que cuantas más ilusiones o fantasías proyectemos en lo que supuestamente está por venir, así como relecturas del pasado hagamos intentando encontrarle una lógica satisfactoria, más energía malgastaremos alejándonos de lo verdaderamente auténtico y real, el presente.

Pero Schopenhauer no es un predicador del fatalismo y la resignación. Su propósito es poner el foco en lo que considera vital, en que hemos de ser conscientes de que somos una pieza más en un engranaje de causas y efectos que no están supeditados a nosotros. No lo controlamos todo como creemos -he ahí las muestras meteorológicas o víricas de la naturaleza- y por eso una y otra vez nos vemos superados y arrastrados sin permiso ni clemencia por el torrente de la naturaleza y el paso del tiempo. Un caudal en el que nuestra labor consiste en saber mantenernos a flote y obtener lo mejor de allí por donde el destino nos lleve. Afrontarlo con actitud nutriente, y no como un proyecto en el que conseguir unos objetivos cuantificables pronosticados antes siquiera de haber comenzado su tránsito, hará que, quizás, seamos más felices.

El arte de ser feliz, Arthur Schopenhauer, 2018, Nórdica Libros.

10 funciones teatrales de 2019

Directores jóvenes y consagrados, estrenos que revolucionaron el patio de butacas, representaciones que acabaron con el público en pie aplaudiendo, montajes innovadores, potentes, sugerentes, inolvidables.

“Los otros Gondra (relato vasco)”. Borja vuelve a Algorta para contarnos qué sucedió con su familia tras los acontecimientos que nos relató en “Los Gondra”. Para ahondar en los sentimientos, las frustraciones y la destrucción que la violencia terrorista deja en el interior de todos los implicados. Con extraordinaria sensibilidad y una humanidad exquisita que se vale del juego ficción-realidad del teatro documento, este texto y su puesta en escena van más allá del olvido o el perdón para llegar al verdadero fin, el cese del sufrimiento.

«Hermanas». Dos volcanes que entran en erupción de manera simultánea. Dos ríos de magma argumental en forma de diálogos, soliloquios y monólogos que se suceden, se pisan y se solapan sin descanso. Dos seres que se abren, se muestran, se hieren y se transforman. Una familia que se entrevé y una realidad social que está ahí para darles sentido y justificarlas. Un texto que es visceralidad y retórica inteligente, un monstruo dramático que consume el oxígeno de la sala y paraliza el mundo al dejarlo sin aliento.

«El sueño de la vida». Allí donde Federico dejó inconcluso el manuscrito de “Comedia sin fin”, Alberto Conejero lo continúa con el rigor del mejor de los restauradores logrando que suene a Lorca al tiempo que lo evoca. Una joya con la que Lluis Pascual hace que el anhelo de ambos creadores suene alto y claro, que el teatro ni era ni es solo entretenimiento, sino verdad eterna y universal, la más poderosa de las armas revolucionarias con que cuenta el corazón y la conciencia del hombre.

«El idiota». Gerardo Vera vuelve a Dostoievski y nos deja claro que lo de “Los hermanos Karamazov” en el Teatro Valle Inclán no fue un acierto sin más. Nuevamente sintetiza cientos de páginas de un clásico de la literatura rusa en un texto teatral sin fisuras en torno a valores como la humildad, el afecto y la confianza, y pecados como el materialismo, la manipulación y la desigualdad. Súmese a ello un sobresaliente despliegue técnico y un elenco en el que brillan Fernando Gil y Marta Poveda.

«Jauría». Miguel del Arco y Jordi Casanovas, apoyados en un soberbio elenco, van más allá de lo obvio en esta representación, que no reinterpretación, de la realidad. Acaban con la frialdad de las palabras transmitidas por los medios de comunicación desde el verano de 2016 y hacen que La Manada no sea un caso sin más, sino una verdad en la que tanto sus cinco integrantes como la mujer de la que abusaron resultan mucho más cercanos de lo que quizás estamos dispuestos a soportar.

“Mauthausen. La voz de mi abuelo”. Manuel nos cuenta a través de su nieta su vivencia como prisionero de los nazis en un campo de concentración tras haber huido de la Guerra Civil y ser uno de los cientos de miles de españoles que fueron encerrados por los franceses en la playa de Argelès-sur-Mer. Un monólogo que rezuma ilusión por la vida y asombro ante la capacidad de unión, pero también de odio, de que somos capaces el género humano. Un texto tan fantástico como la interpretación de Inma González y la dirección de Pilar G. Almansa.

«Shock (El cóndor y el puma)». El golpe de estado del Pinochet no es solo la fecha del 11 de septiembre de 1973, es también cómo se fraguaron los intereses de aquellos que lo alentaron y apoyaron, así como el de los que lo sufrieron en sus propias carnes a lo largo de mucho tiempo. Un texto soberbio y una representación aún más excelente que nos sitúan en el centro de la multitud de planos, la simultaneidad de situaciones y las vivencias tan discordantes -desde la arrogancia del poder hasta la crueldad más atroz- que durante mucho tiempo sufrieron los ciudadanos de muchos países de Latinoamérica.

«Las canciones». Comienza como un ejercicio de escucha pasiva para acabar convirtiéndose en una simbiosis entre actores dándolo todo y un público entregado en cuerpo y alma. Una catarsis ideada con inteligencia y ejecutada con sensibilidad en la que la música marca el camino para que soltemos las ataduras que nos retienen y permitamos ser a aquellos que silenciamos y escondemos dentro de nosotros.

«Lo nunca visto». Todos hemos sido testigos o protagonistas en la vida real de escenas parecidas a las de esta función. Momentos cómicos y dramáticos, de esos que llamamos surrealistas por lo que tienen de absurdo y esperpéntico, pero que a la par nos resultan familiares. Un cóctel de costumbrismo en un texto en el que todo es más profundo de lo que parece, tres actrices tan buenas como entregadas y una dirección que juega al meta teatro consiguiendo un resultado sobresaliente.

«Doña Rosita anotada». El personaje y la obra que Lorca estrenara en 1935 traídos hasta hoy en una adaptación y un montaje que es tan buen teatro como metateatro. Un texto y una protagonista deconstruidos y reconstruidos por un director y unos actores que dejan patente tanto la excelencia de su propuesta como lo actual que sigue siendo el de Granada.

«Ushuaia» de Alberto Conejero

De la misma manera que la Historia vuelve a repetirse si nos negamos a aprender de ella, el pasado personal no acepta ser ocultado y nos obligará a cometer una y otra vez los errores que nos avergüenzan si no los reconocemos y curamos las heridas causadas. Un trayecto no siempre lineal, desde Grecia hasta el sur de Argentina, desde los años 40 hasta los 80 del s. XX, guiado por el amor, la conciencia y el deseo de reconciliación.

Ushuaia tiene un primer plano de lectura, ese en el que el ermitaño y ya anciano Mateo recibe en su casa en Tierra de Fuego a Nina, una mujer que va a trabajar cuidando de él y uno paralelo en el que la joven judía Rosa y el oficial nazi Mattheus hablan idiomas distintos cuarenta años antes en Tesalónica. Pero hay otro nivel, otra dimensión que enlaza ambas parejas y sus coordenadas geográficas y temporales, que inicialmente no acertamos a saber cuál es, pero que poco a poco -y a medida que avancen sus historias individuales, combinadas y cruzadas- se irá descubriendo. Más allá de los 13.000 km y las cuatro décadas que les distancian, lo que les separa y les une a la vez es la fuerza de un pecado por expiar, de una falsa libertad pidiendo ser cancelada, de una verdad que clama por ocupar su lugar.

Conejero expone con suma claridad el punto de partida de cada una de sus tramas, haciéndolas avanzar con la ayuda de unos diálogos precisos y una expresividad sencilla que, más que asertiva, resulta honesta con la personalidad y el sentir de sus personajes. Su delicado lirismo que todo lo cubre en otros de sus trabajos queda aquí reservado para los elementos que nos van dando las claves con que se disuelven las brumas de lo que enlaza a sus protagonistas y a nosotros nos intriga. Los versículos del Apocalipsis, los pasajes del Moby Dick de Melville y las piezas musicales germánicas y otomanas aludidas son los pliegues de la conciencia en los que se refugian la culpa, la vergüenza y el remordimiento. Manifestaciones de una soledad árida y un dolor seco, casi crónico, que tiñe cada una de las líneas de este texto.

Todo ello en una atmósfera que tienen algo de la nebulosa del cine clásico a la que se alude en algún momento y mucho del thriller de aquellas películas bélicas que años después del fin de la II Guerra Mundial nos ayudaron a descubrir la barbarie del nazismo y el horror del Holocausto. Coordenadas que enmarcan lo que sucede en Ushuaia, pero en las que su autor no se encorseta, sino que se sirve de ellas para observar y analizar la conducta humana en un intento de entender cuál es el motor que nos mueve. No solo en un momento concreto como individuos o en una época más amplia como sociedad, sino como civilización que ha sido capaz de lo mejor, pero también de lo peor desde el principio de los tiempos.

Sin llegar a las cotas de La piedra oscura o Todas las noches de un día, este trabajo de Alberto es más que notable y ojalá vuelva a ser llevado a las tablas con más acierto que el que tuvo el montaje con el que se estrenó en el Teatro Español en 2017. Lo merece.

Ushuaia, Alberto Conejero, 2013, Asociación de Directores de Escena de España.

«Los pequeños brotes» de Abel Azcona

Treinta años de vida contada a través de los momentos que le han dado forma. Episodios aparentemente independientes, pero formando una unidad articulada por el dolor causado por el abandono y los abusos sufridos desde que nació. Narrativa que Abel ha convertido en el elemento inspirador de su obra artística y del que este volumen no solo es reflejo, sino también una pieza más que sintetiza muy eficazmente tanto su mensaje como su objetivo.

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Cuando expone en el norte de España, el día de la inauguración suele encontrarse en la puerta del local que luce su nombre a la que fuera su profesora de historia del arte cuando era niño. A veces, entre los asistentes está aquel hombre que le expulsó de la academia de dibujo en la que le inscribió su familia adoptiva. Eventos -no solo en España, también en ciudades de otros muchos países- en los que cada quince minutos discretamente sale por la puerta de atrás y tras un momento con su copa de vino vuelve a ejercer la actividad social. Estos son algunos de los muchos episodios -no continuos ni enlazados, pero que encajan como piezas de un puzle- que sobre sí mismo, su inspiración, sus intenciones, resultados y logros artísticos cuenta Abel en Los pequeños brotes.

Título que no son solo unas memorias o un ensayo sobre su trayectoria, es también una obra más que -al igual que otras de sus creaciones- se basa en los dos elementos que han marcado su vida e identidad desde el día en que nació. Abandonado a principios de abril de 1988 en Madrid por la mujer prostituta y drogadicta que le engendró, entregado a los servicios sociales en Pamplona, pasó de una familia de acogida a ser adoptado por una madre que le pretendió educar con el método de la culpa y el castigo católico, tutela de la que se liberó con la mayoría de edad. Para entonces Azcona ya estaba curtido por las múltiples formas de sufrir castigo físico, tortura psicológica y abuso sexual, y no solo en el entorno familiar y escolar.

Espiral de degradación física y psicológica que siguió posteriormente en Madrid y con la que solo fue capaz de comenzar a convivir en el momento en que hizo de ella el elemento que articula su producción. Una trayectoria en la que con sus performances da a conocer con gran crudeza los efectos que tiene el uso y abuso del cuerpo de los más débiles -generalmente a través de la prostitución, pero también mediante la presión represora que ejerce la iglesia- no solo sobre las personas que la sufren sino sobre el conjunto de nuestra sociedad.

Abel no es un artista que busque crear y transmitir belleza, él es un agitador de conciencias, nos sitúa frente a aquello que deliberadamente ignoramos, pero no para que nos posicionemos racionalmente, sino para que nos sintamos desbordados por las emociones y sensaciones que pretende provocarnos con sus propuestas. Con la particularidad de que él está de los dos lados de ese shock, en el del portavoz que elabora el discurso y, en muchas ocasiones, en el del protagonista que alimenta y documenta con su experiencia el relato que nos transmite.

Así es como está también en este título. Con una redacción clara y directa a lo esencial, a lo nuclear, sintetizando con verosimilitud tanto la crudeza de los hechos vividos cuando era niño como el eco que estos han tenido en su adultez. Transmitiendo con credibilidad el impacto experimentado, como cuando hace del uso y la exposición de la desnudez de su cuerpo el objeto central de sus propuestas. Quizás las palabras escritas no sean tan impactantes como las presencias físicas, pero sí que fijan conceptos de una manera mucho más duradera. Por este motivo Los pequeños brotes es un medio perfecta para conocer tanto la lógica de la propuesta conceptual de Abel Azcona como de profundizar en su clara intencionalidad política.

Los pequeños brotes, Abel Azcona, 2019, Editorial Dos Bigotes.

«Jauría», cinco contra una

Miguel del Arco y Jordi Casanovas, apoyados en un soberbio elenco, van más allá de lo obvio en esta representación, que no reinterpretación, de la realidad. Acaban con la frialdad de las palabras transmitidas por los medios de comunicación desde el verano de 2016 y hacen que La Manada no sea un caso sin más, sino una verdad en la que tanto sus cinco integrantes como la mujer de la que abusaron resultan mucho más cercanos de lo que quizás estamos dispuestos a soportar.  

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Para elaborar el texto de Jauría Jordi Casanovas se ha valido de las transcripciones de distintas sesiones del juicio de La Manada, así como de fragmentos de las sentencias. Tanto de la dictada por la Audiencia Provincial de Navarra en abril del pasado año como de la posterior del Tribunal Superior de Navarra en el mes de diciembre. En la hora y media de función no hay recreación alguna, tan solo se ha editado cuanto ya sabíamos para darle forma dramática, pero respetando su cronología y su integridad textual.

Una explosiva combinación de puntos de vista y relatos que Miguel del Arco ha puesto en pie con total pulcritud. Sin intervenir sobre ellos. Facilitando que todos queden perfectamente expuestos para que los espectadores entendamos que tras la simpleza de un titular, la brevedad de una noticia o la edición de un reportaje periodístico, hay hechos objetivos y prismas subjetivos que solo se pueden conocer e integrar si escuchamos el relato en primera persona de los que lo vivieron. Cuando se confrontan entre sí nos permiten llegar a una verdad, que aún así -como pudimos comprobar- siempre es susceptible de ser interpretable por el sistema judicial.

Jauría comienza con el relato de lo que sucedió aquella madrugada del 6 de junio de 2016, contraponiendo a víctima con victimarios. La espontaneidad, la sorpresa y el shock de ella encajan con estupor con la premeditación, el egoísmo y la frialdad de ellos. Hasta aquí algo similar a un careo muy bien construido en el que la verosimilitud cae del lado de la naturalidad, la modestia y la humildad con que la joven madrileña expone su vivencia. Nada que ver con falta de empatía, cero escucha y nula consideración que muestran los andaluces por la que dicen que fue su partenaire.

Pero donde esta función se hace fuerte es a continuación, cuando se representa el interrogatorio que los abogados defensores de los acusados le realizaron a aquella mujer de 19 años. Cuando ya no se expone lo que pasó sino cómo se intentó interpretar, yendo más allá de la contraposición de puntos de vista para valorar con simpleza los comportamientos y respuestas femeninas bajo un prisma subrepticiamente androcentrista. Jugando ásperamente con las palabras para hacer parecer goce, disfrute y manipulación lo que había sido violación y continuaba siendo herida y dolor.

Es en esta parte donde la incomprensión y el rechazo que suscita la violencia física y sexual se transforma en una atmósfera densa y dura, en un lastre para la conciencia ante la incredulidad de que se pudiera humillar aún más a quien habían forzado, desnudado y utilizado cruelmente sin su consentimiento. Es entonces cuando Jauria destroza el escenario y estalla en nuestras conciencias haciendo que nos preguntemos qué clase de sociedad avanzada somos, dónde queda la humanidad frente a la frialdad de la burocracia y, sobre todo, dónde estaríamos cada uno de nosotros en una situación como esa y en qué medida nuestra pasividad individual y ligereza ciudadana nos hace cómplices de episodios como este.

Sin salirse en ningún momento de lo dicho estrictamente ante el tribunal, Jauría sigue, mostrándonos que un juicio es más que una sucesión de declaraciones. Es una vuelta atrás, obligada y en la más estricta soledad, a un pasado reciente que desearíamos no hubiera ocurrido. A un punto de inflexión en el que la vida se tornó sin saber cómo ni por qué en algo gris, sucio y feo. A un instante en el que contemplamos con estupor como algunos fueron jaleados por presumir de la puta pasada que habían protagonizado, mientras que otra era culpabilizada por intentar superarlo. Un golpe en la mesa, una bofetada en la cara, una ruptura del tiempo y del espacio, del aquí y ahora, seguida de un sordo y negro silencio.

Una función puesta en pie por un elenco -Fran Cantos, Álex García, María Hervás, Ignacio Mateos, Raúl Prieto y Martiño Rivas- que funciona como si se tratara de un cubo de Rubik perfectamente engranado. Adoptando con absoluta versatilidad y precisión el amplio espectro de actitudes y tonos anímicos que demandan los muchos movimientos y combinaciones que se muestran del universo de cinco contra una que se formó aquella noche en Pamplona.

Jauría, Teatro Kamikaze (Madrid).

“Buried child” de Sam Shepard

Tras la foto idílica de muchas familias se esconde un pasado de zonas oscuras y un presente lleno de silencios. Así sucede entre los residentes de esta casa en un lugar indeterminado del interior americano en la que Sam Shepard disecciona sus ilógicos y anacrónicos comportamientos para acceder a un brutal y oculto secreto que asfixia cualquier posibilidad de dignidad y relación afectiva entre todos ellos.

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En la planta superior de la casa en la que viven Dodge y Halie se puede ver una fotografía enmarcada en la que aparecen un hombre, tres niños y una mujer con un bebé en brazos. Ansel es uno de esos tres jóvenes, falleció poco después de casarse. En el inicio de la función, y ante un padre y marido enfermo y alcohólico, su madre cuenta que va a reunirse con el sacerdote de su parroquia esperando que erijan una estatua en homenaje a su bondad como persona y sus habilidades como baloncestista. Era su hijo favorito, su orgullo, su esperanza, y no como Bradley, alguien rudo a quien un accidente en el campo dejó sin una pierna, o como Tilden, un inestable, incapaz de valerse por sí mismo, que huyó de Nuevo México para volver al refugio de sus progenitores. Un turbio sistema relacional que salta por los aires con la llegada inesperada, tras años sin tener relación con ninguno de ellos, de Vincent, el hijo de Tilden, acompañado de su novia, Shelly.

Comienza entonces una cuenta atrás iniciada por las preguntas del benjamín y las absurdas respuestas que recibe de aquellos a los que se encuentra. Una burbuja inflamable de negaciones, agresividad y desprecio que Sam Sheperd va graduando correctamente, dejando que ahogue tanto la atmósfera de la acción sobre el escenario como la conciencia de sus espectadores. Un proceso que viven en primera persona Tilden y  Shelly, aturdidos primero, llenos de ansiedad después, casi asfixiados a continuación. ¿Es posible salir de una situación sin principio ni viso de final, que no entiende de tiempos y que solo contempla el espacio que tiene frente a los ojos?

Una claustrofobia de doble dirección. No hay más mundo que esta granja, en mitad de la nada del estado de Illinois, y los campos de cultivo que la rodean. No hay más posibilidades de vivir que las estrictamente biológicas. Un mapa emocional articulado a la perfección por Shepard en el que no existen los afectos ni los sentimientos, no hay relación ni reconocimiento alguno, casi ni físico. El único vehículo de conexión entre todos ellos son las imperfecciones, los defectos y las taras. Unos las tienen y otros sufren las consecuencias. Los que han cometido los pecados cargan en su conciencia con el lastre de lo hecho, pero la penitencia resulta ser expiada siempre por el más inocente, el más débil.

De la misma manera que los personajes no tienen piedad entre sí, el autor tampoco la tiene con aquellos dispuestos a acercarse a su historia. En Buried child no hay un segundo de tregua ni un gesto amable, nadie está libre de ser atacado o herido, y lo peor de todo, Shepard lleva la acción hasta hacernos sentir que ninguno de nosotros está libre de convertirse en un perpetrador de semejantes daños y crueldades.