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10 funciones teatrales de 2019

Directores jóvenes y consagrados, estrenos que revolucionaron el patio de butacas, representaciones que acabaron con el público en pie aplaudiendo, montajes innovadores, potentes, sugerentes, inolvidables.

“Los otros Gondra (relato vasco)”. Borja vuelve a Algorta para contarnos qué sucedió con su familia tras los acontecimientos que nos relató en “Los Gondra”. Para ahondar en los sentimientos, las frustraciones y la destrucción que la violencia terrorista deja en el interior de todos los implicados. Con extraordinaria sensibilidad y una humanidad exquisita que se vale del juego ficción-realidad del teatro documento, este texto y su puesta en escena van más allá del olvido o el perdón para llegar al verdadero fin, el cese del sufrimiento.

«Hermanas». Dos volcanes que entran en erupción de manera simultánea. Dos ríos de magma argumental en forma de diálogos, soliloquios y monólogos que se suceden, se pisan y se solapan sin descanso. Dos seres que se abren, se muestran, se hieren y se transforman. Una familia que se entrevé y una realidad social que está ahí para darles sentido y justificarlas. Un texto que es visceralidad y retórica inteligente, un monstruo dramático que consume el oxígeno de la sala y paraliza el mundo al dejarlo sin aliento.

«El sueño de la vida». Allí donde Federico dejó inconcluso el manuscrito de “Comedia sin fin”, Alberto Conejero lo continúa con el rigor del mejor de los restauradores logrando que suene a Lorca al tiempo que lo evoca. Una joya con la que Lluis Pascual hace que el anhelo de ambos creadores suene alto y claro, que el teatro ni era ni es solo entretenimiento, sino verdad eterna y universal, la más poderosa de las armas revolucionarias con que cuenta el corazón y la conciencia del hombre.

«El idiota». Gerardo Vera vuelve a Dostoievski y nos deja claro que lo de “Los hermanos Karamazov” en el Teatro Valle Inclán no fue un acierto sin más. Nuevamente sintetiza cientos de páginas de un clásico de la literatura rusa en un texto teatral sin fisuras en torno a valores como la humildad, el afecto y la confianza, y pecados como el materialismo, la manipulación y la desigualdad. Súmese a ello un sobresaliente despliegue técnico y un elenco en el que brillan Fernando Gil y Marta Poveda.

«Jauría». Miguel del Arco y Jordi Casanovas, apoyados en un soberbio elenco, van más allá de lo obvio en esta representación, que no reinterpretación, de la realidad. Acaban con la frialdad de las palabras transmitidas por los medios de comunicación desde el verano de 2016 y hacen que La Manada no sea un caso sin más, sino una verdad en la que tanto sus cinco integrantes como la mujer de la que abusaron resultan mucho más cercanos de lo que quizás estamos dispuestos a soportar.

“Mauthausen. La voz de mi abuelo”. Manuel nos cuenta a través de su nieta su vivencia como prisionero de los nazis en un campo de concentración tras haber huido de la Guerra Civil y ser uno de los cientos de miles de españoles que fueron encerrados por los franceses en la playa de Argelès-sur-Mer. Un monólogo que rezuma ilusión por la vida y asombro ante la capacidad de unión, pero también de odio, de que somos capaces el género humano. Un texto tan fantástico como la interpretación de Inma González y la dirección de Pilar G. Almansa.

«Shock (El cóndor y el puma)». El golpe de estado del Pinochet no es solo la fecha del 11 de septiembre de 1973, es también cómo se fraguaron los intereses de aquellos que lo alentaron y apoyaron, así como el de los que lo sufrieron en sus propias carnes a lo largo de mucho tiempo. Un texto soberbio y una representación aún más excelente que nos sitúan en el centro de la multitud de planos, la simultaneidad de situaciones y las vivencias tan discordantes -desde la arrogancia del poder hasta la crueldad más atroz- que durante mucho tiempo sufrieron los ciudadanos de muchos países de Latinoamérica.

«Las canciones». Comienza como un ejercicio de escucha pasiva para acabar convirtiéndose en una simbiosis entre actores dándolo todo y un público entregado en cuerpo y alma. Una catarsis ideada con inteligencia y ejecutada con sensibilidad en la que la música marca el camino para que soltemos las ataduras que nos retienen y permitamos ser a aquellos que silenciamos y escondemos dentro de nosotros.

«Lo nunca visto». Todos hemos sido testigos o protagonistas en la vida real de escenas parecidas a las de esta función. Momentos cómicos y dramáticos, de esos que llamamos surrealistas por lo que tienen de absurdo y esperpéntico, pero que a la par nos resultan familiares. Un cóctel de costumbrismo en un texto en el que todo es más profundo de lo que parece, tres actrices tan buenas como entregadas y una dirección que juega al meta teatro consiguiendo un resultado sobresaliente.

«Doña Rosita anotada». El personaje y la obra que Lorca estrenara en 1935 traídos hasta hoy en una adaptación y un montaje que es tan buen teatro como metateatro. Un texto y una protagonista deconstruidos y reconstruidos por un director y unos actores que dejan patente tanto la excelencia de su propuesta como lo actual que sigue siendo el de Granada.

«El idiota» de Vera y Dostoievski

Gerardo Vera vuelve a Dostoievski y nos deja claro que lo de “Los hermanos Karamazov” en el Teatro Valle Inclán no fue un acierto sin más. Nuevamente sintetiza cientos de páginas de un clásico de la literatura rusa en un texto teatral sin fisuras en torno a valores como la humildad, el afecto y la confianza, y pecados como el materialismo, la manipulación y la desigualdad. Súmese a ello un sobresaliente despliegue técnico y un elenco en el que brillan Fernando Gil y Marta Poveda.

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Hay algo que hace muy especial este montaje de Gerardo Vera. La escena está sólidamente construida a todos los niveles, cada elemento está concebido y trabajado como si fuera el único y tuviera que destacar por encima de todo. Pero cuando escenografía, proyecciones, vestuario, luces, sonido y música se unen a las interpretaciones y el movimiento de los actores sobre las tablas, cumplen estrictamente su función. Resultan excelentes pero dejan que el protagonismo recaiga sobre lo que provocan las andanzas, la personalidad –orgulloso, tozudo e inocente a partes iguales- y el casi siempre imprevisible comportamiento del príncipe Myshkin sobre los que le rodean a su vuelta de Suiza tras pasar una temporada en un internado por problemas médicos.

Así, cuando el escenario abre su acción, atmósfera y emociones hacia el patio de butacas, la sala principal del Teatro María Guerrero se llena de una magnífica sensación, cuanto sucede es producto del libre albedrío del destino y no una ficción literaria. Una fantasía concebida por Dostoievski que se inicia con un protagonista que acude a San Petersburgo en busca de una prima lejana. Allí, el joven huérfano toma contacto con su familia y con aquellos con los que estos se relacionan. Un pequeño universo en el que le llaman especialmente la atención dos mujeres, Alexandra –hija de sus primos- y Anastasia –la prometida de Ganya, el asistente de su familiar, general del ejército ruso-.

La adaptación teatral de José Luis Collado de la novela publicada entre 1868 y 1869 muestra un doble frente. De un lado el de la atracción que confluye en el amor y los síes y los noes sin puntos intermedios del destronado Myshkin. Del otro, aquel contra el que estos chocan continuamente, una sociedad en la que los hombres se mueven por intereses económicos y el ejercicio del poder, y las mujeres por mantener o mejorar su posición social a cambio de seguir unas normas sociales y unos códigos estéticos. Ambiciones desmedidas y rigideces conductuales que generan conflictos y dramas en un ambiente imperial de aire francés en el que los exteriores se combinan con los interiores gracias al acertado manejo de las proyecciones y las transparencias, y los motores hacen subir y bajar escenarios que nos llevan de lugares suntuosos a residencias humildes.

Pero lo mejor de todo es la batuta que marca, además de la música y de los efectos de sonido,  el tono y el ritmo de la narración, el devenir de las personas que habitan El idiota. Y quienes la manejan bajo la muy eficaz dirección de Vera, son sus intérpretes, destacando entre todos ellos los que encarnan a Myshkin y Anastasia. Fernando Gil realiza un trabajo soberbio a nivel verbal, gestual y corporal, haciendo que su personaje sea único y se gane la atención del público por el encanto y atractivo personal que imprime a su personaje. Marta Poveda, en cambio, actúa como un instrumento de percusión, golpea el aire con su presencia haciendo que cuanto la rodea se amolde a la vibración de su presencia y al eco de su recuerdo cuando no está en escena.

El idiota, en el Teatro María Guerrero (Madrid).

Intenso drama el de «Los hermanos Karamazov»

Cada familia es un universo en sí misma, un mundo sometido a múltiples corrientes que cuando no fluyen de manera ordenada en una misma dirección desencadenan un escenario de luchas, de fuerzas y poderes, de un todos contra todos que no tiene como fin la victoria, sino la derrota. Tolstoi lo reflejó de manera maestra en sus novelas, Gerardo Vera lo ha llevado a escena en una gran adaptación teatral y Juan Echanove lo conduce sobre el escenario de manera brillante.

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Condensar las más de mil cien páginas de esta novela de Tolstoi no debe haber sido tarea fácil ni rápida para José Luis Collado. Sin embargo, tras ver su representación, solo queda decir que su labor de síntesis para recoger las tramas fundamentales de la trama concebida por el creador de Anna Karenina es un gran trabajo. No solo por haber sintetizado con efectividad narrativa sus líneas argumentales, sino más aún, por la rica personalidad con que ha dotado a cada uno de sus personajes. Un material a partir del cual Gerardo Vera ha creado una endiablada atmósfera que con el paso de los minutos se hace más hipnótica y envolvente en su discurrir de tres horas llenas de emociones y pasiones, una montaña rusa de visceralidad y bajas pasiones que sin el contrapeso de la razón, aboca a la familia Karamazov a un desenfreno de odios, envidias, humillaciones y venganzas sin posibilidad ni esperanza alguna de buen final.

Texto y dirección son, a su vez, los medios que han permitido a los actores dar vida a unos seres que rezuman autenticidad, llenos de contradicciones, sumidos en un cruce de direcciones encontradas, entre lo que les dicta su sentir y lo que ejecuta su hacer en un repertorio de motivaciones emocionales que va desde el amor y el deseo de poder a la venganza y el miedo a la soledad. En sus gestos, en sus movimientos y en sus cambios de registro quedan recogidos todos esos pequeños matices en los que está la intensidad de los grandes momentos, esos  detalles aparentemente nimios que se convierten en puntos de inflexión para esas vidas que duran más que el tiempo de la función a través del recuerdo que generan en los que hemos ido a verles representados.

Juan Echanove despliega como patriarca de los Karamazov un derroche interpretativo que hace de él no solo el señor de un clan, sino también un humillante padre, un amante que no ama, un despiadado ser humano, un tirano cruel y despiadado. Una brutalidad psicológica con la que gobierna a su familia y una riqueza actoral con la que hace suyo el patio de butacas. Fernando Gil demuestra que lo suyo es más que presencia física y capacidades atléticas, su cuerpo es el vehículo a través del cual el hijo Dimitri rezuma el hartazgo, la rabia y el deseo que desencadenan los acontecimientos de los que hemos de ser testigos. Oscar de la Fuente es muy sutil, y desde su secundario Smerdiakov, ese hijo bastardo despreciado por su limitada inteligencia, construye una presencia llena de destellos que le hacen coprotagonista, tanto del devenir de la familia retratada, como de su escenificación. Sin olvidar a Marta Poveda, la mujer que desata las pasiones incompatibles de un padre y su hijo, y Lucía Quintana, esa a la que se las niegan. Ellas son, cada vez que aparecen en escena, ese punto que acumula las energías que flotan en el ambiente para dirigirlas en una u otra dirección.

Hay algún aspecto menor que podría haberse evitado como el recurrir a músicas reconocidas (la banda sonora del Drácula de Coppola compuesto por Wojciech Kilar en la primera entrada de Juan Echanove), algunos momentos físicos de Fernando Gil que parecen más concebidos con un enfoque de encuadre cinematográfico que de movimiento escénico, o las proyecciones que resultan más rellenos estéticos que elementos narrativos. Apenas unos apuntes frente a los que hay que destacar una efectiva escenografía y una expresiva iluminación, medios con los que acentuar el brillo y excelencia del trabajo integral de texto, dirección e interpretación que se aúnan en esta adaptación teatral y puesta en escena de la que fuera la última novela de León Tolstoi.

“Los hermanos Karamazov” en el Centro Dramático Nacional (Madrid).