Esta mujer de Granada enarboló las dos banderas que siempre quiso ondear su creador, la del amor y la de la libertad. La de la fidelidad a uno mismo y la del compromiso con los demás. Lorca bordó ambas con un lenguaje poético y estilizado, cargado de un hondo dramatismo subrayado por la fuerza, expresividad y simbolismo de las imágenes que utiliza. Una lograda presentación -esta fue su segunda dramaturgia- de lo que sería la tragedia, viveza y sensorialidad de su teatro.

Federico no solo escribía, también visualizaba lo que plasmaba en el papel. De ahí las indicaciones escenográficas que incluye en algunas de las escenas de este texto escrito entre 1923 y 1925, y estrenado en 1927, y para cuya materialización contaría con la ayuda de su inestimable amigo Salvador Dalí. Pautas de representación -incluyen también de iluminación y ambientación sonora- con las que denota su intención de dar a su historia un depurado esteticismo que envuelva y subraye la intensidad, autenticidad y desnudez de su emocionalidad, visceralidad e intimidad. Una viuda enamorada de un prófugo de la justicia, cómplice de su huida de prisión y colaboradora de la oposición liberal en su intento de levantamiento ante la dictadura absolutista de Fernando VII.
Lorca se vale de los hechos reales sucedidos en 1831 como puerta de entrada -aunque no elude su carga política- para llegar a lo que le interesa, la ficción de las motivaciones, vivencias y conflictos interiores de su protagonista. Su propósito es exponer con claridad, pero sin alterar su complejidad, la maraña de sensaciones encontradas, esperas ilusorias y frustrantes reveses de quien sintió, practicó y se refugió en el amor y en la libertad. En ella hay convicción, cree en sí misma, pero también hay seguidismo, se asocia ciegamente con el hombre al que desea, y una desesperante utopía simbiosis de su fidelidad a sus principios y de su empecinamiento en no asumir las sombras de las luces que la conducen al cadalso.
La intención trágica está desde el mismo prólogo, ya se anuncia en él que las piedras de Granada lloran por lo que ha sucedido. Es vertiginosa la manera en que surgen y encajan, a lo largo de sus tres estampas, los recursos que van formando, condensando y dominando tanto la atmósfera sensorial como la humana, yendo ambas de la inquietud a la angustia y zozobra final. De la evocación coreográfica, sensual y danzada de una corrida de toros, al estar pendientes de un exterior nocturno que se antoja conflictivo y peligroso y de ahí al hundimiento en un encierro y atrapamiento psicológico que solo contempla imposibles como excusa para eludir, a la par que aceptar, la inminencia de la muerte.
Marina Pineda es un texto con múltiples capas. Sus diálogos combinan la narrativa de la acción con la expresividad de sus descripciones paisajísticas, meteorológicas y sociales. Crean imágenes vibrantes, cuya fuerza reside no en el hecho de ser una extensión o proyección de lo que verbalizan sus protagonistas, sino en el elemento exterior que les marca y condiciona. Y eso sucede no solo con aquellos que actúan como impulsores de los acontecimientos, sino también con aquellos más mínimos, precisos y puntuales con los que García Lorca genera poderosas burbujas de belleza (“una herida de cuchillo sobre el aire”, “cuando el sol se duerme en sus manos”) que, a la par que enhebran con su continuidad el dramatismo de su texto, explotan en nuestros oídos y se expanden en nuestros corazones, uniendo así un profundo deleite estético al goce de vernos atrapados por un personaje víctima tanto del capricho y la extorsión de las autoridades judiciales como de sí misma.
Marina Pineda, Federico García Lorca, 1925, Ediciones Austral.
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