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«The dinner party» de Neil Simon

Tres hombres y tres mujeres nos hablan sobre las relaciones, el amor y el desamor, el antes y el después del matrimonio en un texto que evoluciona de manera difusa entre la comedia ligera, la ironía y el sarcasmo. Su clímax está muy bien expuesto y dialogado, pero su sencilla resolución hace que no quede muy clara su verdadera intención.

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The Dinner party (2000) comienza resultando atractiva por la sugerencia de su localización, un restaurante de lujo en París, en La Cassette, el lugar en el que dos siglos atrás Napoleón y Josefina se citaban antes de estar casados. Súmese a ello la vestimenta de gala que lucen sus primeros invitados, dos hombres de traje que no se conocen. La conversación se inicia como la propia de personas que no saben si han de crear un vínculo entre sí o limitarse a la cortesía que marcan las normas básicas de educación. Incertidumbre a la que se le une que ninguno tiene ni idea de por qué se les ha convocado y que se acrecienta con la llegada de un tercero que no congenia con ninguno de ellos. Esto provoca que las diferencias, tanto de carácter como de valores y estilos de vida, entre los primeros comiencen a hacerse también evidentes.

El registro inicial de sus conversaciones es el de una comedia ligera basada en la fluidez de los diálogos y en la levedad de lo que relatan. Pero cuando comienzan a lanzarse dardos sarcásticos, casi hirientes, surge la duda del derrotero argumental en que esa tensión puede derivar. Clima que se acrecienta con la dualidad atracción y enfrentamiento entre hombres y mujeres cuando los personajes femeninos –hasta un total de tres- aparecen en escena. Las nuevas tramas relacionales que surgen nos dejan claro que es aquí a donde el autor de Descalzos por el parque (1963) nos quería conducir y aunque el trayecto ha sido entretenido, lo cierto es que ha sido innecesariamente largo.

La comedia torna entonces en una atmósfera agridulce. Su intención sigue siendo que sonriamos, pero también que reflexionemos sobre el amor, el compromiso, las relaciones, la empatía y el paso del tiempo. Las respuestas ingeniosas y las réplicas ácidas, a las que ya nos hemos acostumbrado, se contraponen con la propuesta que da la distancia temporal de la introspección sobre lo vivido y lo aprendido de los momentos buenos y los pasajes negativos de sus matrimonios -los seis personajes de The dinner party resultan estar divorciados-.

Un corazón argumental muy bien dialogado y con una carga dramática consistente, pero que no queda unido con solidez a lo que conocimos anteriormente. El sugerente simbolismo de la localización histórica parisina queda convertido en un recurso sin más para conseguir unas escasas líneas de conversación. La gracia de los primeros minutos de representación han perdido su fuerza a estas alturas, dejando en la memoria un eco de atmósfera de ascensor, de instantes tan inevitables como intrascendentes, solo aptos para aquellos no dispuestos a realizar ningún tipo de ejercicio creativo y/o mental. Más aún cuando su desenlace dura tanto como la apertura y cierre de puertas del elevador una vez que este llega llega al piso marcado por Neil y Simon se baja dejándonos dentro sin saber dónde vamos ni qué debemos hacer.

The Dinner Party, Neil Simon, 2000, Samuel French.

“Secretos de un matrimonio” de Ingmar Bergman

El guión de una teleserie convertido en un libreto teatral genial sobre los motivos y la esencia de las relaciones de pareja concebidas como proyecto de vida bajo la convención del matrimonio. Dos personajes que se expresan y se muestran tal y como son capaces de ser en cada momento de su vínculo, desde el desconocimiento y la ilusión inicial a la experiencia, la aceptación y la capacidad de ser honestos de mucho tiempo después.   

Tiempo atrás asistí a una adaptación teatral de esta obra dirigida por una grande de la escena y un actor que participa en películas ganadoras de Oscar. No me gustó. Lo que vi estaba planteado como una comedia ligera, pero lo que escuchaba me transmitía mucho más que costumbrismo y guerra de sexos, así que para comprobarlo me fui al texto original (1973) de Ingmar Bergman (1918 – 2007). Cineasta archiconocido, pero también escritor de dos títulos que recuerdo de manera especial, la novela Las mejores intenciones (1991) y Lámpara mágica (1987), sus memorias. En ambos demuestra una gran capacidad para ahondar en las relaciones humanas y exponer con claridad la conexión llena de quiebros, distancias y lagunas entre lo que sentimos y lo que mostramos.

Una realidad que consideramos lógica cuando nos es ajena, pero que negamos cuando nos afecta. Y ahí es donde Bergman da en el clavo en Secretos de un matrimonio. Su relato sobre cómo evoluciona la relación de Johan y Marianne, 42 y 35 años, resulta lógico y cercano. Su estructura es sólida y es inevitable no proyectarse en lo que expone con su escritura, ya sea para releer nuestro pasado, contrastar el presente en el que estamos o imaginar las diferencias que algún día podamos encontrar entre el futuro que deseamos vivir y el que realmente hemos construido.

Secretos comienza situándonos, él y ella posando para una revista y reunidos poco después con otros amigos que con sus gritos y manifestaciones de odio recíprocas parecen ser su antítesis. Pero los polos opuestos se atraen y lo que sigue es el inicio de un viaje que nos lleva de la imagen que aparentamos y nos creemos, a la realidad que somos y debemos aceptar. Primero dejándose llevar por la educación recibida, después buscando el conocerse a través de la introspección para finalmente llegar, más de una década después, a la madurez mediante la reflexión.

Un recorrido anímico y emocional que acaba en los años 70 habiendo tratado abiertamente temas como el aborto y la sexualidad antes y después y dentro y fuera del matrimonio. Reflexiones que van y vienen, variando la conclusión según el momento, para converger en la de qué es, qué conlleva y qué aporta el amor y su complementario, que no opuesto, el desamor. Si es algo que apela a nuestra razón, a nuestro corazón o a ambos a la vez. Si es una entelequia creada para frustrarnos o un estadio vital al que podemos aspirar como medio para desarrollarnos individualmente y crecer acompañado por ese otro u otra al que llamamos compañero o compañera de vida.

La libertad intelectual, moral y espiritual con que Bergman expresa y transmite sus reflexiones al respecto es total e incluso hoy, casi medio siglo después -y dejando al margen las cuestiones culturales de la Suecia en que vivió y el ambiente luterano en que creció-, su claridad para hilvanarlo dentro de una ficción, difícilmente superable.

Secretos de un matrimonio, Ingmar Bergman, 1973, Tusquets Editores.

«Romeo y Julieta» de William Shakespeare

El tiempo y nuestra necesidad de referentes (dígase también de mitos y etiquetas) ha hecho que este sea uno de los textos sobre el amor más conocido de la literatura. Un drama con momentos cómicos que deriva en tragedia y en el que Shakespeare despliega todas sus habilidades. Una presentación clara, un desarrollo que gana en intensidad hasta llegar a un desenlace que nos lleva al culmen; diálogos que nos hacen identificar con las emociones y respuestas de sus protagonistas; y parlamentos que describen perfectamente cuanto hemos de saber y considerar sobre lo que ocurre.

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Romeo y Julieta dio al público de su época cuanto necesitaba para evadirse de su presente y disfrutar durante las dos horas de función que anuncia en su primera página. Le trasladaba hasta un lugar imaginario, a una Verona cuyo solo nombre evocaba hace quinientos años caballeros apuestos, damas hermosas, palacios suntuosos y acontecimientos sociales multitudinarios que la actual ciudad italiana aún intenta recrear. Le hacía identificarse con su historia planteando una trama que giraba en torno a dos deberes sociales a los que estaba sometido toda persona, el imperativo del matrimonio y la lealtad a la familia. Obligaciones que aligeraba con algo tan etéreo y voluble como el sentimiento del amor, elevándolo a una categoría de exceso y fantasía hasta convertirlo en el argumento principal de su relato.

Un equilibrio de realidad e hipérbole que sigue funcionando hoy aunque ya no nos casemos a los catorce años –al menos en el mundo occidental- de manera concertada por nuestros progenitores.  Aunque sí que es cierto que seguimos soñando con el amor a primera vista –he ahí el cine, la literatura o la música- dándole la categoría de amo y señor de nuestro estado de ánimo, convirtiéndolo tanto en causa de nuestra máxima felicidad como en generador de la mayor de las desgracias, el desamor.

No debemos tomar a Shakespeare como un visionario adelantado a su tiempo, pero sí como un capacitado intérprete del comportamiento humano. Sus textos muestran siempre una perfecta  y casi pedagógica síntesis del aspecto elegido para hacerlo comprensible a los espectadores de su representación (no se trataba de ofrecer un tratado filosófico, sino de entretener), haciéndoles sentirse identificados con lo que estaban observando y plantearse cómo actuarían ellos (o recordar cómo lo hicieron) de verse en alguno de los múltiples pliegues de semejante situación. He ahí los celos en Otelo o la ambición en Macbeth.

Hoy tenemos la oportunidad de ser también lectores de ellos, pudiendo así disfrutar una y otra vez con los múltiples recursos que utilizaba. Los símiles para que quede clara la categoría y escala de la emoción o circunstancia en que estamos, los circunloquios para generar una tensión que puede ser tanto cómica como dramática. O el simbolismo in crescendo con que se juega en todos los planos –categoría social de los personajes involucrados, emplazamientos escenográficos, momento del día- para dejar claro cuál es el planteamiento (familias enfrentadas), nudo (conflicto sin posibilidad de marcha atrás) y clímax final (tragedia que cierra el círculo inicial).

Desnuda “Historia de amor sin título” de Rubén Ochandiano

Cuando sientes que una novela te tiene atrapado antes de haber acabado siquiera su primera página se te abre el corazón y la mente ante lo que tiene que estar por venir. Ese es el caso de este título lleno de creatividad e ingenio en su estilo narrativo y en el retrato psicológico de sus personajes, así como en el desarrollo de las tramas y giros de sus aconteceres. Un brillante debut literario, hace tres años, de un autor más conocido hasta ahora por su faceta como intérprete.

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Fuerza, esta es una de las sensaciones que se tiene en todo momento durante la lectura de esta historia de amor por el modo cinematográfico con que está estructurada y contada (dice la hemeroteca que originalmente fue un guión para la gran pantalla). Una de las claves para causar esta impresión en el lector es prescindir de un narrador en tercera persona y dar toda la voz y el protagonismo a sus personajes. Son ellos los que nos transmiten en primera persona los diálogos que escuchan, lo que piensan o lo que articulan en voz alta. Palabras que albergan espontaneidad –la mayoría de ellos son de decir lo que piensan y no de pensar lo que dicen- en su construcción psicológica, lo que les llenan de matices, de aristas, de múltiples caras en un único rostro. Una complejidad tan auténtica como la de vida real y que aumenta con el entramado relacional en los ámbitos de la familia, la pareja y la amistad en los que se mueve esta historia.

La evolución de los recuerdos de Mario y el trabajo y la proyección de Berta con el sujeto al que ha de retratar navegan constantemente entre sensaciones y sentimientos. Un equilibrado viaje entre la superficie de las primeras impresiones y el poso de las reflexiones una vez que lo inconsciente comienza a tomar forma interior en función de la experiencia que se tenga. Vivencias que no son solo las propias, sino en las que influye y suma –queramos o no- todo lo que aportan –bueno o malo- nuestros progenitores a nuestra propia existencia. Un sutil y profundo puzle emocional en el que el autor hilvana diferentes planos de conciencia, individuales y familiares, tanto aquellos sobre los que tenemos poder de influencia directa como los que nos vienen dados. Ante estos últimos, bucea sin pudor alguno en el dolor, pero con extrema delicadeza, dejando claro que la única opción que tenemos para hacerle frente es buscar la mejor manera de integrarlo en nuestro propio historial.

En ese terreno íntimo, de arenas movedizas y aparentes invisibilidades, Rubén Ochandiano se mueve como pez en el agua. Sabe sobre sus personajes más que ellos mismos, y no por valerse de su papel como creador, sino por su capacidad para diseccionar la naturaleza humana con un enfoque que va desde lo puntual a lo complejo, desde adjetivar con fina precisión un gesto a hacer que cuanto más se lleva leído de su novela, más va creciendo la suma de todas sus piezas.  “Historia de amor sin título” es una lectura lineal y progresiva tan solo en la sucesión de páginas, en las impresiones que produce en su lector es completamente exponencial, formando en su interior un completo y equilibrado universo de expectativas, sueños rotos, deseos, frustraciones, ilusiones, miedos y esperanzas, mentiras y verdades, tristezas y alegrías,…, de amor y desamor.