Ochenta minutos de monólogo en los que el binomio José Luis Alonso de Santos y Carlos Manrique se dan la mano para construir y mostrar la personalidad y la biografía de un pobre hombre de su tiempo. Un traslado a la realidad popular del s. XVII en la que las palabras nos guían entre el drama y la comedia, y los tipos que las pueblan conforman un catálogo de habilidosos supervivientes.

Reinaba Felipe IV cuando un muchacho de Talavera de la Reina comenzó a vagar por el mundo para ganarse la vida. Algo que pasaba por conseguir comer para no sufrir hambre, vestirse para no sentir frío y albergarse para dormir apaciguadamente. Una aventura en la que se encontró con otro individuo similar a él, Antón Toledo. Y de aquella amistad, el momento que nos sitúa en el arranque de Mil amaneceres, el recuerdo que Benjamín hace ante el féretro de su compadre de las andanzas, hazañas y correrías que compartieron. Un relato que se propone trasladarnos al marco de polvo y piedras, zancadillas y aprovechados, legalidades retorcidas y moralidades dudosas en que vivían la mayor parte de las personas.
Por eso esta historia, siendo particular, puede también tomarse como representativa de una época. La escritura del autor de títulos tan conocidos como La estanquera de Vallecas (1981) o Bajarse al moro (1985) es clara en su forma y diáfana en su fondo. Su vocabulario y sintaxis evocan el Siglo de Oro, pero sin despegarse nunca del presente, lo que hace de su retórica, un parlamento accesible para todos los espectadores. Entrada a una narración que se ve apoyada, a su vez, por una estructura temporalmente cronológica y un ritmo en el que se alternan las atmósferas de distinto género y personajes de uno y otro pelo.
Una solidez que César Gil, director de este montaje, adapta a las posibilidades escenográficas de Nueve Norte, fundamentalmente su sencilla iluminación y sonorización, complementados por algunos elementos de atrezo, unos con función descriptiva y otros escénica. Un uso correcto y funcional, en el que el único pero es a algunas músicas, más evocadoras de escenas cinematográficas que de partituras de cuatro siglos atrás. Elementos, en cualquier caso, concebidos para subrayar la interpretación de Carlos Manrique, sobre cuyo trabajo recae todo el peso de la puesta en escena.
Lógico al ser un monólogo, pero no uno cualquiera. Uno ágil y fluido, con variedad de situaciones y ambientes, y de intenciones expresivas. Hay reflexiones personales, soliloquios con el amigo de cuerpo presente, evocaciones en tercera persona de lo que ocurrió y también representaciones tal cual de lo que aconteció, añadiendo a lo dicho y gesticulado por él mismo, lo verbalizado y corporeizado por el que le acompañaba, así como por aquellos con quienes trataron, ya fueran clérigos o laicos, hombres o mujeres con segundas intenciones. Un reto exigente ante el que Manrique da sobradamente la talla, resultando convincente en su despliegue de registros, entrañable en la manera en que se mantiene fiel a la esencia de su personaje y convincente en su capacidad de hacerse, única y exclusivamente con su voz y su presencia, con la atención del patio de butacas.
¿Sucedería igual en un teatro de grandes dimensiones? Estaría bien que le dieran a Carlos y a estos Mil amaneceres esa oportunidad para así averiguarlo.

Mil amaneceres, Teatro Nueve Norte (Madrid).