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23 de abril, día del libro

Cervantes, Shakespeare y el hábito de la lectura. Hoy celebramos la existencia y el poder de los libros. Páginas impresas, encuadernadas y cubiertas por portadas que nos llaman, apelan y acompañan. Jornada en la que festejar esos objetos que nos evaden y alucinan, nos aburren y nos crispan, nos informan y nos forman.

Forman parte de mi paisaje y rutina habitual. Tengo libros en el dormitorio, en el estudio y en el salón. No en la cocina ni en el baño, por el riesgo acuático que, si no, también. Me vale cualquier hora del día para leer. Con la legaña aún en el transporte público a primera hora cuando voy a trabajar. Al amanecer cuando los fines de semana disfruto de que no haya sonado el despertador. Por la noche antes de dormir. Cuando viajo, da igual si es en autobús, tren o avión. Llevo siempre un libro conmigo. Si me descubro sin tener uno a mano me siento vacío, falto, manco. Así ha sido desde que conociera las series de Los cinco y Los Hollister y no hubiera tarde de piscina infantil con una de las dos pandillas. Antes que ellos recuerdo las lecturas compartidas, con mis padres y abuelos, de ediciones ilustradas de 20.000 leguas de viaje submarino y La cabaña del tío Tom.

Después llegaría Stephen King y su capacidad para hipnotizarme, abstraerme y embaucarme. Comenzar un capítulo diciendo que alguien iba a morir y avanzar en la lectura lleno de ansiedad, deseando que no ocurriera y temiendo que sucediera lo que había sido anunciado. A la par llegaron los autores patrios. Miguel Delibes, Pio Baroja, Benito Pérez Galdós. Llegué a comprar dos ediciones diferentes del Cantar del Mío Cid, Cátedra y Austral, y gozarlas por igual. Años en los que conocí a Don Quijote y Lázaro de Tormes, La colmena y Tiempo de silencio.

A las primeras amistades adultas les debo horas de discusión sobre el mundo interior y la personalidad de Madame Bovary y Ana Karenina, así como del universo francés de Rojo y negro y el ruso de Guerra y paz. El cine puso encima de la mesa La pasión turca de Antonio Gala y Entrevista con el vampiro de Anne Rice. En la facultad de filología de la Complutense escuché por primera vez a Almudena Grandes, acto seguido devoré Malena es un nombre de tango y desde entonces la tengo como autora y pensadora de cabecera. Sin por ello desmerecer a otros dos grandes, Paul Auster y José Saramago. Si el primero me impactó con El palacio de la luna y El libro de las ilusiones, el segundo me epató con Ensayo sobre la ceguera y Todos los nombres.

Cuando había que hacer un regalo, y según la persona, recurría a El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez o Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy de Eduardo Mendicutti. El último libro que regalé fueron los Cuentos completos de Bram Stoker y que a mí me regalaron, Gravedad cero de Woody Allen. En los cursos de verano de la Menéndez Pelayo leí por primera vez aquello de “preferiría no hacerlo” que repetía Bartleby, el escribiente y quedé deslumbrado por La fiesta del chivo de Vargas Llosa. Acostumbro a leer títulos cuya acción transcurre en las ciudades que visito. En San Francisco me enganché a las Tales of the city de Armistead Maupin, paseé Viena imaginándome buscando a La pianista de Elfriede Jelinek, en Barcelona me trasladé a La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza y desde un tranvía en Lisboa vi, tal cual, a Antonio Muñoz Molina Como la sombra que se va.

Reivindico siempre que tengo ocasión a Terenci Moix. Me he propuesto leer, poco a poco, cuanto nos dejó Patricia Highsmith. Suelo dar los libros tras llegar a su punto final, no olvidaré la ilusión con que recibió su destinataria la Nubosidad variable de Carmen Martín Gaite. Me encantan las librerías de segunda mano, así han llegado a mí dramaturgias de Arthur Miller, Tennessee Williams y Edward Albee, entre otros muchos. Siento que tengo una deuda pendiente con Rosa Montero y Elvira Lindo. Quiero profundizar más en la bibliografía de Michel Houellebecq y Tom Perrotta.

Espero volver a emocionarme tanto como con A sangre y fuego de Manuel Chaves Nogales y a alucinar como con Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll. ¿Qué estoy leyendo en estos momentos? Teatro del bueno, Muero porque no muero de Paco Bezerra. Una Santa Teresa diferente a la de Juan Mayorga y quien sabe si más cercana a la que vivió hace cinco siglos. Y así podría seguir y seguir, pero mejor lo dejo por ahora y ya volveré dentro de un tiempo recordando novelas y obras de teatro, relatos y recopilaciones, ensayos y memorias, antologías y poemas -como los del Cuaderno de Nueva York de José Hierro- que me hayan marcado y sacudido, descolocado y motivado.

10 textos teatrales de 2019

Títulos clásicos y actuales, títulos que ya forman parte de la historia de la literatura y primeras ediciones, originales en inglés, español, noruego y ruso, libretos que he visto representadas y otros que espero llegar a ver interpretados sobre un escenario.

«¿Quién teme a Virginia Woolf?» de Edward Albee. Amor, alcohol, inteligencia, egoísmo y un cinismo sin fin en una obra que disecciona tanto lo que une a los matrimonios aparentemente consolidados como a los aún jóvenes. Una crueldad animal y sin límites que elimina pudores y valores racionales en las relaciones cruzadas que se establecen entre sus cuatro personajes. Un texto que cuenta como pocas veces hemos leído cómo puede ser ese terreno que escondemos bajo las etiquetas de privacidad e intimidad.

«Un enemigo del pueblo» de Henrik Ibsen. “El hombre más fuerte es el que está más solo”, ¿cierto o no? Lo que en el siglo XIX escandinavo se redactaba como sentencia, hoy daría pie a un encendido debate. Leída en las coordenadas de democracia representativa y de libertad de prensa y expresión en las que habitamos desde hace décadas, la obra escrita por Ibsen sobre el enfrentamiento de un hombre con la sociedad en la que vive tiene muchos matices que siguen siendo actuales. Una vigencia que junto a su extraordinaria estructura, ritmo, personajes y diálogos hace de este texto una obra maestra que releer una y otra vez.

“La gaviota” de Antón Chéjov. El inconformismo vital, amoroso, creativo y artístico personificado en una serie de personajes con relaciones destinadas –por imperativo biológico, laboral o afectivo- a ser duraderas, pero que nunca les satisfacen plenamente. Cuatro actos en los que la perfecta exposición y desarrollo de este drama existencial se articulan con una fina y suave ironía que tiene mucho de crítica social y de reflexión sobre la superficialidad de la burguesía de su tiempo.

«La zapatera prodigiosa» de Federico García Lorca. Entre las múltiples lecturas que se pueden aplicar a esta obra me quedo con dos. Disfrutar sin más de la simpatía, el desparpajo y la emotividad de su historia. Y profundizar en su subtexto para poner de relieve la desigual realidad social que hombres y mujeres vivían en la España rural de principios del siglo XX. Eso sí, ambas quedan unidas por la habilidad de su autor para demostrar la profundidad emocional y la belleza que puede llegar a tener y causar la transmisión oral de lo cotidiano.

«La chunga» de Mario Vargas Llosa. La realidad está a mitad de camino entre lo que sucedió y lo que cuentan que pasó, entre la verdad que nadie sabe y la fantasía alimentada por un entorno que no tiene nada que ofrecer a los que lo habitan. Una desidia vital que se manifiesta en diálogos abruptos y secos en los que los hombres se diferencian de los animales por su capacidad de disfrutar ejerciendo la violencia sobre las mujeres. Mientras tanto, estas se debaten entre renunciar a ellos para mantener la dignidad o prestarse a su juego cosificándose hasta las últimas consecuencias.

“American buffalo” de David Mamet. Sin más elementos que un único escenario, dos momentos del día y tres personajes, David Mamet crea una tensión en la que queda perfectamente expuesto a qué puede dar pie nuestro vacío vital cuando la falta de posibilidades, el silencio del entorno y la soledad interior nos hacen sentir que no hay esperanza de progreso ni de futuro.

“The real thing” de Tom Stoppard. Un endiablado juego entre la ficción y la realidad, utilizando la figura de la obra dentro de la obra, y la divergencia del lenguaje como medio de expresión o como recurso estético. Puntos de vista diferentes y proyecciones entre personajes dibujadas con absoluta maestría y diálogos llenos de ironía sobre los derechos y los deberes de una relación de pareja, así como sobre los límites de la libertad individual.

“Tales from Hollywood” de Christopher Hampton. Cuando el nazismo convirtió a Europa en un lugar peligroso para buena parte de su población, grandes figuras literarias como Thomas Mann o Bertold Brecht emigraron a un Hollywood en el que la industria cinematográfica y la sociedad americana no les recibió con los brazos tan abiertos como se nos ha contado. Christopher Hampton nos traslada cómo fueron aquellos años convulsos y complicados a través de unos personajes brillantemente trazados, unas tramas perfectamente diseñadas y unos diálogos maestros.

“Los Gondra” y “Los otros Gondra” de Borja Ortiz de Gondra. Gondra al cubo en un volumen que reúne dos de los montajes teatrales que más me han agitado interiormente en los últimos años. Una excelente escritura que combina con suma delicadeza la construcción de una sólida y compleja estructura dramática con la sensible exposición de dos temas tan sensibles -aquí imbricados entre sí- como son el peso de la herencia, la tradición y el deber familiar con el dolor, el silencio y el vacío generados por el terrorismo.

“This was a man” de Noël Coward. En 1926 esta obra fue prohibida en Reino Unido por la escandalosa transparencia con que hablaba sobre la infidelidad, las parejas abiertas y la libertad sexual de hombres y mujeres. Una trama sencilla cuyo propósito es abrir el debate sobre en qué debe basarse una relación amorosa. Diálogos claros y directos con un toque ácido y crítico con la alta sociedad de su tiempo que recuerdan a autores anteriores como Oscar Wilde o George B. Shaw.

Un domingo en Liverpool

El primer día de un viaje suele ser el más anodino por el asunto de los traslados, los tiempos de espera y la desubicación al llegar a destino. Si es domingo, se presupone que allá donde vayas reinará una calma total, pero basta que pienses de una manera para que la realidad -es decir, Liverpool- te demuestre que lo tranquilo no está reñido con lo interesante.

De Madrid a Liverpool haciendo parada intermedia en Manchester por capricho de las tarifas aéreas. Escala perfecta para disfrutar con el trayecto ferroviario de algo más de una hora pasando por el extrarradio de la capital de la revolución industrial y la llanura verde que une ambas ciudades. Como pequeño colofón de este prólogo, la llegada a Lime Station te hace sentir la magnificencia arquitectónica -piedra, hierro y cristal- de las grandes estaciones de tren del s. XIX.

Tras la elipsis temporal de poco más de 10 minutos a pie al alojamiento reservado observando la arquitectura moderna residencial -adjetivada por grandes ventanales, supongo que para aprovechar al máximo la luz, a la que los locales se asoman cual anuncios de Calvin Klein- comienza la verdadera aventura, la de descubrir la ciudad. Como es el primer día, dejándome llevar, sin rumbo fijo, cruzándome con casi nadie y tomando nota mental de los pubs en los que imagino que acabaré durante los próximos dos días tomando una pinta, una doble o lo que quiera que me pongan.

Será el destino, será la intención, pero atraído por la monumentalidad de su exterior he llegado al complejo del s. XIX -va a ser que Liverpool tiene mucho de decimonónica- en el que están ubicados el World Museum, la Liverpool Central Library y la Walker Art Gallery. La entrada de la biblioteca resulta de lo más tentadora, algo así como una alfombra roja formada por el título de grandes obras de la literatura y el cine -o de ambas artes a la vez- como Don Quixote, Gone with the wind, Rebecca, The maltese falcon o Rebecca. Promesa que no defrauda cuando la recorres y traspasas sus puertas automáticas accediendo a un atrio tan moderno como gótico. Su diafanidad -resultado de su reconstrucción, finalizada en 2013- te permite abarcar en un solo vistazo no solo sus varias alturas, sino hacerte una idea de cuánto albergan y ofrecen. Es más, el espacio parece estar concebido no solo para hacer uso bibliotecario de él, sino para que te pasees, para que transites por él.

Así que movido no solo por la curiosidad y el deseo, sino por el deber de cumplir lo que su arquitectura me sugería, he recorrido todas sus plantas. He subido a la primera en las escaleras mecánicas y a las demás a pie por rampas escalonadas hasta llegar a la cúpula de cristal desde donde puede salir a la terraza en la que, como el tiempo acompañaba, he disfrutado de una vista panorámica de esta urbe de medio millón de habitantes. Al volver al interior, lo mejor, disfrutar paseando cada uno de sus pisos, observando a la gente que lee, escribe o consulta en puestos individuales preparados para conectar el portátil, la tablet o el móvil (wifi incluido), caminando entre sus muchas estanterías dedicadas a historia de aquí y de allá, a arte, música y a toda clase de ensayos y géneros literarios.

Pero si hay una sección que siempre busco en estos templos es la del teatro, sin más ánimo que el de soñar, recordar lo ya leído y parafraseando una canción –so many books, so little time– tomar nota de lo que me gustaría leer en mis próximas siete vidas. Edward Albee, Cristopher Hampton, Oscar Wilde, T.S. Elliot, Federico García Lorca (verle traducido me causa ilusión), Ian McEwan (no sabía que había escrito textos teatrales para televisión), David Mamet… No podía irme sin más, así que he hecho tiempo de transición en la cafetería de la planta baja, leyendo el título con el que estoy ahora mismo (Drácula de Bram Stoker) mientras cuatro mujeres en la mesa de al lado hacían punto de cruz y destilaban una atmósfera de club de viejas conocidas que se reúnen cada domingo en este lugar para relatarse sus historias entre puntada y puntada.

Lo tenía anotado como uno de los planes de estos días, pero ya que estaba al lado -y la entrada es gratuita (donaciones bienvenidas)- me he asomado a la Walker Art Gallery. He decidido dejar su exposición permanente sobre la historia del arte desde el medievo hasta 1950 para mañana o pasado y echarle hoy un vistazo a sus temporales. As seen on screen, sobre las influencias recíprocas entre el arte y el cine, no deja de ser más que una corta colección de obras para exponer algo que ya sabemos. Lo más interesante, la pieza de vídeo de Bill Viola (Observance, 2002) elaborada a partir de grabaciones a actores interpretando emociones y manipuladas posteriormente, ralentizándolas, silenciándolas y proyectándolas en un formato diferente para acentuar su dramatismo.

Y cuando ya consideraba la visita por concluida, buscando la salida me he encontrado con lo mejor del día, con David Hockney y su Peter getting out of Nick’s pool. Lienzo con el que en 1967 ganó el Premio John Moore y motivo por el que este museo cuenta con su visión californiana de la salida del agua del hombre (Peter Schlesinger) con el que entonces comenzaba una relación. Una imagen pictórica concebida como si se tratara de una instantánea fotográfica (¿son sus proporciones las de una Polaroid?) que rezuma tanta luz como sensualidad. Normal que Pedro Almodóvar cayera -exitosamente- en la tentación de copiarle, reinterpretarle y homenajearle en las secuencias de la piscina de La mala educación.

“The pain and the itch” de Bruce Norris

Tras una aparente comedia costumbrista sobre las relaciones humanas, esta cena de Acción de Gracias revela un drama de múltiples dimensiones (matrimonial, familiar, fraternal, social,…) en el que todo está mucho más relacionado de lo que podríamos imaginar. Un texto que expone miedos y fantasmas con diálogos notables y un ritmo creciente muy bien estructurado y conseguido.

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Si en el cine tiene que ser difícil trabajar con niños, en teatro debe serlo aún más. La apuesta de Bruce Norris no es sencilla ya que el punto en torno al cual pivota esta obra es una niña de cuatro años, Kayla, que entra y sale de manera continua de escena. Ella es la hija de Kelly y Clay, anfitriones de la madre y el hermano del segundo, Carol y Cash, así como de la joven novia de este, Kalina, en la cena del último jueves de noviembre. Un tiempo pasado al que se vuelve desde una tarde nevosa de enero en que Kelly y Clay conversan protocolariamente con el señor Hadid, un hombre de apariencia norteafricana y portando un sombrero que le identifica como miembro de una cultura foránea.

Las indicaciones escenográficas de Norris son sencillas, con tan solo un cambio de luces nos trasladamos desde un presente en el que nos falta información para saber qué ocurre, a un ayer reciente en el que no acertamos a pronosticar en qué derivará una tensión cada vez mayor. Inicialmente esta es debida a cuestiones externas, en la casa debe haberse infiltrado un animal que se come los aguacates de la mesa de la cocina cuando nadie le ve, pero poco a poco comienzan a surgir asuntos relacionales que dejan ver un pasado repleto de argumentos pendientes. Temas por resolver que no se explicitan, pero que se demuestran corporal y verbalmente cargando la atmósfera y el tono de las conversaciones de emociones como el rencor, la ira o el enfado, aunque también hay ocasión para la ironía, la complicidad y la comedia.

En The pain and the itch se habla de manera casual sobre asuntos como los abusos (físicos y psicológicos) sufridos en la infancia (tanto en situaciones de guerra como en la convivencia familiar), se exponen y rebaten planteamientos xenófobos, se discute sobre la sociedad norteamericana y se comentan puntos de vista diferentes sobre el consumo de pornografía o el poder de la imagen sobre una correcta autoestima personal.

Pero quienes logran que su acción no se disperse ni se estanque en el pasado, sino que gire en torno al aquí y ahora, son sus dos personajes aparentemente más discretos, casi enigmáticos, la pequeña Kayla y el señor Hadid. Dos caracteres manejados con sumo acierto por su autor, que de manera sencilla, pero efectiva, intervienen dando entrada en escena a los elementos realmente desestabilizadores y conductores invisibles de cuanto está ocurriendo. De la manera más natural posible, aquella inherente a su identidad y rol con respecto a los que les rodean, hace que ambos se conviertan en las personas que den pie al punto de inflexión en el que las vidas de todos ellos ya no volverán a ser las mismas.

Aunque no llegue a su nivel, esta dramaturgia de Bruce Norris evoca a autores como Tennesee Williams o Arthur Miller, maestros en la disección de las dinámicas familiares, o títulos como ¿Quién teme a Virginia Wolf? (Edward Albee) y August. Osage County (Tracy Letts), textos en los que sus personajes viven auténticas catarsis. Curiosamente Letts estrenó esta última poco tiempo después de haber interpretado el personaje de Cash en sus primeras funciones en Chicago en 2005.

The pain and the itch, Bruce Norris, 2008, Northwestern University Press.

«¿Quién teme a Virginia Woolf?» de Edward Albee

Amor, alcohol, inteligencia, egoísmo y un cinismo sin fin en una obra que disecciona tanto lo que une a los matrimonios aparentemente consolidados como a los aún jóvenes. Una crueldad animal y sin límites que elimina pudores y valores racionales en las relaciones cruzadas que se establecen entre sus cuatro personajes. Un texto que cuenta como pocas veces hemos leído cómo puede ser ese terreno que escondemos bajo las etiquetas de privacidad e intimidad.

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La primera vez que leí ¿Quién teme a Virginia Woolf?  fue hace años motivado por la sensación que me dejó la película del mismo título y por la salvaje interpretación de Elizabeth Taylor en ella. Casi una década después he vuelto a este texto y he quedado aún más impresionado que entonces, más allá de los gritos y los insultos, el maltrato que se interfieren los dos protagonistas alcanza tal nivel de violencia psicológica que hace que dejes atrás el cuestionamiento de cómo es posible llegar a semejante comportamiento para sumirte en la parálisis de algo que resulta casi inconcebible.  Un profundo pesar y una desagradable resaca de vergüenza al pensar que en algún momento has llegado o has sentido el impulso de comportarte de semejante manera.

Edward Albee es maestro en tocar nuestros puntos débiles, aquellos que nos hacen vulnerables, para provocarnos respuestas que enfrenten nuestro edulcorado auto concepto individual (The zoo story, 1958) y social (The american dream, 1960) con aquello que no queremos o negamos ser. Tras estas dos obras iniciales, en ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1961) la formalidad que imponen los espacios públicos queda sustituida por ese templo de la privacidad que es el hogar familiar. Un interior regido en ocasiones por leyes, normas y costumbres de dudosa lógica que solo conocen los que lo habitan. Cuestión aparte es quién las propone y quién las acata.

En la historia que Albee nos propone no hay un detalle ambiental que no oprima o enclaustre la acción. Desde la clandestinidad de la madrugada (el primer acto comienza a las dos de la mañana) a la carga de alcohol (el bebido antes de su inicio y el brandy y el whisky que se consume después de manera continua), el humo del tabaco o el desorden que describen las acotaciones del salón en el que transcurre lo que leemos/vemos. Sobre esta base se sitúa el trato de desidia, desprecio, amor enfermizo y complicidad que se dispendian Martha y George.

Una explosiva combinación a cuya influencia someten a Nick y Honey, una pareja de recién instalados en el campus universitario en el que residen los primeros desde que se casaron dos décadas atrás, justo el mismo paréntesis de edad que separa a unos y otros. Una diferencia que no supone una gran distancia entre ambos matrimonios. Lo único que les diferencia es el camino recorrido y la experiencia acumulada, pero deja claro que el egoísmo y la inhumanidad son comportamientos inherentes a toda persona.

Así, de manera tranquila pero sin pausa, ganando intensidad y tensando el ambiente a medida que transcurre la noche, el tono de voz es cada vez más elevado, los calificativos más duros, los ofrecimientos más obscenos y las afrentas más agresivas. Sin respetar los límites entre las parejas, convirtiéndose en un todos contra todos, pero en el que el ritmo lo marcan los primeros, haciendo de los segundos víctimas, instrumentos y destinatarios de su enquistado conflicto, al tiempo que les hace revelar la génesis de la que podría ser su futura guerra.

Diálogos duros y ásperos, pero certeros en su intención percutora, donde la rudeza que imprime la ingesta de alcohol se combina con la inteligencia de gente formada, de buena posición socioeconómica. A través de ellos Albee reflexiona también sobre cuestiones como el rol de la mujer en una sociedad androcentrista, la competitividad fomentada por la educación formal, el papel que la Ciencia y las Humanidades tienen en nuestra sociedad o el nepotismo que gobierna nuestras instituciones.

¿Quién teme a Virginia Woolf?, Edward Albee, 1962, Ediciones Cátedra.

«Tiny Alice» de Edward Albee

La oferta de una gran cantidad de dinero a la iglesia pone al descubierto un doble entramado de relaciones en el que no queda claro cuáles son los propósitos ni los motivos. Poder, juego, fé espiritual, dominación y sometimiento a merced y espaldas de la verdad y las convicciones personales en una propuesta escenográfica digna de Escher y unos diálogos intrigantes a caballo entre el misterio y la filosofía existencial.

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La provocación es continua desde la primera escena. De fondo dos pájaros machos, dos cardenales, encerrados en una jaula en total compenetración. Delante de ellos dos hombres, antiguos compañeros de clase, que se desprecian hoy –el uno como autoridad eclesiástica y el otro como abogado- al igual que entonces. A continuación una casa en la que su protagonista femenina simula ser primero una anciana y después revela que hubo un tiempo que tuvo una relación íntima con el que hoy es su mayordomo y que ahora la mantiene en calidad de amante con su gestor.

El personaje que falta es Julián, un religioso no ordenado, célibe, fiel cumplidor de su papel y convicción como siervo de Dios al servicio de aquellos que le reclaman, primero el Cardenal y a continuación los habitantes de la residencia a la que es enviado a recibir una donación de millones de dólares. El será el elemento del que todos se servirán y al que todos utilizarán, tanto para atacarse entre ellos como para su propia satisfacción personal.

Ese es el peligroso juego de relaciones y exposición de valores que Edward Albee despliega a lo largo de tres actos en los que la tensión aumenta sin parar hasta poner en riesgo la vida de sus habitantes. Cuando las conversaciones se tornan crípticas, los comportamientos abandonan la corrección de las formalidades y son ellos los que nos demuestran cuál es el verdadero leit motiv de cuanto está ocurriendo. Hay en el ambiente más elementos de los que se ven, pero no se muestra la verdadera naturaleza de la relación existente entre ellos, lo que hace que el desconocimiento del lector/espectador torne en inquietud y este mute posteriormente en angustia y ansiedad.

Un proceso también individual y cuyo mayor exponente es el mencionado Julián. El hombre que se retiró durante un tiempo de la vida cotidiana porque el Dios que le decían existía en ella era una entelequia y no una realidad espiritual, una búsqueda que le generó la paradoja de desconectar con lo que era real para poder encontrarle.  Por eso ahora duda de en qué plano existencial está, si en ese en el que existe Dios y los hombres y mujeres actúan incoherentemente o aquel en el materialismo se camufla tras una falsa espiritualidad.

Tiny Alice fue la primera obra que Albee estrenó tras el éxito de ¿Quién teme a Virginia Woolf? Y al igual que en sus primeros textos (The zoo story o The american dream), profundiza en ella sobre cuáles son los motivos que unen a las personas, la diferencia entre las complementariedades y las dependencias, así como la caída al abismo cuando nos abandona el equilibrio y la neurosis acampa en nuestras mentes.

10 textos teatrales de 2015

Leer teatro es introducirse en la literatura, en la vida y en las emociones en estado puro. Estos son algunos de los viajes por mundos de apasionantes argumentos, geniales personajes y brillantes diálogos que he realizado en los últimos doce meses.

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«La Fundación» de Antonio Buero Vallejo. Lo que parece un mundo ideal, un sueño, una esperanza de futuro resulta ser un infierno, una realidad negra, una cárcel. Y vivimos en ambos a la par, ¿cómo es eso posible? ¿Cuál de los dos es el real?

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«Calígula» de Albert Camus. Inteligente texto sobre el sentido y ejercicio del poder, sus consecuencias y sus límites utilizando el lenguaje no solo como medio de expresión, sino también como campo de batalla y arma de esa lucha.

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«The zoo story» de Edward Albee. Una de las primeras creaciones del famoso autor de “¿Quién teme a Virginia Wolf?” en la que ya demuestra su maestría en convertir momentos cotidianos en situaciones límite, en hacer de un diálogo rutinario una tormenta que desnuda las verdades y los límites de conciencia de sus protagonistas.

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«El precio» de Arthur Miller. Un gran texto de uno de los mejores autores americanos del siglo XX experto en retratar como las familias pueden estar unidas por lazos de dependencia insana y no por un verdadero y enriquecedor afecto.

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«Mothers and sons» de Terrence McNally. Dos hombres, una mujer y un niño en un salón de Nueva York con vistas a Central Park son los elementos que le bastan a uno de los mejores autores teatrales actuales para contar una historia sobre afectos de pareja, la correspondencia del amor entre padres e hijos y el sentimiento de comunidad que el horror del SIDA despertó en la comunidad gay durante sus inicios en la década de los 80.

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«La piedra oscura» de Alberto Conejero. Desnudo, visceral, honesto, transparente, auténtico, preciso, enérgico, íntimo y desgarrador, profundamente humano,… como si fuera una obra de Lorca, el universal granadino que flota en el ambiente de cada una de sus páginas. Así es este texto, tan profundamente emocional, exudando pasión y ganas de vivir en cada una de sus escenas, como racional en su aspecto formal, estructurado y desarrollado con absoluta precisión.

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«Después de la caída» de Arthur Miller. Desde la relación con sus padres en su infancia al suicidio de Marilyn Monroe, pasando por la caza de brujas y un primer matrimonio fallido, Arthur Miller expone una manera descarnada y sin pudor alguno su visión del ser humano como individuos faltos de moral, viviendo una triste y conflictiva soledad compartida.

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«Camino de plata» de Ana Diosdado. Dos mujeres y un hombre son suficientes para repasar las limitaciones que nos ponemos a nosotros mismos para hacer del tener vidas plenas y felices algo difícil. Diálogos ágiles con personajes cercanos que hacen de esta obra una entretenida lectura y un buen material para una solvente representación.

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«Todas las noches de un día» de Alberto Conejero. Una historia de amor inconfeso convertido en obsesión, de pérdida de la noción del tiempo, de convivencia de planos de ensueño, realidad y fantasía. Un texto con una estructura magistral y un lenguaje lleno de belleza y poesía. Un libreto que destila magia y ferviente deseo de verlo representado.

TodasLasNochesDeUnDia

«Memorias» de Tennessee Williams. Tan irónico, ácido, sarcástico, descarado y deslenguado como intenso, profundo, inteligente y fascinante. Así es este relato autobiográfico, como así debía ser el protagonista de estas memorias. Un hombre tan atractivo y sugerente como los personajes de sus textos, tan hipnótico como las obras que han hecho de él un maestro del teatro y la literatura del s. XX.

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“The american dream” o el vacío de una nación, según Edward Albee

Un escenario único, cinco personajes y una situación cotidiana le bastan al autor para poner patas arriba tanto a la sociedad estadounidense en su conjunto – materialismo, discriminación por edad, las apariencias- como la desafección y falta de valores individuales de sus ciudadanos.

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Apenas unas páginas de diálogos aparentemente inocuos son suficientes para que nos quede claro en el inicio de esta obra que estamos ante un matrimonio en el que la mujer se impone como prioridad y protagonista absoluta de su hogar ante su marido; quién, según ella, disturba la paz de su casa –su madre-;y que vivimos en un momento y lugar en el que el interés económico es el que marca el ritmo de respuesta de las personas ante las peticiones de los demás.

Cada situación de “The american dream” desvela una realidad en la que el comportamiento de las personas en escena expone algo más que una actitud ante un momento determinado. Las emociones que surgen revelan la manera egocéntrica y vanidosa de pensar y actuar que rige y articula sus vidas. La interacción entre ellos nos muestra las coordenadas de anarquía afectiva en la que se mueve cotidianamente la sociedad de la que forman parte, según este texto escrito por Edward Albee en 1960. Sus diálogos revelan que el dinero y la aceptación social son los motores que les mueven, así como que el valor de las personas se mide por lo material que se pueda conseguir a través de ellas. Tema culmen es la cosificación que la mediana edad ejerce sobre jóvenes y mayores, potencialmente productivos los primeros, declaradamente inútiles los segundos desde su punto de vista. En cualquier caso, ambos grupos sin voz ni voto por decisión de los que se consideran gobernantes de su entorno.

Todo ello en un tono irónico y ácido. La aparente seriedad y elevado estatus que se otorgan en sus intervenciones Mommy, Daddy y Mrs. Barker provocan al otro lado del escenario (o de las páginas) que nos mofemos de ellos por su vacuidad y bajo espíritu. Resulta evidente la inteligencia de Albee y su capacidad para mostrar con gran sencillez y linealidad narrativa su visión de la sociedad del país más poderoso y avanzado del mundo, cuyo motor es, según él, su elevado cinismo.  Algo que subraya con recursos atrevidos con los que construye la puesta en escena como esas menciones al espacio fuera del mismo en el que son incapaces de encontrarse los personajes que a él salen o de hallar lo que antes en él existía. Un punto de brillante absurdo y de existencialismo con el que acentuar su intención de que esta versión teatralizada del sueño americano desvele el contenido real de algo que nos seduce bajo su forma, pero cuyo fondo resulta mísero, cruel y psicológicamente destructivo.

“The american dream” supone un paso delante de Edward Albee en la disección de los conflictos humanos y sociales que había iniciado dos años antes, en 1958, en “The zoo story” y que alcanzaría cotas máximas en 1963 en “¿Quién teme a Virginia Wolf?”. Títulos que junto al nombre de su maestro autor forman ya parte de la historia del teatro americano de la segunda mitad del siglo XX.

“The zoo story”, brillante primera obra de Edward Albee

Una de las primeras creaciones del famoso autor de “¿Quién teme a Virginia Wolf?” en la que ya demuestra su maestría en convertir momentos cotidianos en situaciones límite, en hacer de un diálogo rutinario una tormenta que desnuda las verdades y los límites de conciencia de sus protagonistas.

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Cuenta Albee en el prólogo de la edición que ha llegado a mis manos (Signet Classic, 1963) que este fue uno de los tres primeros textos que escribió, siendo representado primeramente en Berlín tras pasar por varias manos. La representación en la entonces sitiada ciudad alemana fue el pasaporte para que volviera aceptada a Nueva York al año siguiente, apenas tres años y medio Broadway y Hollywood le pondrían la alfombra roja gracias a la brutal y descarnada maestría de “¿Quién teme a Virginia Wolf?”.

Sin embargo, el éxito no llega solo, algo se estaba ya fraguando en esta historia del zoo ambientada en un rincón cualquiera del neoyorquino Central Park en el que un hombre aparente de 40 años que lee  sentado en un banco es interpelado por otro de unos 30. Mientras el segundo cuenta de manera profusa y verborrea una serie de historias a través de las cuales muestra alguna de las claves de su vida (una familia rota, un recorrido individual sin rumbo, un futuro sin proyecto vital), el primero calla más que habla y responde más que expresa, dejando ver las coordenadas de aparente éxito en las que se asienta su presente acomodado y sujeto a las normas (trabajo fijo, casa en propiedad, familia formada por mujer, dos hijas y dos mascotas).

Dos seres que por opuestos y diferentes que resultan inevitablemente complementarios. A medida que se suceden los minutos de lectura, “The zoo story” es un solo acto cuya representación podría durar hasta una hora según el ritmo que se le imprima, surge la provocación de aquel que considera no tiene nada que perder y el miedo de quien considera que sí corre riesgo.  Tras una primera fase de apariencia formal, surge la verdad, la violencia que se está dispuesto a ejercer para apropiarse de lo que uno se ve negado –lo que alienta el deseo de poseerlo-, o para defender lo que se considera propio -sin plantearse en qué medida es derecho de propiedad individual o de usufructo a compartir-.

El texto cuenta con anotaciones de su autor en las que deja libertad tanto a directores como actores para moldear a su manera la profusión de registros interpretativos de sus personajes, los detalles en las narraciones y descripciones de sus diálogos, y los cambios de ritmo que se pueden imprimir en su puesta en escena. Múltiples posibilidades que convierten a “The zoo story” en una fantástica ficción y una oportunidad de oro, para quien tenga la suerte de participar en su montaje y si está a la altura creativa de la propuesta de Edward Albee, de demostrar sus dotes como director o como actor haciendo vibrar y disfrutar a quienes acudan al teatro para verles.