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«Los hijos» de Gay Talese

Dos siglos de la historia de Italia y de una familia originaria del sur, la del autor, que acabó echando raíces en el este norteamericano. Un ejercicio de investigación para conocer y comprender cómo los grandes acontecimientos políticos, militares y sociales afectaron a la manera de vivir, a las motivaciones y al devenir de las distintas generaciones que le precedieron. Una excepcional síntesis en forma de novela de “no ficción” que une de manera admirable todas las dimensiones, acontecimientos y personas que transitan por sus páginas.

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Desde que la región de Nápoles estaba gobernada por los Borbones hasta el conflicto que muchos italianos nacionalizados estadounidenses vivieron durante la II Guerra Mundial cuando vieron cómo sus padres, hermanos o primos residentes en el viejo continente formaban parte de las tropas del otro bando. Gay Talese firma una obra que demuestra que el mundo no está formado por departamentos estancos sino por personas que nos movemos de unos lugares a otros formando un triángulo –peculiar unas veces, complicado otras- de mestizaje, diálogo con los modos y maneras locales y fidelidad a los valores y costumbres en que fuimos criados.

Su narración se remonta hasta las últimas décadas del siglo XVIII para explicarnos cómo se ganaban la vida sus antecesores en Maida trabajando la tierra y practicando el comercio siendo parte del Reino de las Dos Sicilias, territorio gobernado por la rama española de los Borbones. Posteriormente el Risorgimento les integró en 1861 en el Reino de Italia, un estado que convertiría a sus conciudadanos del sur en pagadores de impuestos, mano de obra barata obligada a emigrar y soldados sin formación ni motivación en grandes conflictos como la I y la II Guerra Mundial.  Muchos de ellos optaron por marchar a EE.UU., como lo hizo Joseph Talese, que acabaría estableciéndose como sastre en Ocean City (Nueva Jersey), ciudad en la que en 1932 nacería su hijo Gay, el periodista y escritor de esta novela y de otras como Honrarás a tu padre.

Los hijos cuenta con pasajes en los que se explica con gran claridad acontecimientos históricos como las guerras contra Napoleón, la figura de Garibaldi, el desarrollo industrial de la costa este estadounidense a finales del siglo XIX y principios del XX, el clima político de Italia en la década de 1920, el ascenso al poder de Mussolini o cómo el ejército americano se apoyó en la Mafia para hacerse con el control de Sicilia en julio de 1943.

Estos episodios sirven para enmarcar la manera de vivir en cada época en la localidad de la que proceden los Talese –o en las que se instalarán posteriormente-, cómo se gestionaban las explotaciones agrícolas y ganaderas, el papel de los padres a la hora de casar a sus hijos, la omnipresencia de la religión, las maneras de vestir o los hábitos sociales a la hora de relacionarse. También el día a día de entrenamiento, lucha, victoria agridulce o amarga derrota de los que se vieron obligados a combatir durante la Gran Guerra. O la manera en que los que emigraron se hicieron su lugar en París o en la costa este, al albor del desarrollo industrial de localidades como Ambler o de las oportunidades de grandes urbes como Filadelfia o Nueva York.

Una complejidad que Talese expone con gran claridad narrativa, compaginando el relato de las personas que forman su árbol genealógico, la descripción del entorno en el que se encuentran y el análisis de las circunstancias que les tocaron vivir. Un brillante crónica familiar y un fantástico ejercicio de literatura de no ficción.

Los hijos, Gay Talese, 1992 (2014 en español), Alfaguara.

«The dinner party» de Neil Simon

Tres hombres y tres mujeres nos hablan sobre las relaciones, el amor y el desamor, el antes y el después del matrimonio en un texto que evoluciona de manera difusa entre la comedia ligera, la ironía y el sarcasmo. Su clímax está muy bien expuesto y dialogado, pero su sencilla resolución hace que no quede muy clara su verdadera intención.

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The Dinner party (2000) comienza resultando atractiva por la sugerencia de su localización, un restaurante de lujo en París, en La Cassette, el lugar en el que dos siglos atrás Napoleón y Josefina se citaban antes de estar casados. Súmese a ello la vestimenta de gala que lucen sus primeros invitados, dos hombres de traje que no se conocen. La conversación se inicia como la propia de personas que no saben si han de crear un vínculo entre sí o limitarse a la cortesía que marcan las normas básicas de educación. Incertidumbre a la que se le une que ninguno tiene ni idea de por qué se les ha convocado y que se acrecienta con la llegada de un tercero que no congenia con ninguno de ellos. Esto provoca que las diferencias, tanto de carácter como de valores y estilos de vida, entre los primeros comiencen a hacerse también evidentes.

El registro inicial de sus conversaciones es el de una comedia ligera basada en la fluidez de los diálogos y en la levedad de lo que relatan. Pero cuando comienzan a lanzarse dardos sarcásticos, casi hirientes, surge la duda del derrotero argumental en que esa tensión puede derivar. Clima que se acrecienta con la dualidad atracción y enfrentamiento entre hombres y mujeres cuando los personajes femeninos –hasta un total de tres- aparecen en escena. Las nuevas tramas relacionales que surgen nos dejan claro que es aquí a donde el autor de Descalzos por el parque (1963) nos quería conducir y aunque el trayecto ha sido entretenido, lo cierto es que ha sido innecesariamente largo.

La comedia torna entonces en una atmósfera agridulce. Su intención sigue siendo que sonriamos, pero también que reflexionemos sobre el amor, el compromiso, las relaciones, la empatía y el paso del tiempo. Las respuestas ingeniosas y las réplicas ácidas, a las que ya nos hemos acostumbrado, se contraponen con la propuesta que da la distancia temporal de la introspección sobre lo vivido y lo aprendido de los momentos buenos y los pasajes negativos de sus matrimonios -los seis personajes de The dinner party resultan estar divorciados-.

Un corazón argumental muy bien dialogado y con una carga dramática consistente, pero que no queda unido con solidez a lo que conocimos anteriormente. El sugerente simbolismo de la localización histórica parisina queda convertido en un recurso sin más para conseguir unas escasas líneas de conversación. La gracia de los primeros minutos de representación han perdido su fuerza a estas alturas, dejando en la memoria un eco de atmósfera de ascensor, de instantes tan inevitables como intrascendentes, solo aptos para aquellos no dispuestos a realizar ningún tipo de ejercicio creativo y/o mental. Más aún cuando su desenlace dura tanto como la apertura y cierre de puertas del elevador una vez que este llega llega al piso marcado por Neil y Simon se baja dejándonos dentro sin saber dónde vamos ni qué debemos hacer.

The Dinner Party, Neil Simon, 2000, Samuel French.

Venecia, una y mil veces

Calles y canales, luces y sombras, histórica y actual, clásica y moderna, local y turista, mítica, exótica, musical, literaria y cinematográfica, cuna de maestros, acogedora de deseosos de saber, lugar de paso para curiosos,… Venecia tiene para recibirte una y mil veces.

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La ciudad de los canales y de las calle estrechas. De puentes en los que disfrutar del efecto de la luz sobre el agua y de callejones a cuyo suelo el sol nunca llega. De urbanismo sinuoso y ajeno a toda norma, con el que no vale ni el más detallado de los mapas, para moverse solo son de fiar los carteles que indican puntos conocidos como “San Marco”, “Rialto”, “Ferrovia” o “Piazzale Roma”. En ella las plazas son campos, hay palacios a pie de agua y un sinfín de iglesias que podrían dar para acoger a todo el santoral. Tantos templos que algunos se han desacralizado y dedicado a la música, a acoger en sus cuatro paredes interpretaciones diarias en concierto de las “Las cuatro estaciones” que compusiera el local Vivaldi. Vacía al alba y tras al atardecer, plagada de visitantes que ejercen el turisteo como las plantas la fotosíntesis, solo durante las horas de luz. Fresca en sus despertares, ardiente en su mediodía y nuevamente liviana al caer la noche. En el litoral oeste de sus islas ojalá sus atardeceres al pie del agua fueran eternos.

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Aquí la política supo mantener a raya la religión durante el medievo. A su puerto llegaron vía la ruta de la seda, telas, especias y demás exotismos durante siglos desde el Oriente. En sus talleres, hoy resumidos en la Accademia, la pintura descubrió con Tiziano y Tintoretto la magia del color en el siglo XVI. Shakespeare la convirtió en soberbia escenografía en varias de sus obras, de esas que hicieron del teatro una fuente de sabiduría humana, como haría después Thomas Mann en “Muerte en Venecia” o Patricia Highsmith en “El talento de Mr. Ripley”. Cada mes de septiembre su festival de cine, la Mostra,  pone en la isla del Lido (la que alberga las playas de la ciudad) la alfombra roja a actrices que sueñan con la fotogenia, la carnalidad e inspirar tanto deseo y admiración como lo sugerían, incitaban y provocaban Sofía Loren, Claudia Cardinale o Anna Magnani incluso en blanco y negro.

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Sala de la Galería de la Academia, obra de Tintoretto en el Palacio Ducal, playa del Lido y Sofía Loren en la Mostra de Venecia en 1955.

Peggy Guggenheim se estableció aquí en la década de los 40 del siglo XX con su ilustre y rico apellido para hacerse perenne a través de sus Picasso, Rothko, Pollock, Dubuffet, Kandinsky o Magritte desde un lugar hoy visitable en el que se puede mirar el final del Gran Canal tal y como lo dibujaba Canaletto en el siglo XVIII. Más moderna, actual, resulta la Biennale. La creatividad llevada al máximo, solo concebida para ser vista, ajena al mercadeo capitalista, para conocer lo más actual, contemporáneo e innovador que se hace en cada país. Una disculpa para conocer las zonas de Giardini y Arsenale o para debatir sobre los límites entre arte y atrevimiento, creatividad y descaro, imaginación y copia, originalidad y homenaje.

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«Hombre con jersey a rayas» de Picasso (1994), de los fondos de la Peggy Guggenheim Collection. Vista desde el embarcadero del Museo. Instalación de Camille Norment en el pabellón de los países nórdicos en la 56 edición de la Biennale, y la de Sarah Lucas en la del Reino Unido.

Venecia es desplazarse a pie o en vaporetto. La góndola queda para los dispuestos a pagarse un capricho, añádasele extra a negociar si quieres que tu apuesto gondolero de camisa de rayas blancas y azules, rojas o negras te cante Oh sole mio. Dejarse llevar en ella es sentirse en un momento mágico. Verlas pasar desde los puentes es señalar la cantidad de nacionalidades que se ven: americanos, rusos, japoneses, árabes, indios, argentinos, ingleses, españoles,… Todos quedan hechizados por los escaparates de las firmas de lujo y las virguerías de los artesanos del cristal de la isla de Murano. Algunos, los menos, espantados del horror kitsch del merchadising recuerdo de Venecia (made in China) que inunda cada calle como el agua la plaza de San Marcos cuando hay marea alta.

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A esta la mira de manera tranquila desde enfrente la isla de San Giorgio Maggiore, libre de las multitudes que quieren deslumbrarse con la escalera de los gigantes o  los 180 metros cuadrados del óleo “El paraíso”, de Tintoretto, en el Palacio Ducal, subir los 97 metros del Campanile o dejarse apabullar por el estilo bizantino de su basílica. Al otro lado el Museo Correr nos recuerda que Sissi Emperatriz y Napoléon pasaron por aquí, como también los romanos y los fenicios muchos siglos antes según se puede ver en las adyacentes salas del Museo Arqueológico. Un lugar que puede interesar no solo al estudioso de la historia o al humanista enganchado a Italia, sino también a todo aquel que pase por aquí por las vistas que desde sus salas se tiene a San Marcos.

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Esa plaza Patrimonio Mundial, que es de todos y para todos, en la que sentarse a tomar un café para mirar, para ver y observar, en silencio o con música ambiente supondrá un recuerdo para toda la vida. Un motivo para venir una primera vez, volver una segunda o repetir muchas más.

Paseando por Bratislava

Al bajar del tren he cogido la impresión de Google Maps que traía para saber cómo llegar hasta el hotel reservado en booking.com y me he puesto en marcha. Fácil y rápido, según el papel un kilómetro cuesta abajo en línea recta y al llegar a una gran intersección con una avenida girar a la izquierda y ahí encontraré el Tatra Hotel, a las puertas del casco histórico de la ciudad. Todo pensado para aprovechar el día, ayer Viena, hoy aquí y mañana a Budapest.

Durante el trayecto desde Viena, en un momento determinado ha sonado el móvil, era un sms anunciándome las tarifas de roaming en Eslovaquia. En ese instante he pensado que estaba pasando el telón de acero y entrando en la antigua Europa comunista. ¿Cuánto de aquel mundo seguiría aún presente en las calles de esta ciudad? Primera impresión, la estación del tren: tan solo ocho andenes, sin escaleras mecánicas para acceder a la terminal, con poca luz, oscura, todo hormigón, llena de carteles en –supongo- eslovaco y poca información en inglés,… Segunda impresión, salir a la calle y cabecera de varias líneas de autobuses urbanos: vehículos como los que recuerdo haber visto cuando era niño en Madrid y marquesinas de por aquellos entonces, el punto que se supuso debió ser el de las llegadas de los tranvías y que por su aspecto parece abandonado,…

Mientras comenzaba a seguir el camino, pensaba que me encontraba en lo que en su día fue la Europa del otro lado, no había más que ver los edificios residenciales que encontraba, también todo hormigón como la estación, sin elemento decorativo alguno, ni color, todos iguales, como cubos, como feas cajas de zapatos. La estética soviética era la total falta de estética, sin belleza ni deleite visual alguno en lo que rodeaba a la gente para anestesiarles mentalmente, que se quedaran sin estímulos, y así programarles y dirigirles en base a sus criterios y doctrinas.

En esta disquisición conmigo mismo estaba cuando he visto que la caída del muro de Berlín sí llegó, un sex shop al otro lado de la calle, y otro más unos metros más allá. Los locales cerrados, pero los neones bien en su sitio, así que supongo que negocios operativos, seguro que hasta boyantes. Más allá en el horizonte se ven edificios modernos, acero y cristal, con grandes logotipos de empresas de telecomunicaciones sobre ellos, el capitalismo aquí parece que llegó de las manos de los alemanes.

Me oriento bien, pero como en la calle no veía ningún nombre en ningún momento y los locales comerciales se veían todos vacíos –sino abandonados- paré a un chico con el que me crucé y enseñándole el mapa le pregunté en inglés si iba bien orientado. De nada me valió, me habló en –deduzco- eslovaco y evidentemente no entendía nada de lo que decía, intercalé tres OK en su respuesta y seguí de frente. Debía estar ya cerca de llegar, a mi izquierda se veía un parque verde –con aspecto de llevar tiempo sin haber sido cuidado por un jardinero- que coincidía con el que se veía en la impresión que llevaba en mis manos.

Estaba en un cruce con una calle más grande de lo que se veía en el mapa, así que para asegurarme he vuelto a preguntar. La mujer con la que lo he intentado tampoco hablaba inglés, pero al menos ella ha puesto en marcha el lenguaje no verbal y me ha indicado una calle perpendicular a por donde venía. Eso no coincidía con la orientación que llevaba en mente, no entendía nada, me he dado la vuelta y en la marquesina del autobús que había al lado me he puesto a mirar el mapa intentando descifrar dónde estaba. He localizado donde creía estar y en esto que ha llegado la mujer y me ha marcado otro punto que no era donde yo tenía el dedo, sino más arriba y a la derecha. A salir de la estación no había ido todo recto en dirección sur, sino todo recto en dirección ¡este! Regla número uno del turista no cumplida, ir preparado para saber ¡dónde llegar! ¡Ay! Bueno, cosas que pasan,… también ese es el encanto del viaje, la improvisación, dejarse llevar, interactuar con los locales,… Todo lo que diga no van a sonar más que a justificaciones. En cualquier caso, ¡qué más da! Modo sonrisa y a seguir con el día en la capital de Eslovaquia.

Caminando por la historia

En diez minutos, y esta vez ya sí que en línea recta bien dirigida he llegado al hotel. El resto de este 6 de agosto ha sido dedicado a la ciudad antigua de Bratislava, a esa que existía mucho antes de que llegaran los soviéticos y construyeran esa parte que he cruzado al salir de la estación del tren. Después de tres días recorriendo el águila que es la ciudad de Viena –ese es el animal que aparece en su escudo-, la capital de Eslovenia podría definirse a su lado como un gorrioncillo por su mucho menor dimensión tanto en extensión geográfica como en la reducida altura y solemnidad de sus edificios.

Con los pocos datos de las sintéticas explicaciones del mapa de la oficina de turismo he paseado por la historia de la ciudad. Fundación en el s. X sobre la colina en la que se sitúa el castillo, un fragmento de la muralla medieval en el casco histórico, iglesias y catedral de planta gótica –en la que se coronó a varios reyes húngaros- y posteriores añadidos en unas y otras de estilo barroco o neogótico, palacios rococó y neoclasicistas con fachadas de color (crema, rosa o verde), el lugar en el que Napoléon firmó la Paz de Presburgo en 1805, y hasta una edificación art nouveau, ¡una iglesia toda ella en color azul! Antiguos palacios, castillos, puertas de la muralla o almacenes que hoy son residencias institucionales (como del presidente de la república), sedes de administraciones públicas (ayuntamiento) o de instituciones culturales (museos o teatros). Todo ello en un espacio peatonal que parece vivir únicamente del turismo y del mundo burocrático, además de distintos edificios públicos, me he cruzado con embajadas de países como España, Francia, Grecia o EE.UU.

El buen tiempo se nota y las calles están plagadas de terrazas en las que disfrutar de la gastronomía nacional (gulas de ternera y limonada para comer, gnocchi y una copa de vino tinto de la región del Danubio para cenar). Lo que tiene un momento concreto del día es la subida al castillo, a eso de las seis de la tarde es el momento ideal para ver cómo el sol da sobre la ciudad histórica que queda a tus pies y el Danubio a su vera, ancho, grande, caudaloso, llegando desde Viena y marchando para Budapest. Pero eso no será hoy que ya cae la noche, sino mañana.

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Impresiones vienesas (III): sentir a través de la mirada

Tercer y último día completo en mi primera estancia en Viena. A primera hora de la mañana la luz del sol da directamente sobre las fachadas del barrio de los museos, el Museum District, en la zona suroeste del Ringstrasse. Edificios de estilo neoclásico –equilibrio, proporción, elegancia- construidos en lo que hasta 1857 había sido extramuros y que con el plan urbanístico puesto en marcha  en aquel momento –tirar las murallas y expandir la ciudad-dio a Viena el esplendor arquitectónico que hoy es su seña de identidad. Poco tráfico y menos gente aun paseando a las ocho de la mañana -y los pocos que lo hacían era paseando a sus perros- te producen la sensación de haberte escapado durante un momento de tus quehaceres en la corte imperial.

Dos de esos edificios construidos en la segunda mitad del s. XIX fueron las sedes del entonces museo de colecciones reales, hoy dos entidades separadas, el Kunsthistorisches y el Naturhistorisches Museum, uno dedicado a las bellas artes y el otro a la naturaleza. Pocos minutos antes de las diez estaba junto a muchos más turistas esperando a que abrieran las puertas del primero (mientras escuchaba la banda sonora de “Sonrisas y lágrimas”, ¡es lo más austríaco que tengo en mi ipod a falta de descargarme el eurovisivo “Rise like a phoenix” de Conchita!).

Pagas tus 14 euros de entrada, pasas la puerta y… ¡qué impresión! El edificio en sí mismo ya es una obra de arte, mármol blanco y negro, grandes alturas, todo decorado, un espacio central que actúa como recepción del que surgen dos escaleras a los lados y una gran escalinata al frente. No hacen falta instrucciones, te está pidiendo que la subas, está hecha para que cada escalón que asciendes sientas cómo tu emoción crece al ver a dónde vas a llegar. Antes de pisar el descanso te paras para contemplar con la boca abierta a “Teseo venciendo al centauro”. De repente el mármol de carrara se ha hecho carne, más que eso, una absoluta perfección física que exuda sensualidad hasta casi rozar la pulsión física. Tras ver a Teseo, durante un tiempo creerás que ya no es posible concebir cuerpo humano más hermosa. Realizada por Antonio Cánova para Napoleón a partir de 1805, tras la derrota de este acabó en manos del Emperador Francisco I, quien sucumbido ante su belleza le construyó incluso un templo al estilo griego en el cercano parque de Volksgarten para albergarla.

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Caravaggio, Velázquez,…

Pasados estos primeros minutos de disociación de la realidad, en la siguiente planta comencé el recorrido por la pintura italiana. Genial Caravaggio pintando en su “Virgen del Rosario” de 1605 algo que no se había hecho hasta entonces, no solo los penitentes que rezan ante la virgen parecen auténticos hombres de la calle, sino que además lo muestran con sus pies descalzos y sucios en su planta. Además, otras dos obras, un “David con la cabeza de Goliat” que te evoca otra versión suya de este tema en el Museo del Prado, y “La coronación de espinas” con sus inconfundibles efectos de luz que otorgan al aún hombre Jesucristo una dureza y sufrimiento que trasciende el lienzo para llegar hasta tu piel.

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Dos salas más allá Velázquez, con los retratos de las infantas Margarita y Maria Teresa y el del príncipe Felipe Próspero que hace unos meses pudieron verse en el Museo del Prado en la muestra “Velázquez y la familia de Felipe IV”. Curiosa sensación comprobar que nuevamente vistos a muchos kilómetros de la primera vez las miradas de sus protagonistas siguen transmitiendo la confianza que el pintor parece haberse ganado de estas tres personas en las sesiones de posado, así como la precisión de las pinceladas para crear espléndidas y detalladas vestimentas o fondos realmente inexistentes destinados a hacer más protagonistas a los miembros de la familia real.

Dejas al sevillano atrás y vuelves a la pintura italiana. La “Virgen del Prado” de Rafael (1505-06), toda delicadeza, cariño y ternura con su hijo y su primo San Juan Bautista, nada que ver con la descarada desnudez de “El suicidio de Cleopatra” de Guido Cagnazzi (1658) o la carnalidad de la “Susana y los viejos” de Tintoretto (1555-56). De otro veneciano del s. XVI, Tiziano parecen llamarte para hablar seriamente en privado sus retratados masculinos, no con la picaresca de la mirada del “Amor tallando inclinado” de Parmigianino (1534-39).

A medida que avanzas el recorrido es curioso comprobar la cantidad de nombres en que coinciden las colecciones reales de España y Austria durante su formación en los siglos XVI y XVII: Duero, Rubens, Reni,… También hay artistas anteriores, tal es el caso del flamenco Roger van der Weyden, el Museo del Prado cuenta con su “Descendimiento de la cruz” (1435) y aquí en Viena tienen un “Tríptico del calvario” (1445) que me ha recordado al primero por la composición y por el intenso azul que maneja en las vestimentas femeninas.

Sala a sala disfrutas más y más, como con los tres autorretratos de Rembrandt o las escenas populares de Pieter Brugel el Viejo. Hoy he aprendido que su “Cazadores en la nieve” realizado en 1565, está considerado la primera representación pictórica de la nieve en la historia del arte, y también he pasado largo rato observando su “Torre de Babel” (1563). Tanto como frente a los fantásticos e ingeniosos retratos de Arcimboldo -en el “Agua” formando un rostro humano de perfil a base de peces y en “Verano” otro con fruta-, el paisaje del “Bautismo de Cristo” de Patinir, el estudio de “El arte de la pintura” de Vermeer o el dolor y sufrimiento que transmite el “San Sebastián” de Mantegna.

El museo a finales del siglo XIX

El deleite de la visita a la colección de pintura del Kunsthistorisches cuenta con detalles como hacerte sentir como un visitante de finales del s. XIX, en dos de las salas grandes sus paredes está completamente ocupadas, repletas de obras como dictaminaba el canon museológico de entonces.

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En la última sala de la colección de pintura, una sorpresa, una obra de Klimt hasta ahora nunca expuesta en público por encontrarse en una colección privada: “Dama con pañuelo violeta”, retrato realizado en 1895. De aquel momento, y también de Gustav Klimt son algunos de los frescos que se pueden ver en las pechinas sobre las columnas del perímetro de la escalera central, representando alegóricamente algunos momentos de la historia de la pintura (Egipto, Roma,…).

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Buscando a Gustav Klimt

Deseoso de seguir viendo pintura y sobre todo, más de Gustav Klimt, he prescindido de visitar el resto del Kunsthistorisches Museum (arte egipcio, griego, romano, oriente medio,…) y en un paseo de cinco minutos me he colocado en el Leopold Museum, llamado así por el mecenas que lo inauguró en 2002 y al que donó todas sus colecciones a su muerte en 2010.

La carta de presentación de este museo es contar con la mayor colección en todo el mundo de Egon Schiele, así como de autores contemporáneos a su momento en Viena, como es el caso de Klimt y otros de las primeras décadas del siglo XX. De estos últimos, como de Schiele he preferido evadirme, sus obras tienen la capacidad de ponerme nervioso. Reconozco su creatividad e ingenio, pero colocarme frente a ellas me produce desasosiego e inquietud, además de incomodidad y diría que hasta disgusto. Valga como ejemplo este autorretrato del mencionado Egon Schiele.

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Volviendo a Klimt, que era mi propósito, he podido ver en su formato original algunas obras que hasta ahora para mí no eran más que reproducciones en los libros: un cartel de las muestras del grupo Sezession (“el arte por el placer del arte”), obras realizadas en sus veranos a principios del siglo junto al lago Attersee, o con la que ganó el primer premio en la Exposición Internacional de Roma en 1911, “La vida y la muerte”.

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Mientras que en muchos de los demás autores del museo –a excepción del grato descubrimiento de Albin Egger-Lienz a quien no conocía hasta ahora- sus obras me hacen pensar en creadores que manifiestan un estado interior nervioso, tenso y conflictivo, en el caso de Klimt me siento invitado a soñar, a volar, a evadirme, a imaginar. En su caso soy capaz de sentir a alguien que se quiere comunicar con quien le está viendo, me siento motivado, sonriente e ilusionado al ver sus creaciones.

Tendré que volver a Viena para seguir viendo más Klimt, a excepción de las “Ninfas” vistas en la Albertina, seguiré tras este viaje con las ganas de ver el famoso beso, Adán y Eva, Judith, el friso de Beethoven, o incluso su estudio, pero por esta vez la visita a la ciudad imperial no va a dar para más.

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