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“La descomposición de Courtney” y el desmadre de La Tarara

Montaje en el que la realidad no es más que el punto de partida para trascender a un plano paralelo. La esencia de su trama no está en un argumento y unos personajes definidos, sino en su libre devenir. Un sortilegio en el que se le da la vuelta a los mitos y a la cultura popular, se expían obsesiones y pecados, y se desata la imaginación para deleite de intérpretes y espectadores.

Kurt Cobain y Courtney Love se conocieron, se casaron y tuvieron una hija. Fueron felices e infelices hasta que él se suicidó. Un punto de inflexión en la vida de su esposa en el que Marie Delgado se sumerge, igual que la Alicia de Lewis Carroll atravesaba el espejo, para adentrarse en un mundo que se articula y manifiesta de maneras que, desde este lado, podríamos catalogar como surrealistas, dadaístas, anárquicas y absurdas. La descomposición de Courtney es así, pero también es su reverso. Su libertad y fluidez están cargadas de símbolos, de recursos escénicos, textuales y musicales que nos definen y representan.  

De ahí que salte de una supuesta estancia en Seattle a lo que podría ser la descontextualización de una escena felliniana, la recreación de un instante de Berlanga o un cruce antojado entre Viernes 13 y Buñuel. Exceso, histrionismo e hipérboles continuas propias de la cultura pop, como deja claro la tela inspirada en Warhol y Basquiat que preside la escenografía diseñada por José W Paredes. Sin vergüenza ni recato, hablando español, chapurreando italiano y atreviéndose con el inglés como si fueran un spin-off de la coralidad de cualquier película de John Waters protagonizada por Divine. Y sin olvidar el costumbrismo y el humor patrio, ese que está a mitad de camino entre la antropología y la cultura popular.

Una miscelánea que Luis Carlos Agudo, Rubyalex Cortex y la propia Marie llevan a la acción con un desparpajo sin límites, propio de quienes son más animales escénicos que comediantes, de quienes se entregan a su cometido, transformándose, versionándose y dosificándose cuanto haga falta para gloria del texto y disfrute del patio de butacas. Sus cambios de registro son tan explosivos como los de su vestuario y caracterización, y su descaro tanto como el buen gusto de la selección musical. Temas que bailan y versionan en vivo y en directo, aunque mejor si lo hicieran de forma más breve, en el que es el único pero que se me ocurre a la dirección de esta descomposición.

Término que no solo le da un título sugerente a esta propuesta de La Tarara, sino que revela también su intención primera y última, de manera cercana a como lo hizo con El niño adefesio en esta misma sala, en Nave 73, un año atrás. Courtney como medio y excusa con la que diseccionar, revelar y mostrar algunos de los múltiples comportamientos, respuestas y actitudes racionales y emocionales, lógicas e inexplicables con las que se manifiesta la conducta humana. Un sentido que articula la locura, velocidad y albedrío de lo que sucede sobre el escenario y que consigue crear una atmósfera que no responde a porqué, pero que sí ofrece un cómo y un para qué. Dándolo todo, sin límites ni cortapisas, y consiguiendo crear un universo cuyo funcionamiento no necesita de justificaciones ni de explicaciones para resultar creíble y habitable.

La descomposición de Courtney, en Nave 73 (Madrid).

El DA2 acoge “El peso de la aberración” de Amparo Sard

Papel perforado, plástico, poliuretano, fibra de vidrio, resina, aluminio, vídeo… El universo que conforman las más de cincuenta piezas de esta exposición -todas ellas de elaboración reciente- que alberga el centro de arte contemporáneo salmantino se alejan de las normas estéticas y de los convencionalismos del gusto para hacernos ir más allá de lo que afirmamos creer y sentir y enfrentarnos al espejo de lo que creemos percibir y pensar.

Plano de supura, instalación site specific, 2021. Fibra de vidrio.

La bienvenida a la muestra es una pieza de grandes dimensiones, Plano de supura, concebida específicamente para el punto de encuentro en que el visitante del Domus Artium 2002 se adentra en sus propuesta. Un muro blanco con una tridimensionalidad resultado de fuerzas que laten al otro lado, pulsiones desconocidas que se revelan a través de hendiduras orgánicas, de vacíos voluptuosos que hacen flotar la imaginación del que encuentra la paz en ellas y que activan la necesidad de buscar símiles a los que agarrarse -como la manualidad de las superficies de cerámica de Miquel Barceló- a aquel a quien inquietan.

En la primera y segunda sala, Amparo Sard (Mallorca, 1976) utiliza el papel como si se tratara de una escultura. No como una superficie que soporta el grafito, el óleo o la acuarela, sino como un medio impoluto que manipula para generar la ilusión de la tridimensionalidad y la figuración. Hendiduras que perfilan y dan volumen a las figuras, pero irrumpiendo también en sus coordenadas, generando huecos que perturban la paz y el dinamismo de su equilibrio narrativo. Imágenes que atraen la mirada paseadora de su espectador y le atrapan en la pregunta sin respuesta de su protagonista hopperiana, o le agitan con la recurrencia de las ¿langostas? en muchas de ellas, despertando en su memoria el recuerdo surrealista de las hormigas de Buñuel y Dalí.

Sin título. Serie Reacciones precarias, 2019. Papel perforado. 32,5 x 46 cm

Pero hay una presencia aún mayor y rotunda en esta exposición. Las manos. Unidas, engarzadas, estrechadas. Transmitiendo paz, como en el pequeño formato en poliuretano de Salvavidas. O dando margen a lo imprevisto, he ahí esos pares de manos siamesas de la serie Help enfrentadas que nos acogen y nos rodean espejo mediante. O generando trascendencia, como con las grandes dimensiones en aluminio de Help, figura amplificada por el gris de la moqueta y las paredes del espacio que las albergan, montaje que amplifica el efecto hipnótico de rodearlas una y otra vez, haciendo de la experiencia estética una elevación pagana.

Salvavidas, 2021. Poliuretano. 30 x 21 x 12 cm y Help, 2020. Aluminio. 140 x 180 x 130 cm

La eclosión de El peso de la aberración llega en la sala central y las antiguas celdas aledañas. La sencillez, cercanía e intimidad ceden su lugar a la oscuridad del negro, la morbosidad del píxel y la carga simbólica del plástico reciclado. Una instalación ad hoc, resuelta como si se tratara de una escenografía solemne, se alza a la manera de un bosque seco, erosionado y arrasado, buscando con desgarro las alturas al tiempo que se ve proyectado hacia las profundidades por la superficie que la refleja. Una sensación de caminar entre lo hediondo y la herrumbre en la que la primera opción es huir y la segunda dejar atrás la experiencia y lo preconcebido, relajarse para dejarse sorprender y darse la opción de superar los límites y sumergirse en lo posible.

Los vídeos coquetean con lo matérico y la abstracción, buscan la inmersión en el sentido del tacto con su atracción irracional tanto por las texturas y la descomposición como por las superficies y la irrupción en ellas de elementos extraños. Abren la puerta a la amenaza de la destrucción, a la preocupación medioambiental, con esa ilógica y sacudida combinación entre el azul del mar y la evocación del chapapote -nuevamente con el título de Salvavidas-, extendida de la pantalla a piezas como Naturaleza muerta o Mar de plástico. Material este que Amparo utiliza con acierto en una amplia serie de creaciones que demuestran como a partir de lo cotidiano y por ello aparentemente banal, reformulando el arte povera, recortándolo para hacer de él fuente de iluminación, así como interviniéndolo para dar testimonio de su imaginario.  

Autorretrato y refiejo, 2021. Plástico reciclado. 36 x 45 cm

El peso de la aberración, Amparo Sard, DA2 Domus Artium 2002 (Salamanca), hasta el 22 de enero de 2002.

“Cómo acabar con la contracultura” de Jordi Costa

El tiempo transcurrido nos ha hecho creer que la movida madrileña fue el culmen de lo contestatario, la eclosión de la libertad creativa y el punto de inflexión entre un pensamiento subversivo, espontáneo y anárquico y una práctica artística organizada y apoyada socialmente. Sin embargo, la realidad es que esta no fue más que el fin de algo que comenzó años antes y que aún está por ser estudiado, valorado y reivindicado como merece.  

No se trata de culpar a los nombres que han perdurado -como el de Pedro Almodóvar-, sino de verlos con perspectiva y tener en cuenta que el hecho de que sigan estando vigentes es, en buena medida, porque supieron adaptarse a las exigencias de las nuevas coordenadas políticas y sociales que se instauraron en nuestras fronteras, tras la Transición, para dar una imagen de modernidad como parte de lo que hoy denominamos “marca país”. Pero antes estuvieron otros que materializaron sus impulsos creativos y expresivos sin contar con estructuras administrativas ni redes profesionales, sin más recursos que los propios y aquellos que encontraban en su entorno más inmediato.

Cineastas, dibujantes, músicos, escritores… que fueron creando nuevos formatos y contenidos como resultado de la evolución que experimentaba el país –cuya génesis cabe datar en los acuerdos firmados con EE.UU. en 1953-, de las influencias y ejemplos extranjeros -el boom del turismo en los 60 tuvo algo que ver en ello- y los desarrollos tecnológicos que abarataron y facilitaron tareas como el hacer cine (cámaras Super 8). Tiempo en el que tuvieron que vérselas con la censura y las muchas y arbitrarias trabas legislativas, judiciales y policiales que el régimen les ponía en su camino en forma de distribución limitada o hasta secuestro de sus creaciones, además de la posibilidad de multas económicas e, incluso, penas de cárcel.

Pero aun salvando las dificultades, no todo era fácil. Siempre podía ocurrir que el régimen se apropiara de su creación -como hicieron con los pintores informalistas o fallidamente con la Viridiana de Buñuel en el Festival de Cannes de 1961- para transmitir al mundo exterior una irreal imagen de aperturismo. O que sus coetáneos en el páramo intelectual que era el territorio estatal les acusaran de colaboracionistas, calificando sus transgresiones y descontextualizaciones como atentados contra los cimientos espirituales (es decir, religiosos) e identitarios del país (como la historia de amor entre una abertxale y un guardia civil que pretendía rodar Eloy de la Iglesia).

Jordi Costa recuerda muchos de aquellos cómics, carteles, canciones, conciertos, películas y actuaciones; analiza qué había en ellos de novedad y de diferente, el efecto que causaban y las fuentes de las que bebían; y visibiliza influencias y relaciones que quizás hoy nos parezcan banales o kitsch, pero que en aquel contexto de páramo cultural tuvieron una importancia casi vital. El único pero que se le puede hacer a Una historia subterránea de España es que tratando sobre temas tan sensoriales (música, imágenes fijas y en movimiento) su expresión sea únicamente la palabra escrita, lo que hace que te pierdas buena parte de lo que cuenta si no conoces los referentes mencionados o el buscador de internet no te los muestra en paralelo.

Cómo acabar con la contracultura, Jordi Costa, 2018, Editorial Taurus.

“Relaciones enfermizas” de Cecilia Ştefănescu

Alienante novela ambientada en el Bucarest de los 90. Una ciudad que vaga sin rumbo, al igual que las personas que la habitan o transitan por ella. Como Kiki, una joven universitaria que no sabe qué quiere en su vida y que se mueve y debate entre un hombre y una mujer a golpe de deseos por cumplir, anhelos que comprender, preguntas que no sabe formular y respuestas a interrogantes que no sabe por qué ni quién le hace.

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Imagino la capital rumana tras la caída del régimen de Ceaucescu en diciembre de 1989 como un escenario en el que dejó de haber representaciones y las tareas de mantenimiento pasaron a ser cosa del pasado. Poco a poco comenzó a desvencijarse, a verse afectada por las inclemencias meteorológicas, por las corruptelas de unos habitantes que habían perdido el miedo a las consecuencias de incumplir las normas y por el descuido de aquellos que estaban de paso exigiéndole el abrigo, el alimento y la satisfacción que tampoco encontraban en sus lugares de origen.

Este es el polvoriento y desconchado magma en el que se sumerge la autora de Relaciones enfermizas para escribir algo más que un relato que describa ese erial, una inmersión en la que construye una historia que nos muestra cómo esa atmósfera de desorden y desorientación contagia de su misma miopía y neurosis a las personas que la habitan. Como a su protagonista, Kiki, una chica que no sabe con exactitud lo que quiere ni tiene certeza absoluta de lo que le gusta, sino que se deja llevar por lo que su cuerpo le dicta. Lo suyo es moverse sin más motivación que aquello que le marcan sus impulsos, sin una lógica aparente que explique el por qué y de razón al para qué.

Una falta de brújula y de rumbo de la que se hace altavoz la prosa de Cecilia Ştefănescu para narrar los acontecimientos que suceden en torno a las vivencias afectivas y sexuales, amistosas y amorosas, conflictivas y pacíficas, de Kiki con un hombre y una mujer, con Renato y Alex, desde diferentes puntos de vista. Unas veces como si estuviera dentro de este triángulo y conociera mejor que sus personajes lo que está ocurriendo. Y otras, cuando se descubre reducida a las coordenadas de cada uno de ellos, viéndose limitada por su desconocimiento o su desinterés por querer profundizar en lo que están sintiendo, angustiada por la ansiedad que les produce todo aquello que les contraría, o reducida y encerrada en sí misma por sus fijaciones y obsesiones.

Su propuesta varía de ritmo e intensidad, entre una ficción sin pudor y una fábula críptica –en la que no siempre resulta fácil situarse y orientarse- que evoca sensorialmente a aquellos autores que, tras décadas proscritos, comenzaron a ser vistos, escuchados y leídos en Rumanía en los años previos a la publicación de este título (2002) y a los que menciona en sus páginas. Nombres y títulos cinematográficos (Buñuel, Visconti, Rossellini) y musicales (The Doors, Rolling Stones, Bob Dylan) de otras geografías e idiomas, o literarios que se habían visto obligados al exilio (Cioran, Eliade).

“Mil mamíferos ciegos” de Isabel González

El mundo visto desde el otro lado, desde dentro hacia fuera. Isabel González no describe lo que vemos, sino que cuenta cómo se formulan, viven y materializan las emociones y las sensaciones en la mente, el corazón y el cuerpo de Yago, Santi y Eva. Una historia inquietante y sugerente, hipnótica y desconcertante, kafkiana. Como si el David Lynch de “Twin Peaks” hubiera dejado la narración visual por la literaria y las imágenes de “El perro andaluz” de Buñuel y Dalí se transformaran en palabras.

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Una de las tramas de Mil mamíferos ciegos nos lleva a la naturaleza, a la profundidad de un bosque, como si pretendiera llevarnos a la génesis, al momento de la concepción. Instante en el que comienza la evolución y la formación de la persona, de sus creencias, deseos y metas. Pero en esta ocasión este no es un proceso social o tutelado, Yago marcha por decisión propia, y allí donde se refugia no es para retirarse con fines espirituales o anímicos sino para algo mucho más primario y sencillo, dedicarse tan solo a aquello para lo que se siente llamado, tallar troncos de árboles.

Una pulsión en la que la autora se sumerge para relatarnos cómo es el mundo y cómo se interactúa con él cuando se está en esas coordenadas que no se definen por el cuándo y el dónde, que es incluso más que un estado anímico y una actitud ante la vida. Una forma de mirar y de sentir materializada con una elaborada y meticulosa prosa a base de expresivas frases cortas que concatenan, como en un cuadro cubista, afirmaciones que se interrogan sobre el sentido de lo visto, impresiones sensoriales aun en estado puro y razonamientos producto de la experiencia de la soledad. Sentencias que se suceden porque no hay otra manera de ponerlas sobre el papel, pero que en el ambiente real desde el que nos son trasladadas se intuye que no son lineales, sino que resultan simultáneas.

Por su parte, en la ciudad en la que viven Yago y Eva, lo visceral, el mandato del hipotálamo, es diferente, adopta la forma de filia sexual. La obsesión del primero por los pies de la segunda hace que ella se sienta lejos de él, cosificada, en dimensiones diferentes y sin visos de diálogo. Una interlocución imposible porque él está siempre buscando el refugio, la grieta o la oscuridad en la que ocultarse, sea ya entre las piernas de ella, en el techo o en los lienzos que pinta.

Tanto una realidad como otra son relatadas a través de una serie de cuadros, escenas y secuencias con un profundo sentido audiovisual, generando con su ritmo una atmósfera envolvente más propia del discurso cinematográfico que del literario. La clave del estilo de Isabel González está en la perturbadora, poética –y por momentos psicodélica- experiencia que genera su lectura. Una sugerente y provocadora sucesión de imágenes que se superponen de manera hipnótica, con una lógica que poco a poco se deja descubrir y que hace que Mil mamíferos ciegos resulte un gran círculo temporal. Una línea sin principio ni final que une el presente como el pasado más cercano y el lejano, aquel que está, incluso, en las páginas anteriores a su inicio.