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“Grandes preguntas” de Eduardo Mendoza

Divertimento de escritura teatral en el que su autor da rienda suelta a su particular sentido del humor. Situaciones, personajes y diálogos excesivamente livianos, sin mayor propósito que dejarles hacer y entretenerse con sus ocurrencias y desencuentros en una imaginaria entrada, libre de prejuicios y convenciones, en el reino de los cielos.

Cuando nos morimos los buenos van al cielo y los malos al infierno. Promesa católica que seguro Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) escuchó hasta la saciedad durante sus primeras décadas de vida. Asunto al que, al margen de que fuera creyente o no, seguro le dedicó tiempo y de ahí surgió el argumento de Grandes preguntas. ¿Cómo es el momento del Juicio Final? ¿Su escenografía? ¿Quién está presente? ¿Cómo se rinde cuentas, de verdad saldrá todo a la luz, incluso lo nunca contado o confesado?

Asunto psicoanalítico al que el también autor teatral de Restauración (1990) y Gloria (1991) se enfrentó como suele ser habitual con él. Con sencillez y parsimonia, resaltando la gracia de los contrastes y haciendo hincapié jocoso en lo cotidiano, sobre aquello aparentemente imperceptible o que consideramos sin importancia.

En su prosa (La ciudad de los prodigios, El asombroso viaje de Pomponio Flato…) Mendoza suele ser mordaz, ácido y agudo desde su papel de narrador, pero en el teatro no tiene esa posibilidad. Sobre un escenario no hay más que las palabras que pronuncian sus personajes, no tienen envoltorio que les presente, explique o amplifique. Y eso provoca que su propuesta no arranque, le falta una base sobre la que anclarse y crecer a partir de ella. Un espectador o lector podría incorporarse a Grandes preguntas a mitad de función y se sentiría en el mismo punto que uno que llevara en ella desde el inicio. No hay una estructura que fluya y que nos indique que el texto evolucione o crezca. Es una y otra vez lo mismo, y sin reglas ni lógicas intrínsecas que nos permitan saber a qué atenernos.

De un lado Daniel, el hombre de mediana edad que ha sido llamado a las alturas para iniciar la otra vida. Frente a él, Tobías, personaje salido de la Biblia, y quien ejerce de recepcionista en la entrada al reino de Dios. El desconcierto del primero frente a la monotonía administrativa del segundo. La modernidad y actualidad de uno versus la incomprensión y el desconocimiento de los usos y costumbres de nuestro tiempo por parte del otro. Mendoza intenta un absurdo interesante, pero la estupefacción e incredulidad que transmiten sus diálogos no cuajan. Convierten a Grandes preguntas en una sucesión atónita de estas, con escasa gracia y originalidad, tediosas incluso.

Las referencias sexuales resultan banales, más aún cuando se las hace protagonistas. Despista cuando los personajes tan pronto entienden las referencias que manejan entre sí como, acto seguido, se comportan como dos extranjeros que nunca antes se vieron. Los quiebros conceptuales son demasiado fáciles, no funciona la lógica con que son presentados. Lo que sí lo hace es la intención desconcertante de muchas de las interrogantes que se plantean, pero presupongo que no con la intención ideada por Eduardo. Cierro con esta obra la trilogía de su Teatro Reunido (Editorial Planeta, 2017) y me vuelvo a sus novelas y reflexiones.   

Grandes preguntas, Eduardo Mendoza, 2004, Editorial Planeta.

“Albert’s bridge” de Tom Stoppard

Concebida originalmente como una pieza radiofónica estrenada por la BBC en 1967, tras la aparente ingenuidad y lógica conductual de su protagonista, su argumento destila una importante crítica social. Una fábula que sigue siendo válida para nuestro tiempo.

Tom Stoppard no es un autor de digestión fácil. No es amigo de presentaciones explicativas ni de introducciones circunstanciales. Entra sin preámbulos en sus historias, de manera que siempre vamos un paso por detrás de sus intenciones. El desconcierto, la incertidumbre y la sorpresa forman parte del proceso y la experiencia de ser su espectador y lector. Su propuesta no está solo en lo que se ve y escucha, sino en lo que se intuye, deduce y percibe. Exige que estemos tanto en lo presente como en lo ambiental y lo psicológico.

Albert’s bridge comienza con cuatro operarios terminando de pintar la estructura metálica de semejante infraestructura situada en una ciudad británica, nunca nombrada pero sí descrita como gran urbe. Acto seguido asistimos a una reunión de la empresa gestora en la que se aprueban los planes para continuar el mantenimiento de este trabajo, mas reduciendo costes, lo que implica mantener un único trabajador. El conflicto surge porque el contratado para esta tarea es Albert, el hijo del propietario de dicha compañía, y a su vez alguien licenciado en filosofía y sin ambición material alguna. Un hombre que, a la par, deja embarazada a la asistenta que sus padres tienen como interna, relación que fructifica en su convivencia en coordenadas modestas.

En este cruce de asuntos varios es donde Stoppard lanza sus interrogantes, comenzando por la filosofía. ¿Para qué vale? ¿Quién se dedica a ella y qué aporta? ¿Tiene algo que hacer frente al materialismo sin fin de nuestra sociedad? También ahonda en el asunto del trabajo. ¿En qué medida nos dignifica? ¿Qué papel juegan en su obtención y mantenimiento los méritos, la dedicación y los resultados? Igualmente, le dedica espacio al capitalismo y su exclusivo propósito de maximizar las cifras en el corto plazo, resultados con los que alimentar el ego y la megalomanía de sus primeras figuras. Por último, y de manera complementaria, refleja las distancias en el comportamiento y las aspiraciones entre quienes tienen de sobra y quienes apenas disponen de lo justo.

Se nota que Albert’s bridge está concebida originalmente para la radio por la sencillez con que están planteadas cada una de sus escenas. Su fuerza recae en los diálogos y el modo en que su progresión nos da las claves que necesitamos para situarnos en su existencialismo. Algo a lo que ayudan las referencias musicales -una canción popular versionada a capela y una marcha militar a sonar según sus indicaciones- y algunos parlamentos concebidos como cortos monólogos shakespearianos, algo en lo que Stoppard se mostró hábil en su obra anterior, Rosencrantz y Guildenstern han muerto (1967) a partir de dos personajes de Hamlet, pero sin zambullirse en el absurdo con el que jugaría en la siguiente, Jumpers (1972).

De mar de fondo el mito de Sísifo, personaje mitológico condenado a empujar cuesta arriba una piedra que al llegar a la cima caía una y otra vez. Algo similar a lo que en nuestro tiempo se ha convertido el trabajo seriado para muchas personas, lo que hace de Albert -con su formación, sus posibilidades y su afabilidad- alguien enigmático y un espejo en el que jugar o probar a mirarnos.

Albert’s bridge, Tom Stoppard, 1969, Faber Books.

10 montajes teatrales de 2020

El teatro es como ese navegante que, cueste lo que cueste, siempre se mantiene a flote. Te hace reír, llorar y pensar. Te abstrae, te incomoda y te sacude. Te saca de tus coordenadas y te arroja a las vicisitudes de mundos que ignoras, esquivas o desconoces. Te aporta y te da vida, te engrandece.  

«Prostitución». De la comedia cabaretera a la verdad del teatro documento y la exposición de la denuncia política. Un recorrido por historias, testimonios y situaciones que hemos escuchado, leído, comentado y banalizado muchas veces.

«Carmiña». Tras «Emilia» (Pardo Bazán) y «Gloria» (Fuertes), la tercera entrega de la Mujeres que se atreven de Noelia Adánez en el Teatro del Barrio puso el foco en otra gran escritora, Carmen Martín Gaite. Un personaje tan solvente como los anteriores, respetando su carácter único y dándole una solvente entidad dramática.

«Los días felices». Un texto que se esconde dentro de sí mismo. Una puesta en escena retadora tanto para los que trabajan sobre el escenario como para los que observan su labor desde el patio de butacas. Un director inteligente, que se adentra virtuosamente en la complejidad, y una actriz soberbia que se crece y encumbra en el audaz absurdo de Samuel Beckett.

«Curva España». El muy peculiar humor gallego de Chévere. Un particular “si hay que ir se va” que les sirve para elucubrar, imaginar y ficcionar la Historia (con mayúsculas) para dar con las claves que explican y ejemplifican muchas de nuestras incompetencias y miserias.

«Traición». Israel Elejalde convierte la construcción literaria y psicológica entre el silencio, los monosílabos, las interjecciones y las frases hechas de Harold Pinter en un sólido montaje con buenas dosis de amor y humor, pero también de corrosión y dolor.

«Con lo bien que estábamos». Qué arte, qué lujo y despiporre el de la Ferretería Esteban. Un espectáculo que suma esperpento, absurdez y espíritu clown. La atemporalidad de la tradición, de los clichés, los recursos y los guiños que si se manejan bien siguen funcionando.

«El chico de la última fila». Multitud de capas y prismas tan bien planteados como entrecruzados en una propuesta que juega a la literatura como argumento y como coordenadas de vida, como guía espiritual y como faro alumbrador de situaciones, personajes y aspiraciones.

«Un país sin descubrir de cuyos confines no regresa ningún viajero». La muerte es una etapa más, la última de la materialidad, sí, pero también la del paso a la definitiva espiritualidad, que en el caso del que se va no se sabe en qué consiste, pero para el que se queda adquiere denominaciones como legado, recuerdo, homenaje y honramiento.

«Talaré a los hombres de sobre la faz de la tierra». Activismo feminista y ecologista, dramaturgia, plasticidad, danza, crítica social y notas de humor en un montaje que va del costumbrismo al existencialismo en una historia que recorre nuestras tres últimas décadas.

«Macbeth». La obra maestra de William Shakespeare sintetizada en una versión que pone el foco en la personalidad y las motivaciones de sus personajes. Dos horas de función clavado en la butaca, sin aliento, ensimismado, seducido e hipnotizado por un elenco dotado para la palabra y la presencia.

«Los años dorados» de Arthur Miller

Escrita con tan solo veinticinco años, su autor ya dejaba ver en ella los asuntos que le seguirían preocupando y el punto de vista desde que los observaría a lo largo de toda su carrera. El encaje del hombre en su sociedad, sus principios de gobierno y cómo estos hacen factible, o no, su bienestar individual y la convivencia con sus semejantes. Un análisis que se hace aún más incisivo al situarlo en el encuentro entre los conquistadores españoles y el imperio azteca a principios del siglo XVI.

Cuenta Arthur Miller en el prólogo que en el momento de escribir este texto, probablemente se vio influido por la postura que adoptaban el gobierno y la sociedad norteamericana en los primeros meses de la II Guerra Mundial. Como si no fuera con ellos, incluso con un punto de atracción ante el argumentario, la actitud y los logros que cada día transmitía, mantenía y conseguía el régimen nacionalsocialista. Pero como buen observador, lo que al autor de Después de la caída (1964) le llamaba la atención de esta situación no era qué hacía sugerentes a los nazis, sino qué vacío vital o falta de ética podría estar cubriendo su atractivo entre sus conciudadanos.

Años después entraría más de lleno en este tipo de cuestiones en títulos como Todos eran mis hijos (1947) o The archbishop’s ceiling (1977), pero en esta ocasión llevó su imaginación hasta un lugar y un tiempo anteriores. Hasta la llegada en 1519 de los conquistadores españoles, con Hernán Cortés a la cabeza, al imperio azteca, liderado por Moctezuma II. Dos civilizaciones que nunca antes se habían encontrado y entre las que rápidamente se desató un conflicto que le sirve a Arthur Miller para interrogarse sobre los límites de la libertad de culto y las imposiciones ideológicas. También para indagar sobre las excusas que utilizan en toda contienda los atacantes para ejercer la violencia y la barbarie, y las razones ocultas que pueden provocar que los asaltados no sean capaces de defenderse, tal y como podrían y deberían hacer en semejante situación.

Moralidad, existencialismo y búsqueda de propósito y sentido en un texto nunca llevado a escena. Su producción debe ser costosa, cantidad de personajes, vestuarios para trasladarnos a cientos de años atrás y elaboradas escenografías con las que simular suntuosos interiores de templos y palacios y los majestuosos exteriores de templos de la ciudad de Tenochtitlan. En el momento de su escritura la situación económica y política no lo permitió y después, tras el éxito aliado en la contienda, la moral del gigante yanqui anuló cualquier posibilidad de ver representadas historias en que los que encarnaban la cristiandad se comportaran como tiranos sanguinarios.

Hasta ahora Los años dorados tan solo ha podido ser escuchada en un montaje radiofónico de BBC Radio en 1987. No me consta siquiera que esté traducida al español (yo me hice con ella en una librería de segunda mano en Dublín en una edición que incluye otra obra, Un hombre con suerte, que Miller también escribió en 1940). Pero considerando las lecturas que se hacen hoy en día de la conquista de América, no sería descartable que alguien pusiera en marcha su primera producción. ¿La llegaremos a ver?

Los años dorados, Arthur Miller, 1940, Methuen Books.

“Perro semihundido” (Goya, 1820-1823)

La modernidad comienza aquí, nunca antes la subjetividad había sido tan protagonista como en esta obra”, afirmación catedrática con la esta imagen se quedó grabada en mi memoria décadas atrás y vuelve una y otra vez a primer plano cuando dialogo y discuto conmigo mismo.   

Aparentemente, nadie se atreve a afirmar qué representa esta escena ni el rol que el mejor amigo del hombre desempeña en ella. Tampoco qué quería transmitir, expresar o reflejar el de Fuendetodos. A lo mejor no lo sabía ni él. O sí. Sabe Dios qué pensamiento existencial, asociación surrealista o necesidad expresionista bramaba en su cabeza, cuál de todas las emociones que dieron pie al conjunto de las Pinturas negras tomó protagonismo en esta. Si fue la esperanza, la ansiedad, la aceptación, la depresión, el optimismo o el más absoluto pesimismo.

Los académicos y los historiadores dicen que Goya estaba harto. De todo y de todos. De los desastres y horrores de los que había sido testigo durante la Guerra de la Independencia, así como de esa otra guerra diaria, sin más motivación que el control social y el poder político, en la que resultaban perdedores la mayoría de sus compatriotas. De haber visto comportarse a los hombres y las mujeres de su tiempo como animales, como seres primarios y viscerales, violentos, asesinos y miserables, poseídos por la lujuria, la gula y la avaricia, también por la pereza, la envidia, la soberbia y la ira. Quién sabe, lo mismo este último pecado capital fue el que le inspiró, le impulsó a la acción y le marcó el trazo en la realización de esas catorce obras.

Pintadas sobre las paredes de su casa, esa Quinta del Sordo en la que se recluyó, refugiándose tanto en ella como en su sordera del ruido y los estragos del absolutismo. Arrancadas y trasladadas a lienzo décadas después para convertirse en parada, estación y pasaje del recorrido de obras maestras del Museo del Prado. Convertidas por obra y gracia de la labor divulgativa de la institución museística que las alberga, y de la educativa de nuestro sistema del bienestar, en icono, símbolo, ejemplo y muestra de nuestra historia, cultura e identidad, de quienes fuimos y somos, de como pensamos y actuamos, de lo que nos describe y nos define.

Por eso este Perro semihundido está fijado en mi pensamiento desde aquel momento en que lo vi proyectado en una clase de Estética en la Facultad de Ciencias de la Información. Desde aquel día posterior en que mi mirada, ya con otros ojos, se volvió a fijar en él en el edificio Villanueva. Impresión renovada cada vez que vuelvo a la bicentenaria pinacoteca y me acerco, según marque mi estado de ánimo, a recordarlo, observarlo o a seguir descubriéndolo. Recurso al que acudo mentalmente cuando establezco diatribas con las que reflexionar e intentar alcanzar algún tipo de lucidez.

La sobriedad y austeridad de su cromaticidad me resulta árida, adusta, castellana, interior, seca, como si ya hubiera transitado por ella o siguiera haciéndolo. La simplicidad de su composición va más allá de lo visible. Impacta, desnuda, trasciende lo físico hasta llegar a lo espiritual, lo esencial, lo nuclear, allí donde ya no hay refugio ni posibilidad de esconderse, donde no hay otra opción más que la de mostrarse o morir. Un anclaje a la tierra y una infinitud en la que asoma inquietantemente ese perro que somos todos y cada uno nosotros, espectadores, protagonistas, víctimas y figurantes, como él, a medio camino entre el anhelo de la supervivencia y la abnegación por un sueño, una ilusión o una realidad imposible ya de alcanzar.

Perro semihundido, Francisco de Goya, 1820-1823, Museo del Prado (Madrid).

«Los días felices» de Beckett, Messiez y Orazi

Un texto que se esconde dentro de sí mismo. Una puesta en escena retadora tanto para los que trabajan sobre el escenario como para los que observan su labor desde el patio de butacas. Un director inteligente, que se adentra virtuosamente en la complejidad, y una actriz soberbia que se crece y encumbra en el audaz absurdo de Samuel Beckett.

Abusamos del término surrealista, cuando en realidad debiéramos usar muchas veces el de absurdo. Confundimos como onírico e irracional aquello cuya lógica no entendemos o no conseguimos captar por mucho que nos empeñemos. El autor de Esperando a Godot fue un genio en este sentido, usando las palabras no solo para contarnos algo, sino también para estrujar nuestro estómago, presionar nuestro corazón y aporrear nuestra cabeza cuando nos exponemos a sus neuróticas y aparentemente incomprensibles propuestas.

Una enmarañada complejidad que Pablo Messiez trabaja -desde la escenografía, el sonido y la iluminación- hasta convertir en una experiencia tan inmersiva y sugerente -lo que importa es el trayecto, no el origen ni el destino- como la montaña de cascotes que cubre a Winnie, primero hasta el pecho, después hasta el cuello.

Una mujer de mediana edad, vestida con un palabra de honor, acompañada de su bolso y sin movilidad posible, pero dotada de una locuacidad sin par. De una oralidad que Fernanda Orazi convierte en un derroche de discurso y retórica que viaja libremente entre el psicoanálisis, el lacanismo y la elaboración gestáltica, entre la expresión libre, la indagación introspectiva y la búsqueda de un sentido que quizás no exista, o sí, pero que en cualquier caso no puede ser fijado en un concepto, un proceso o un objetivo con el que el hombre se sienta realizado.

Esta adaptación de Los días felices (obra escrita en 1960) embauca, atrae y conquista. Por la verborrea sin fin con que Winnie ahuyenta el silencio y absorbe el oxígeno. Por la manera en que retuerce la supuesta sencillez de su argumentario, llevándolo hasta un extremo en el que confluyen el vacío, la nada, la angustia y la ansiedad. Por la explosión gestual, tonal y la capacidad de trascenderse físicamente de la Orazi (“la” de diva, de grande, de ama, de dueña y señora del escenario). Por la barbaridad de lograr que durante la hora y media de función sus manos y su rostro -y después solo su rostro- nos atraigan e hipnoticen embaucándonos en una narrativa más vertical que horizontal, más de caída y descenso existencial que de progresión y avance.

Una lógica perturbadora marca Samuel Beckett perfectamente orquestada por Messiez, alcanzando y manteniendo a lo largo de toda la función ese difícil y delicado punto de equilibrio en el que es fiel al autor al que está adaptando, al tiempo que deja impreso su propio sello como director y cocreador de la representación a la que estamos asistiendo. Parece que no hay genio de la dramaturgia que se le resista a Pablo, ya sea Lorca (Bodas de sangre), Chejov (La otra mujer) o ahora Beckett. Quién iba a decir que después de la explosión corporal que fueron Las canciones, iba a llevarnos tan arriba, pero esta vez sin hacernos mover un ápice de la butaca.  

Los días felices, en el Teatro Valle Inclán (Madrid).

“Camino real” de Tennessee Williams

En el prólogo de la edición de Penguin Classics de 1956 su autor cuenta que no tiene porqué explicar qué es lo que quiere contar en esta obra y nos sugiere que nos dejemos llevar sin más por su representación. Una idea que amplía exponiendo que texto y montaje son realidades diferentes y que este último, y nunca el soporte impreso, es el medio por el que debemos valorar una creación teatral. Este conjunto de 17 escenas, llenas de anotaciones y con una propuesta de lo más compleja, son un claro ejemplo de esta visión del arte de la dramaturgia.

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Tennessee Williams acabó la primera versión de esta obra en 1949. La ampliaría en 1953, haciendo que sus 10 bloques (block es el término utilizado por él) iniciales se convirtieran en 16 más un prólogo en el que Don Quijote y Sancho Panza son los primeros personajes que llegan a ese lugar único que es Camino Real.  Ellos nos abren las puertas de un emplazamiento ubicado en mitad de la nada mexicana, al que es fácil llegar pero del que parece imposible marchar, que es principio y fin.

La claustrofobia que genera esta localización incierta va in crescendo a medida que se suceden las escenas. No hay una única línea argumental, sino que se abordan múltiples situaciones, lo que hace de este texto una realidad poliédrica que se abre en múltiples planos paralelos a la par que evoluciona, por lo que no resulta nada fácil de seguir.  Hay mucho movimiento en él, momentos festivos –con música y algarabía-, distintos niveles de interactuación desde el escenario –a pie de calle, en interiores, en balconadas- y multitud de personajes –con nombre propio, anónimos y otros que tienen un gran peso simbólico- que tratan toda clase de asuntos.

Entre estos últimos, y junto a los cervantinos ya señalados, Esmeralda, espejo de la gitana de El jorobado de Notre Dame de Victor Hugo, encargada de encandilar con su recurrente virginidad al héroe desconcertado. Margarita, penando como La dama de las camelias de Alejandro Dumas frente a la resistencia de su esposo apellidado Casanova, con el que mantiene un arduo debate sobre el amor y su relación con la fidelidad, la lealtad y la traición. También aparece por este lugar inhóspito un tal Lord Byron enamorado de la cultura clásica.

La ley existe, pero no se practica, no hay una lógica comprensible en Camino Real. En su fuente puede faltar el agua, pero en sus establecimientos siempre habrá alcohol. Sus rincones están llenos de prostitutas, mendigos y ladrones, testigos de cuanto acontece pero sin memoria a la de recordar robos de dinero o sustracciones de documentación, que dejan sin recursos y sin identidad oficial a los recién llegados. No se puede confiar en quien te ayuda, no puedes creer que lo que te digan es verdad ni dar por hecho que eso convierte lo escuchado en mentira.

Además del famoso y prestigioso autor de impactantes torrentes emocionales (como los de El zoo de cristal o Un tranvía llamado deseo de los que pueden verse algunos trazos aquí), Williams fue también capaz de practicar otros registros como esta combinación de horror vacui, absurdo y existencialismo que se hace cercano al Esperando a Godot de Samuel Beckett, estrenado también en 1953.

«Tiny Alice» de Edward Albee

La oferta de una gran cantidad de dinero a la iglesia pone al descubierto un doble entramado de relaciones en el que no queda claro cuáles son los propósitos ni los motivos. Poder, juego, fé espiritual, dominación y sometimiento a merced y espaldas de la verdad y las convicciones personales en una propuesta escenográfica digna de Escher y unos diálogos intrigantes a caballo entre el misterio y la filosofía existencial.

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La provocación es continua desde la primera escena. De fondo dos pájaros machos, dos cardenales, encerrados en una jaula en total compenetración. Delante de ellos dos hombres, antiguos compañeros de clase, que se desprecian hoy –el uno como autoridad eclesiástica y el otro como abogado- al igual que entonces. A continuación una casa en la que su protagonista femenina simula ser primero una anciana y después revela que hubo un tiempo que tuvo una relación íntima con el que hoy es su mayordomo y que ahora la mantiene en calidad de amante con su gestor.

El personaje que falta es Julián, un religioso no ordenado, célibe, fiel cumplidor de su papel y convicción como siervo de Dios al servicio de aquellos que le reclaman, primero el Cardenal y a continuación los habitantes de la residencia a la que es enviado a recibir una donación de millones de dólares. El será el elemento del que todos se servirán y al que todos utilizarán, tanto para atacarse entre ellos como para su propia satisfacción personal.

Ese es el peligroso juego de relaciones y exposición de valores que Edward Albee despliega a lo largo de tres actos en los que la tensión aumenta sin parar hasta poner en riesgo la vida de sus habitantes. Cuando las conversaciones se tornan crípticas, los comportamientos abandonan la corrección de las formalidades y son ellos los que nos demuestran cuál es el verdadero leit motiv de cuanto está ocurriendo. Hay en el ambiente más elementos de los que se ven, pero no se muestra la verdadera naturaleza de la relación existente entre ellos, lo que hace que el desconocimiento del lector/espectador torne en inquietud y este mute posteriormente en angustia y ansiedad.

Un proceso también individual y cuyo mayor exponente es el mencionado Julián. El hombre que se retiró durante un tiempo de la vida cotidiana porque el Dios que le decían existía en ella era una entelequia y no una realidad espiritual, una búsqueda que le generó la paradoja de desconectar con lo que era real para poder encontrarle.  Por eso ahora duda de en qué plano existencial está, si en ese en el que existe Dios y los hombres y mujeres actúan incoherentemente o aquel en el materialismo se camufla tras una falsa espiritualidad.

Tiny Alice fue la primera obra que Albee estrenó tras el éxito de ¿Quién teme a Virginia Woolf? Y al igual que en sus primeros textos (The zoo story o The american dream), profundiza en ella sobre cuáles son los motivos que unen a las personas, la diferencia entre las complementariedades y las dependencias, así como la caída al abismo cuando nos abandona el equilibrio y la neurosis acampa en nuestras mentes.

«No sé decir adiós»

Un triángulo familiar auténtico, creíble de principio a fin, gracias a un guión muy bien trazado y una dirección eficaz que podrían haber sido conseguido una historia aún más profunda si hubieran afinado matices e indagado en detalles en los que no entran. Por el lado positivo tres personajes, dos hermanas y un padre, muy planteados, tanto individual como relacionalmente, como brillantemente interpretados por Nathalie Poza, Lola Dueñas y Juan Diego.

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La cara es el espejo del alma y eso es lo que tiene esta cinta de Lino Escalera. Los rostros de Poza, Dueñas y Diego son el verdadero elemento conductor, más allá de lo que se esté narrando, son sus miradas las que nos transmiten qué está ocurriendo en el mar de fondo del interior de cada uno de ellos. En el momento en que se vislumbra el fin de la vida del padre queda patente que ese terreno no es tan individual como ellas se creen, los lazos biológicos, los paterno-filiales y los fraternales están ahí, haciendo que se tengan en cuenta mucho más de lo que se creen.

Nathalie y Lola son diferentes, pero no tan opuestas como podría parecer. La primera marchó a Barcelona y se convirtió en una ejecutiva agresiva e independiente, la segunda se quedó en el pueblo almeriense natal formando una familia que convive y comparte negocio con su padre. El aviso de la muerte lo trastoca todo y lo que hasta un segundo antes parecía que había sido construirse su propio camino ahora se asemeja más una huida en falso; de igual manera que haber permanecido en el hogar familiar quizás no fue la opción cobarde y conservadora que cabría interpretar después de tantos años. Y entre ellas, junto a ellas y por encima de ellas un padre a la antigua usanza, árido y agrio, pero inexpresivamente aferrado y silenciosamente comprometido con aquello con lo que se siente unido.

Esta es la sólida base sobre la que se construye No sé decir adiós. De mar de fondo la cuestión existencial de cómo afrontar la muerte, unida a otra más cercana y con la posibilidad de planteárnosla cada día, la de qué estoy haciendo con mi vida, qué sentido le estoy dando y, sobre todo, ¿me hace feliz? Preguntas que en ningún momento se verbalizan, pero que es patente que están ahí, encerradas, ebullendo en el pecho de estas dos mujeres y este hombre incapaces de verbalizar y compartir los sentimientos que se provocan.

En la traducción de ese universo interior es donde se echa en falta que el guión y la dirección hubieran afinado un poco más. Lo convierten en momentos de silencio formal de gran potencia, dando como resultado unos austeros y magnéticos primeros y medios planos de los tres intérpretes, pero que en ocasiones resultan más estéticos –los encuadres de cámara son siempre de lo más certero- que expresivos. Sin embargo, no se perciben como vacíos, gracias al soberbio trabajo protagonista de Nathalie Poza, extensible a la labor como secundarios de Lola Dueñas y Juan Diego, y a la total y absoluta química entre ellos cuando comparten plano.