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«Roma, peligro para caminantes» de Rafael Alberti

Tras comenzar a residir en ella en 1963, Alberti fijó su vivencia y experiencia de la ciudad eterna en esta creativa, inteligente y evocadora colección de sonetos, versos sueltos, escenas y canciones. Rápidamente imbuido en la dinámica de su imagen histórica y artística y el ritmo y la cotidianidad de su costumbrismo, sus estrofas nos trasladan hasta un tiempo pasado que aúna la dolorosa vivencia del exilio con la gozosa experiencia de habitar en unas coordenadas siempre sugerentes y estimulantes.

Después de 24 años de exilio en Argentina, Alberti se trasladó a la capital italiana, donde permaneció hasta 1977, fecha en que volvería a España. Su primera residencia estuvo en el número 20 de la calle Monserrato, dirección que da título al poema que inicia este fascinante conjunto. Con los ojos bien abiertos, fascinado por cuanto se encuentra al pisar la calle y dejarse llevar por su enrevesado trazado, Rafael da fe de que la experiencia de Roma es mucho más que lo que relatan los libros. Su desbordante energía se inocula en su pensar y la monumentalidad de su poderío estético se apropia de su alma, aunque sin pedirle que deje de ser quién es ni olvide de dónde viene.

En sus dos bloques de diez sonetos, el poeta fija cuanto observa en versos guiados unas veces por una sensible percepción sensorial, otras por su aguda educación humanista y todas las demás por una lúcida y divertida combinación de ambas. Se sirve de lo aparentemente vulgar (la basura, las meadas, los olores) y cotidiano (los mercados, los gatos callejeros) que el neorrealismo había convertido en algo pintoresco, para trasladarnos hasta la realidad de un presente en que lo mundano convive con el legado de la Historia y la mitología simbolizado por efigies escultóricas de personajes como Giordano Bruno o Pasquino.  

Entre ambos grupos, una serie de creaciones libres que describen y definen la ciudad ruidosa, aparentemente religiosa y profundamente teatral que buscamos cuando la visitamos y que invocamos cuando la recordamos. Historias e imágenes con las que nos transmite el callejero mental de emociones, sensaciones y evocaciones que se construye en su cabeza, formado tanto por lugares concretos (Porta del Popolo, el castillo Sant’Angelo, el Trastevere en el que también residió), como por personajes (las parejas de enamorados, los jóvenes pillos y las mujeres seductoras) y lugares (los puentes sobre el Tíber y las fuentes por doquier) definitorios de su tipismo y su urbanismo.

Construcciones con las que Alberti también se muestra interiormente. Deja clara la jocosidad con que vive su ateísmo, su goce con las reuniones de amigos (mejor si son regadas con vino) y la melancolía que le produce la soledad. Sin practicar el discurso político, exterioriza los motivos de su exilio, reivindica la cultura de la que proviene (Lope, Góngora, Quevedo, Cervantes, Valle Inclán…) y se refiere con admiración a los creadores que antes que él residieron en esta ciudad (John Keats, Miguel Angel). Entusiasmo que hace extensivo a los ocho artistas y también amigos (Bruno Caruso, Guido Strazza…) contemporáneos a los que les dedica de manera individual los poemas con nombre con que cierra este fantástico trabajo.

Roma, peligro para caminantes, Rafael Alberti, 1968 y 1974, Seix Barral.

10 textos teatrales de 2019

Títulos clásicos y actuales, títulos que ya forman parte de la historia de la literatura y primeras ediciones, originales en inglés, español, noruego y ruso, libretos que he visto representadas y otros que espero llegar a ver interpretados sobre un escenario.

«¿Quién teme a Virginia Woolf?» de Edward Albee. Amor, alcohol, inteligencia, egoísmo y un cinismo sin fin en una obra que disecciona tanto lo que une a los matrimonios aparentemente consolidados como a los aún jóvenes. Una crueldad animal y sin límites que elimina pudores y valores racionales en las relaciones cruzadas que se establecen entre sus cuatro personajes. Un texto que cuenta como pocas veces hemos leído cómo puede ser ese terreno que escondemos bajo las etiquetas de privacidad e intimidad.

«Un enemigo del pueblo» de Henrik Ibsen. “El hombre más fuerte es el que está más solo”, ¿cierto o no? Lo que en el siglo XIX escandinavo se redactaba como sentencia, hoy daría pie a un encendido debate. Leída en las coordenadas de democracia representativa y de libertad de prensa y expresión en las que habitamos desde hace décadas, la obra escrita por Ibsen sobre el enfrentamiento de un hombre con la sociedad en la que vive tiene muchos matices que siguen siendo actuales. Una vigencia que junto a su extraordinaria estructura, ritmo, personajes y diálogos hace de este texto una obra maestra que releer una y otra vez.

“La gaviota” de Antón Chéjov. El inconformismo vital, amoroso, creativo y artístico personificado en una serie de personajes con relaciones destinadas –por imperativo biológico, laboral o afectivo- a ser duraderas, pero que nunca les satisfacen plenamente. Cuatro actos en los que la perfecta exposición y desarrollo de este drama existencial se articulan con una fina y suave ironía que tiene mucho de crítica social y de reflexión sobre la superficialidad de la burguesía de su tiempo.

«La zapatera prodigiosa» de Federico García Lorca. Entre las múltiples lecturas que se pueden aplicar a esta obra me quedo con dos. Disfrutar sin más de la simpatía, el desparpajo y la emotividad de su historia. Y profundizar en su subtexto para poner de relieve la desigual realidad social que hombres y mujeres vivían en la España rural de principios del siglo XX. Eso sí, ambas quedan unidas por la habilidad de su autor para demostrar la profundidad emocional y la belleza que puede llegar a tener y causar la transmisión oral de lo cotidiano.

«La chunga» de Mario Vargas Llosa. La realidad está a mitad de camino entre lo que sucedió y lo que cuentan que pasó, entre la verdad que nadie sabe y la fantasía alimentada por un entorno que no tiene nada que ofrecer a los que lo habitan. Una desidia vital que se manifiesta en diálogos abruptos y secos en los que los hombres se diferencian de los animales por su capacidad de disfrutar ejerciendo la violencia sobre las mujeres. Mientras tanto, estas se debaten entre renunciar a ellos para mantener la dignidad o prestarse a su juego cosificándose hasta las últimas consecuencias.

“American buffalo” de David Mamet. Sin más elementos que un único escenario, dos momentos del día y tres personajes, David Mamet crea una tensión en la que queda perfectamente expuesto a qué puede dar pie nuestro vacío vital cuando la falta de posibilidades, el silencio del entorno y la soledad interior nos hacen sentir que no hay esperanza de progreso ni de futuro.

“The real thing” de Tom Stoppard. Un endiablado juego entre la ficción y la realidad, utilizando la figura de la obra dentro de la obra, y la divergencia del lenguaje como medio de expresión o como recurso estético. Puntos de vista diferentes y proyecciones entre personajes dibujadas con absoluta maestría y diálogos llenos de ironía sobre los derechos y los deberes de una relación de pareja, así como sobre los límites de la libertad individual.

“Tales from Hollywood” de Christopher Hampton. Cuando el nazismo convirtió a Europa en un lugar peligroso para buena parte de su población, grandes figuras literarias como Thomas Mann o Bertold Brecht emigraron a un Hollywood en el que la industria cinematográfica y la sociedad americana no les recibió con los brazos tan abiertos como se nos ha contado. Christopher Hampton nos traslada cómo fueron aquellos años convulsos y complicados a través de unos personajes brillantemente trazados, unas tramas perfectamente diseñadas y unos diálogos maestros.

“Los Gondra” y “Los otros Gondra” de Borja Ortiz de Gondra. Gondra al cubo en un volumen que reúne dos de los montajes teatrales que más me han agitado interiormente en los últimos años. Una excelente escritura que combina con suma delicadeza la construcción de una sólida y compleja estructura dramática con la sensible exposición de dos temas tan sensibles -aquí imbricados entre sí- como son el peso de la herencia, la tradición y el deber familiar con el dolor, el silencio y el vacío generados por el terrorismo.

“This was a man” de Noël Coward. En 1926 esta obra fue prohibida en Reino Unido por la escandalosa transparencia con que hablaba sobre la infidelidad, las parejas abiertas y la libertad sexual de hombres y mujeres. Una trama sencilla cuyo propósito es abrir el debate sobre en qué debe basarse una relación amorosa. Diálogos claros y directos con un toque ácido y crítico con la alta sociedad de su tiempo que recuerdan a autores anteriores como Oscar Wilde o George B. Shaw.

«Tales from Hollywood» de Christopher Hampton

Cuando el nazismo convirtió a Europa en un lugar peligroso para buena parte de su población, grandes figuras literarias como Thomas Mann o Bertold Brecht emigraron a un Hollywood en el que la industria cinematográfica y la sociedad americana no les recibió con los brazos tan abiertos como se nos ha contado. Christopher Hampton nos traslada cómo fueron aquellos años convulsos y complicados a través de unos personajes brillantemente trazados, unas tramas perfectamente diseñadas y unos diálogos maestros.

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Han pasado 35 años desde que el autor de la famosa adaptación de Las amistades peligrosas estrenara en Londres este texto ambientado en Los Ángeles. Pero no suena a 1983 sino a 1940, y no solo porque esta sea la década en que transcurre su historia, sino porque tiene la fuerza y la atemporalidad de los clásicos. Sus veintidós escenas están llenas de claroscuros de cine negro, de complejos conflictos personales y comportamientos, respuestas y reacciones auténticas reflejadas en frases sencillas pero llenas de contenido, que generan una potente y envolvente atmósfera.

En sus diferentes escenarios –incluyendo habitaciones de motel, fastuosas mansiones con piscinas que recuerdan a la del asesinato del Sunset Boulevard de Billy Wilder o restaurantes como los de los cuadros de Edward Hopper- se bebe, se come, se fuma, se escribe y se discute mucho. Los recién llegados -exiliados según unos, emigrantes para otros- desde Alemania, Hungría o Francia buscan cómo ganarse la vida adaptándose a un lugar donde la escritura ya no es una labor artesana –la del literato- sino casi industrial –la del guionista cinematográfico-. A un lugar donde lo que se busca es la rentabilidad económica y causar una buena impresión y no generar debate intelectual o nuevo planteamientos con los que dar respuesta a los dilemas éticos de la humanidad.

Hampton pone de relieve cómo algunos se adaptaron sin problema a aquellas exigencias, he ahí el Premio Nobel Thomas Mann, sirviéndose de ellas para lograr el éxito, y cómo otros fueron fieles a sus principios, valgan su hermano –y también escritor- Heinrich o Bertold Brecht como ejemplo y a los que el destino no les deparó el mismo resultado. Historias personales afectadas por las circunstancias de un mundo violento, que en Europa asesinaba a judíos y en EE.UU. ya abandonaba en la calle a todo el que no tuviera dinero y trataba como potenciales delincuentes a los provenientes de zonas de conflicto (entonces gobernaba Roosevelt, cuando Hampton escribió Tales of Hollywood lo hacía Reagan y hoy es Trump quien vive en la Casa Blanca, parece que no ha habido tanto cambio).

El personaje de Hörvarth es un guía eficaz y un narrador solvente en de una obra plagada de diálogos soberbios. La pequeña comunidad europea protagonista despliega una completa y profunda serie de temas, puntos de vista, reflexiones, valores y visiones sobre los fundamentos y motivaciones de sus vidas –personales, laborales, familiares- que hacen que éstas parezcan  casi elementos alienígenas ante el escaparate de la simpleza materialista y el éxito capitalista que ya era entonces Norteamérica, siendo el mundo de fantasía de sus películas su máximo exponente.

Un escaparate de épica y optimismo que hace aún más dramáticos los conflictos morales de aquellos que no encajaron con su propuesta y que vieron cómo tras el fin de la II Guerra Mundial debían renunciar a sus posicionamientos políticos si querían trabajar en la industria del cine y vivir en suelo californiano.  Todo ello visto desde el enfoque ágil, pero no por ello lúdico, de Hampton, que demuestra ser un genio de la escritura teatral al tiempo que rebela cómo hay cuestiones en el comportamiento individual –la búsqueda del reconocimiento como primer objetivo- y en nuestra organización colectiva –la exigencia de posicionarse ideológicamente del lado oficial- que se repiten de manera continua a lo largo de la historia.

Tales from Hollywood, Christopher Hampton, 1984, Faber & Faber.

«Arte, revancha y propaganda» de Arturo Colorado

Toda guerra es, por definición, destructiva y la contienda fratricida que tuvo lugar en España entre 1936 y 1939 no fue una excepción a esta regla. El patrimonio artístico fue uno de los focos de la contienda, aunque mucho más como instrumento de propaganda que como legado cultural que preservar. El bando nacional fue especialista en esto, algo que siguió haciendo, ya con Franco en el poder, tanto para justificar sus principios ideológicos como en su relación con las potencias del eje y los aliados a lo largo de la II Guerra Mundial.   

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El conflicto que se inició el 18 de julio de 1936 generó toda clase de aberraciones como vandalismos, asaltos, bombardeos,…, que trajeron consigo la destrucción de muchos bienes inmuebles y la desaparición de innumerables piezas artísticas. En algunos casos como resultado de lo que hoy llamamos daños colaterales y en otros de manera totalmente deliberada (ej. bombardeo nacional sobre el Palacio de Liria el 17 de noviembre de 1936 o, en esas mismas fechas, sobre el Museo del Prado).

Una falta total de sensibilidad y de respeto por las manifestaciones artísticas y culturales que continuó tras el 1 de abril de 1939. El régimen franquista siguió luchando en este frente contra el depuesto gobierno republicano, definiendo el traslado preventivo a Suiza de las obras de la pinacoteca madrileña o a Francia de otras colecciones públicas –como la del MNAC- y privadas de distintos lugares de origen como una muestra del “expolio rojo” al que había sido sometido nuestro país. Campaña de desprestigio en la que la buena labor de preservación realizada por el anterior gobierno democrático –tal y como atestiguaron profesionales de grandes museos internacionales como la National Gallery- era metida en el mismo saco que los robos perpetrados por delincuentes, el tráfico ilegal llevado a cabo por profesionales nada éticos o las pertenencias personales que llevaban consigo los que iniciaban el camino del exilio.

Tras el fin de la contienda, las nuevas autoridades hicieron bien poco a efectos prácticos para que esas piezas volvieran a su lugar de origen. Las que habían salido de manera legal retornaron una vez que Franco fue reconocido de manera oficial por los gobiernos  de esos países. Pero más allá de ello –y por la casi nula dotación de recursos económicos, técnicos y humanos dedicados a la misión- no se consiguió apenas ningún resultado exitoso, a excepción de la incautación de sus propiedades privadas que sufrieron los republicanos descubiertos en Francia.

Una tesitura que coincide con el inicio de la II Guerra Mundial, conflicto en el que España apoyó inicialmente a los regímenes fascistas de Italia y Alemania bajo el eufemismo de “no beligerancia”. Coyuntura que, tal y como cuenta Arturo Colorado, la nueva España imperialista aprovechó, con ánimo de revancha, para solventar las deudas que el país vecino no había saldado tras el paso de las tropas napoleónicas por nuestro territorio un siglo atrás. De esta manera se consiguió que el régimen de Vichy firmara en 1941 un acuerdo –considerado extorsión por la mayoría del resto de los franceses- por el que no solo se recuperaron muchos de los legados del Archivo de Simancas que entonces habían sido trasladados como botín de guerra, sino que volvieran a España piezas únicas como la Dama de Elche que, tras su descubrimiento en 1897, había sido vendida legalmente al Museo del Louvre.

Un tratado por el que se recuperaron otras piezas (como la famosa corona visigoda de Recesvinto o una apreciada Inmaculada de Murillo) a cambio de entregar un Velázquez, un Greco y un Goya, y que en nuestras fronteras fue presentado ante la opinión pública como una victoria diplomática y una validación de la fuerza, potencia y liderazgo del Caudillo. Un logro que debía mucho al apoyo fascista, y al que, en ocasiones, el régimen halagó con donaciones de obras de arte. En 1939 se entregaron al Führer tres Zuloagas y en 1941 Franco llegó a adquirir para hacérselo llegar, el retrato de Goya de La marquesa de Santa Cruz.

Sin embargo, los buenos resultados que comenzó a conseguir el bando aliado tras el fracaso alemán en su intento de invasión de Rusia hizo que esta operación no solo no se llevara a cabo, sino que meses después España adoptara la postura oficial de “neutralidad” y que incluso llegara a ofrecer el Palacio de Riofrío en Segovia para acoger los fondos del Museo del Louvre para que estos estuvieran a salvo de los bombardeos. Tras el poco cuidado de lo propio, esta ofertaba revelaba, sin duda alguna, el único valor propagandístico que la cultura –y el arte como expresión de esta- tenían para la autarquía que acababa de comenzar a gobernar España.

La doble faz de «Refugio»

Queremos más de lo que tenemos y lo buscamos. Nos dejamos la piel en ello, saltándonos incluso lo que marca la ley, arrastrando en ello a nuestra familia y a los que nos rodean. Pero no son los mismos motivos los del político corrupto que ansía dinero y poder que el refugiado que se sube a una patera huyendo de los conflictos que le niegan su condición de ser humano. Dos de las cruces de nuestro mundo, los que abusan de él y las víctimas de su degenerada ambición sin límites. Un texto ambicioso y de amplio registro, con un arranque fantástico y un desarrollo posterior con algún momento desigual, pero también con grandes y sublimes pasajes.

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En los tiempos en que vivimos la carrera del servidor público parece exigir más tiempo y habilidades como orador que como gestor, les valoramos por los titulares de sus declaraciones y no por lo acertado de sus decisiones, nos fijamos más en su sonrisa y su manera de vestir que en la corrección de sus métodos de gobierno. Una fingida espontaneidad tras la que se esconden toda clase de trucos y métodos propios de la práctica profesional de la comunicación, la publicidad y el marketing con el fin de hacernos sentir una empatía, una cercanía y una afinidad que tiene poco de natural y mucho de impostado. Una enorme fachada tras la que los políticos viven su otra cara, la personal, la supuestamente verdadera y que no sabemos si convive con aquella de manera natural o con luchas esquizofrénicas, bipolares o paranoicas entre ellas.

Registros dispares que se dan no solo en la biografía del protagonista de Refugio, sino también en un texto que nos muestra cómo tras la objetividad periodística está el intento de manipulación, tras la imagen de felicidad conyugal la insatisfacción personal y tras la corrección política el cinismo elevado a la máxima potencia.

Un potente inicio desde el que Miguel del Arco nos traslada de manera poética a ese otro mundo que está ahí pero que desconocemos porque no se le dedica ni espacio ni tiempo político ni mediático y que socialmente es visto como una amenaza. Es el terreno de aquel para el que el término refugio no es un coto desde el que mirar hacia abajo a los demás, sino que es el asilo, el exilio, el destino del camino que se inicia allí donde reina la muerte, la pobreza y la violencia. Males que no se quedan en el punto de partida, sino que toman otras formas a lo largo de ese difícil y duro recorrido, con múltiples etapas y peajes y del que se llega a dudar que conduzca a un buen final, que ha de hacer el refugiado para conseguir sobrevivir.

Refugio es ambiciosa, no pretende únicamente mostrar una situación o contar una historia, sino que expone cómo se articula lo oculto y lo visible, lo conocido y lo íntimo, lo público y lo secreto en el triángulo de lo político, lo mediático y lo social en el que viven, desenvueltos unos, atrapados otros, la mayor parte de sus personajes. Y lo logra, articulando y mostrando de manera fluida cómo lo bueno y lo positivo se ensucia y se corrompe, convirtiendo el compromiso en extorsión, la generosidad en violencia y la simpatía en arrogancia. Proceso de metamorfosis en el que de manera puntual Refugio también se enreda en sí mismo al hacer que sus diálogos insistan en lo ya expuesto, sobreargumentando lo ya dicho.

Pero también hay un Refugio lleno de lirismo y poesía escenográfica, gestual y corporal que relata la necesidad de huir, de aventurarse y de lanzarse al mar Mediterráneo, de la condena a la renuncia que impone la muerte, de mostrarse y hacerse respetar en el nuevo mundo, y sobre todo, y en todo momento, la de no perder la cordura, la conexión con uno mismo, con su identidad y cultura. Es entonces, con palabras moldeadas como si de barro se tratara, que se da forma a algo tremendamente frágil, pero también muy emocionante por la sensibilidad y belleza con que toma forma sobre el escenario y se transforma en una sobrecogedora atmósfera que lo inunda todo.

Refugio, en el Teatro María Guerrero (Centro Dramático Nacional, Madrid).

“Stefan Zweig: Adiós a Europa”

Una película estructurada en seis secuencias que resumen el exilio de un intelectual que nunca dejó de pensar en su tierra de origen. Diálogos precisos que recogen los dilemas y conflictos morales que le supusieron a este brillante escritor y ensayista austríaco alejarse de sus raíces europeas en la última etapa de su vida. Una dirección sobria y delicada que subraya eficazmente cómo es sentirse continuamente fuera de lugar.

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Los primeros minutos de proyección son un largo plano secuencia que se inicia con la puesta a punto de los últimos detalles de una mesa de gala para una veintena de comensales sobre la que se superponen los títulos de crédito. Tras el fin de estos, la cámara sigue en su sitio y nos deja ver cómo se abren las puertas de la estancia, entran los invitados y se van disponiendo a lo largo del espacio para una vez situados, y antes de sentarse, atender a la bienvenida que se le da a Stefan Zweig, a la que él responde agradeciendo las amistades que ha hecho en los pocos días que lleva en Brasil.

Este es el prólogo que nos da las claves de lo que será el resto de la película. Una cuidada escenografía, de tintes casi pictóricos y representación costumbrista, en la que la cámara mantendrá siempre una posición discreta –volviendo al plano secuencia en su muy logrado epílogo-. Así es en los distintos pasajes que nos llevan desde 1936 a 1942 a Buenos Aires, Brasil, Nueva York y finalmente a Petrópolis, la ciudad brasileña en la que Stefan se suicidó junto a su esposa. Siempre con calma y sosiego, para que todo el protagonismo recaiga en las palabras que se pronuncian y los gestos con que se les responde.

Adios a Europa nos muestra a un hombre con una eterna voluntad de atender al público, pero con el gesto adusto que le provoca la necesidad de refugiarse en sí mismo ante la continua presencia que tiene en su aquí y ahora lo que está sucediendo a miles de kilómetros de distancia en el viejo continente, primero el auge del nazismo que prohibió la edición de sus obras y, posteriormente, el horror exterminador de la II Guerra Mundial. Ya sea por las preguntas que le lanzan sin descanso los periodistas durante su intervención en un congreso de escritores o por la opinión de su ex esposa reclamándole que recupere los manuscritos que allí dejó. Todo le conduce a una paradójica claustrofobia vital, parece sentir su libertad como una condena por el hecho de no haber permanecido allí donde otros muchos, tan inocentes como él, estaban perdiendo su vida.

Podría parecer que es difícil empatizar con un hombre de gesto contenido y que apenas sonríe, pero observándole desde la distancia que pide mantener, el Stefan Zweig que esta película retrata resulta un mapa abierto sobre uno de los grandes conflictos del ser humano, la incapacidad de mirar hacia el futuro y la imposibilidad de transitar por el presente cuando el pasado reclama toda nuestra atención.