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“Tamara de Lempicka” de Laura Claridge

Mujer enigmática, dotada de una técnica extraordinaria que combinaba la belleza del Renacimiento con la sensualidad modernista a la hora de trabajar sobre el lienzo. Con una concepción de la vida y de las relaciones que le dio buenos frutos en el terreno personal, pero que la mantuvo alejada de los círculos oficiales del arte a los que se asomó en la década de los 20 y que no volverían a considerarla, aunque levemente, hasta los años 70.

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No debemos tomar como cierto mucho de lo que esta mujer dijo de sí misma en vida, partiendo incluso de su nacimiento. Ella dijo que fue en Varsovia, pero aunque su familia era polaca, todo apunta a que realmente llegó al mundo el 16 de mayo de 1898 en Moscú. Pasó las dos primeras décadas de su biografía en los círculos de la alta sociedad del Imperio Ruso gracias a la acomodada posición social de su familia. La revolución bolchevique la obligó a trasladarse a París, pero de alguna manera, en su mente y en sus posteriores residencias en Nueva York, Beverly Hills, Houston y Cuernavaca, así como en sus viajes por Europa y EE.UU., siempre intentó reproducir aquel estilo de vida elitista y hedonista.

En la capital francesa, sus aptitudes para la pintura eclosionaron y sus lienzos poco a poco se fueron haciendo un hueco en los salones oficiales y en algunas de las galerías a orillas del Sena. La originalidad de su propuesta -evocadora con sus pinceladas de las superficies y las luces del Quattrocento italiano- con su fastuoso tratamiento del color, sus compactas composiciones con fondos arquitectónicos y sus escultóricos volúmenes destacaron por su buena conjugación de la belleza clásica y la modernidad, pero sin romper con el pasado como promovían las vanguardias.

Así fue como se convirtió en uno de los nombres de la Escuela de París de los años 20, del modernismo y del art decó, pero sin llegar a compartir expresamente principios ni propuestas con ningún otro creador. No pretendía ser rupturista, sino ser valorada artísticamente y ganarse la vida con ello lo suficientemente bien como para llevar un alto tren de vida. Lo primero le falló en el momento en que se trasladó en 1939 a EE.UU. para evitar vivir bajo el yugo del fascismo, aunque nunca dejó de investigar ni de intentar superarse en lo pictórico. En lo segundo nunca tuvo problemas, tanto por lo que consiguió por sí misma como por los dos hombres con los que se casó. Con el apuesto Tadeusz Łempicki tuvo a su única hija, Kizette (con quien ya adulta, siempre tuvo una conflictiva relación), después, con el barón Raoul Kuffner vivió un matrimonio concebido más como compañerismo que como historia de amor.

En lo personal Tamara fue una mujer siempre pendiente de la imagen que proyectaba -y por eso cuidó con esmero todo lo estético, la decoración de sus residencias, su vestimenta…- pero al tiempo impulsiva a la hora de relacionarse, sin pudor en lo concerniente a lo sexual, con un comportamiento caprichoso en infinidad de ocasiones y con un ánimo depresivo que, de manera intermitente, la acompañó hasta que murió el 16 de marzo de 1980 en tierras mexicanas.

Para la posteridad quedan más de 500 obras como Adán y Eva o Madre superiora, así como multitud de retratos, bodegones, dibujos y apuntes en los que también jugó con la abstracción o la espátula como manera de aplicar los pigmentos que ella misma se fabricaba. Lempicka fue en vida una figura difícil de definir, que no encajaba en las categorías que establecieron los que escribían sobre la marcha la Historia del Arte, pero a la que -en buena medida gracias a su influencia sobre la moda y el diseño- con el tiempo se le está reconociendo la valía, originalidad y saber hacer que siempre tuvo.

Tamara de Lempicka, Laura Claridge, 1999, Circe Ediciones.

10 textos teatrales de 2019

Títulos clásicos y actuales, títulos que ya forman parte de la historia de la literatura y primeras ediciones, originales en inglés, español, noruego y ruso, libretos que he visto representadas y otros que espero llegar a ver interpretados sobre un escenario.

«¿Quién teme a Virginia Woolf?» de Edward Albee. Amor, alcohol, inteligencia, egoísmo y un cinismo sin fin en una obra que disecciona tanto lo que une a los matrimonios aparentemente consolidados como a los aún jóvenes. Una crueldad animal y sin límites que elimina pudores y valores racionales en las relaciones cruzadas que se establecen entre sus cuatro personajes. Un texto que cuenta como pocas veces hemos leído cómo puede ser ese terreno que escondemos bajo las etiquetas de privacidad e intimidad.

«Un enemigo del pueblo» de Henrik Ibsen. “El hombre más fuerte es el que está más solo”, ¿cierto o no? Lo que en el siglo XIX escandinavo se redactaba como sentencia, hoy daría pie a un encendido debate. Leída en las coordenadas de democracia representativa y de libertad de prensa y expresión en las que habitamos desde hace décadas, la obra escrita por Ibsen sobre el enfrentamiento de un hombre con la sociedad en la que vive tiene muchos matices que siguen siendo actuales. Una vigencia que junto a su extraordinaria estructura, ritmo, personajes y diálogos hace de este texto una obra maestra que releer una y otra vez.

“La gaviota” de Antón Chéjov. El inconformismo vital, amoroso, creativo y artístico personificado en una serie de personajes con relaciones destinadas –por imperativo biológico, laboral o afectivo- a ser duraderas, pero que nunca les satisfacen plenamente. Cuatro actos en los que la perfecta exposición y desarrollo de este drama existencial se articulan con una fina y suave ironía que tiene mucho de crítica social y de reflexión sobre la superficialidad de la burguesía de su tiempo.

«La zapatera prodigiosa» de Federico García Lorca. Entre las múltiples lecturas que se pueden aplicar a esta obra me quedo con dos. Disfrutar sin más de la simpatía, el desparpajo y la emotividad de su historia. Y profundizar en su subtexto para poner de relieve la desigual realidad social que hombres y mujeres vivían en la España rural de principios del siglo XX. Eso sí, ambas quedan unidas por la habilidad de su autor para demostrar la profundidad emocional y la belleza que puede llegar a tener y causar la transmisión oral de lo cotidiano.

«La chunga» de Mario Vargas Llosa. La realidad está a mitad de camino entre lo que sucedió y lo que cuentan que pasó, entre la verdad que nadie sabe y la fantasía alimentada por un entorno que no tiene nada que ofrecer a los que lo habitan. Una desidia vital que se manifiesta en diálogos abruptos y secos en los que los hombres se diferencian de los animales por su capacidad de disfrutar ejerciendo la violencia sobre las mujeres. Mientras tanto, estas se debaten entre renunciar a ellos para mantener la dignidad o prestarse a su juego cosificándose hasta las últimas consecuencias.

“American buffalo” de David Mamet. Sin más elementos que un único escenario, dos momentos del día y tres personajes, David Mamet crea una tensión en la que queda perfectamente expuesto a qué puede dar pie nuestro vacío vital cuando la falta de posibilidades, el silencio del entorno y la soledad interior nos hacen sentir que no hay esperanza de progreso ni de futuro.

“The real thing” de Tom Stoppard. Un endiablado juego entre la ficción y la realidad, utilizando la figura de la obra dentro de la obra, y la divergencia del lenguaje como medio de expresión o como recurso estético. Puntos de vista diferentes y proyecciones entre personajes dibujadas con absoluta maestría y diálogos llenos de ironía sobre los derechos y los deberes de una relación de pareja, así como sobre los límites de la libertad individual.

“Tales from Hollywood” de Christopher Hampton. Cuando el nazismo convirtió a Europa en un lugar peligroso para buena parte de su población, grandes figuras literarias como Thomas Mann o Bertold Brecht emigraron a un Hollywood en el que la industria cinematográfica y la sociedad americana no les recibió con los brazos tan abiertos como se nos ha contado. Christopher Hampton nos traslada cómo fueron aquellos años convulsos y complicados a través de unos personajes brillantemente trazados, unas tramas perfectamente diseñadas y unos diálogos maestros.

“Los Gondra” y “Los otros Gondra” de Borja Ortiz de Gondra. Gondra al cubo en un volumen que reúne dos de los montajes teatrales que más me han agitado interiormente en los últimos años. Una excelente escritura que combina con suma delicadeza la construcción de una sólida y compleja estructura dramática con la sensible exposición de dos temas tan sensibles -aquí imbricados entre sí- como son el peso de la herencia, la tradición y el deber familiar con el dolor, el silencio y el vacío generados por el terrorismo.

“This was a man” de Noël Coward. En 1926 esta obra fue prohibida en Reino Unido por la escandalosa transparencia con que hablaba sobre la infidelidad, las parejas abiertas y la libertad sexual de hombres y mujeres. Una trama sencilla cuyo propósito es abrir el debate sobre en qué debe basarse una relación amorosa. Diálogos claros y directos con un toque ácido y crítico con la alta sociedad de su tiempo que recuerdan a autores anteriores como Oscar Wilde o George B. Shaw.

“La gaviota” de Antón Chéjov

El inconformismo vital, amoroso, creativo y artístico personificado en una serie de personajes con relaciones destinadas –por imperativo biológico, laboral o afectivo- a ser duraderas, pero que nunca les satisfacen plenamente. Cuatro actos en los que la perfecta exposición y desarrollo de este drama existencial se articulan con una fina y suave ironía que tiene mucho de crítica social y de reflexión sobre la superficialidad de la burguesía de su tiempo.

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Quejarnos de cuanto nos acontece y nos rodea, pero sin responsabilizarnos de ello ni trabajar decididamente por cambiarlo es algo inherente a casi todo ser humano. Se nos da mucho mejor manejar el imperativo con los demás que el condicional con nosotros mismos. Y cuando nos decidimos a introducirnos en nuestro interior, nos enredamos en las generalidades de los conceptos haciendo de ellos algo etéreo con lo que evitamos –por ineptitud o por falta de valor- llegar a donde verdaderamente queremos o necesitamos hacerlo.

Esto es lo que le sucede a los miembros de esta combinación de grupo y familia unida por lazos sanguíneos, afectivos, vecinales y laborales. Irina y Kostia son madre e hijo, ella es una exitosa actriz y él un joven adolescente aspirante a escritor. Una unión de opuestos, ella conservadora, defensora de los exitosos textos que representa, y él deseoso de innovar, cambiar, revolucionar los cánones literarios, tanto en su forma como en su fondo. Pero ambos, cada uno en su plano, incapaces de relacionarse con plenitud tanto entre sí como con su entorno, ella por su ego, él por su impericia para dar respuesta a sus dilemas personales.

Un conflicto central en torno al cual se articulan el resto de dramas y personajes. La pareja de ella, Trigorin, y la musa de él, Nana. Dos complementos con los que Chéjov resaltaba en 1896 la manera nada sana en que vivimos el afecto, entre la insatisfacción y el miedo a la soledad, y la pasión cuando esta viene acompañada de irreflexión e insensatez.  Y como segundo círculo de secundarios, entre otros, el anfitrión, hermano de Irina y tío de Kostia, Sordin, un hombre mayor que no deja de manifestar su descontento con su pasado ahora que por su edad ve acercarse su final; y frente a él otro caballero de madurez similar, el doctor que le atiende, que no sabemos si ha tenido mejor vida pero que sí manifiesta bienestar ante esa misma tesitura.

Así es como esa residencia rural a apenas un par de horas de tren de Moscú en la Rusia zarista de finales del siglo XIX resulta ser, a pesar de la tranquilidad de su entorno y su localización paradisíaca, una olla a presión sobre la naturaleza humana. Un drama que se ríe también de sus protagonistas, de sus caprichos, de sus nulidades afectivas y vanalidades existenciales y hasta de su racanería y egoísmo material.

Un pequeño universo a través del cual Chéjov reflexiona sobre las aspiraciones del ser humano. De su necesidad de comunión con sus coordenadas vitales y de su deseo de trascendencia, ya sea entregándose a otro y siendo correspondido en esa vivencia que llamamos amor, o mediante la creación artística –en su caso, la literaria- con la que hacer a la generalidad del público, y por extensión a toda la especie humana, consciente de dimensiones y posibilidades interiores hasta ahora desconocidas.

La gaviota, Anton Chéjov, 1896, Alianza Editorial.

Amarillo, rojo, azul (Kandinsky, 1925)

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El rostro de un hombre, San Jorge luchando contra el dragón, el mundo gira, gira que gira. El amarillo del verano, el de los campos de trigo que Van Gogh pintó en el sur de Francia. El rojo de la sangre, de la fuerza del barroco. El azul del cielo saturado, de las noches al óleo de Chagall. Luz a raudales, colores primarios en equilibrio, formas geométricas en perfecta sintonía, líneas diagonales que nos guían desde la izquierda hasta un centro desde el que nos vamos hacia la derecha con curvas y planos que se superponen agolpándose en una alegre convivencia generadora de combinaciones de tonos, brillos y saturaciones que enriquecen el lienzo, multiplican su efecto físico sobre la retina y generan una interpretación dinámica en la persona que lo observa.

Moscú en 1866 (nacimiento), Munich en 1896 (traslado), Moscú de nuevo en 1914 (regreso) y Alemania en 1921 (vuelta). Tras haberse iniciado en la pintura con 30 años, cofundar el grupo “El jinete azul” en 1912, volver a su Rusia natal obligado por la I Guerra Mundial y continuar como gestor cultural solicitado por el régimen revolucionario, iniciada la década de 1920, Vasili se establece nuevamente en tierras germánicas. La Bauhaus le abre sus puertas y él hace de sus principios, de la geometría, de la forma y del diseño, el elemento a partir del cual su genio eclosiona.

Con el ritmo de la novena sinfonía de Beethoven, en uno de esos momentos en que todos los músicos de la orquesta tocan al unísono, los colores, las líneas y las formas son como la percusión, la cuerda y el viento que materializan las notas del pentagrama impulsando el latido del corazón, erizando la piel y despertando la sonrisa. Una multitud de sensaciones, un acopio de emociones, un sinfín de imágenes sin forma definida surgen en nuestro cerebro, sin relación exacta ni lógica aparente, pero en completa armonía. Nos lleva hacia un sitio que no existe, al que no se llega, pero del que se tiene recuerdo una vez que se ha pasado por él, se quiere volver a él.

En 1933 a París, considerado “arte degenerado” por los nazis. En la capital francesa hasta 1944, viviendo tranquilo entre la vorágine de la II Guerra Mundial, el legado de los surrealistas y el protagonismo de Picasso. Allí pintó este “Amarillo, rojo, azul” en 1925, allí se quedó por decisión de su viuda, expuesto en el Centro Pompidou.

Miro de izquierda a derecha y siento que hago un viaje. De derecha a izquierda que retrocedo, que retorno al punto de inicio. El amarillo me llena de luz, el rojo de energía y el azul de paz y serenidad.  Aunque también hay espacio para el verde, “el color más sosegado” según Kandinsky, quizás por eso lo utilizó para esa zona a la izquierda que evoca las formas biológicas hacia las que derivarían años después sus imágenes en la ciudad de la luz. Las líneas –curvas, rectas, paralelas, diagonales, más horizontales que verticales- nos llevan desde el aquí hasta el allá, combinadas generan ilusión de perspectiva y profundidad, crean redes que atrapan colores. Pero si un elemento destaca como el pilar de toda la composición, sosteniendo invisiblemente lo que vemos, son los círculos. Discretos, pero protagonistas, tranquilos, pero directivos. El punto de origen de la energía que hace funcionar a los demás elementos, que les coordina y les dirige, que les da sentido y razón de ser. Son el principio y el fin. Son el todo.

Kandinsky. Una retrospectiva”, en CentroCentro (Madrid) hasta el 28 de febrero de 2016.

… A Kazajistán

Viajar es de las experiencias sensoriales más enriquecedoras que hay, lo más parecido a un cambio temporal (o incluso un renacer) de vida. La oportunidad de manejarte en nuevos escenarios, y aprender de dichas situaciones o a través de las mismas. También de valorar correctamente las coordenadas de tu vida (hace poco leí algo así de Antonio Muñoz Molina: “… cuanto más viajo al extranjero, más conozco mi país…”).

Karaganda, 17 de noviembre de 2013.

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Todo comienza en el momento en que has de prepararte para el destino al que vas. Kazajistán es el caso. ¿Qué conozco de allí? Nada ¿Qué se dice de tal país? Ni idea ¿Cuáles son los tópicos a los que recurrir? Pues la verdad es que tampoco lo sé. Perdido en el vacío de información. Opciones, empaparme de literatura o esperar al tratamiento de choque, llegar y que sea lo que Dios quiera (expresión vocativa, no se me malinterprete, que no va esto sobre cuestiones religiosas).

Finalmente uno opta por un punto de partida, leer algo para tener unas coordenadas, y dejar el resto al momento de la experiencia. También porque leer mucho sin vivir aquello de lo que te estás documentando se te queda en nada, es obligar a la cabeza a almacenar datos que no sabrá procesar por faltarle la fuerza que le imprimirán las emociones de las vivencias a dicho conocimientos.

Tomada esta decisión comienza el espectáculo. Obtener el visado para lo que tienes que justificar porque vas, hacer el pago del mismo (no, no puede ser por transferencia, quizás tenga que ser en mano en oficina del banco que te dicen y no olvides llevar el justificante del mismo si quieres obtenerlo) y esperar dos, tres días, o quizás solo veinte minutos.  Primera experiencia kazaja: reglas rígidas. Pero también hay que decir lo bueno, si las cumples todo es expeditivo (bajo sus cánones).

Si estás buscando experiencias autóctonas lo propio es que viajes con una aerolínea del país o de un estado vecino como manera de seguir introduciéndote en sus modos y maneras. En mi caso, la combinación conseguida para llegar a Karaganda (mi lugar de destino) fue con Transaero Airlines, ¿el motivo de ser la elegida? Ese, el de ser la que me ofrecía poder llegar hasta aquí.

Días después, tarjeta de embarque en mano te preparas para subir al avión y llegar hasta tu asiento 24A. El avión no es un parque temático experiencia non-stop, pero ya te avecina algunas cosas: la corpulencia física–ellos- y la presencia elegante –ellas- de los auxiliares de vuelo; la estrechez de los asientos (bueno, esto es norma general en la mayoría de las compañías aéreas); ni una cara sonriente entre el resto del pasaje; no entender nada de la prensa que te dan (todo en caracteres cirílicos); los sabores de la comida (en esto, al igual que en la mayoría de las compañías aéreas, no hace falta más descripción).

Dicho esto, a esperar, a esperar a que pasen varias horas hasta que llegas a destino (previa escala en Moscú, pero no hagamos más largo este viaje-lectura). Ese instante en que sales del avión y entras en la terminal del aeropuerto internacional de Karaganda (aunque a ti te recuerde –bajo tus experiencia como europeo, comencé el viaje en la T4 de Madrid-Barajas- a una estación de autobuses –véase su página web, tiene dos únicas puertas de embarque) es el de la inmersión total. Tu mente pasa de trabajar en automático para activar el modo alerta, todos los sentidos al cien por cien. A la cabeza la vista que todo lo registra, y tras ella el oído pendiente de saber si es capaz de descifrar algo de lo que se escucha a tu alrededor, y no, no es capaz.

Así que como dicen en algún sitio que recuerdo, “allí donde fueres haz lo que vieres”, y por lo tanto a seguir a la gente. Es fácil, un pasillo, unas escaleras de bajada, de repente no puedes seguir por la cola de gente que tienes por delante, levantas los ojos y 15 metros más allá ves un cartel que dice “Passport Control”. Afortunadamente el inglés lo entiendo, así que a esperar.

La fila como tal no existe, es una amalgama de gente que parece respetarse, pero si te fijas bien ves que hay quien se cuela. Lo notas sobre todo al final, cuando por fin te llega el turno y te colocas frente al funcionario que a ti te mira con extrema seriedad y hojea y hojea tu pasaporte porque no encuentra el visado. Mientras se pone a teclear miras hacia la fila y ¡ya no hay casi nadie! ¡Me han pasado todos!

Momento recogida de equipajes, llegas a la cinta y ¡la maleta no está! Como voy a saltos, esto ya lo conté, así que no me voy a repetir (la recuperé dos días después). A la salida de la sala hay un señor que lleva un cartel con mi nombre (estaba organizado) y me mira, nos hemos encontrado, yo a él por mi nombre y él a mí por mi cara de europeo y mirada de buscar quién me está esperando. Amabilidad al reconocernos, sonrisa y apretón de manos, además de ofrecerse a cogerme el equipaje de mano. Yo dije “hello!”, él me replicó, sería algo en ruso o en kazajo, pero… ni idea del qué.

Le sigo hasta el taxi y le sigo a apenas un metro de distancia, no hay luz eléctrica en el exterior de la terminal. Por detrás de nosotros el eco lumínico que llega del edificio y por delante no veo más que al fondo una pequeña luz en un sitio muy concreto, es la señal de taxi sobre el vehículo. Coincide con el dato que me habían dado, hay un 515 que corresponde a la licencia. Hace frío, seguro que estamos en torno a los 0 grados, con lo que se agradece entrar. Son las 06:30 hora local, estoy cansado, hace 16 horas que salí de casa, ganas de sentarme. Lo que no imaginaba es que lo iba a hacer sobre tapicería con diseño de leopardo.

¿Me gusta? Sí. ¿En serio? Noooo, no me gusta estéticamente hombre –que para gustos, colores-, pero sí la vivencia, ¡estoy viviendo la experiencia kazaja!

Carretera a oscuras y rumbo a la ciudad. A 100 km/hora el taxista va llaneando por la llanura, hasta que en un determinado momento baja la velocidad, miro y veo a un par de centenares de metros una garita, una valle y un coche pintado de azul y blanco, es un control policial. No pasa nada, ni paramos del todo, ni de la garita ni del coche sale oficial alguno. Volvemos a la velocidad y en 20 minutos hemos llegado al hotel (él sabía dónde debía llevarme). Ya está hemos llegado, ¡ya estoy en destino!

Ahora ya lo puedo decir, ¡ya estoy en Karaganda! Ya estoy en Kazajistán…

¿Continuará? (El viaje continuó, ¿lo hará el relato en este blog? ¿….?)

(imagen tomada de Google Maps)

¿Dónde está mi maleta?

(basado en hechos reales sucedidos hoy mismo)

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Karaganda, 16 de Noviembre de 2013

Viaje por motivos laborales, 12 horas de vuelo en tres tramos, 5 horas de diferencia horaria, al llegar a Kazajstán los locales se te cuelan en el control de pasaportes –y te dejas no sea que la vayas a liar-, unos cuantos grados menos de temperatura –por debajo de cero-, no entiendes los  idiomas locales (ni el ruso ni el kazajo), y cuando el periplo parece casi acabado… ¡Desolación! ¡La maleta que no aparece en la cinta de recogida de equipajes! ¡Me han perdido la maleta! Y ahora, ¿¿¿qué???

Miras a tu alrededor y ves lo que en el fondo es cualquier aeropuerto, 0 glamour y 100% un hangar a base de módulos prefabricados. Además… Además, la cinta ya ni se mueve, ¿se la habrá llevado alguien? No creo, no soy de pensar mal. ¡Ay, mi maleta! ¿Dónde estará? “… Seguro que en Moscú, que en la hora de escala no les ha dado tiempo a cargarla en el segundo avión…”, pienso para mí.

La labor deductiva está muy bien para creer entender lo que ha pasado, pero no resuelve nada. A mi alrededor ni un cartel con un icono interpretable como “equipajes extraviados aquí”. Junto a la puerta de salida –que está aquí mismo, a ni diez metros de la cinta de recogida- un muchacho le pide a los últimos viajeros que le dejen comprobar el recibo de equipaje de su tarjeta de embarque con el que va pegado a la maleta. ¡Vaya manera de comprobar que cada uno se lleva solo lo que es suyo! Quizás rústico, pero juraría que es la primera vez que veo un sistema de comprobación para este tema en algún aeropuerto del mundo de los que he conocido hasta ahora..

No sólo lo sentía, sino que ahora puedo constatar que nadie se ha llevado mi equipaje. Hay que reclamar. Así que le digo al muchacho “Lost luggage” y coge su walkie-talkie. Habla en ruso, no le entiendo. Me dice “Come with me”, me fío de él y le sigo. Me caía de sueño, pero ahora… ¡despierto y firme como una raspa!

Subimos en un ascensor un piso y aparecemos en la entrada principal del aeropuerto, la terminal vacía. Al fondo una ventanilla iluminada y una persona. Está claro, allá que vamos. Voy empujando el carrito en el que he colocado la maleta de mano –brillante idea esa de llevarla con un poco de ropa “por si te pierden el equipaje”-y el maletín del ordenador. “Ten minutes”, segunda vez que me habla, pues eso, a esperar mientras él entra a no sé dónde.

Ni en dos minutos está de vuelta, me abre y entro en una sala destartalada. En la calle están bajo cero y aquí calefacción a toda máquina. En el suelo una alfombra gigante que todo lo cubre y que tiene toda la pinta de ser un vivero de ácaros, a uno y otro lado de la sala dos mesas que parecen hacer equilibrios para aguantar en pie y llenas de papeles en modo desorden desordenado. Una chica joven aparece por detrás de mí, se quita el abrigo, se queda en manga corta –lo dicho, calefacción a todo gas- y me mira con cara amable (es la tercera vez que vengo al país y en general la gente, de entrada, suele recibirte con gesto empático).

Saca un formulario y una cartulina gigante, comienza el trámite, rellena el primero a mano con los datos de mi billete y los que le doy la maleta. Seguimos en modo inglés básico, me pregunto para mí mismo si al igual que el chico habla algo de inglés o estas son las frases que se sabe y que le ayudan a resolver estas situaciones.

Toda mi atención en el dato clave, que la maleta llegue al hotel en el que estoy, aliviado porque no me lo sé de memoria y a la blackberry aún le queda un vestigio de batería para poder enseñarle el correo en el que tengo su nombre y los datos de contacto de mi empresa aquí.

¿Cuándo la voy a recibir? Sólo voy a estar dos días en Karaganda. El martes me voy a Astana, comienzan entonces mis preguntas y la cara de la joven chica se queda en modo atónito, desaparece la empatía que había visto hasta entonces.

Bueno, si quiere se la llevamos directamente a Astana, me responde ella, pero más que una respuesta me parece una salida por la tangente y mi caldera interior y el mecanismo de la paciencia a la par se activan.

– No, mire, voy a estar 48 horas aquí y necesito mi ropa (menos mal que llevo algo en la de mano pienso para mí.

Rápidamente me hago una composición de lugar: el formulario lo ha rellenado a mano (deduzco que después tendrá que telefonear o sabe Dios qué); ni yo hablo ruso ni ella habla más inglés del que parece manejar; y mi muy limitada experiencia kazaja –dos viajes anteriores- me dice que aquí las preguntas no ayudan a solucionar los imprevistos –estos se resolverán con el devenir del paso del tiempo, cuestión aparte es cuán largo o breve sea este trascurrir-, así que papeles en mano y con número de contacto apuntado no queda más remedio que marchar.

Las personas somos animales grupales y como individuos no somos omnipotentes. Dicho de otra manera, que no conozco los modos y maneras locales a la hora de tratar los asuntos burocráticos –aparte del ya importante detalle ya mencionado de que no hablo ruso-, así que confío en que mañana mis compañeros de trabajo en el país llamen en mi lugar al número que tengo y a esperar –a la manera kazaja, o sea, con paciencia- a recibir mi maleta.

Digo esto, pero no lo hago. Llego al hotel (momento Lost in Translation con la recepcionista que ahora no viene al caso), entro en la habitación (casi una hora después de llegar debido al momento Lost in Translation), enciendo pc, introduzco la contraseña del wifi, me conecto a internet y allá que voy a la página web de Transaero Airlines. Y mi corazón sube hasta la altura de la garganta, no hay más vuelos Moscú-Karaganda hasta el miércoles (si es que he de esperar a que traigan en avión mi maleta desde supongo se ha quedado) y para entonces yo ya no estoy aquí, y ese día necesito vestirme de traje, y el traje ¡está en la maleta!

Mi mente vuelve al momento colectivo, esperaré a que me ayuden mañana mis colegas laborales. No hay más opciones que esta por el momento.

¿Y mientras tanto? Pues a ser resolutivo y a hacer como antiguo, combinar por el momento los dos pantalones y el jersey con las dos mudas que llevo, la puesta y la que va en la maleta de mano.  Qué sabio  aquello que le oí en su día a alguien –supongo que a una señora mayor, o quizás no lo oí y me lo estoy imaginando o justificando para colocarlo aquí- “cuando viajes, lleva siempre en la maleta una muda nueva de repuesto por si acaso”.

Salvado por el dicho popular, me pongo la nueva, lavo a mano la que me quito, me encomiendo al destino y… a dormir un poco y a esperar a que llegue mi maleta desde donde quiera que esté.

(Imagen tomada de pullmantair.com)