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“Martes de carnaval” de Ramón del Valle-Inclán

Esperpento plagado de imaginación recurrente, sarcasmo procaz y arte literario. Retrato realista de muchos de los estamentos, costumbres y creencias de la sociedad española de hace un siglo. Desde el periodismo y los militares al honor y la honra pasando por un amplio registro de impudorosas supercherías, maledicencias populares y escarnios públicos.

Una obra que son tres y tres que son una porque aunque son historias diferentes y se pueden leer e interpretar de manera autónoma, comparten espíritu e intención y hasta están enlazadas argumentalmente por algunos personajes en unas tramas en las que lo castrense está siempre presente. En Las galas del difunto denunciando el artificio de las guerras, en cuyos frentes de batalla luchan los que no tienen nada que ganar y los que mandan desde los despachos siempre encuentran la manera de salir beneficiados. Burlándose en La hija del Capitán de los códigos de comportamiento y conducta personal que se les exige no solo a sus integrantes, más allá de los galones, sino también a sus familias. Y por último, en Los cuernos de Don Friolera, de la integridad en su proceder profesional ante el conjunto de la sociedad.

Escritas durante la década de 1920, Valle-Inclán publicó conjuntamente estas dramaturgias en 1930 bajo el subtítulo de Esperpentos, término que tal y como había explicado años antes en Luces de bohemia, supone una presentación deformada y grotesca de la realidad. Pero su sátira no solo causa hilaridad por la acidez y fineza con que está expuesta, sino que impresiona por la descarada crudeza con que muestra las incoherencias, los absurdos y los sinsentidos de sus conciudadanos. En todos ellos el qué dirán, las apariencias y los eufemismos juegan un papel fundamental a la hora de cimentarse un estatus y una reputación social sobre la que conjugar las posibilidades con que vivir parasitariamente tanto en lo personal como en lo profesional.  

Punto de partida a partir del cual don Ramón realiza un ejercicio de verborrea sin par en el que se deleita exacerbando hasta la caricatura la actitud vital y la expresión verbal de sus protagonistas, así como las situaciones hiperbólicas, excesivas y retorcidas que viven y provocan. He ahí las aperturas nocturnas de tumbas y las tapias de los cementerios, las mascotas con que comparten sus turnos los militares en turno de servicio, las prótesis que usan algunos de estos o los hábitos de convivencia que tienen con sus parejas en su intimidad.

Parodias que utiliza también como vehículo a través del cual criticar de manera abierta, y sin dejar duda alguna de su intención, asuntos como el amarillismo de la prensa, su connivencia con el poder, la corrupción de sus altas instancias (son los años de la dictadura de Primo de Rivera), la connivencia de la monarquía de Alfonso XIII y el sin rumbo de sus decisiones (guerras como la de Cuba o la de Marruecos) o el puritanismo papanatas, prolongador de la ignorancia humanista y la tontuna eclesiástica del común de la población.

Una mancha que, según él, es muy particular de lo español -lo que nos diferencia de otras culturas, de ahí sus referencias a Shakespeare-, un lastre arrastrado desde hace siglos, tal y como se puede ver en faros como el Quijote o el Don Juan Tenorio, en artistas como Goya o en contemporáneos como Unamuno.

Martes de Carnaval, Ramón del Valle-Inclán, 1930, Editorial Austral.

“Luces de bohemia” de Ramón del Valle-Inclán

Texto maestro. Por el derroche de personajes que transitan por sus páginas, por la profundidad psicológica de sus protagonistas, por el agudo retrato que realiza de la situación política, cultural y social de la España de hace un siglo y por la ironía e inteligencia con que menciona e incluye en su trama a muchos de los nombres de entonces.

Esperpento. Vocablo genial. Recurso muy bien presentado y utilizado por Valle-Inclán en esta obra y que desde su primera publicación (por entregas en 1920, la definitiva y ampliada llegaría en 1924) forma parte del vocabulario recurrente con el que podemos definir las andanzas, desventuras, incoherencias y absurdos de la realidad que hemos vivido desde entonces (al menos en mi caso desde que leí Luces de bohemia por primera vez hace, por lo menos, 25 años).

Lo hábil de Don Ramón es que no fuerza las situaciones o las presenta desde esa óptica, sino que deja que se expongan tal cual son, demostrando que el equilibrio de nuestra sociedad tiene muchas veces poco de lógica y de razón, y sí mucho de visceralidad y bajas pasiones.

Unos buscan resolver lo rápido, lo urgente, el aquí y ahora, el ya, el picor de la entrepierna, el rugido del estómago, la sequedad de la garganta, el frío o el calor de su piel. Otros quieren satisfacer su vanidad en materializaciones efímeras como laudatorias verbales o con presunción de perpetuidad, viendo sus escritos (poesías y crónicas) fijados con tinta en las páginas de la prensa diaria o, incluso, editadas como un libro, manifestación del sumun literario. Motivaciones varias que lo mismo dan pie a crear camarillas entre compañeros de excesos y vicios, que a valerse los unos de los otros para satisfacer sus necesidades o, incluso, a servirse los unos de los otros cuando la falta de moral se encuentra con la debilidad de carácter.

Pero entre tanto personaje y personajismo, también hay personas que solo quieren disfrutar y ganarse la vida compartiendo aquello que saben hacer, como Max Estrella y su don para la escritura y la poesía. Virtud inutilizada por una vista perdida y una demanda de textos que no le llega y que le condena, junto a su mujer y a su hija, a la tristeza, al amargor y a la desesperanza de la penuria. La escasez le lleva al empeño y así comienza un paseo que le conduce a una taberna, de ahí a comisaria por mediación de una revuelta popular y de esta a un despacho ministerial para acabar, previa parada en un café, transitando por la nocturnidad de un Madrid canalla y proxeneta que acabará trágicamente en funeral y enterramiento.

Un universo humano no solo bien concebido, sino excepcionalmente expuesto, desarrollado y concluido. En Luces de bohemia Valle-Inclán pone a cada uno en su sitio mediante anotaciones escénicas tan o más calificativas que descriptivas. En sus diálogos lo ingenioso y lo recurrente se combina con lo inteligente y lo humanista (referencias al mundo clásico) y la denuncia de las injusticias y la corrupción con menciones, alusiones e interacciones incisivas, mordaces, con el mundo de la política (Antonio Maura, el conde de Romanones, el ministro de la Gobernación…) y la literatura (Benito Pérez Galdós, Miguel de Unamuno, Rubén Darío…).

Luces de bohemia, Ramón del Valle-Inclán, 1924, Alianza Editorial.

«Los buenos días perdidos» de Antonio Gala

Una capilla catedralicia convertida en la humilde morada de su sacristán y en alegoría de la España de los primeros años 70. Una síntesis de la tradición, las costumbres, las herencias y los absurdos de un país encarnados en cuatro personajes que no pretenden más que sobrevivir en unas coordenadas donde las posibilidades son escasas. Tras ellos, un escritor con una aguda y sagaz visión de la realidad y una capacidad retórica desbordante.

Leer el Premio Nacional de Literatura de 1972 es adentrarse en la realidad de un país de fachadas meapilas y de interiores de usureros. De una cotidianidad en la que casi cualquier situación exigía quedar a bien con lo que dictaba la represión y, al tiempo, encontrarle las fisuras por las que escapar de su control. Un cuadro que Gala despliega ante sus lectores y espectadores como si se tratara de un fresco viviente, con arte literario, embrujo dialéctico y genialidad teatral.

El patetismo de sus protagonistas no es más que el síntoma de un profundo cuadro de vacío, desapego y búsqueda existencial que no es exclusivo de ellos y que sirve como símbolo, metáfora y representación de la inmensa parte de los habitantes de una nación enclaustrada por la religión, la escasez material y la ilusión capitalista. Un diagnóstico al que esta obra llega tras una exposición de situaciones, encuentros y diálogos con mucho de absurdo escapista, pero también de sainete costumbrista y sátira descarnada.  

Las necesidades primarias, como el comer, el afecto (y el sexo) se combinan con pecados capitales como la vanidad, la avaricia y la erótica del poder. En el inicio, todo parece banal y ligero, casi lúdico, pero poco a poco la atmósfera se torna sarcástica, rozando el esperpento, para llegar a un final que está entre el patetismo y el más profundo, desnudo y crudo realismo. Todo ello en un marco a caballo entre lo cotidiano y lo pintoresco (una pareja que vive con la madre de él, sacristán y barbero, en la capilla de una iglesia), lo que lo hace, si cabe, más cercano a la par que más descabellado (cuando comienza a vivir con ellos un guardia que, además, ejerce como campanero).

Por el camino quedan las miserias de un pueblo entre obligado y tentado a engañar y abusar, robar y trapichear, explotar y prostituirse para mantener una dignidad que unos entienden como estabilidad mental, otros como orgullo y algunos, como una peculiar forma de valentía y rebelión. Un maremágnum de valores, planteamientos, reacciones y respuestas que su autor expone desde un prisma sin moralismos espirituales, centrado única y exclusivamente en lo que nos debería hacer y mantener como seres humanos libres.

La maestría de Gala fue, supongo, ser capaz de exponer esta complejidad dejando contentos tanto a censores del régimen como a sus críticos, consiguiendo el aplauso de los primeros por lo que presenta y el de los segundos por lo que representa. Afortunados aquellos que vieron representados Los buenos días perdidos en el otoño de 1972 por Juan Luis Galiardo, Amparo Baró, Mary Carrillo y Manuel Galiana. A los demás no nos queda otra que esperar un futuro montaje de este gran texto y disfrutar, mientras tanto, de su lectura.

Los buenos días perdidos, Antonio Gala, 1972, Castalia Ediciones.

“Extinción” de David Foster Wallace

Una extremada inteligencia, casi sobrehumana, que recoge absolutamente todo, a la manera de un escáner -pensamientos y descripciones hasta el más ínfimo detalle- de alta resolución de los escenarios propuestos. Un punto de vista ácido e irónico, unas veces frío, cruel otras, tras el que se encuentra una deliberada falta de empatía con el lector, sustituida por una conseguida transmisión al otro lado del papel de sensaciones como angustia, ansiedad, ahogo o asfixia.

DavidFosterWallace

Haciendo un símil con el cine, la adaptación cinematográfica de una narración de David Foster Wallace necesitaría muchos más que 24 fotogramas por segundo para recoger todo lo que una descripción suya transmite. Su mirada es como la de una cámara infrarrojos a la que no se le escapa nada, tanto del plano tangible como del atmosférico, tanto del exterior de los lugares, como del interior de las personas. Y no solo lo que el ojo humano es capaz de ver, sino también aquello que nuestro cerebro discrimina –y que no recuerda haber visto- para formar las imágenes que  finalmente fijamos en nuestra retina y en nuestros recuerdos.

Su capacidad para recoger todos los elementos que forman una realidad es casi sobrehumana. ¿Cómo lo hacía? ¿Va y viene a la escena sumando sus distintas capas y/o puntos de vista o antes siquiera de haber comenzado a escribir lo tiene ya todo montado en su cabeza pidiendo únicamente que se ponga manos a la obra? Foster Wallace no cuenta una visión de la realidad, cuenta “la realidad”. Como si fuera una única, leerle es aceptar que el universo está formado por los elementos que él ha recogido en los cuentos que forman “Extinción”. Unas veces en sucesión, otras en paralelo, porque la vida no es lineal, sino que son múltiples pequeños acontecimientos ocurriendo simultáneamente. Ahí es donde este autor es un maestro, en recoger ese todo tridimensional, existencial y compuesto por múltiples planos, capas y puntos de vista, y transformarlo en historias escritas sobre el papel. Ahora bien, ¿estamos los lectores medios capacitados para reconstruir posteriormente este universo completo en nuestras mentes? ¿Somos capaces de asimilar tantos detalles, matices y tonos de cada uno de sus aspectos? ¿Qué sucede si los lectores no tenemos la habilidad complementaria que necesita el don de Foster Wallace y nos ahoga en esa barbarie de datos presentados de manera presuntamente literaria? ¿Es la suya una visión rayana en la locura?

Junto a este enfoque de lo cuantitativo de su creación, tiene tanta importancia o más lo cualitativa. En tanta precisión de información, el tono asertivo genera una distancia continua, una imposibilidad real de llegar a sentir, de tocar esa sala en la que se está llevando a cabo una dinámica de grupo (“Señor blandito”) o el aula en la que los alumnos asisten al extraño comportamiento de su profesor (“El alma no es una forja”). Otras, el deliberado uso de los adjetivos de un modo solo descriptivo y nunca calificativo, resulta de una extremada crueldad para el lector hecho espectador de un suceso como el de “Encarnaciones de niños quemados”, o de un extremado cinismo y acidez cuando lo hace al revés (“La filosofía y el espejo de la naturaleza”).

Su juego con la lógica de las situaciones, del lenguaje y de los comportamientos humanos sobrepasa el esperpento (“El canal del sufrimiento” con ese artista famoso por su manejo creativo de la mierda) o es de un deliberado absurdo a la hora de tratar la búsqueda existencial (la búsqueda de la identidad en “El neón de siempre”), las relaciones de pareja (las dos personas que se acusan mutuamente de lo mismo en un juego en el que solo uno puede tener razón, “Extinción”) o las colectivas (el niño hecho líder espiritual en “Otro pionero”).

Hace algo más de un siglo la llegada de las vanguardias hizo evolucionar, en mayor o menor grado según cual, las distintas artes mediante el trabajo de artistas que trasgredieron las formas, normas y convenciones, y su fondo, los valores y prioridades de lo establecido. Desde entonces ha habido muchos que han intentado ir a contracorriente o iniciar su propio lenguaje con el ánimo de ser pioneros y abrir nuevas puertas para seguir evolucionando y creciendo, o simplemente de destacar por impulso de la vanidad. ¿En cuál de estos dos lados está David Foster Wallace? ¿En cuál se le considerará dentro de un tiempo?

Sobrecogedor “Ivan-Off”

Del drama a la tragedia, intensidad con momentos de hilaridad en un reparto coral con buenos secundarios y un soberbio Raúl Tejón como protagonista.

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Personaje, texto e interpretación se funden de manera tan completa y tan perfecta que el “Ivan-Off” de La Casa de la Portera te deja clavado al asiento con el estómago encogido, el corazón en un puño y la piel como escarpias. El drama no está en lo que sucede, no ocurre nada diferente a lo que podría ser la cotidianeidad de cualquier otro hombre, sino en lo que Chejov escribió, ahora versionado por José Martret y convertido en espectáculo por Raúl Tejón. La tragedia está en la desnudez con que se muestra la verdad de un hombre insatisfecho con el que mundo en el que vive y el papel que se le ha otorgado tanto en lo social, supuesto líder terrateniente, como en lo íntimo, esposo amantísimo.

Sinceridad brutal, sin límites en un texto del siglo XIX reconvertido en el XXI en emociones más allá de la piel, en un alma abierta que muestra el conflicto continuo que vive en su interior. El trabajo de Tejón es mucho más que gesticulación, voz y mirada. La sincera expresividad de su rostro es sobrecogedora, es el escaparate diáfano de un viaje que llega hasta las entrañas de un hombre que nos muestra la impotencia de no ser quien se espera de él, el dolor que esta realidad le causa y el que él causa a su alrededor, su honestidad reconociendo esta situación y el conflicto por no saber cómo darle solución. Desde el momento en que comienza la función Raúl Tejón crea a su alrededor un aura que llena la sala atrapando y arrastrando a los espectadores en su lucha por saber qué palabras poner a lo que siente, qué hacer, cómo vivir con ello.

Dándole la réplica destaca un alucinante Germán Torres poniendo cara a esos que con humor intentan ocultar la miseria espiritual que aun así se les escapa por las grietas de sus sonrisas. Y junto a él, un enérgico David González respondiendo con un sinuoso cinismo como manera de sobrevivir resueltamente ante las penurias y como parásito de los éxitos de los demás. En el lado femenino, Rocío Calvo y Carmen Navarro son el otro lado, las apariencias vacuas, las formas sin fondo,  los puntos de hilaridad en esos momentos sociales que están entre la comedia y el esperpento. Ellos cuatro son parte de un reparto coral que en su conjunto funcionan como una pieza única, perfectamente engranados.

Únase a todo esto la magia escénica que tiene la Casa de la Portera y el papel intensificador que sus reducidos espacios causan en su selecto aforo de 22 asistentes cuando el resultado es tan bueno como sucede en este caso.

Tres años después de su estreno “Ivan-Off” ha vuelto al lugar que le vio nacer y donde había sumado hasta ahora 287 representaciones. Algo que se queda en anécdota ante lo vivido en su reestreno este pasado 19 de febrero, noche en la que esta adaptación del Ivanov de Chejov rezumó una frescura, fuerza y energía que le hace digna merecedora de seguir en cartel por mucho tiempo.

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“Ivan-Off” en La Casa de la Portera (Madrid)