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10 textos teatrales de 2021

Obras que ojalá vea representadas algún día. Otras que en el escenario me resultaron tan fuertes y sólidas como el papel. Títulos que saltaron al cine y adaptaciones de novelas. Personajes apasionantes y seductores, también tiernos en su pobreza y miseria. Fábulas sobre el poder político e imágenes del momento sociológico en que fueron escritas.

«The inheritance» de Matthew Lopez. Obra maestra por la sabia construcción de la personalidad y la biografía de sus personajes, el desarrollo de sus tramas, los asuntos morales y políticos que trata y su entronque de ficción y realidad. Una complejidad expuesta con una claridad de ideas que hace grande su escritura, su discurso y su objetivo de remover corazones y conciencias. Una experiencia que honra a los que nos precedieron en la lucha por los derechos del colectivo LGTB y que reflexiona sobre el hoy de nuestra sociedad.

«Angels in America» de Tony Kushner. Los 80 fueron años de una tormenta perfecta en lo social con el surgimiento y expansión del virus del VIH y la pandemia del SIDA, la acentuación de las desigualdades del estilo de vida americano impulsadas por el liberalismo de Ronald Reagan y las fisuras de un mundo comunista que se venía abajo. Marco que presiona, oprime y dificulta –a través de la homofobia, la religión y la corrupción política- las vidas y las relaciones entre los personajes neoyorquinos de esta obra maestra.

“La taberna fantástica” de Alfonso Sastre. Tardaría casi veinte años en representarse, pero cuando este texto fue llevado a escena su autor fue reconocido con el Premio Nacional de Teatro en 1986. Una estancia de apenas unas horas en un tugurio de los suburbios de la capital en la que con un soberbio uso del lenguaje más informal y popular nos muestra las coordenadas de los arrinconados en los márgenes del sistema.

«La estanquera de Vallecas» de José Luis Alonso de Santos. Un texto que resiste el paso del tiempo y perfecto para conocer a una parte de la sociedad española de los primeros años 80 del siglo pasado. Sin olvidar el drama con el que se inicia, rápidamente se convierte en una divertida comedia gracias a la claridad con que sus cinco personajes se muestran a través de sus diálogos y acciones, así como por los contrastes entre ellos. Un sainete para todos los públicos que navega entre la tragedia y nuestra tendencia nacional al esperpento.

«Juicio a una zorra» de Miguel del Arco. Su belleza fue el salvoconducto con el que Helena de Troya contó para sobrevivir en un entorno hostil, pero también la condena que hizo de ella un símbolo de lo que supone ser mujer en un mundo machista como ha sido siempre el de la cultura occidental. Un texto actual que actualiza el drama clásico convirtiéndolo en un monólogo dotado de una fuerza que va más allá de su perfecta forma literaria.

«Un hombre con suerte» de Arthur Miller. Una fábula en la que el santo Job es convertido en un joven del interior norteamericano al que le persigue su buena estrella. Siempre recompensado sin haber logrado ningún objetivo previo ni realizado hazaña audaz alguna, lo que despierta su sospecha y ansiedad sobre cuál será el precio a pagar. Una interrogación sobre la moral y los valores del sueño americano en tres actos con una estructura sencilla, pero con un buen desarrollo de tramas y un ritmo creciente generando una sólida y sostenida tensión.

“Las amistades peligrosas” de Christopher Hampton. Novela epistolar convertida en un excelente texto teatral lleno de intriga, pasión y deseo mezclado con una soberbia difícil de superar. Tramas sencillas pero llenas de fuerza y tensión por la seductora expresión y actitud de sus personajes. Arquetipos muy bien construidos y enmarcados en su contexto, pero con una violencia psicológica y falta de moral que trasciende al tiempo en que viven.

“El Rey Lear” de William Shakespeare. Tragedia intensa en la que la vida y la muerte, la lealtad y la traición, el rencor y el perdón van de la mano. Con un ritmo frenético y sin clemencia con sus personajes ni sus lectores, en la que nadie está seguro a pesar de sus poderes, honores o virtudes. No hay recoveco del alma humana en que su autor no entre para mostrar cuán contradictorias y complementarias son a la par la razón y la emoción, los deberes y los derechos naturales y adquiridos.

“Glengarry Glen Ross” de David Mamet. El mundo de los comerciales como si fuera el foso de un coliseo en el que cada uno de ellos ha de luchar por conseguir clientes y no basta con facturar, sino que hay que ganar más que los demás y que uno mismo el día anterior. Coordenadas desbordadas por la testosterona que sudan todos los personajes y unos diálogos que les definen mucho más de lo que ellos serían capaces de decir sobre sí mismos.

«La señorita Julia» de August Strindberg. Sin filtros ni pudor, sin eufemismos ni decoro alguno. Así es como se exponen a lo largo de una noche las diferencias entre clases, así como entre hombres y mujeres, en esta conversación entre la hija de un conde y uno de los criados que trabajan en su casa. Diálogos directos, en los que se exponen los argumentos con un absoluto realismo, se da cabida al determinismo y su autor deja claro que el pietismo religioso no va con él.

«The inheritance» de Matthew Lopez

Obra maestra por la sabia construcción de la personalidad y la biografía de sus personajes, el desarrollo de sus tramas, los asuntos morales y políticos que trata y su entronque de ficción y realidad. Una complejidad expuesta con una claridad de ideas que hace grande su escritura, su discurso y su objetivo de remover corazones y conciencias. Una experiencia que honra a los que nos precedieron en la lucha por los derechos del colectivo LGTB y que reflexiona sobre el hoy de nuestra sociedad.

El futuro se diseña desde un presente resultado de un pasado construido con el trabajo, las ideas y el esfuerzo de todos aquellos que estuvieron o llegaron aquí antes que nosotros. Ese es el doble principio sobre el que está anclada esta obra estructurada en dos partes, de tres horas de duración cada una, estrenada en Londres en 2018 y en Broadway en 2019. También sobre la figura de E.M. Forster (1879-1970) en lo literario y los disturbios de Stonewall y el activismo que surgió en los 80 para hacer frente a la pandemia del VIH/SIDA.

El autor de Howards End y Maurice -protagonista que dirige la dimensión meta teatral de este texto- marca con sus afirmaciones e interrogantes la pauta sobre cómo se construye una ficción, qué información necesitamos saber sobre los personajes principales y qué han de mostrar para ser verosímiles. Respuestas que guía y materializa sobre el escenario con la ayuda de un grupo de hasta diez jóvenes aspirantes a escritores. Un coro que también encarna a los muchos secundarios de esta función que toma como marco temporal los meses antes y después de la sacudida que para el activismo social y el progresismo político supuso la llegada de Trump a la Casa Blanca.

Dos parejas, Eric y Toby y Henry y Walter, articulan unos acontecimientos en los que tienen mucho peso cuestiones como los abusos sufridos durante la infancia por ser gay -circunstancia de la que se toma conciencia por el insulto y la agresión del entorno antes de la propia auto percepción- o el haber sido testigo décadas atrás de la hecatombe que supuso ver morir a amigos, conocidos y vecinos por una enfermedad para la que no había tratamiento y a la que la sociedad respondía ignorándoles, despreciándoles y estigmatizándoles.

Claves vivenciales que determinan la base psicológica e histórica sobre la que se cimentan las relaciones de amistad y de pareja entre los hombres -y por extensión, entre la generalidad de los homosexuales de nuestro tiempo- de esta ambiciosa historia. Unas veces con ánimo de reciprocidad y complementariedad, y otras de total utilitarismo, cayendo en la cosificación sexual, la banalidad material, la soberbia del ego o todas ellas a la vez. La minuciosidad de Matthew Lopez -evocadora de Larry Kramer (Faggots, The normal heart) y Tony Kushner (Angels in America)- consigue que las situaciones que plantea aúnen el capricho del libre discurrir del tiempo con los efectos acumulativos de su sedimentación.

Lo que sus diálogos, monólogos y narraciones nos transmiten resulta tan casual como causal, llevándonos a la par por el camino del destino y por el sendero de las cuestiones no resueltas que nos perseguirán hasta que no las afrontemos y demos solución. En su propósito por ofrecer un relato humano y creíble con el que empatizar y hasta identificarnos, Lopez no se limita a la denuncia política y la crítica social, sino que apela también a la responsabilidad individual y al papel activo que cada uno de nosotros puede tener en un futuro más humano y respetuoso. Una catarsis necesaria que pasa por ejercer este deber desde ya y agradecer su lucha y sus logros a los que nos precedieron.  

The inheritance, Matthew Lopez, 2018, Faber & Faber.

Larry Kramer, el dramaturgo del corazón normal

Casi veinte años después de conocerle, los textos teatrales, narrativos y políticos que he leído de este autor y activista siguen teniendo para mí la misma fuerza, vigencia y liderazgo que sentí en ellos cuando los descubrí. El destino quiso ayer que, a punto de cumplir 85 años, su vida se acabara. Ahora queda que el futuro le agradezca lo que hizo y la Historia honre el legado que nos deja.     

Tras las dos escenas iniciales renuncié a dormir e hice el salto interoceánico de mi segundo San Francisco – Madrid, allá por 2002, enganchado a The normal heart, obra de teatro escrita por Larry Kramer, hasta entonces alguien desconocido para mí. Llegué a él tras leer And the band played on, el excelente ensayo que sobre los inicios del VIH/SIDA Randy Shilts publicó en 1987 y por sugerencia de varias de las personas con las que en las semanas previas me había entrevistado para conocer más y mejor cómo se formuló en sus inicios el concepto social de ese binomio de virus y enfermedad.

Según el reportero del San Francisco Chronicle, la obra de Kramer fue la primera que se estrenó (21 de abril de 1985) sobre esta pandemia cuando aún no era muy conocida. Su argumento, cómo la homofobia de las administraciones públicas y la mayor parte de la sociedad provocó un desprecio por los primeros afectados -a priori, mayormente homosexuales- que acabó llevándose por delante la vida de muchas personas y retardó la puesta en marcha de los mecanismos de investigación, salud pública y atención social que hubieran evitado la pérdida de muchas más (sin entender de cuestiones como sexo u orientación sexual, género, edad, raza o rincón del mundo en el que se viviera).

Kramer reflejó en esta historia tanto su experiencia personal como sus emociones de aquellos años de incertidumbre y desconcierto en que vio morir a muchos conocidos -sin saber la causa ni el modo de contagio-, maltratados y abandonados por los prejuicios de sus familias y conocidos, mal atendidos por la falta de medios y conocimientos en los hospitales. Situación que le llevó a organizarse junto a personas de su entorno, voluntarios y voluntaristas, para ayudar en la medida de la posible.

Un germen del que, gracias a su empeño y dedicación, surgió Gay Men’s Health Crisis (GMHC), una organización para dar apoyo -comida, limpieza y compañía- a los afectados, y a hacer presión ante los representantes públicos para que actuaran ante lo que estaba ocurriendo. El resultado fue una voz a la que no hicieron callar ni los prejuicios de la derecha norteamericana ni el economicismo y la deshumanización de sus prácticas neoliberales, tal y como se puede leer en ese brillante texto dramático que es The normal heart.

A pesar de la claridad de su discurso, Kramer no era bien visto por muchos. Su actitud y propuestas eran consideradas demasiado directas, promovía el diálogo solo si era efectivo, consideraba que no había que ser tolerante con el intolerante, que había que tomar conciencia de lo que estaba sucediendo y ejercer la responsabilidad personal. Fue expulsado por los suyos de GMHC y ya había sido duramente criticado tras publicar en 1978 Faggots, novela en la que reprochaba el hedonismo y la sobreactuación sexual en que, según él, había caído buena parte de la comunidad homosexual tras la libertad que iniciados los 70 se había conseguido en ciudades como su Nueva York natal. Polémicas aparte de un título tan provocador (Maricones, si lo traducimos), lo que dejan claro sus páginas es que dominaba también el estilo narrativo.

Pero fiel a su espíritu y a su concepción del activismo, en 1987 se unió a Act Up. Organización no solo asistencial e informativa, sino también denunciadora que recurría a acciones de gran impacto mediático como ocupar el parqué de Wall Street o las sedes de empresas farmacéuticas (como pudo verse hace un par de años en la brillante película francesa, 120 pulsaciones por minuto) que retrasaban, con fines especulativos y lucrativos, la puesta a disposición de los afectados de los primeros tratamientos antirretrovirales. El apoyo de artistas como Keith Haring hizo que sus mensajes resultaran más que reconocibles, sobre todo con campañas tan certeras y directas como Silence = Death, con imágenes que denunciaban la serofobia, visibilizaban la homosexualidad y promovían prácticas sexuales seguras.

En 1992 Kramer volvería a dar muestras de genio teatral con The destiny of me, obra en la que daba continuidad a la vida del protagonista de The normal heart, y ejemplificando cómo se pueden combinar la reivindicación política con la evocación emocional de la creación artística. Senda en la que siguió en las décadas posteriores hasta el momento presente en que estaba trabajando, como se supo hace poco, en un nuevo texto sobre la triple plaga que han vivido muchos gays, el VIH, el COVID y el envejecimiento. Pocas semanas después que Terrence McNally, se va otro grande del teatro norteamericano y un activista que desarrolló los postulados de Harvey Milk, convirtiéndose en un referente al que tener muy en cuenta. Muchas gracias por todo, Larry Kramer.

(Fotografía de Angel Franco, tomada de The New York Times).

“Trapicheos en la Segunda Avenida” de Joyce Brabner & Mark Zingarelli

Propuesta gráfica sobre cómo se vivió el comienzo de la pandemia del VIH cuando aún no se sabía lo que era y Nueva York había dejado de ser la ciudad que nunca duerme para convertirse en una urbe oscura, sórdida y carente de humanidad. Un relato –por momentos diferente, aunque finalmente desemboca en terreno conocido- sobre cómo una pequeña parte de la sociedad se organizó para hacer frente a la enfermedad y al dolor.

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Ha pasado mucho tiempo desde que Randy Shilts publicara en 1987 And the band played on, excepcional ensayo en el que detallaba cómo fueron los primeros años de lo que inicialmente se llamó el cáncer gay. Curiosamente, mientras se mantuvo aquella denominación, la inacción de las administraciones públicas, de la industria farmacéutica y del conjunto de la sociedad fue casi absoluta. Tan solo los allegados dotados de esa virtud que es la empatía dejaban a un lado los prejuicios y el desconocimiento para atender y cuidar a los afectados. Uno de esos casos, el número 24, es el que se cruza en la vida del enfermero Ray. Su particular vivencia de lo que sucedió a partir de entonces es lo que le narra décadas después a Joyce Brabner, un flashback que ella ha convertido en esta novela gráfica.

A pesar de lo mucho que se ha relatado sobre aquellos días tan duros y complicados para la comunidad homosexual, todavía quedan muchas pequeñas historias por contar de lo que sucedió. En este sentido, Trapicheos en la Segunda Avenida complementa perfectamente desde el punto de vista bibliográfico el relato humano de textos teatrales como The normal heart de Larry Kramer o Angels in America de Tony Kushner. Y aunque no entre en ello en profundidad, también deja ver el momento social y político estadounidense en que está enmarcado su relato, coordenadas similares a las de películas recientes como la británica Pride o la francesa 120 pulsaciones por minuto.

El tándem Brabner & Zingarelli nos trasladan inicialmente a antes de aquel entonces en que los gays y lesbianas que habían salido del armario vivían su condición con orgullo tras la visibilidad alcanzada con los disturbios de Stonewall en 1969. Un mar de tranquilidad que se vio roto por una incertidumbre en el que la desinformación hizo creer que un fármaco llamado ribavirina podía ser la solución médica a la hecatombe, pastillas cuya consecución implicaban ir hasta México y salvar el obstáculo de las aduanas. A partir de este momento Trapicheos se centra en aquellos viajes al otro lado del Río Bravo y en el compromiso que Ray y su novio Ben asumieron con la causa y en todo lo que hicieron para mejorar las condiciones de vida de aquellos a los que el destino sentenció con lo que después se denominó como SIDA.

Lo que había comenzado como algo relajado y como el retrato de la vida de una pareja va adquiriendo, a medida que se conocen las casuísticas de las personas de su entorno, tintes cada vez más dramáticos. Un drama que resulta real por las circunstancias que complicaban cada una de esas tragedias, ya fuera la inmigración ilegal, el rechazo familiar, el mensaje apocalíptico de las organizaciones religiosas o la falta de medios económicos. Pero a medida que estas tramas se suceden, la de la ribavirina se va desdibujando haciendo que las viñetas de Segunda Avenida se conviertan en terreno conocido, compartiendo mensaje activista y reivindicativo –pero no fuerza narrativa-, con títulos como los antes referidos.

«The normal heart» de Larry Kramer

Un brutal ejercicio literario en forma teatral, un relato sociológico sobre los primeros años de la epidemia del VIH y el SIDA, una declaración política contra la discriminación asesina de las administraciones públicas estadounidenses sobre el colectivo homosexual. Una obra maestra del género dramático, un texto dotado de una fuerza extraordinaria que sigue sacudiendo la conciencia de sus espectadores y lectores a pesar de las más de tres décadas transcurridas desde su estreno en 1985.

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Las primeras noticias lo llamaban el cáncer gay por su especial afectación entre este público en sus primeros meses. No se sabía qué lo causaba ni cómo tratarlo, todo apuntaba a que los contagiados eran hombres con una intensa y promiscua vida sexual, sus síntomas eran muy visibles y la muerte solía llegar en cuestión de pocos meses. Momentos de una dura incertidumbre que rápidamente aumentó el estigma de la discriminación que el colectivo LGTBI ha sufrido históricamente. Algo con lo que no contaban aquellos que consideraban que los disturbios de Stonewall en junio de 1969 habían supuesto el punto de inflexión a partir del cual se progresaría hasta hacer realidad el sueño de la visibilidad y la normalización.

Ese es el momento de 1981 en que se sitúan las primeras escenas de The normal heart, plasmando con gran crudeza el desconocimiento de los médicos que no sabían determinar el origen ni las consecuencias de lo que estaba ocurriendo, la negación del colectivo homosexual que no quería reconocer lo que estaba sucediendo por ver en ello la exigencia de abandonar la libertad sexual que consideraban habían ganado una década atrás, y la ignorancia del resto de la sociedad que no solo se veía ajena a esta situación, sino que parte de ella juzgaba lo que pasaba como un castigo bíblico merecido por los desviados del camino de la corrección moral.

Esa impotencia, rabia y dolor es el que mueve a la acción al personaje de Ned Weeks en Nueva York, el activista alter ego de Larry Kramer que apunta con gran claridad en sus intervenciones que toda reivindicación social es también política, que el tiempo vivido sin tener los mismos derechos civiles que el resto de tus conciudadanos –matrimonio, educación, sanidad- es tiempo robado a tu vida, y que no hay otra opción más que la de la lucha y hacerse notar ante aquellos –líderes políticos, administraciones públicas y medios de comunicación- que no respetan tu existencia ni reconocen la diversidad de nuestra sociedad.

Circunstancias que parecen haber cambiado en sus aspectos más formales –el reconocimiento legal-, pero que esconden tras de sí aspectos como los que muestran con gran crudeza los diálogos y situaciones elegidas por Kramer. Circunstancias con las que seguimos conviviendo y que hacen que este texto duela, agite y escueza, como la crueldad de la homofobia que puede aparecer en cualquier momento en nuestro entorno, el daño perenne sufrido por muchas personas por la no aceptación plena de sí mismos, el anhelo vital de ser escuchados y comprendidos y la necesidad humana de amar y ser amados.

El recorrido temporal que propone este gran dramaturgo en este ejercicio de concienciación acaba en 1984, cuando los EE.UU. ya habían reconocido oficialmente que el virus de inmunodeficiencia humana, ese que arrasa con nuestro sistema inmunitario, se transmitía también por la sangre, que no discriminaba por razón sexual (género u orientación) ni de edad y que se había extendido por todos los rincones del mundo. Para entonces miles de personas ya habían muerto de SIDA y muchas más se habían infectado de VIH sin que la administración Reagan, ni la de muchos otros países, hubiera hecho nada para evitarlo.

«Sebastián en la laguna», belleza y empatía de la mano de José Luis Serrano

Las observaciones, sentimientos e interacciones de un adolescente con su entorno conforman en la narrativa de José Luis Serrano una ficción hilada a través del respeto, delicadeza y empatía con que nos hace llegar las vivencias, sensaciones y descubrimientos de su protagonista en esta historia contada en primera persona.

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Los años previos a la adultez suelen ser tratados en muchas ocasiones –tanto desde la literatura como desde los medios de comunicación o el entramado institucional y político- como un purgatorio, un trance de incomprensión, lucha y rebeldía transitoria que posteriormente llevará al saber estar, a aceptar las normas del sistema o incluso a convertirse en legislador y garante del mismo. “Sebastián en la laguna” demuestra que no es así, que no existen esos lugares comunes cuando se tienen doce, catorce o dieciséis años.

El respeto con el que José Luis Serrano da rienda narrativa a los pensamientos de su protagonista demuestra que cada etapa de la vida tiene un sentido y una manera de expresarse, resultado de las herramientas y habilidades de que se dispone para lidiar con aquello que se está viviendo. Para ello utiliza una sintaxis propia de la edad del personaje que conduce la historia, un reto que resuelve con absoluta maestría. Me pregunto si para ello, José Luis hizo como Miguel Delibes con “Cinco horas con Mario” y se pasó horas en los parques escuchando la manera de hablar de los chavales de hoy en día o si tiró de memoria para que su pluma escribiera en la manera en que él lo hacía tres décadas atrás.

En manos de este autor un adolescente no es un adulto inmaduro o aún por formar; es un niño que crece integrando en su persona y en su experiencia aquellos terrenos humanos que hasta entonces no habían existido para él –el impulso de la sexualidad, los afectos que van más allá de la biología, las relaciones sin garantía de reciprocidad fuera del entorno familiar- y cómo hay que hacerlo sin información alguna (la sexualidad) ni referentes (homosexualidad) en un entorno lleno de prejuicios (los rojos son unos progres, el sida es cosa de maricones).

El señor Serrano, el adulto, se limita a su papel como conductor literario de esa subjetividad que solo quiere conocer los por qué y comprender los para qué, saber de dónde se viene y hacia dónde se va, entender qué le daban hecho y qué tiene que construir por sí mismo en el futuro inminente. Preguntas e interrogantes cuyas respuestas se van formando y enriqueciendo poco a poco, en una cadencia muy bien estructurada a base de pequeños capítulos (la organización social y temporal –estacional y diaria- de lugar en el que se veranea; qué se conoce mediante la propia observación o a través de la subjetividad de otros; los límites entre las vivencias de la chavalería y de los que son más mayores, lejanas de los etiquetados como adultos; los lugares cercanos y los lejanos que parecen inimaginables como Noruega, París o Nueva York,…) y transmitida al lector con un rico vocabulario con el  que escritor y narrador en primera persona se fusionan de manera continua con resultado beneficioso para ambos. Mientras el creador enriquece su novela, el observador del mundo que le rodea hace crecer su persona.

José Luis escribe con una extremada delicadeza, desplegando una absoluta empatía con esa etapa vital que no transcurre tan rápido como se dice desde la posición madura y experimentada que se presuponen para sí los mayores de edad. “Sebastián en la laguna” hace patente, a pesar de durar tan solo un verano, que esos años en que el cuerpo físico se transforma son una etapa llena de pliegues en muchas de sus capas, de recodos en sus múltiples caminos, que en ella no todos los minutos duran los mismos sesenta segundos.

Con su referencia a Marcel Proust y su “En busca del tiempo perdido” deja claro que no todo es una línea recta de principio a fin, que hay que ir y venir para reformular y construir a base de reconstruir. Así es como crece su relato y se va asentando en la mente y el corazón de su lector, haciéndole reflexionar sobre cómo fue su infancia, su despertar sexual o cómo el término sida se convirtió para él en algo más que una palabra, primero un fantasma y después una realidad de la que saber prevenirse,  ser vecino o llegado el caso, convivir. Son esos primeros años 80 en los que mientras en EE.UU. se vivía en el mundo político y mediático lo que contaban Randy Shilts en “And the band played on” o en la comunidad homosexual lo que Larry Kramer en “The normal heart”, en nuestro país el común de los mortales murmuraban inicialmente en pequeños grupos, y comentaban posteriormente en voz alta, lo que se puede leer en esta novela.

Sea por la estética de su narración, la belleza de su discurso o la latente historicidad de su relato, “Sebastián en la laguna” bien merece la pena.