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Hugo Fontela: “Estoy iniciando una etapa reposada y tranquila, en la que impera más la calma que el impulso”

A pesar de su juventud (Grado, 1986), este joven artista tiene tras de sí una trayectoria sólida de más de quince años en la que ha recibido el reconocimiento de académicos, críticos y coleccionistas. Las «Notas para un paraíso» que ahora muestra en el Museo Esteban Vicente de Segovia demuestran porqué.

Hugo Fontela es “un pintor, sin más, un hombre que pinta”. Así se dio a conocer en 2005 cuando ganó la XX edición del Premio BMW de Pintura. Para entonces ya vivía en Nueva York, a donde se trasladó en 2004 en un giro de guión de lo más arriesgado. En lugar de ingresar en la universidad en su Asturias natal (donde ya había estudiado en la Escuela de Artes y Oficios de Avilés y en la Escuela de Arte de Oviedo), optó por marchar a la Gran Manzana y matricularse en The Arts Students League a la par que instalaba en Manhattan su estudio-taller. Una etapa de descubrimiento y conocimiento en la que lo más le impresionó fue “la escala, la diversidad y la complejidad del mundo” y constatar que “solo hay un camino, ser fiel a ti mismo”.

A lo largo de este tiempo ha reafirmado su personalidad artística “en torno a las posibilidades de la pintura, que ha sido siempre mi preocupación” hasta llegar a un lugar en que su rumbo está marcado de manera capital por “la observación y la percepción de la naturaleza, así como por mi emoción ante ella. Un punto al que he llegado partiendo de la historia de la pintura, identificando los referentes que me interesan y encontrando el modo de, a pesar de todo lo ya dicho, mostrado y alcanzado, trazar mi propio camino para emocionar utilizando el lenguaje pictórico”. 

Entre los nombres evocados están algunos de los más grandes de la pintura norteamericana del siglo XX como Cy Twombly, Philip Guston o Sean Scully, a los que se puede intuir en los paisajes industriales y las vistas que realizó del puerto neoyorquino que mostró en 2008 en sus primeras exposiciones individuales en España. Después han llegado otras, como las periódicas en la Galería Marlborough -en sus sedes de Madrid, Barcelona y Nueva York- en las que muestra periódicamente su nueva producción, que le han abierto la puerta de más de treinta colecciones privadas e instituciones museísticas de las que hoy forma parte.

La llegada a Madrid en 2015 implicó un punto y aparte, “un concentrarme más en mí mismo, iniciar una etapa más introspectiva, más pendiente de lo que ocurre dentro de mí y del espacio en el que trabajo, que de lo que sucede en el exterior”. En su estudio se percibe ese pálpito interior que determina su producción, generalmente superficies amplias -ya sean lienzos como sobre tabla o papel-, en las que su determinación por la impresión visual y la acotación cromática le sitúan en ese lugar indeterminado en el que unos le juzgan abstracto y otros figurativo, pero a sabiendas de que ninguna de las dos etiquetas es totalmente absoluta. “Yo lo vivo como una tensión natural, unas veces pinto las cosas tal y como las veo y otras según las siento, es un terreno en el que me siento muy cómodo y en cualquier caso actúo así libremente, no porque esté pendiente de lo que los demás puedan esperar o querer de mí”, afirma Fontela. 

Uno de sus últimos proyectos ha sido The nature of painting, una aventura editorial con formato de libro de artista (edición limitada de 196 unidades, interior y cubierta intervenidas por el propio Hugo), que recoge su evolución a lo largo de la última década a través del objetivo fotográfico de Carmen Figaredo y que “al mirar hacia atrás me ha servido para pasar página, notar que cierro una etapa”. Preguntado por hacia dónde se dirige, su respuesta es hacia un estadio más reposado y tranquilo, donde impere más la calma que el impulso. 

Una actitud con la que espera seguir teniendo un sitio propio en la confusión existente entre el mundo del arte y el mercado del arte. “Mi intención es guiarme por mis convicciones y capacidades artísticas para llegar al máximo con mis posibilidades. Soy ambicioso en este sentido y espero no renunciar a una idea por lo que pueda determinar el mercado, ni decantarme por otras solo porque sienta que vayan a ser bien recibidas”.

Fotografía de Hugo Fontela de Carmen Figaredo. Versión actualizada de la entrevista publicada en el número 280 de Descubrir el Arte (junio, 2022).

Mañana de abril en el Moderna Museet de Estocolmo

Un edificio síntesis de la ciudad en la que está ubicado, discreto y geométrico en su exterior, empático y fluido en su interior. Dos exposiciones temporales en que Maurizio Cattelan y Rashid Johnson dialogan con la colección del museo, y una tercera que analiza los distintos caminos que el modernismo tomó en estas coordenadas. Como extra, una manera ingeniosa de introducir al visitante en el papel de la institución como entidad garante de la conservación de las creaciones que atesora.

El arte es siempre un medio para conocer una sociedad y un país, sus valores e idiosincrasia, a lo largo del tiempo. Si nos fijamos más concretamente en el arte moderno, las coordenadas se hacen más precisas porque entran en juego la vivencia y la expresividad personal, la capacidad técnica y la confianza, más o menos ciega, más o menos neurótica, en la propia creatividad. Eso es lo que desprende la muestra Velas rosas: modernismo sueco en la colección del Moderna Museet.

Más de cien obras de la primera mitad del siglo XX entre las que me han llamado la atención los óleos de Sven X-et Erixson (1899-1970). Pintor que reflejaba con colores vivos y pinceladas dinámicas la convivencia familiar, casi naif, en el mantenimiento de su hogar (La casa del pintor, 1942) mientras lo sobrevuelan aviones militares. O con rasgo expresionista cuando la paleta torna sombría en la doble escena urbana (Imagen de los tiempos, 1937) en cuya parte superior transitan los trenes, mientras en la inferior los ciudadanos se informan sobre la evolución de la Guerra Civil española.

He fijado la mirada también en cuatro fantasías con aires esotéricos, tarotistas e introspectivos de Hilma af Klint (1862-1944), en el grabado industrial de Edith Fischerström (1881-1967) en el que se respira carbón y en la intensidad de los modelos del fotógrafo Uno Falkengren (1889-1965). Se entiende que para sentir esa libertad a la hora de posar y de recogerla para después transmitirla sobre el papel, esas imágenes fueran tomadas en el Berlín de los años 20.

El italiano Maurizio Cattelan (1960) provoca antes, incluso, de las siete salas que ocupa con La tercera hora. Sitúa metros antes de llegar a Juan Pablo II víctima de la caída de un meteorito. Es La nona ora, escultura hiperrealista que aúna dramatismo barroco, corrosión intelectual, sensacionalismo mediático y provocación emocional. Un inicio que va a más con su extraño vínculo con las figuras tridimensionales de apariencia entre monacal y extraterrestres de Eva Aeppli, o las escenas crítico-informativas de tono monocolor sobre la actualidad geopolítica de Cilla Ericsson (1945) y Hanns Karlewski (1937), pertenecientes a la serie Nuestro padre, realizadas durante los años 60 del pasado siglo.

Destaco el juego museográfico que rodea a su dedo peineta, convirtiendo las cuatro paredes de esa sala en otros tanto peines donde las obras parecen estar seleccionadas para conformar un puzle horror vacui en el que tienen cabida firmas como Warhol (1928-1987) y Picasso (1881-1970), motivos como el feminismo y la evolución y obsolescencia tecnológica, o personajes como David Bowie. Más allá, el pelotazo del niño Hitler, de rodillas cual peregrino penitente o estudiante cumplidor, siendo arengado por el dedo pop de Roy Lichtenstein (1923-1977), evolución de aquel que animara a los jóvenes estadounidenses a alistarse para luchar contra el nazismo en la II Guerra Mundial.

La historia retorcida. Como el uso mundano del mármol en la escultura Respira, carrara sobre el suelo, sin soporte alguno, convertido en la figura de un hombre y su perro. O la épica parada en seco de Kaputt, seis caballos de presencia omnipotente y pelaje brillante pausados cuando sus cabezas acababan de atravesar la pared que les conducía a otra dimensión, a otra secuencia cuyo interruptus nos deja estupefactos.

Siete habitaciones y un jardín es el juego, el diálogo y la convivencia que Rashid Johnson (1977) establece entre el activismo antirracista de su abstracción y sus instalaciones y los fondos del museo a modo de recorrido por un hogar en el que suena música blues mientras se observa un caleidoscopio de imágenes que incluye a Jackson Pollock o Cy Twombli. Posteriormente se ven producciones audiovisuales desde una cama gigante bajo gouaches de Matisse, una instalación con composición vegetal mira de reojo a Sol Lewitt y se termina con un capítulo sobre la autoconciencia en que aparecen dibujos del marroquí Soufiane Ababri (1985) y autorretratos fotográficos de la yugoeslava Snežana Vučetić Bohm (1963) junto a una pieza audiovisual del propio Johnson.

Una planta más abajo, además de los retratos y autorretratos de Lotte Laserstein (1898–1993) en Una vida dividida, el regalo está en la sala que te permite seleccionar te sea acercado el peine que alberga la obra que elijas entre una amplia selección. Dar a un botón y ver cómo se acercan a ti seis Munch de un golpe es algo parecido a un sueño. O que aparezca de la nada un de Chirico o un Magritte o un Mondrian. Un detalle más, sumado a la museografía de sus exposiciones, al cuidado técnico de sus montajes o a la disposición de sus espacios no expositivos para el juego, la interacción y el disfrute contemplativo que hacen del Museo de Arte Moderno de Estocolmo -diseñado por Rafael Moneo e inaugurado en 1998- una institución que tener en cuenta y a la que seguirle la pista de su programación.