Un brutal ejercicio literario en forma teatral, un relato sociológico sobre los primeros años de la epidemia del VIH y el SIDA, una declaración política contra la discriminación asesina de las administraciones públicas estadounidenses sobre el colectivo homosexual. Una obra maestra del género dramático, un texto dotado de una fuerza extraordinaria que sigue sacudiendo la conciencia de sus espectadores y lectores a pesar de las más de tres décadas transcurridas desde su estreno en 1985.
Las primeras noticias lo llamaban el cáncer gay por su especial afectación entre este público en sus primeros meses. No se sabía qué lo causaba ni cómo tratarlo, todo apuntaba a que los contagiados eran hombres con una intensa y promiscua vida sexual, sus síntomas eran muy visibles y la muerte solía llegar en cuestión de pocos meses. Momentos de una dura incertidumbre que rápidamente aumentó el estigma de la discriminación que el colectivo LGTBI ha sufrido históricamente. Algo con lo que no contaban aquellos que consideraban que los disturbios de Stonewall en junio de 1969 habían supuesto el punto de inflexión a partir del cual se progresaría hasta hacer realidad el sueño de la visibilidad y la normalización.
Ese es el momento de 1981 en que se sitúan las primeras escenas de The normal heart, plasmando con gran crudeza el desconocimiento de los médicos que no sabían determinar el origen ni las consecuencias de lo que estaba ocurriendo, la negación del colectivo homosexual que no quería reconocer lo que estaba sucediendo por ver en ello la exigencia de abandonar la libertad sexual que consideraban habían ganado una década atrás, y la ignorancia del resto de la sociedad que no solo se veía ajena a esta situación, sino que parte de ella juzgaba lo que pasaba como un castigo bíblico merecido por los desviados del camino de la corrección moral.
Esa impotencia, rabia y dolor es el que mueve a la acción al personaje de Ned Weeks en Nueva York, el activista alter ego de Larry Kramer que apunta con gran claridad en sus intervenciones que toda reivindicación social es también política, que el tiempo vivido sin tener los mismos derechos civiles que el resto de tus conciudadanos –matrimonio, educación, sanidad- es tiempo robado a tu vida, y que no hay otra opción más que la de la lucha y hacerse notar ante aquellos –líderes políticos, administraciones públicas y medios de comunicación- que no respetan tu existencia ni reconocen la diversidad de nuestra sociedad.
Circunstancias que parecen haber cambiado en sus aspectos más formales –el reconocimiento legal-, pero que esconden tras de sí aspectos como los que muestran con gran crudeza los diálogos y situaciones elegidas por Kramer. Circunstancias con las que seguimos conviviendo y que hacen que este texto duela, agite y escueza, como la crueldad de la homofobia que puede aparecer en cualquier momento en nuestro entorno, el daño perenne sufrido por muchas personas por la no aceptación plena de sí mismos, el anhelo vital de ser escuchados y comprendidos y la necesidad humana de amar y ser amados.
El recorrido temporal que propone este gran dramaturgo en este ejercicio de concienciación acaba en 1984, cuando los EE.UU. ya habían reconocido oficialmente que el virus de inmunodeficiencia humana, ese que arrasa con nuestro sistema inmunitario, se transmitía también por la sangre, que no discriminaba por razón sexual (género u orientación) ni de edad y que se había extendido por todos los rincones del mundo. Para entonces miles de personas ya habían muerto de SIDA y muchas más se habían infectado de VIH sin que la administración Reagan, ni la de muchos otros países, hubiera hecho nada para evitarlo.
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