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“Incendios” de Wajdi Mouawad

Vidas que comenzaron antes de haber nacido y biografías que no se cierran hasta mucho tiempo después de haber fallecido. La violencia solo engendra violencia y en algún momento habrá que reconvertir toda esa energía en pausa y sacrificio, sosiego y convivencia. Un texto complejo e inteligente, una tragedia trazada con el ingenio de las matemáticas y el lirismo de la poesía.

El día que Nawda fallece acumula tras de sí cinco años de silencio, lustro en el que ha fraguado cómo revelar la verdad que llevaba dentro de sí para que sus hijos la integren y se reformulen tras su conocimiento. El proceso comienza con las dos cartas que reciben durante la lectura de su testamento, una para que ser entregada a un padre que creían muerto y otra a un hermano que no sabían que tenían. Una misión que les hace mirar hacia el Líbano, donde nació su madre, desde Canadá, donde ellos nacieron y viven. Miles de kilómetros y varias décadas de por medio, pero también un abismo cultural. Mientras que para ambos la guerra es algo desconocido, para quien les concibió y parió, la violencia física y psicológica, el enfrentamiento familiar y social, la destrucción de cuanto se conoce y el horror que se graba en los recuerdos fue la tónica.

Son varias las lecturas que propone Mouawad en Incendios. La primera es encontrar la manera de poner fin a ese canibalismo que no soluciona, sino que se convierte en continua génesis, prolongación y maximización de lo que va en contra de nuestra condición de seres humanos. La segunda es entender que los vacíos que se trasladan de padres a hijos no solucionan ni evitan, solo les limitan e impiden la posibilidad de una vida plena y serena. Y la tercera, por parte de los hijos, es que no son víctimas sino herederos de un sistema imperfecto y que está en su mano el intentar sanarlo, pero eso pasa, necesariamente, por conocerlo y comprenderlo. Amor propio, amor al prójimo y amor a la carne de tu carne que son tus padres y tus hijos.

Propósito trazado sobre el papel con el realismo, la desnudez y la crueldad de la tragedia. No hay promesas de resolución y regeneración, sino heridas abiertas y cicatrices visibles que de tan anchas y obvias acaban convirtiéndose en parte del paisaje, coordenadas del entorno y rasgos de la personalidad de todos y cada uno de sus personajes. Un puzle que Mouawad deconstruye en varias localizaciones, a uno y otro lado del mundo, y momentos, según distintas edades de su principal protagonista, enlazándolos con la historia de su país. Haciendo que todos ellos se relaciones con una serie de mecanismos de causas y consecuencias, espejos y continuaciones que revelan no solo las capas, dificultades e imposibilidades de su biografía, sino también la de su familia, su comunidad y su pueblo, la de todas esas personas con las que ha compartido lugares y valores, una cultura y un relato compartido desde el principio de los tiempos.

En la forma, el estilo del posterior autor de Todos pájaros (2018) es de un refinamiento que recuerda a creadores anteriores y contemporáneos más cercanos como Federico García Lorca o Alberto Conejero. Con unos diálogos que oscilan entre la espontaneidad con interjecciones del notario y la austeridad de los hermanos gemelos cuando están en territorio canadiense, a un lirismo altamente poético, mas sin dejar de ser nunca prosaico a la hora de dialogar, procesar y exponer las emociones, las tensiones y las barbaridades que tienen lugar en suelo libanés. Otorga así a lo delicado y doloroso de una belleza y sensibilidad con la que es imposible no conectar y empatizar.

Únase a ello una estructura que, como bien explica en su tercera escena, está tomada de la teoría matemática de los grafos, comenzar por lo cercano y visible y seguir por lo que queda oculto en los ángulos a los que no llegan nuestros ojos para, después, con la experiencia y el conocimiento adquirido, volver a reformular el plano personal y familiar, individual y colectivo, con el que se comenzó en el punto de partida.

Incendios, Wajdi Mouawad, 2003 (2011 en español), KRK Ediciones.

“Maudie, el color de la vida”

El arte como expresión, como medio con el que escapar de la tristeza del alrededor, como vía para llegar a sentirse una persona libre y realizada. Una película con muchos elementos sensibles pero nunca sensiblona, delicadamente austera, aunque en algunos momentos esto hace que su guión roce una sencillez demasiado esquemática. En cualquier caso, un buen título gracias al extraordinario trabajo interpretativo de Sally Hawkins y Ethan Hawke.

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Las biografías de personas con algún tipo de rasgo diferenciador, mal llamado incapacidad, suelen dar pie a cintas melodramáticas en las que dicha característica se convierte en filtro protagonista de todo cuanto sucede, en lugar de ser reflejado como la anécdota o circunstancia con la que convivir que probablemente era, o es, para su protagonista real. Ese es el primer acierto y logro de Maudie, centrarse en lo verdaderamente importante, no en las limitaciones que le imponía su artritis sino en quién es y qué quiere conseguir su protagonista. Las dos horas de proyección son de continuas miradas, tanto de búsqueda exterior como de introspección interior. Un anhelo continuo que constituye tanto la fuerza motor de vida de esta mujer que resulta ser pintora sin ella saberlo, como la de esta película que más que contárnosla, nos la describe fielmente.

Un enfoque arriesgado que exige de una sutileza y un saber hilar muy fino para hacer que las imágenes nos muestren todo aquello que no es dicho con palabras, más cuando los diálogos escritos por Sherry White son de una desnuda y transparente sencillez. Todo queda a merced de la expresividad de los intérpretes y del modo en que son observados y seguidos por la directora, Aisling Walsh. El resultado conseguido en ambos casos es muy notable y tan solo habría que ponerle una salvedad. El hombre retrógrado, patrón huraño y marido machista de Maudie Lewis es tratado más como un soporte para el personaje de ella que como un verdadero coprotagonista o, al menos, un secundario necesario. Un reto del que afortunadamente la película sale airosa gracias al buen trabajo de Ethan Hawke.

Más allá de él está Sally Hawking, quién más que la estrella del film, gracias al brillo y sagacidad de su mirada, parece el elemento causante y detonador de todo cuanto sucede. Su evolución hace que el inicial entorno rural canadiense de la década de los 40 del siglo XX de tonalidades pardas y grises y personajes de facciones duras, que parece extraído de las instantáneas más conocidas de Dorothea Lange, se convierta posteriormente en un paisajismo costumbrista que su personaje convierte progresivamente en detalles decorativos y óleos naif llenos de colores fauves.

Una evolución sosegada -del simple ejercicio expresivo al reconocimiento público, de las pequeñas piezas por entretenimiento a las mayores por encargo- que resulta natural por ser presentada con mucho acierto como un proceso de crecimiento y enriquecimiento. No se hace de ello un elemento efectista o metafórico, sino que se muestra como la consecuencia del proceso de crecimiento interior y empoderamiento de su protagonista, como persona antes que como artista, haciendo de ello un elemento narrativo muy creíble.

No es este un biopic al uso sobre una artista a la que la fama y el reconocimiento le llegan al final de su carrera o tras su muerte, es más bien el retrato de una persona que igual que se expresa con el lenguaje verbal, lo hace también, y muy logradamente, con el artístico. Eso es lo que lo hace diferente y tan valorable.

¿Dónde está la gente en Seattle?

Preguntamos la primera mañana al chico que nos sirvió el desayuno en Top Pot Doughnouts (con un nombre así, la oferta principal son donuts de todos los tipos y de tamaños ideales si eres un gran goloso). Lo que nos respondió no resolvió por completo la pregunta: “Esto es así, es una ciudad tranquila, es cuestión de ir a los sitios y allí os encontraréis con la gente”, a lo que añadió manuscritos en una envoltorio de los de “para llevar” donuts un listado de posibles lugares a los que ir a comer, cenar o tomar copas.

Y guía Lonely Planet, mapa-callejero y listado en mano nos dispusimos a recorrer Seattle. Ya la tarde anterior nos habíamos acercado al icono de la ciudad, el Space Needle y una vez allí, la verdad, la sensación fue la de qué fotogenia la de sus 182 metros de altura. Vista desde abajo te rodea una impresión de irrealidad, ¿qué hace esto aquí? Cuando la inauguraron en 1962 junto al monorail elevado que la comunica con el centro de la ciudad, situado a kilómetro y medio, debía semejar un escenario de ciencia-ficción, de modernidad futurista; hoy la impresión es más la de una escenografía holliwoodyense, ¿listos para el remake de “Regreso al futuro”?

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Un poco más allá, a apenas unos minutos andando y mirando al Océano Pacífico encuentras el Olympic Sculpture Park al abrigo de, entre otras piezas, la fantástica águila de acero rojo del ingeniero y escultor Alexander Calder. Protegido por ella puedes sentarte en los bancos de este paseo –dalo por hecho, habrá poca gente- y disfrutar de las vistas del atardecer, imaginando que los extensos trenes de mercancías que transitan junto a la línea del agua irán hacia el norte pasando la barrera de las Montañas Olímpicas llegando a Canadá y siguiendo más y más kilómetros hasta volver a territorio estadounidense en Alaska.

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Pike Place Market

Es el lugar al que hay que ir, este mercado está en el número uno de todas las listas de lo que debes ver en Seattle. Según entras sensación de autenticidad, puestos de alimentos frescos con variedad de producto y clientes y turistas asistiendo al espectáculo de los dependientes de las pescaderías tirándose las piezas como si estuvieran en un concurso de lanzamiento.

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Y así es el resto de este lugar con encanto, entre los locales que acuden a comprar y vender, y los turistas que por allí se pasean dejándose llevar por el impacto visual de floristerías, artesanos y artistas, decoradores, diseñadores de ropa étnica y moderna, los sabores que sugieren confiterías y puestos de golosinas o el recuerdo que despiertan los libros, vinilos, cd’s y dvd’s de varias tiendas de segunda mano en el piso inferior.

Enfrente del mercado un pequeño local del que dicen que fue el primer Starbucks allá por la década de los 70. Una de las varias cadenas que se ven por toda la ciudad –como Top Pot Doughnuts o Pegassus-, con su puerta batiente de entrada, recibiendo gente que salen a ritmo tranquilo con sus cafés en mano y sus bolsas de papel con la pieza de bollería para el desayuno o el sándwich de media mañana.

De paseo por el centro

Tranquilo, que no vas a encontrar grandes aglomeraciones,…, ni pequeñas. Ni a la hora de comer ni a las cinco de la tarde cuando esperas que se vacíen los grandes edificios de oficinas. Entre esas torres te preguntas si estás en una ciudad fantasma o en un post-escenario apocalíptico, pero caminas y de repente surge entre la calma y el silencio una inmensidad arquitectónica que trasciende sus paredes de cristal, es la Biblioteca Central de Seattle. Espectáculo de vidrio, de acero, de los muchos números que los ingenieros debieron hacer en el diseño y construcción de sus 11 plantas inauguradas en 2004. Merece la pena entrar por su puerta oeste, coger el ascensor hasta la última planta y recorrer hasta abajo todas una a una entre estanterías llenas de libros, las mesas de la hemeroteca y los puestos de visionado de material audiovisual, la planta del auditorio, las zonas de juegos para niños o las de encuentro para adultos.

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Ya fuera del edificio, un tranquilo paseo te lleva hasta el barrio que muchas ciudades americanas tienen, Chinatown. También ellos, como nativos que llegaron del resto del país, comenzaron a establecerse aquí a finales del siglo XIX con el boom de la minería que dio origen a Seattle. Y al igual que muchas otras ciudades americanas, Seattle tiene en su historia su propio desastre, en 1889 un incendio arrasó con casi todas las edificaciones existentes –entonces de madera- aprovechándose entonces la reconstrucción para poner en marcha la planificación urbanística que dio pie a la metrópoli que visitamos hoy.

Boeing, Microsoft, Amazon

Tras la minería llegó el gran desarrollo a este rincón de los EE.UU. de la mano de una actividad que nace con el siglo XX, la ingeniería aeronáutica, impulsada por la que sigue siendo hoy una de las grandes compañías del sector a nivel mundial, Boeing. El fin del siglo XX también impulsó la ciudad con otra de las empresas que es líder a nivel mundial, Microsoft, en una industria aún más joven, la programación informática. ¿Se puede seguir innovando? Parece que sí, ahora Seattle vive el esplendor del comercio electrónico al ser también la cuna y sede central de la principal empresa global de esta actividad, Amazon.

Cada una de estas empresas da trabajo a miles de personas, pero nos las verás paseando por Seattle. Están situadas en las afueras, en grandes campus, pequeñas ciudades en sí mismas donde las compañías dan a sus empleados la posibilidad de desarrollar toda su vida. Dicen que ellos están contentos a nivel personal, y que sus empresas lo están con su productividad y compromiso. El tráfico de salida a primera hora y el de entrada una vez ha caído la noche te dice dónde están situadas estas corporaciones. Amazon al sur, Boeing aún más al sur –de camino a Tacoma, la ciudad con la que Seattle comparte su aeropuerto- y Microsoft al este.

La historia empresarial de Seattle puede tener una lectura paralela a través del arte en el Seattle Museum of Art. Paisajismo y retratos de mediados del siglo XIX, impresionismo americano posterior, colecciones etnográficas de las tribus que habitaron este territorio antes de ser EE.UU., depósitos de colecciones que recorren la historia del arte de todos los continentes desde el medievo hasta hoy formadas por ricos filántropos a golpe de talonario, el liderazgo americano en el mundo del arte con el estallido del expresionismo abstracto y el pop,… En conjunto una colección de tamaño mediano, con la que realizar un completo recorrido por la historia del arte con autores estadounidenses como Cleveland Rockwell, Katharina Fritsch, Mark Rothko, Pollock, Frank Stella o Kehinde Wiley.

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Al caer la noche

Miras por la ventana del hotel y aunque no ves gente caminando por la calle, ves luces encendidas aquí y allá. Seattle es una ciudad tranquila, con lo que puedes salir a pasear en cualquier momento del día y dejarte llevar por los barrios de Queen Anne, Belltown o Capitol Hill y parar cada noche en uno de sus diferentes restaurantes y estilos de comida: americana en Julia’s on Broadway, tailandesa en Jamjuree, mexicana en Poquitos,…  En todos ellos, buen servicio, cantidades abundantes y locales con ambientación evocadora de los lugares que sus ofertas gastronómicas evocan.

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Y después, ¿qué tal unas copas? Si buscas ambiente, las guías te recomiendan lugares como R Place, Neighbours o Purr Cocktail Lounge entre First Hill y Hilltop, nombres que denotan que para llegar hasta allí hay que estar dispuesto a subirse unas cuestas.

A todos fuimos, y en todos nos preguntamos, ¿dónde está la gente en Seattle? En Neighbours nos dijeron que llegábamos demasiado pronto, que el local se llenaba en torno a la medianoche (hora muy tardías en el mundo norteamericano). Al entrar en R Place una pequeña placa te dice que la capacidad del local es de 287 personas entre sus dos plantas, pues bien, cuando nosotros fuimos en total estábamos allí 12, sí, ¡12 personas entre clientes y camareros! Sin embargo, a los allí presentes esto no era problema alguna y a modo de reunión de amigos disfrutaban interpretando en su karaoke canciones de Bonnie Tyler, Whitney Houston o Roy Orbison. Más gente, decenas incluso, fueron las que encontramos en Purr Cocktail Lounge -muchas de ellas repetidas en la segunda noche que lo visitamos- tomando copas y también, cantando y disfrutando de su karaoke repartidos entre la barra, las mesas altas y los sofás.

Si te gustan las ciudades tranquilas y los karaokes, sin duda alguna Seattle puede ser tu destino.