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10 novelas de 2016

No todas fueron publicadas este año, algunas incluso décadas atrás, pero casi todas ellas tienen el denominador común de contar con protagonistas deseosos de comprender qué está pasando a su alrededor y de buscar ese punto, ya sea un lugar o un tiempo, en el que diferentes maneras de entender la vida puedan convivir pacíficamente.

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«Para acabar con Eddy Bellegueule» de Édouard Louis. De una manera cercana, directa y clara, el joven Édouard supera las expectativas que suscitó la atención crítica y mediática que tuvo su relato cuando se dio a conocer hace algo más de un año. Esta no es tan sólo la historia de un joven homosexual en un entorno que le rechaza por su orientación sexual. Es la exposición de un mundo en el que se lucha por sobrevivir y no verse arrastrado al fondo del pozo de la dignidad humana por la ignorancia intelectual y los prejuicios culturales de aquellos con los que se convive, así como de un entorno social sin opciones de futuro.

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«Los nombres del fuego» de Fernando J. López. Dos mundos separados por quinientos años, dos protagonistas unidas por un mismo deseo vital. Una historia de intriga y misterio en un escenario habitado por personajes sólidos y completos gracias al tratamiento de igual a igual que su creador establece con ellos. Un relato protagonizado por adolescentes llenos de ganas de vivir y de deseos por cumplir, un espejo en el que pueden verse reflejados todos los públicos.

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«Algún día este dolor te será útil» de Peter CameronTener 18 años no ha sido fácil para casi nadie. Y escribir sobre ello con honestidad menos aún. Con Cameron lo primero queda bien claro. De su mano, lo segundo se convierte en una historia llena de respeto y cercanía, sin condescendencia ni juicio alguno. Algún día… resulta una lectura apasionante por su estilo directo y sin adornos y unos diálogos ágiles, frescos y prolíficos con los que nos hace llegar el conflicto que es la vida cuando no se dispone de experiencia ni de conocimientos contrastados para hacer frente ni a las interrogantes ni a las expectativas de los demás.

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«Sudor» de Alberto Fuguet. Un profundo retrato del lado más visceral de las relaciones homosexuales y una disección sin escrúpulos de la cara interior del negocio editorial en una historia contada sin pudor ni vergüenza alguna, con una prosa sin adornos, articulada y plasmada con la misma informalidad, contaminación y suciedad con que nos comunicamos verbalmente.

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«Los besos en el pan» de Almudena Grandes. La vida transcurre por las calles y hogares de esta novela con la misma naturalidad y espontaneidad que en las ciudades y pueblos que habitamos cada uno de sus lectores.  Un relato verosímil sobre la cara humana de la crisis que llevamos viviendo desde hace casi una década. Historias cruzadas que encajan con la misma fluidez con que discurren en un equilibrio perfecto entre la ficción inspirada en la actualidad y el docudrama cinematográfico.

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«A Virginia le gustaba Vita» de Pilar Bellver. El relato con el que se abría Ábreme con cuidado a principios de año crece para convertirse en una excitante novela corta. Un intercambio epistolar lleno de sensibilidad a través del cual conocer cómo vivieron estas dos mujeres el proceso de enamorarse, su materialización carnal y la, similar y a la par tan diferente, vivencia posterior del sentimiento del amor recíproco.

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«Soldados de Salamina» de Javier Cercas. La Guerra Civil que comenzó hace 80 años es un tremendo agujero negro con muchas piezas aún por conocer y conectar tanto a aquel entonces como a nuestro presente. Una de esas, la de la supuesta salvación de morir fusilado del fundador de la Falange, Rafael Sánchez Mazas, es la que despierta la curiosidad de Cercas. Investigación, periodismo y ficción se combinan, se unen y se separan en esta historia que atrae por lo que cuenta y que destaca por haber tan pocas como ella.

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«Matar a un ruiseñor» de Harper Lee. Una historia sobre el artificio y la ilógica de los prejuicios racistas, clasistas y religiosos con los que la población blanca ha hecho de EE.UU. su territorio, a través de la mirada pura y libre de subjetividades de una niña a la que aún le queda para llegar a la adolescencia. Una prosa que discurre fluida, con una naturalidad que resulta aún más grande en su lectura humana que en su valor literario y con la que Lee creó un título que dice mucho, tanto sobre la época en él reflejada, los años 30, como de la del momento de su publicación, 1960.

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«París-Austerlitz» de Rafael Chirbes. Sin pudor alguno, sin nada que esconder, sin miedo ni vergüenza, sin lágrimas ya y sin más dolor que sufrir y padecer. Un relato con el corazón crujido, la mente explotada y el estómago descompuesto por la digestión nunca acabada del vínculo del amor, del fin de una relación imposible y del recuerdo amable y esclavo que siempre quedará dentro. Una joya esculpida con palabras en ese milimétrico punto de equilibrio entre el vómito emocional y el soporte de la razón, sabiéndose preso de las emociones pero también incapaz de ir más allá del vértice del acantilado al que nos llevan.

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«La ciudad de los prodigios» de Eduardo Mendoza. Una ficción que toma como base la historia real para con humor inteligente y sarcasmo incisivo mostrar cómo hemos evolucionado y crecido en lo material, pero siendo igual de desgraciados y canallas según nos toque vivir del lado de la miseria o de la abundancia. Un gran retrato de la ciudad de Barcelona y una aguda disección de los años que entre las Exposiciones Universales de 1888 y 1929 la proyectaron hacia la modernidad en una España empeñada en no evolucionar.

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“Trescientos veintiuno, trescientos veintidós” de Ana Diosdado

A través de dos hombres y dos mujeres, la autora de «Anillos de oro» y «Los ochenta son nuestros» planteaba en 1991 algunos de los cambios que estaba experimentando la España de entonces. De un lado el matrimonio, que dejaba de ser un acontecimiento con el que adquirir un estatus social, y del otro la política, en la que los casos de corrupción planteaban la falta de ética que se presupone a los gestores de lo público.

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El escenario simula ser dos habitaciones contiguas de un hotel (la 321 y la 322) en una ciudad que no se llega a mencionar. En ellas se suceden diferentes momentos de una noche hasta el alba de dos parejas que, en ningún instante, aun conviviendo sobre las tablas, van a interactuar entre sí. Un recurso hábil para hacer crecer de manera paralela dos historias que a pesar de sus diferencias, comparten tanto aspectos formales –ritmo in crescendo, un uso ingenioso y eficaz del espacio escénico- como una intención reflexiva en sus diálogos. La más joven, unos veinteañeros, se disponen a pasar su noche de bodas tras haber llegado al sacramento matrimonial más como acto reivindicativo que como trámite social para poder convivir. Los que ya pasan los cuarenta, dos desconocidos que se encuentran por primera vez, reflejan el peso de las convenciones –en el matrimonio y en la vida pública de la política- y las vías alternativas para ser capaz de sobrellevarlas (el engaño, el chantaje o el materialismo).

El cuarto de siglo transcurrido desde que este texto fuera escrito no se nota en lo más mínimo en el conflicto del hombre que considerando su voto en venta, no sabe a quién otorgárselo, cuestión que, pasado el revuelo del escándalo, no le va a causar ningún tipo de problema posterior. De por medio flotan asuntos delictivos como las drogas y la prostitución, valores como la reputación y la dignidad, y entidades como los medios de comunicación y la policía, además de las relaciones a largo plazo (la pareja y los hijos).

Donde sí hace mella el tiempo transcurrido es sobre la historia de los más jóvenes. Plantearnos hoy en día un debate sobre el valor de llegar virgen al matrimonio, el tener un historial de promiscuidad antes del compromiso o hacer una lectura homosexual de la intimidad entre dos hombres, resultan cuestiones superadas para muchas personas y ámbitos de nuestra sociedad. Eso no quita para encontrarnos hoy públicos de pelos cardados, abrigos de pieles y costumbres de rancio abolengo donde se consideren estos asuntos tan formalmente importantes como en esas décadas de cuya sombra y peso nos estábamos desprendiendo en los 90, tal y como Ana Diosdado plantea en este libreto.

Sea cual sea el caso, lo que sí queda claro es la habilidad de la autora para escribir diálogos en los que entrelaza el espíritu de un tiempo con la creación de unos caracteres dotados de su propia personalidad. Hay momentos de comedia ligera, cercanos al enredo aparentemente fácil, pero que se superan no solo con un uso preciso del lenguaje, sino con una gran capacidad para resolver cuestiones para las que no hay siempre palabras (“Esto no es una relación, es un encuentro fortuito, irrepetible… Un espacio de tiempo fuera del tiempo…”) o para expresar la realidad tal cual es de manera clara y sencilla (“Las noticias sensacionalistas ya sólo duran un par de semanas o tres. Luego las aguas vuelven a su cauce, y lo único que importa es el poder adquisitivo con que se cuenta”).

«El cielo en movimiento», pasado, presente y futuro de Madrid

El tema es Madrid. Los autores son treinta. Y otros treinta los años de historia de la ciudad que se recorren con sus textos e imágenes. Desde el bando de las fiestas de San Isidro de 1985 en que Enrique Tierno Galván pedía a jóvenes y mayores que se entendieran y escucharan, al de hoy en el que las nuevas tecnologías, el cambio político en la alcaldía y los derechos conquistados parecen haber devuelto a la Cibeles las ganas de vivir su presente y construir su futuro a golpe de creatividad y participación ciudadana.

ElCieloEnMovimiento

 

 

 

 

 

 

 

 

A los que llegamos a Madrid cuando ya teníamos unos añitos y llevamos aquí más de media vida, tenemos con esta villa una relación muy especial, de igual a igual. Sentimos que hemos crecido a la par, aportándonos mutuamente. Cuando la pequeña ciudad de provincias en la que residíamos anteriormente no respondía a nuestras inquietudes, el “de Madrid al cielo” resultaba ser sinónimo de “allí todo es posible”. Considerábamos a la capital del Reino la tierra de las oportunidades y por eso nos vinimos, como si al cruzar el túnel del Guadarrama o el de Somosierra fuéramos a comenzar nuestra particular conquista del oeste americano con el fin de hacernos sitio personal y profesional en el centro peninsular.

la ciudad de los sueños, el destino de nuestras esperanzas”, Iñaki Echarte

Miramos atrás y quizás hagamos como Iñaki Echarte, recordar los motivos que nos trajeron y las inquietudes que han marcado nuestro camino a lo largo de los años por el trazado de la que es la tercera urbe más grande de Europa. Un hoy en el que José Luis Serrano y María Castrejón ven, cada uno a su manera, que los ciudadanos sienten que lo que ocurre en sus calles puede ser nuevamente producto de sus decisiones y no de los decretos que edicten personas ajenas a sus vidas en despachos supuestamente oficiales. Calles, avenidas y plazas que se apelotonan en un entramado sociológico hábilmente explicado por Luis Cremades y en un callejero en el que destaca por encima de todo la Gran Vía. Transitada de la sensualidad que rezuma el poema de Oscar Espírita, en la que Oscar Esquivias vio por primera vez en su vida a finales de los 80 a dos hombres caminando de la mano, o a la que Abel Azcona homenajeó en una de sus performances recordando que su asfalto y sus aceras fueron durante mucho tiempo escenario de persecución de la dignidad de las personas LGTB.

Y aunque las leyes hayan cambiado, eso no quiere decir que tengamos gobernantes con actitudes tolerantes y demócratas, tal y como explican de manera clara y concisa en sus aportaciones Javier Larrauri y R. Lucas Platero. Políticos a los que hemos sobrevivido como apunta en sus últimos versos Juan Gómez Espinosa (“Nunca nos fuimos los resistentes, los vencedores. Y nunca nos iremos”). Porque hubo un tiempo en que Madrid se convirtió en una ciudad en la que se luchaba por hacer de la creatividad y la expresividad su leit motiv, eran los años 80, los de la ya mítica movida madrileña. Quizás la pátina del tiempo le ha dado un toque mítico y de vitrina de museo a lo que en realidad fue una exitosa eclosión por retirarse de encima la losa gris de muerte y defunción de las cuatro décadas de guerra civil y dictadura. Lo revelan los trazos de las fotografías coloreadas de Ouka Lele, las ilustraciones de Gerardo Amechazurra para El País Semanal y los fotogramas de las primeras películas de Pedro Almodóvar, obras que son más que arte, son identidad. He ahí ese aire socarrón y gamberro que tres décadas después destilan las ilustraciones de Miriampersand y Raúl Lázaro, el cartel de Ana Curra con Manuela Carmena como protagonista, las viñetas de Carla Berrocal o las del cómic de Luisgé Martín y Axier Uzkudun, “Mi novio es un zombie”, que comparte título con aquella divertida canción de Alaska y Dinarama.

En Madrid los caminos se cruzan con mil matices, como en el cómic “Chueca” de Miguel Navia, desprendiendo una magia similar a la del relato de Paco Tomás, o confluyendo de madrugada en una cama, como en la escena teatral cargada de sensibilidad de Fernando J. López. La esperanza rezuma en la letra de las canciones de Algora y de Alicia Ramos. Las ventanas del piso en la planta trece del Edificio España nos recuerdan que, Alberto Marcos mediante, ahí Iván Zulueta concibió “Arrebato”, una película que sin ser excelente, se ha convertido en obra maestra con el paso de los años. Un tiempo aquel cuyo espíritu podemos recordar en los fragmentos de la narrativa de Leopoldo Alas y Eduardo Mendicutti, prosa que discurre tan ágil como los versos de la poesía ácida de Luis Eduardo Aute y de la cargada de posibilidades de Ariadna G. García (“sigue siendo posible lo improbable”).

Todo esto es Madrid. Un caleidoscopio de formatos, lenguajes, puntos de vista, tonos y nombres que le da algo más que encanto turístico. Tras ello está la grandeza de su identidad cultural. Hasta ahí es donde han llegado Dos Bigotes (al igual que hicieron con su acertado enfoque sobre la diversidad de la identidad LGTB en “Lo que no se dice”) en un trabajo que rezuma compromiso de querer ofrecer algo más que un producto editorial. Su logro es ejercer de altavoces de creadores que tienen mucho que contar y compartir y con los que se supera el nivel del entretenimiento y el disfrute para acceder al del enriquecimiento personal. Esto es lo que convierte a “El cielo en movimiento” en un verdadero producto cultural que refleja muy bien el momento de balance y planteamiento de futuro que vive Madrid.