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“Tiempo de silencio” de Luis Martín-Santos y Eberhard Petschinka

La gran novela, retrato social de la España que luchaba por sobrevivir a principios de los 60, convertida en un potente texto teatral con ecos de las tragedias griegas. Un libreto que además de dar forma dramática a lo narrativo, es capaz de darle un toque de autenticidad para no ser únicamente una adaptación sino un trabajo dotado con su propia dosis de originalidad.

Los personajes ideados por Martín Santos en 1962 son también los protagonistas de esta función estrenada en el Teatro de la Abadía en 2018. Pero más allá del saber hacer de su adaptador, el elemento que hace que Tiempo de silencio siga siendo igual de brillante sobre un escenario que en formato impreso, está en el hecho de haber convertido a su narrador omnisciente en un coro griego formado por los mismos intérpretes que dan vida a los personajes.

Surgiendo del fondo del escenario y de entre las líneas de su texto, nos dan las coordenadas geográficas y temporales de la ficción en la que nos encontramos. Contándonos qué clase de sitio es cada uno de los que conoceremos, qué ha provocado la atmósfera que se respira en ellos, cuáles son los tonos objetivos y los matices subjetivos de esos ambientes. Haciéndonos sentir como seres privilegiados por tener las claves que les faltan a los que habitan ese Madrid de finales de los 50, principios de los 60, para saber situarse en un mundo tan poco benévolo, tan cruel, duro y sórdido (hambre y frío, malos tratos, pobreza y miseria…) con sus habitantes.

Unas sombras que dan sustento a lo verdaderamente importante, a la propuesta de cuatro actores y tres actrices encarnando a los personajes en los que toma cuerpo cuanto le sucede al joven Pedro. Un investigador con más ganas que medios para conseguir avanzar en la lucha contra el cáncer que repentinamente se ve asistiendo a un aborto no solo ilegal, sino en condiciones tan denigrantes y clandestinas como insalubres.

Las escaseces del laboratorio -las propias de un país gobernado por un dictador que niega toda libertad y derecho a su pueblo- le llevan a la chabola del Muecas, donde conoce de primera mano la indigencia, la vergüenza y la indignidad de los lugares donde no hay, no se tiene y no se respeta la moral, ni los vínculos ni la integridad física y psicológica de las personas. Situación pareja a la de la pensión en la que vive, negocio regentado por una abuela, una hija y una nieta guiadas por la avaricia, el interés y la falta de escrúpulos. Y ante la que se presenta como un espejismo de acogida, escucha y calor humano la casa de citas regentada por Doña Luisa.

Además de lo ya señalado sobre su estructura formal, este texto destaca también por su potente redacción. A medio camino entre la parquedad castellana propia del centro peninsular y la crudeza de esa poesía que resulta estremecedora, no por la belleza que crea manejando el lenguaje, sino por la desnudez con que muestra lo que se vive, se piensa y se siente. En este sentido, los monólogos con que se inicia y cierra este Tiempo de silencio son dos pequeñas piezas sobresalientes por sí mismas.

Una excelencia literaria con la que Petschinka, más que mostrarnos o presentarnos, nos hace acompañarle en su viaje por los recovecos internos de las conciencias en las que se adentra, los conflictos que viven y las bulas morales que se otorgan los que buscan sobrevivir. Y en segundo, pero constante plano, la negación de todos a reconocer y respetar la verdad y la justicia por miedo a llamar la atención del régimen político, social y económico imperante.

Tiempo de silencio, Luis Martín-Santos y Eberhard Petschinka, 2018, Ediciones Irrevente.

10 montajes teatrales de 2021

Obras nuevas y otras vistas tiempo después de que fueran estrenadas. Denuncia política, retrato social y revisión histórica. Producciones financiadas por instituciones públicas y otras como resultado de la iniciativa privada. Realismo y misticismo, diversión y dramatismo, monólogos y representaciones corales.

«Manning» (Umbral de Primavera). Una década después de que este apellido comenzara a sonar en los medios de comunicación por filtrar documentos que revelaban la cara oculta de la actuación militar de EE.UU. en Irak y Afganistán, podemos conocer su vida a través de este monólogo.

«Cluster» (ex límite). una constelación de constelaciones. Perfecta, pero no como resultado de esa unión, sino porque cada uno de esos microcosmos ya era redondo antes de integrarse en el entramado resultante.

«Estado B. Kitchen / Ruz – Barcenas» (Teatro del Barrio). La sobriedad de la puesta en escena y la rotundidad de las interpretaciones dobles de Pedro Casablanc y Manolo Solo dejan claro que la máxima de la dirección de Alberto San Juan es análoga a la objetividad periodística. 

«Descendimiento» (Teatro de la Abadía). La pintura, la poesía y el movimiento. La imagen estática, la palabra escrita y pronunciada y el cuerpo desplegado sobre el escenario. Tres lenguajes, tres medios que confluyen para crear algo que ya son cada uno de ellos por separado, y que juntos son más, arte.

«Shock 2. La Tormenta y la Guerra» (Centro Dramático Nacional). Un puzle de mil piezas que Boronat y Lima han diseñado tan bien sobre el papel que la materialización en escena dirigida por Andrés está a caballo entre lo continuamente fluido y lo casi perfecto.

«Sucia» (Teatro de la Abadía). Bàrbara Mestanza nos sitúa con valentía y claridad frente a la realidad de los abusos sexuales. Un relato en primera persona sobre aquello a lo que menos atención prestamos, a cómo se sintió la víctima cuando la violentaban, cómo convivió en silencio con aquel dolor y cómo fue el proceso de darlo a conocer.

«Una noche sin luna» (Teatro Español). Un texto redondo, una interpretación espléndida y una dirección extraordinaria de Sergio Peris-Menchetta que materializa con inteligencia y sensibilidad la profundidad, capacidad y múltiple expresividad del doble trabajo de Juan Diego Botto. 

«El bar que se tragó a todos los españoles» (Centro Dramático Nacional). Alfredo Sanzol cuenta que su texto está basado e inspirado en su padre. Hay verdad y ficción en lo que nos expone. Drama, comedia, costumbrismo y delirio hilarante. Del pequeño pueblo navarro de San Martín de Unx a Roma pasando por Texas, San Francisco y Madrid.

«N.E.V.E.R.M.O.R.E.» (Centro Dramático Nacional). Una original y trabajada propuesta escrita y dirigida por Xron, con la que el Grupo Chévere nos retrotrae tanto al inicio de la pandemia del covid como al desastre del Prestige veinte años atrás.

«Los remedios» (Teatro Lara). Acción y texto. Vida y actuación. Da igual si lo que relatan sucedió o no tal y como lo representan. Lo importante es que pudo ocurrir así porque suena a sentido y hecho con el corazón, y montado para ser captado y procesado desde ahí.

10 montajes teatrales de 2020

El teatro es como ese navegante que, cueste lo que cueste, siempre se mantiene a flote. Te hace reír, llorar y pensar. Te abstrae, te incomoda y te sacude. Te saca de tus coordenadas y te arroja a las vicisitudes de mundos que ignoras, esquivas o desconoces. Te aporta y te da vida, te engrandece.  

«Prostitución». De la comedia cabaretera a la verdad del teatro documento y la exposición de la denuncia política. Un recorrido por historias, testimonios y situaciones que hemos escuchado, leído, comentado y banalizado muchas veces.

«Carmiña». Tras «Emilia» (Pardo Bazán) y «Gloria» (Fuertes), la tercera entrega de la Mujeres que se atreven de Noelia Adánez en el Teatro del Barrio puso el foco en otra gran escritora, Carmen Martín Gaite. Un personaje tan solvente como los anteriores, respetando su carácter único y dándole una solvente entidad dramática.

«Los días felices». Un texto que se esconde dentro de sí mismo. Una puesta en escena retadora tanto para los que trabajan sobre el escenario como para los que observan su labor desde el patio de butacas. Un director inteligente, que se adentra virtuosamente en la complejidad, y una actriz soberbia que se crece y encumbra en el audaz absurdo de Samuel Beckett.

«Curva España». El muy peculiar humor gallego de Chévere. Un particular “si hay que ir se va” que les sirve para elucubrar, imaginar y ficcionar la Historia (con mayúsculas) para dar con las claves que explican y ejemplifican muchas de nuestras incompetencias y miserias.

«Traición». Israel Elejalde convierte la construcción literaria y psicológica entre el silencio, los monosílabos, las interjecciones y las frases hechas de Harold Pinter en un sólido montaje con buenas dosis de amor y humor, pero también de corrosión y dolor.

«Con lo bien que estábamos». Qué arte, qué lujo y despiporre el de la Ferretería Esteban. Un espectáculo que suma esperpento, absurdez y espíritu clown. La atemporalidad de la tradición, de los clichés, los recursos y los guiños que si se manejan bien siguen funcionando.

«El chico de la última fila». Multitud de capas y prismas tan bien planteados como entrecruzados en una propuesta que juega a la literatura como argumento y como coordenadas de vida, como guía espiritual y como faro alumbrador de situaciones, personajes y aspiraciones.

«Un país sin descubrir de cuyos confines no regresa ningún viajero». La muerte es una etapa más, la última de la materialidad, sí, pero también la del paso a la definitiva espiritualidad, que en el caso del que se va no se sabe en qué consiste, pero para el que se queda adquiere denominaciones como legado, recuerdo, homenaje y honramiento.

«Talaré a los hombres de sobre la faz de la tierra». Activismo feminista y ecologista, dramaturgia, plasticidad, danza, crítica social y notas de humor en un montaje que va del costumbrismo al existencialismo en una historia que recorre nuestras tres últimas décadas.

«Macbeth». La obra maestra de William Shakespeare sintetizada en una versión que pone el foco en la personalidad y las motivaciones de sus personajes. Dos horas de función clavado en la butaca, sin aliento, ensimismado, seducido e hipnotizado por un elenco dotado para la palabra y la presencia.

«Copenhague», epicentro nuclear

Un gran texto que plantea la confluencia de la Historia, la física, la ética, el afecto, el futuro, la vida y la muerte durante el encuentro de dos científicos. Un montaje que con destreza expone la multitud de realidades, emociones y principios personales y políticos que se vivieron tanto en aquel pasaje como en su anterioridad y posterioridad. Un trío de actores sólido que con sus diálogos y narraciones exponen cuanto sus personajes piensan, sienten, intuyen y desean.

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En 1941 dos físicos se reúnen en la capital danesa. El alemán Heisenberg visita a su antiguo profesor, el local Bohr. Un encuentro marcado por la ocupación nazi, por la condición de judío del segundo y por las investigaciones de ambos sobre la energía nuclear. Años después la II Guerra Mundial concluiría con el lanzamiento de los americanos de dos bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, mientras que el régimen de Hitler nunca llegaría a desarrollar armamento semejante. La premisa de Copenhague es clara, ¿tuvo algo que ver lo que se dijeran o compartieran aquel día en este devenir de la Historia?

El texto de Michael Frayn afronta aquel encuentro desde múltiples perspectivas. La cronológica, contándonos cómo se conocieron en 1924 y cómo se volvieron a encontrar tras el fin de la guerra. La científica, el deseo de llegar a más. La creativa, las vueltas que le dieron a lo que tenían entre manos para hacer posible lo imposible. La política, ¿en manos de quién lo iban a poner? La ética, ¿eran conscientes de las posibilidades destructivas que aquello podía suponer? La personal, ¿y si ellos mismos o los suyos estaban entre los afectados por su uso bélico? Y cada una de estas preguntas con dos puntos de vista, el de los aliados y el de los nazis. Y con dos posibles respuestas, la que se hubiera podido dar durante la contienda y la de después, con el conflicto ya acabado.

Un mar de interrogantes entremezcladas, entrecruzadas por el afecto, pero también por la sospecha y la incertidumbre que Claudio Tolcachir logra exponer con total claridad, pero respetando al tiempo la complejidad de la propuesta de Fray. Permitiendo la pedagogía con que se explica la argumentación científica, pero sin hacer de ello una introducción para ajenos a la materia. Dándole a los dos hombres y la mujer de su función el espacio suficiente para que muestren la racionalidad de la labor investigadora y los conflictos que surgen tanto por sus dilemas éticos como por el miedo vivido. Un desestabilizador panorama de opresión ideológica y necesidad de autodefensa, dudan hacer lo encomendado o resistir con la convicción de estar actuando correctamente.

Una oposición entre lo moral y lo deontológico, entre maestro y alumno, entre el bien y el mal, el deber y el afecto, la libertad y el sentido de pertenencia (a la familia, a una comunidad con intereses comunes, a una patria) que se vive como algo profundamente real gracias a las excelentes interpretaciones de Emilio Gutiérrez-Caba, Carlos Hipólito y Malena Gutiérrez. Ellos son los que consiguen -con sus diálogos y sus apelaciones e intervenciones como narradores- que hagamos nuestra la zozobra que viven sus personajes, que nos pongamos en su lugar y nos planteemos que hubiéramos hecho de estar en su lugar, cómo hubiéramos actuado, por qué posibilidades hubiéramos apostado y a qué hubiéramos renunciado de haber sido uno de ellos aquel día de 1941 en Copenhague.

Copenhague, en el Teatro de la Abadía (Madrid).

10 funciones teatrales de 2018

Monólogos y obras corales; textos originales y adaptaciones de novelas; títulos que se ven por primera vez, que continúan o que se estrenan en una nueva versión; autores nacionales y extranjeros; tramas de rabiosa actualidad y temas universales,…

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«Unamuno, venceréis pero no convenceréis». José Luis Gómez se desdobla para demostrarnos porqué Don Miguel sigue presente y vigente. Sus palabras definieron la naturaleza de una nación, la nuestra, que en muchos de sus aspectos son hoy muy similares a como lo eran cuando él vivía. La perspectiva del tiempo nos permite también entender las contradicciones de un hombre que, tras apoyarlo inicialmente, pronunció una de las frases más críticas y definitorias del franquismo.

Unamuno

«Gloria». La persona detrás del personaje adorado por los niños. La mujer que vivía más allá de lo que contaban sus versos. La adulta que mira hacia atrás recordando de dónde vino, qué hizo a lo largo de su vida –escribir y amar- y en quién se convirtió. Un monólogo vibrante que retrata a Gloria con sencillez y homenajea a Fuertes con la misma humildad que ella siempre transmitió.

Gloria

«El tratamiento». Cada día de función es un día de estreno en el que convergen 40 años de biografía y la ilusión de dedicarse al cine. Un arte que para Martín constituye el lenguaje a través del cual expresa sus obsesiones y emociones y se relaciona con el mundo acelerado, salvaje y neurótico en que vivimos. Hora y media de humor y comedia, de drama e intimidad, de fluidez y ritmo, de diálogos ágiles y actores excelentes.

ElTratamiento

«Los días de la nieve». Un monólogo en el que el ausente Miguel Hernández está presente en todo momento sin por ello restarle un ápice de protagonismo a la que fuera su mujer. Una Josefina Manresa escrita por Alberto Conejero, puesta en escena por Chema del Barco e interpretada por Rosario Pardo que atrae por su carácter sencillo, engancha por su transparencia emocional y enamora por la generosidad de su discurso.

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«Tiempo de silencio». La genial novela de Luis Martín Santos convertida en un poderoso texto dramático. Una escueta y lograda ambientación –áspera escenografía y asertiva iluminación- que nos traslada al páramo social y emocional que fue aquella España franquista que se asfixiaba en su autarquía. Una puesta en escena que es teatro en estado puro con una soberbia dirección de actores cuyas interpretaciones resultan perfectas en todos y cada uno de sus registros.

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«Los mariachis». Una perfecta exposición a golpe de carcajada y con un fino sentido del humor de cómo la corrupción y la incultura están interrelacionadas entre sí y de cómo nos lastran a todos. Cuatro intérpretes que con su exultante comicidad dan rienda suelta a todas las posibilidades de un texto excelente. Una obra que cala hondo y toca la conciencia de sus espectadores.

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«La ternura». ¡Bravo! Todo el público en pie al acabar la función, aplaudiendo a rabiar y sonriendo llenos de felicidad, con la sensación de haber visto teatro clásico, pero con la frescura y el dinamismo de los autores más actuales. Una historia cómica que juega con los roles de género y parte de la eterna dicotomía entre hombres y mujeres para exponer con sumo acierto lo que supone el amor, lo que nos entrega y nos exige.

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«Lehman trilogy». Triple salto mortal técnicamente perfecto y artísticamente excelente que nos narra la vida y obra de tres generaciones de la familia Lehman -así como el desarrollo de los EE.UU. y del capitalismo desde la década de 1840- gracias al ritmo frenético que marca la dirección de Sergio Peres-Mencheta y la extraordinaria versatilidad de sus seis actores en una miscelánea de comedia del teatro de varietés, exceso cabaretero, expresividad gestual y corporal de cine mudo aderezada con la energía y fuerza de la música en vivo.

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«El curioso incidente del perro a medianoche». Comienza como una intriga con un tono ligero cercano casi a la comedia y poco a poco va derivando en una historia costumbrista en torno a un joven diferente que nos lleva finalmente al terreno del drama y la acción. Un montaje inteligente en el que el sofisticado despliegue técnico se complementa con absoluta precisión con el movimiento, el ritmo y la versatilidad de un elenco perfectamente compenetrado en el que Alex Villazán brilla de manera muy especial.

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«El castigo sin venganza». Todavía sigo paralizado por la intensidad de esta tragedia, en la que no sé qué llega más hondo, si la crudeza del texto de Lope de Vega, la claridad con la que lo expone Helena Pimienta o la contagiosa emoción con que lo representa todo su elenco. Una historia en la que la comicidad de su costumbrismo y tranquilidad inicial deriva en una opresiva atmósfera en la que se combinan el amor imposible, la amenaza del poder y las jerarquías afectivas y sociales.

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«La ternura», comedia y amor

¡Bravo! Todo el público en pie al acabar la función, aplaudiendo a rabiar y sonriendo llenos de felicidad, con la sensación de haber visto teatro clásico, pero con la frescura y el dinamismo de los autores más actuales. Una historia cómica que juega con los roles de género y parte de la eterna dicotomía entre hombres y mujeres para exponer con sumo acierto lo que supone el amor, lo que nos entrega y nos exige.

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Los hombres vienen de Martes y las mujeres de Venus reza un dicho que se ha convertido en el título de un libro que seguro lleva ya muchas tiradas. El tema da supuestamente para mucho, aunque suele hacerse mediante topicos y clichés que cansan y agotan por su simpleza y banalidad. Algo que está a miles de kilómetros de la propuesta de Alfredo Sanzol. Él no convierte estas cuestiones en un enfrentamiento entre opuestos sino que los utiliza como recursos creativos para construir un discurso que tiene tanto de prosa recurrente como de lirismo en la expresión que adopta para ambientarlo en 1588.

La ternura es una carcajada sin fin. Su objetivo es que sus espectadores se rían con ella de la misma manera que su texto se ríe de sí mismo. Lo hace con tal claridad que no necesita recurrir a una elaboración argumental que conlleve la ironía o la sátira, su logro está en conseguirlo manejando única y exclusivamente con suma belleza las muchas variantes del lenguaje (vocabulario profuso, sintaxis de modos clásicos) y de la expresión oral (ritmo, entonación).

La sencillez de su planteamiento argumental –el encuentro en una isla desierta entre el hombre y sus dos hijos que la habitan con tres náufragos, una mujer y sus dos hijas vestidas como soldados para evitar mostrar su femineidad- podría ser un vacío minimalista en manos de otro elenco. Pero la extraordinaria elocuencia verbal, riqueza gestual y sobresaliente expresividad corporal de los seis intérpretes de este montaje lo convierten en un espacio mágico en el que no paran de suceder acontecimientos en toda clase de rincones (playas, cuevas, montañas, ¡hasta un volcán!).  Un lugar en el que las dos familias que inicialmente se excluyen por sus prevenciones ante lo desconocido comenzarán a comunicarse racionalmente, dando paso a medida que surjan la sensaciones personales, a relacionarse emocionalmente.

Una huida hacia adelante y un viaje sin posibilidad de marcha atrás en el que vemos cómo los prejuicios son disfraces de la inexperiencia y corazas defensivas de la inseguridad. Enredos de vodevil en los que se juega con la identidad sexual, confrontando los impulsos con la educación aprendida, planteándole al espectador actual el debate de si la orientación es algo genético o ambiental.  Pero de lo que se trata en todo momento es de lo que nos une. Por un lado, la lealtad a la familia, que nos dio la vida, nos protege y nos respalda. Por otro, el impulso, la atracción y el deseo de compromiso que puede nacer en cada uno de nosotros por alguien que aparezca de repente en nuestro presente. Y también, cómo no, como ambas dimensiones son capaces de convivir.

La ternura es una oda al amor y al teatro universal, a Shakespeare, a ese que siempre apela a nuestra identidad. Un texto fantástico de Alfredo Sanzol que dirigido por él resulta redondo. Ojalá haya más oportunidades de seguir viéndolo representado.

La ternura, en el Teatro de la Abadía (Madrid).

Potente «Tiempo de silencio»

La genial novela de Luis Martín Santos convertida en un poderoso texto dramático. Una escueta y lograda ambientación –áspera escenografía y asertiva iluminación- que nos traslada al páramo social y emocional que fue aquella España franquista que se asfixiaba en su autarquía. Una puesta en escena que es teatro en estado puro con una soberbia dirección de actores cuyas interpretaciones resultan perfectas en todos y cada uno de sus registros.

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La dictadura franquista conllevó que los medios materiales estuvieran en manos de unos pocos, que las posibilidades de progresar al alcance de menos aún y la casi imposibilidad de progresar fuera la norma de la mayor parte de la sociedad. A los primeros ni se los intuye en Tiempos de silencio, la novela que Luis Martín Santos publicó en 1962, de entre los segundos solo conocemos a un médico investigador que sueña con descubrir una cura para el cáncer, mientras que todos los demás –hasta veinte hombres y mujeres- están en el tercer colectivo. Obligados a ganarse la vida, a sobrevivir con el trueque, la prostitución y el pillaje como únicas alternativas a la pobreza del conformismo. Así es como, llegado el momento del conflicto, las formalidades del joven doctor han de vérselas con unas coordenadas de extrarradio y chabolas donde los abusos –físicos, sexuales y psicológicos-, la extorsión, la mentira y demás formas de violencia y corrupción son la norma.

La sala San Juan de la Cruz del Teatro de la Abadía se convierte en un teatro griego para acoger esta valiente adaptación de uno de las narraciones más potentes de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX. En el fondo de su escenario, una plataforma sobre la que sus intérpretes se desplazan y donde mutan entre unos y otros personajes –a excepción de Sergio Adillo que encarna perfectamente al ingenuo Don Pedro en torno al cual pivota toda la historia- convirtiéndose también en narradores que nos guían de unas escenas a otras. Por encima de ellos, un aparente muro que resulta ser un telón que nos traslada a la aridez y sequedad de los años 40 y los 50 con proyecciones que evocan pictóricamente a la Escuela de Vallecas, y cuyos relieves y texturas se convierten en un registro informal de aquel mundo sin más coordenadas que lo matérico, lo térreo.

Sobre esta ambientación, Rafael Sánchez construye un eficaz montaje a partir de dos claros pilares. Un texto que es fiel a su fuente original, al tiempo que se ha adaptado huyendo de alardes formales, pensando en todo momento en el espectador. Teniendo como objetivo hacer que este entienda y sienta a partes iguales que los acontecimientos que se le están contando -y la realidad que se le está mostrando- no son algo reducido, alusivo tan solo a unas pocas personas, sino que es una perfecta síntesis de una época de nuestro país, de un pasado cuyo eco sigue reverberando en nuestro presente.

Y como colofón y punta de lanza, un reparto camaleónico -no puedo dejar de mencionar a Lola Casamayor, Lidia Otón y Carmen Valverde-, que realiza un despliegue vocal, corporal y gestual de lo más amplio para dar cuerpo a las palabras que pronuncian, transmitir las atmósferas de los distintos ambientes por los que transitan, y hacer llegar a un público impresionado la conmoción de los acontecimientos de los que están siendo testigos únicos.

Tiempo de silencio, en el Teatro de la Abadía (Madrid).

«He nacido para verte sonreír»

El vínculo entre una madre y un hijo es eterno, constante, profundo, íntimo. No hay silencios, impedimentos o retos que puedan con él. Siempre estará ahí, tal y como lo expresa Isabel Ordaz, eterno, vigente e incorruptible, y como se lo devuelve Nacho Sánchez, etéreo e invisible, pero haciendo que con su sola presencia, con su cuerpo, lo llene todo. Pablo Messiez resulta una vez más, gracias a su delicadeza y empatía, un maestro creando y transmitiendo emociones.

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Santiago Loza disecciona con gran pulcritud y sencillez el sentido, el espíritu y la vivencia de la maternidad imaginando el último día juntos de una madre y un hijo. Después de los nueve meses en que él se estuvo formando dentro de ella, de los muchos años en que han compartido tiempo y techo, ahora ha llegado el momento de poner distancia. Normalmente los descendientes se marchan porque se independizan, pero en el escenario de la Abadía no es eso lo que va a ocurrir. Aquí, y en cuanto el padre llegue a casa, el hijo será trasladado a un centro médico en el que quedará ingresado para ser cuidado y atendido conforme a lo que demanda su estado mental.

Esperando a que llegue la hora de partir, ella es la que, tal y como ha sido siempre, habla, piensa y decide por los dos. La que nos cuenta cómo es el día a día de esta familia, causando sonrisas con las anécdotas del personal de servicio que les atiende, dándonos a conocer los valores por los que se rige su hogar y la prolongada historia que hay tras esta jornada, toda una vida en común que se inició el día en que se casó décadas atrás. Él no tiene discurso porque no le surge, porque no sabe elaborarlo, pero lo que sí sabe hacer es estar. Su cuerpo es el medio a través del cual se comunica, unas veces con su mera presencia, otras con su movimiento, las miradas de sus ojos y los sonidos de su garganta.

Isabel Ordaz construye una mujer que es también madre y esposa, un ser comprometido con lo que le ha dado la vida, con ironía y aparente buen humor, pero en cuyo cuerpo se dejan ver ya las señales del cansancio y el sacrificio que conlleva un hijo que nunca llegó a convertirse en un adulto, que nunca ha dejado de ser un niño de corta edad. Al comenzar la función parece que Nacho Sánchez va a ser el elemento necesario para el trabajo de Isabel. Sin embargo, su mudez no le convierte en parte de la escenografía ni le resta protagonismo, no es más que un hándicap que el que fuera una de las revelaciones de La piedra oscura convierte en una de las fortalezas de su interpretación. El trabajo corporal que Sánchez realiza es algo mágico, pura virtuosidad, cómo sin articular palabras se puede decir tanto.

Detrás de todo ello una atmósfera que se va formando poco a poco, sin premuras ni prisas, pero también sin pausa. Al mismo ritmo con que el texto profundiza en el presente y el pasado, la individualidad de cada personaje, la dualidad que conforman y la familia de la que son parte, la dirección de Messiez hace que se cree una comunión que va más allá de la de los actores con sus papeles para pasar a ser la de lo que sucede en escena –mostrándose, ofreciéndose y entregándose- con un público que sale de la sala afectado y conmovido no por lo que ha visto, sino por lo que ha sentido.

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He nacido para verte sonreír, en el Teatro de la Abadía (Madrid).

 

Concha Velasco, grande entre las grandes como «Reina Juana»

Un monólogo que recorre de manera precisa los 75 años de vida de una mujer que pudo reinar y que no solo no lo hizo, sino que murió tras cuarenta años de reclusión. Una aparentemente sencilla, pero muy bien trabajada, puesta en escena que nos ofrece el lado más humano de la llamada “la loca”. Una Concha Velasco que sigue creciendo y sorprendiendo con cada nueva obra que interpreta.

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De niña que se abraza a su madre a adulta abandonada por su padre. De joven nerviosa ante el primer encuentro con su prometido a viuda devota del cuerpo de su difunto. Juana, la hija de Isabel y Fernando, fue esas y muchas otras a las que vemos en esta función. La historia la apodó como “la loca”, un adjetivo equívoco con el que se ha intentado ocultar a una mujer que se atrevió a poner en duda las convenciones de cuantas circunstancias vivió. Se la jugó y todos se pusieron en su contra, incluso su marido y su progenitor le dieron la espalda. La ningunearon en vida, pero la posteridad, aunque quizás de manera tergiversada, la recuerda tanto o más que a ellos.

Un sino con algún que otro punto en común con el de Concha Velasco. Siempre dejó claro que lo que ella quería era ser artista y así fue como despuntó como chica de la cruz roja, se ha dejado ver en la gran pantalla infinidad de veces, ha publicitado artículos de lo más variopinto y presentado programas televisivos de todo tipo, pero el sitio donde destaca, brilla y luce en todo su esplendor es sobre los escenarios. Ahí es donde da rienda suelta a su pasión por la vida, su don para la comunicación, su capacidad creativa y su empatía para hacer sentir. Con este nuevo estreno, esta dama de 76 años lo logra una vez más. De manera total y absoluta, mágica, generando un ambiente y una atmósfera en la que solo existe oxígeno para respirarla y luz para verla a ella.

Aquella loca y esta artista se funden en alguien inigualable, la Reina Juana. Una tragedia única, un drama duro, pero afrontado por Juana con dignidad y por Concha con suma intuición, haciendo un eficaz y preciso encaje de bolillos para no hacer de la necesidad de expresarse de la monarca una exacerbada y alborotada caricatura. El texto de Ernesto Caballero nos presenta de manera sobria, pero profundamente efectiva y con un lenguaje lleno de lirismo, todas las facetas de esta mujer que quizás no vivió en el tiempo y lugar adecuado para su personalidad y condición. Hija, esposa y madre, personaje público y privado que tras no ser escuchado ni considerado en la primera parte de su vida, acabó silenciada y encerrada los últimos cuarenta años de su vida hasta su muerte.

Varias décadas que transcurren sobre las tablas de la Abadía con una casi sencilla pero muy efectiva escenografía, con un maestro uso de las luces y del sonido que, bajo la batuta de Gerardo Vera, se amoldan y acompasan con gran precisión al cuerpo de Concha y a los movimientos de Juana, al saber hacer de la Velasco y a un muy logrado repaso íntimo, vital y emocional de quien fuera reina de Castilla.

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Reina Juana, en el Teatro de la Abadía (Madrid).