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“Las buenas compañías”

Mejor resuelta en su trama sociopolítica que en la emocional, pero aun así Silvia Munt consigue transmitirnos la dificultad de sentir, vivir y transmitir un punto de vista feminista en la España de 1977. Le falta fluidez en su guion y puesta en escena, mas es capaz de hacernos pensar sobre los riesgos de posturas actuales contrarias al aborto y a la independencia de la mujer.

Antes que el concepto de memoria democrática estuvo el de memoria histórica, su propósito era el de no olvidar y poner el foco no en quienes dañaron sino en quienes sufrieron. Hay una correlación lógica entre memoria histórica y memoria democrática, una vez que hemos rescatado de las sombras, debemos devolver su dignidad a quienes fueron ignorados, apartados y expulsados. Una misión no solo de las instituciones o del mundo académico, legislando o investigando, promoviendo y divulgando, sino también del conjunto de la población, recordando y escuchando, conociendo y reconociendo.

Ahí es donde la industria del cine puede desarrollar un papel fundamental y donde se sitúa Las buenas compañías. Toma como punto de partida a Las 11 de Basauri, otras tantas mujeres de esta localidad vizcaína acusadas de, entre 1976 y 1985, haber abortado, decisión y actuación en contra del código penal entonces vigente.

En el guión original escrito por Silvia Munt y Jorge Gil Munarriz la acción tiene dos líneas. La que nos sitúa en Rentería en 1977, en unas coordenadas de industrialización y cielos grises y un ambiente en el que, tras el 20 de noviembre de 1975, el deseo de libertad lucha contra la omnipresencia totalitarista del nacionalcatolicismo. Y la de los personajes que han supuesto, mujeres humildes y trabajadoras, luchadoras y reivindicativas, pero también humanas y débiles, con interrogantes e incertidumbres también sobre su propia identidad y proyecto de vida en el marco de la coyuntura económica, social y política de su presente.

La postproducción, el steadicam y un montaje ágil y dinámico son las claves con que se trasladan las dificultades organizativas y los elementos estructurales en contra del mensaje y la acción feminista en favor de un aborto seguro, legal y gratuito. Las personalidades y las relaciones, en cambio, están basadas en los diálogos y las interacciones visuales y corporales. Y uniendo uno y otro campo, una dirección de producción marcada por ambientes siempre nubosos, interiores de escenografía recargada y la casi constante presencia de la imaginería. Un story board que funciona, pero al que en pantalla le falta el aliento que convierta la recreación en realidad sin duda alguna sobre su autenticidad.

Las buenas compañías se sostiene por el sólido, aunque quizás excesivamente contenido, trabajo de sus actrices. Destacar a la joven Alicia Falcó, la protagonista que tiene claro qué mundo quiere, pero que a la par descubre el suyo interior, situándole ambas circunstancias frente a un entorno de diferencia de clases, heteropatriarcado y abusos, así como de ignorancia y represión. Muy bien acompañada por Itziar Ituño, en un registro muy diferente a aquel con el que llenó la pequeña pantalla en Intimidad (2022) o por otras intervenciones más secundarias, pero igualmente eficientes, como la de María Cerezuela, a quien ya viéramos en Maixabel (2021).       

Apuntes y claves sobre “Intimidad”

Ocho capítulos de Netflix que se inician con la distribución en redes sociales de la grabación de una política manteniendo relaciones sexuales y con el suicidio de una joven que no soportó que sus compañeros de trabajo se mofaran de ella tras recibir un vídeo y fotografías suyas en situación similar. Una producción audiovisual que nos hace reflexionar sobre el ciberacoso y la sextorsión, al tiempo que evidencia algunas cuestiones sobre nuestra diversidad social y cultural.

No son solo imágenes. Es un atentado contra la dignidad y el honor de la persona filmada, una sacudida contra su salud física y mental de efectos hondos y de largo alcance, así como contra la de sus familiares y amigos. Pero también contra la comunidad de la que la persona violentada forma parte, abocada al comportamiento primario y visceral, jaleada a cosificar y despreciar, a moralizar y ajusticiar de manera caníbal. Intimidad muestra cómo es ese proceso de principio a fin en dos direcciones.

Una de sus tramas comienza con la última consecuencia, el suicidio de la afectada, una trabajadora de una fábrica que asistió durante semanas al escarnio, la mofa y la burla de sus colegas y a la desidia, inacción y culpabilización de la dirección. La otra eclosiona con la explosión de lo que su protagonista, teniente de alcalde de Bilbao, no se había imaginado nunca, verse en pantalla grande en un momento que suponía había sido exclusivo de ella y de con quien lo había compartido. Lógicamente, ella es la culpable por haber hecho lo que hizo y ahora se merece ser insultada, señalada y vilipendiada hasta por los suyos.

Ficción en ambos casos, pero anclada en casos reales de características similares que, igual que ocuparon espacio y tiempo en los medios de comunicación, resultaron después banalizados y olvidados. Cierres inconclusos que acaban transmitiendo la sensación de que da igual, de que aquello no tuvo la respuesta judicial, social e institucional acorde al daño causado. Insuficiencia que los convierte en precedentes peligrosos.

Las muchas formas de la violencia de género. Una y otra situación tienen como objetivo humillar, mancillar y controlar a la mujer señalada. Ya sea por parte de alguien del pasado que no aceptó que continuara su vida al margen de él, ya sea por oscuros intereses que ven en peligro el alcance de su control sobre la política y la economía de la región en la que viven. Situaciones reales, posibles y conocidas por todos. Ya sea porque las hemos vivido en carne propia o cerca de nosotros. Ya sea porque hemos conocido escándalos, sentencias y penas de cárcel en los casos en que se ha descubierto y juzgado a los responsables.

Se señala, apunta y dispara a quien se considera inferior. Creencia basada única y exclusivamente en su condición de mujer, en la absurda convicción de que la masculinidad, la fuerza y la rotundidad, asociadas a esta, son la máxima que ha de imperar en las relaciones, las negociaciones y el gobierno de lo público y lo privado. Tras ello, un déficit endémico de nuestro sistema educativo, una insuficiencia del judicial y una falta de voluntad de buena parte de lo más representativo de nuestra sociedad por ponerle fin al sinsentido, el absurdo y a la injusticia que supone ir en contra de un derecho humano como es el de la igualdad de todas las personas.

La visibilización de la diversidad. Los guiones escritos por Laura Sarmiento y Verónica Fernández dejan patentes otras cuestiones de manera natural y espontánea. No ponen el foco sobre ellas, lo que hace que su tratamiento sea el comportamiento aspiracional que debiéramos tener como objetivo colectivo. No extrañarnos ante convivencias matrimoniales en las que lo individual en todas sus facetas, incluyendo la sexual, tiene tanto o más terreno que lo común. El respeto que merecen las personas LGTB y la mano tendida que merecen todas aquellas que muestran cicatrices producto de un pasado que las lastra. Asunto que tiene mucho que ver con lo anímico y lo psicológico, con la estabilidad emocional, terreno en el que está bien pedir ayuda y apoyarse en profesionales de la materia, como dejan patente en determinadas secuencias.    

Súmese a esto la ausencia de clichés con que están construidos, mostrados y desarrollados tanto los personajes femeninos como los masculinos. Como toda ficción, la serie se toma sus licencias a la hora de plantear lugares y situaciones, comportamientos y respuestas, pero de lo que no se puede acusar a Intimidad es de que las emociones, sensaciones y expresiones de sus hombres y mujeres no sean veraces y creíbles, de que se base en tópicos y simplificaciones que convierten a los personajes en elementos necesarios para su desarrollo argumental. Valga como ejemplo el soberbio trabajo interpretativo de Itziar Ituño, Patricia López Arnaiz y Ana Wagener, entre otras, de un muy acertado casting.  

La riqueza cultural de Bilbao. No es la primera vez que la villa fundada en 1300 es el escenario que acoge una historia concebida para la pantalla. Pero la transformación urbana, medioambiental y estética que ha vivido en los últimos veinticinco años la han convertido en una ciudad agradable de ver, interesante de conocer y sugerente para vivir. Impresión personal en línea con lo que transmiten los exteriores de esta serie rodados en muchas de sus calles, plazas y puentes, así como en los interiores del Ayuntamiento. Arquitectura ecléctica muy bien conjugada con la modernidad del Guggenheim, la transparencia de la torre Iberdrola o el vanguardismo del Centro Azukna, situado en la antigua Alhóndiga.

De paso, el euskera suena una y otra vez, resaltando el bilingüismo natural que practican muchos de sus habitantes y que tan bien nos viene escuchar a los demás para abrir nuestra mente a otras posibilidades y maneras de ser y estar en el mundo. Más aún los que somos de la capital del Estado para darnos cuenta de que ni somos el centro, ni todo gira en torno a nosotros y al kilómetro cero. De paso, Netflix, a través de Txintxua Film, productora que ha trabajado sobre el terreno, se pone al día y cumple el canon que en esta materia le exige la Ley General de Comunicación Audiovisual aprobada el pasado 26 de mayo.