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“¿Qué es la calidad en el arte?” de Alejandro Vergara Sharp

Cuestión delicada que despierta suspicacias según el gusto, la experiencia y la formación de cada observador. Pregunta difícil de responder, pero asunto definible si se sigue un procedimiento reflexivo como el que propone su autor. Un ensayo breve sobre estética, apto tanto para entendidos sobre arte como para aficionados deseosos de dotar de razón a sus argumentos.

Unos dirán que la tiene si les atrae o no lo que ven. Otros se basarán en criterios ajenos como la cotización del autor, el prestigio de la entidad que atesora sus creaciones o los adjetivos con que los medios de comunicación divulgan su obra. Pero tras todo ello, tal y como afirma el Jefe de Conservación de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte hasta 1700 del Museo Nacional del Prado, debe haber algo observable que, consensuado, nos permita tener un criterio común sobre qué es bueno y qué no. Su disertación no pretende establecer una regla estricta, matemática, pero sí una hoja de ruta con la que argumentar convincentemente porqué consideramos que una pintura, escultura o edificio tiene ese algo que lo hace valorado y, por tanto, digno de ser preservado, estudiado y divulgado.

Vergara Sharp inicia su reflexión advirtiendo sobre un concepto anterior al de calidad, el de cualidad. Primero qué ha de tener una obra de arte. Y segundo, en qué medida, no basta si no tiene el nivel suficiente. Ahora bien, ¿cuáles son esas cualidades? Depende del momento y el lugar. Respuesta que ejemplifica situándose en el período que domina, en la Europa que va desde el siglo XV hasta el XVIII, largo período sintetizado bajo el término de neoclasicismo.

Mas una vez trasladados allí lanza varios interrogantes. ¿Cuál era la cultura visual del común de los ciudadanos? ¿Cómo se formaban entonces los creadores? ¿Qué papel cumplían las distintas disciplinas artísticas en la sociedad que alumbraba sus producciones? Eso es lo que determina las cualidades en que nos hemos de fijar. Y tratando sobre pintura, él propone dos, idealismo y verosimilitud. Lo que se solicitaba y observaba debía estar conectado con la realidad, pero siendo más excelso que ella sin que esa sublimación afectara a su credibilidad. Aunque se fuera consciente de que lo que se contemplaba era una ilusión, los espectadores habían de sentir, percibir e interpretar lo que veían como verosímil.

Un resultado que no surgía sin más y que tiene que ver tanto con el papel del arte en la sociedad de aquel momento como con la capacidad de percepción e interpretación inherente al hombre, pero que también se moldea con la experiencia y se educa según los círculos de los que se forme parte. Asunto sobre el que, como bien apunta Vergara Sharp, le dedicaron escritos y reflexión nombres de la Grecia clásica como Platón, Aristóteles o Sócrates o del Renacimiento italiano como Leonardo da Vinci o Leon Battista Alberti.

Hoy somos capaces de detectar los mecanismos por los que conseguían sus logros grandes autores como Caravaggio, Mantegna, Tiziano o Rubens. Un reto que exigía dominio técnico, intuición y sensibilidad para llegar a unas cotas que sorprendían y hasta abrumaban, y que en la actualidad seguimos admirando. Una buena manera y ejemplificación de cómo se puede detectar y valorar la calidad de las piezas de un determinado período y, en consecuencia, un método extrapolable y aplicable a las creaciones de otros tiempos, producto de otros condicionantes y objetivos, que es necesario conocer, para así realizar un juicio justo de las mismas.

¿Qué es la calidad en el arte?, Alejandro Vergara Sharp, 2022, Editorial Tres Hermanas.

Las pasiones mitológicas de Tiziano, Rubens, Veronese, Velázquez…

El Museo del Prado nos da la oportunidad de disfrutar temporalmente de las poesías de Tiziano. Seis obras excepcionales por las fuentes de las que toman su narrativa de amor, belleza y deseo; por la maestría técnica con que resuelven el encuentro entre dioses y humanos; y por la enorme influencia que su mirada sobre la mitología ejerció tanto entre sus contemporáneos como en épocas posteriores.

Tiziano (1485/90-1576) realizó dos grupos de «poesías» formados por seis obras en las que representaba escenas mitológicas descritas por la literatura clásica, uno para el Duque de Ferrara en 1518-26 y otro para Felipe II en 1553-62. Este segundo, cuya unión como conjunto se rompió a finales del s. XVI, es el que se puede ver ahora en esta muestra que se inicia situándonos en el contexto de aquella época. El Renacimiento había despertado el interés por el mundo heleno y romano. Al tiempo, la evolución del arte había traído consigo temas como el desnudo femenino tumbado. Ambas cuestiones unidas dieron lugar a venus o ninfas en entornos bucólicos y luego domésticos, en los que ya parecían mujeres completamente normales en serena sintonía con la atmósfera en la que eran retratadas. Escenas con una gran carga erótica, evidenciada por el hecho de que eran colgadas en dormitorios y espacios reservados.  

Tiziano, Venus recreándose en la música, 1550, óleo sobre lienzo, Museo Nacional del Prado.

Tiziano y Rubens

Una de las fuentes literarias de las que Tiziano se sirvió en Ferrara fue Eikones (Imágenes) de Filóstrato el Viejo (s. II d.C.), en la que este describía hasta sesenta y cuatro pinturas de una galería antigua. El nacido trece siglos después en Pieve di Cadore trasladó al lienzo algunas de esas descripciones, dando pie a logros como la Ofrenda a Venus que pintara en 1518 para una sala del palacio de Alfonso d’Este. Una muestra de su influencia sobre los que le siguieron está en Rubens (1577-1640). Este vería su trabajo en su segunda estancia en Madrid, en 1628-29, y elaboraría a partir de ella El jardín del amor, respetando la composición, pero combinando personajes míticos (Venus y el niño con guirnalda y antorcha simbolizando a Himeneo, dios del matrimonio) y reales (su mujer, Helena Fourment, podría estar tras los rasgos de algunas de las retratadas), así como las poses clásicas con la moda contemporánea.

Las poesías

Otro de los referentes escritos de los que partió Tiziano fueron las Metamorfosis de Ovidio. Narraciones que complementó con su imaginación y en la que se sirvió de la mitología para deleitar al espectador con su sensualidad y demostrar sus habilidades estéticas y comunicadoras.

Venus y Adonis, 1554, es una escena imaginada, sin base literaria, que muestra a la diosa desnuda de espaldas, dejando ver sus nalgas, rasgo carnal de sumo interés y atractivo en la época, y tomando la iniciativa para, infructuosamente, intentar impedir que su amado humano marche a batallar, dejándola sola y triste, temerosa del destino que le espera. Además de belleza, placer y satisfacción, este lienzo también transmite inquietud, sufrimiento y dolor. Un padecimiento mucho más patente en el momento de intimidad en que Veronese (1528-1588) pintaría en 1580 a esta pareja, con un resultado formal menos dinámico y más estatutario, y que llegaría a España gracias a Velázquez (1599-1660), que compró esta tela para la Colección Real en su segundo viaje a Italia (1649-51).

El sevillano fue también el artífice de que Felipe II contara con una segunda versión de Dánae recibiendo la lluvia de oro, firmada por Tiziano en 1560-65, al hacerse con ella en su primera visita a la península itálica en 1629-30. Rezumando erotismo con su desnudo completo, la boca abierta y la posición de la mano, esta imagen destaca por los contrastes entre las dos figuras. Tumbada y sentada, carnal y textil, tranquila y alterada ante la alegórica aparición de Zeus. La versión primera, la encargada por el monarca de la dinastía austríaca, recibida en 1553 y a la que le falta un tercio superior, es la que está hoy en The Wellington Collection (Londres), con un resultado no tan teatral y voluptuoso.

El segundo par de las pasiones está formado por Diana y Acteón y Diana y Calisto, 1556-59, ambas hoy en la National Gallery londinense. Composiciones simétricas, llenas de miradas, del dinamismo y la tensión del momento en que Acteón descubre a la diosa desnuda, provocando así la sentencia de muerte que anuncia la calavera de jabalí que corona la columna a su derecha. O cuando esta señala a la ninfa que ha de ser expulsada de su vista por haberse quedado embarazada de Júpiter (aun habiendo sido resultado de una violación). De fondo, ruinas arquitectónicas actualizando los entornos naturales propuestos por Ovidio y que aquí aparecen dominados por un hipnótico cielo azul que acentúa con su iluminación el dramatismo de las dos escenas.  

Por encima del erotismo o la narración, lo que domina en Perseo y Andrómeda, 1554-56 (The Wallace Collection, Londres) y El rapto de Europa, 1559-62 (Isabella Stewart Gardner Museum, Boston) es el movimiento y la violencia del enfrentamiento. De ahí los escorzos, la angustia que transmiten los rostros humanos y la poderosa agresividad de los seres de otro mundo, la indefensión al estar lejanos de la urbanidad que queda en el fondo y la luz que acentúa el pathos dramático. Como cierre poético de las pasiones, Zeus convertido en toro que mirándonos directamente, transmitiéndonos su capacidad y superioridad desde una imagen extraída de Leucipa y Clitofonte, novela del siglo II del griego Aquiles Tacio.

Los ecos de estas dos mitologías se pueden ver en Velázquez y nuevamente en Veronese. Diego reproduciría El rapto de Europa en el fondo de Las hilanderas, 1655-60. Paolo, por su parte, adaptaría en 1575-80 (Museo de Bellas Artes, Rennes) la lucha de Perseo con el monstruo marino para liberar a Andrómeda a un formato vertical, con un resultado más compacto, dramático y luminoso que el de su antecesor en el tema.

Las pasiones mitológicas

Tras los logros artísticos de Tiziano y su ejemplo con la conversión pictórica de episodios y personajes mitológicos, llegarían muchos más autores que partirían tanto de sus imágenes como de fuentes literarias clásicas (como la Iliada de Homero o la Eneida de Virgilio) a lo largo de sus carreras. Una adaptabilidad y renovación de los mitos con las que acercar al espectador a temas universales como el gozo y el dolor con diferentes enfoques. Desde el realista de José de Ribera (1591-1652), el paisajista de Nicolas Poussin (1594-1655) o la exuberancia corporal de Anton Van Dyck (1599-1640) y Jacques Jordaens (1593-1678).

José de Ribera, Venus y Adonis, 1637, óleo sobre lienzo, Museo Nacional del Prado. Nicolas Poussin, Paisaje durante una tormenta con Píramo y Tisbe, 1651, óleo sobre lienzo, Städel Museum. Anton Van Dyck, Venus en la fragua de Vulcano, 1630-32, óleo sobre lienzo, Musée du Louvre. Jacques Jordaens, Meleagro y Atalanta, 1621-22 y 1645, óleo sobre lienzo, Museo Nacional del Prado.

Pasiones mitológicas: Tiziano, Veronese, Allori, Rubens, Ribera, Poussin, Van Dyck, Velázquez, Museo del Prado, hasta el 7 de julio de 2021.

«Reencuentro» en el Museo del Prado

La pinacoteca madrileña reabrió sus puertas este sábado dejando claro que la mejor manera de sobreponernos a lo que nos ha pasado los últimos meses es mostrando lo mejor de nosotros mismos. Mirándonos desde diferentes puntos de vista, dejando ver facetas rara vez compartidas y evidenciando relaciones que evidencian que somos un todo interconectado, un hoy creativo resultado de un ayer artístico y un presente innovador que ayudará a dar forma a un futuro aún por concebir.

La puerta de Goya del Museo del Prado resultaba este 6 de junio más solemne que nunca. Tenía algo de alfombra roja, de escalinata grandiosa, de preparación para una experiencia que genera recuerdo. La institución bicentenaria se ha propuesto hacer arte del arte y lanzarnos un mensaje a través de este montaje que reúne una selección de 250 de sus obras maestras. Aunque volvamos a visitarlo con mascarilla, como medio de prevención y de recuerdo de que la amenaza vírica no ha desaparecido, somos también como el ave fénix. Tras la oscuridad, surgimos más fuertes y conscientes, más presentes y capaces.

Como muestra la pieza que nos recibe, la escultura de Leo Leoni de Carlos V, venciendo al furor. Se le ha retirado su armadura y se erige fuerte, vigoroso, hercúleo, clásico y apolíneo, humanidad renacentista, como si fuera él quien también impartiera justicia en la dimensión de lo mitos y hubiera sentenciado a Ixión y Ticio a, respectivamente, girar eternamente una rueda y a ser devorado por los buitres, tal y como lo hacen en los óleos barrocos de José de Ribera que le acompañan.

La escultura de Leo Leoni y los lienzos de José de Ribera.

La entrada en la galería central es el esplendor de la vida. Al igual que en la Biblia, en ella los primeros humanos son Adán y Eva (representados por Durero, y a quienes más adelante nos volvemos a encontrar de la mano de Tiziano y, siguiendo su modelo, Rubens). Y como todo principio tiene su final, no hay mayor alegoría que la vida de Jesucristo. La anunciación de Fra Angélico a la derecha y a la izquierda El descendimiento de la cruz de Van Der Weyden, dos espectáculos de color y composición acompañados, entre otros, por el Cristo muerto de Messina. Y para que no se nos olvide gracias a quiénes estamos aquí, a los pintores, los autorretratos de Tiziano y Durero junto al trabajo (El cardenal) de otro maestro, Rafael.

Vista de la Galería Central del Museo del Prado con el montaje de «Reencuentro»

Entre periodistas realizando sus piezas, redactores que solicitaban sus impresiones sobre la nueva normalidad a los primeros visitantes, cámaras con trípodes que aprovechaban el espacio que quedaba libre por la reducción de aforo y fotógrafos que buscaban encuadres que después veremos en revistas y periódicos reflejando este día tan especial, los maestros de los Países Bajos -El Bosco, Brueghel y Patinir- captaban, cautivaban e hipnotizaban la atención de los que se introducían en su campo visual con su fineza, sutileza y precisión. Tesoros que siguen en salas laterales como la 9A, escenario del poder ascendente de la pincelada manierista de El Greco. Súmese a la agrupación de seis de sus retratos (incluido El caballero de la mano en el pecho), el encontrarse con Tomas Moro antes de pasar a la sala 8B y allí tener juntos el Agnus Dei de Zurbarán, el San Jerónimo de Georges de la Tour y el David vencedor de Goliat de Caravaggio.

El caballero de la mano en el pecho, San Jerónimo leyendo una carta y David contra Goliat.

De vuelta al núcleo arquitectónico del Palacio de Villanueva y viendo como su Director, Miguel Falomir, iba de aquí para allá con mirada supervisora y el Presidente de su Patronato, Javier Solana, paseaba con actitud meditativa, percibiendo la vibración atmosférica que se creaba entre la exposición y sus observadores, me encontré con el esplendor de la escuela veneciana del s. XVI. La disputa con los doctores de Veronés y El lavatorio de Tintoretto son dos instantes que guardan tras de sí una narración llena de personajes y momentos tan impactantes como los diálogos de esas conversaciones que no escuchamos pero que el lienzo nos transmite. Un festival italiano complementado por Carraci, Guido Reni, Gentileschi y Cavarotti.

¿Qué sentiría Velázquez si entrara en la sala de Las Meninas y la viera convertida en la máxima manifestación de su genio y excelencia? ¿Qué pensaría Felipe IV al ver los trabajos de su pintor de cámara (Las hilanderas, Los borrachos)? ¿Y todos los Austrias allí retratados si pudieran observar cómo les miramos? ¿Y los bufones? ¿Y Pablo de Valladolid? ¿Y su suegro, Francisco Pacheco? Que curioso que el Museo del Prado haya vuelto a abrir sus puertas el mismo día en que en 1599 Diego nacía en Sevilla, y un día después, pero en 1625, tuviera lugar La rendición de Breda, esa magnífica escena repleta de soldados que se puede ver en un espacio contiguo junto al impresionismo de sus vistas de la Villa Medicis. Y por si no bastaba con todo esto, dos lienzos más, epítomes de la carnalidad, La fragua de Vulcano, y la corporeidad, el Cristo crucificado.

Carlos V vuelve a caballo (en la batalla de Mühlberg) de la mano de Tiziano para recordarnos que los Austria fueron emperadores y grandes mecenas. Dinastía a la que debemos otro de los espectáculos de este recorrido y de la autoría de un importante número de obras de valor incalculable de los fondos del Museo del Prado, Peter Paul Rubens. Cada uno de los doce rostros de su apostolado es una efigie en sí mismo, la Lucha de San Jorge con el dragón te transmite la épica, el nervio y la adrenalina del conflicto, el Duque de Lerma tiene una autoridad sin par y el Cardenal Infante Fernando de Austria el temple de los que se saben vencedores. Su Adoración de los Reyes Magos es pura monumentalidad y los hombres y mujeres de sus escenas mitológicas (Diana y Calixto, Perseo y Andrómeda o Las tres gracias) son de lo más exuberante, rotundo y seductor.

Y en otro giro museográfico llega un momento dramático y cargado de tensión. Saturno devorando a su hijo (1636) visto por Rubens y por Goya (1819-1823), contiguos, juntos, acompañándose el uno al otro dando pie a comparaciones, lecturas paralelas y contrastadas sobre variantes de cómo interpretar y resolver un mismo tema, si el primero influyó en el segundo y cómo este se diferencia y qué aporta con respecto a aquel.

Saturno devorando a su hijo, visto por Rubens y por Goya.

Aunque el Museo del Prado sigue prohibiendo tomar fotografías en sus salas, algunos vigilantes hacían la vista gorda, serían los nervios, el revuelo y la ilusión de la reapertura Situación que algunos atrevidos aprovechaban para llevarse en su móvil instantáneas de Van Dyck, Alonso Cano y Murillo o de esa escena por la que confieso tener especial debilidad, El embarco de Santa Paula Romana de Claudio de Lorena. Un escenario de reminiscencias clásicas y un atardecer dorado en el que dan ganas de quedarse a vivir.

La familia de Carlos IV nos da la bienvenida al espacio en el que el protagonista máximo es el de Fuendetodos, Francisco de Goya y Lucientes. Además de disfrutar de su genio histórico (2 y 3 de mayo) y su trabajo al servicio de la Corte (Carlos III), de los aristócratas (Los duques de Osuna y sus hijos) y los intelectuales de su tiempo (Gaspar Melchor de Jovellanos), también podemos ver la que fuera su primera obra documentada (Aníbal vencedor, 1771), sus apuntes sobre Madrid (La ermita de San Isidro el día de fiesta) e, incluso, conocer a los suyos (Una manola: Leocadia Zorrilla).

Gaspar Melchor de Jovellanos, autorretrato de Francisco de Goya y Una manola: Leocadia Zorrilla.

Entrados en el siglo XIX y antes de llegar a la fecha límite de 1881 en que el nacimiento de Pablo Picasso estableció que la Historia del Arte debía seguir siendo contada (con sus excepciones) en el Museo Reina Sofía, se disfruta a lo grande con la pincelada suelta del viejo y los infantes de Mariano Fortuny, los Niños en la playa de Joaquín Sorolla, los fondos de tonalidades ocre de los retratados por Eduardo Rosales y la vista granadina de Martin Rico. Junto a todos ellos, la cuarta mujer de la exposición (tras Clara Peeters y Artemisa Gentileschi y Sofonisba Anguissola, que compartían la sala 9A junto a el Greco), Rosa Bonheur y El Cid, ese león de mirada poderosa que muchos descubrimos en La mirada del otro. Escenarios para la diferencia, la muestra organizada hace tres años con motivo del Word Pride Madrid LGTB y que desde julio pasado cuenta con un lugar en la exposición permanente.

Y cerrando el goce, disfrute, sueño y magnitud de este recorrido de 250 obras, La paz de Antonio Capellani. Mármol de Carrara esculpido neoclásicamente simbolizando el triunfo del bien sobre el mal, la victoria de la luz y la esperanza sobre la discordia y el enfrentamiento. Una interpretación artística materializada en 1811 que también nos puede valer como intención social y propósito político de nuestro tiempo. Que así sea.

Reencuentro, Museo del Prado, hasta el 13 de septiembre.

“El milagro del Prado” de José Calvo Poyato

¿Hizo lo correcto el Gobierno de la República durante la Guerra Civil trasladando centenares de obras del Museo del Prado desde Madrid a Valencia? Está claro que fue una contienda brutal en la que la capital sufrió desde el primer momento un asedio sin consideración alguna por la población civil, pero según el autor esa situación no debió ser nunca justificación para someter a las grandes creaciones de la historia de nuestra pintura a una multitud de riesgos que pudieron haber acabado con ellas.

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La fratricida contienda que condenó a España a un retroceso atroz durante varias décadas no surgió de un día para otro, sino que se gestó en un clima de inestabilidad social y política que los distintos gobiernos de la II República no fueron capaces de controlar. Una época turbulenta que hizo del patrimonio histórico y artístico un medio a través del cual demostrar el rechazo al contrario. Algo muy evidente en las zonas que hoy identificaríamos como de izquierdas y en las que se destruyeron inmuebles de la Iglesia y se incautaron propiedades de apellidos nobles con innumerables piezas de incalculable valor en su interior.

En ese clima de ignorancia y desconocimiento popular del valor cultural e identitario del patrimonio tuvo lugar el alzamiento militar del 18 de julio de 1936. Tras unas primeras semanas de incertidumbre y con el fin de evitar nuevos vandalismos, las autoridades del país pusieron en marcha campañas divulgativas que animaban a la población a considerar las obras de arte como algo suyo y, por tanto, a defenderlo. De esta manera, todo lo relacionado con este campo se convertía no solo en un elemento propagandístico de la República, sino en un frente de batalla más contra el bando nacional.

Esa es la situación que José Calvo presenta como previa al tema central de su ensayo y que liga el traslado de los lienzos y tablas de Velázquez, Rubens, El Greco o Goya –tanto del Museo del Prado como de otras instituciones- a una decisión única y exclusivamente política del Gobierno cuando éste se trasladó de Madrid a Valencia en los primeros días de noviembre de 1936. Un tema ya tratado ampliamente por otros historiadores y sobre el que él incide dando voz a los críticos con la operación que apostaron desde el primer momento por salvaguardar las obras en los sótanos del edificio como medida más efectiva para preservar tanto su integridad física como para garantizar su correcta conservación.

Personalidades de reputado rigor técnico, como el entonces subdirector del Prado –Sánchez Cantón, director de facto ya que ese título lo ostentaba un Picasso residente en París- señalaron en todo momento los riesgos que para la integridad de las obras suponía no solo un viaje de 350 kilómetros, sino hacerlo en las condiciones que la premura gubernamental exigía. Al delicado estado de muchas de ellas –propio de objetos tan delicados creados siglos atrás- se unía su precario o nulo embalaje, lo inadecuado de los vehículos de transporte, el estado de las carreteras, la amenaza de los bombardeos o la incertidumbre del devenir de la guerra.

Una decisión con grandes zonas de sombra según Calvo, tal y como demuestra lo que ocurrió con los fondos numismáticos del Museo Arqueológico Nacional. Trasladados a México en un barco del que nunca ha quedado claro quien se hizo cargo a su llegada y de cuya carga de extraordinaria importancia jamás volvió a saberse. Un oscuro episodio que se une a otros como el que el último convoy que salió del Paseo del Prado no fue a la ciudad del Turia, sino a Cartagena, cuando Barcelona era ya la nueva sede de la República; que en 1938 la responsabilidad sobre las obras pasara a ser del Ministerio de Hacienda o el uso también como polvorín militar de las localizaciones elegidas para guardarlas cuando fueron trasladadas a la provincia de Girona en su camino hacia el exilio.

“Picasso” de Patrick O’Brian

Una profusa biografía en la que se tratan los distintos planos –individual, familiar, social, profesional- de un hombre que fue también artista y genio. Un relato excelso sobre un ser profundamente mediterráneo, con un temperamento impulsivo y reflexivo a partes iguales,  pero también entregado y generoso con todo aquello que conformara su mundo –personas, lugares e ideas- siempre que estos fueran fieles a sus convicciones. Un ensayo muy trabajado en el que lo único que se echa en falta son imágenes que ilustren los pasajes en que se habla sobre su obra y se describen sus creaciones.

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A lo largo de sus 92 años de trayectoria vital Pablo se convirtió en uno de los principales motores de la evolución de la pintura y la escultura, llevándolas hasta cotas que aún no han sido superadas. Picasso no solo creaba imágenes y figuras, sino que investigó el uso que se podía hacer de todos sus recursos formales (dibujo, línea, color, composición, volumen, perspectiva,…), técnicas (óleo, acuarela, grabado, litografía, cerámica,…) y materiales (lienzo, cartón, papel, yeso, madera, metal, bronce,…) con que experimentó. No hubo un día de su vida en que no trabajara, ya fuera dando una pincelada, tomando un apunte o moldeando aquello que tuviera entre manos, con ánimo final o como medio de llegar a un continuo más allá que persiguió de manera obsesiva.

Gracias a este impulso interior al que siempre fue fiel dinamitó la evolución de la pintura tras el postimpresionismo para trasladarla a otra dimensión, el cubismo. Una vez conseguido esto profundizó en ella para conseguir nuevos resultados de elementos ya conocidos –como las proporciones clásicas (Ingres o Poussin), las luces barrocas (Rembrandt o Rubens) o las atmósferas románticas (Delacroix). Supo convivir con el surrealismo y la abstracción, coqueteando incluso con ambos movimientos, pero sin dejarse atrapar por sus dimensiones extra artísticas. Trasladó todos estos planos conceptuales a la escultura, rompiendo las reglas y límites en que había sido practicada este entonces, dándole también un aire fresco e innovador que sigue resultando actual hoy.

Y aun cuando su nombre se había convertido ya en una marca y una etiqueta que atraía a miles de personas a las retrospectivas que le dedicaban en los años 50 y 60 en Londres, París, Nueva York o Tokio, él no dudó un solo segundo en seguir, hasta el último día de su biografía, su viaje personal hacia un destino creativo, emocional e intelectual por descubrir. Una búsqueda que desde sus inicios forjó un carácter sin casi punto medio. De una fuerza y tesón sin límites cuando aquello que estaba entre sus manos, o surgía en su camino, apelaba directamente a su corazón, pero también de una frialdad aplastante cuando no empatizaba con las demandas de quienes se acercaban o vivían junto a él.

Patrick O’Brian entreteje este largo camino basándose en su propia experiencia y en testimonios de primera mano. Desde una perspectiva alejada de la de los historiadores del arte, al darle tanta importancia al legado de Picasso –más de 15.000 obras según una fuentes, hasta más de 40.000 según otras- como a todo aquello que formaba parte de su vida en cada momento. Las ciudades en las que residió (Málaga, Coruña, Barcelona, Madrid,…) y los viajes que realizó, las parejas que tuvo y las familias que con ellas creó, los amigos a los que dejó formar parte de su círculo más íntimo, los artistas con los que interactuó (Braque, Matisse, Rousseau,…) o los compromisos ideológicos –más que políticos- que mantuvo a lo largo del siempre convulso –y muchas veces bélico- siglo XX, son tan consecuencia de su arte como motivos argumentales y causas del mismo.

Casi 45 años después de su muerte en 1973 y más de 40 desde la primera edición de este ensayo en 1976, la figura de Picasso sigue siendo apasionante y este volumen una gran fuente para conocerle. Una guía básica que se convierte en fundamental si su lectura se acompaña de las búsquedas en Google para encontrar las imágenes que ilustren los muchos pasajes de sus páginas dedicados a describir las obras que no se reproducen en ellas.

“El espíritu de la pintura”, Cai Guo-Qiang en el Prado

Cuando apenas quedan dos años para su II Centenario, nuestra principal pinacoteca pisa el acelerador para prorrogarse hacia el futuro. Una exposición elaborada específicamente para ser expuesta en sus instalaciones de un artista actual, originario de una cultura a miles de kilómetros, trabajando con materiales y técnicas inéditos en sus fondos. Una osadía con la que demostrar la actualidad, universalidad y vigencia creativa y espiritual tanto de El Greco como de otros grandes nombres de su colección como El Bosco, Velázquez, Rembrandt o Rubens.

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Como si se tratara de una secuencia narrativa, así está planteada la museografía de esta exposición que recoge, además de algunos apuntes personales, las 31 creaciones que Cai Guo-Qiang (Quanzhou, 1957) ha elaborado para el Museo del Prado.  Presentación, nudo, momento de alta tensión y desenlace que él presenta bajo los cánones de su China natal, introducción o inicio ascendente, continuación o desarrollo, giro o transformación, y unificación o conclusión. Una muestra de que a pesar de las diferencias visuales y estéticas entre Oriente y Occidente, compartimos ritmos vitales, tal y como se puede ver en este conjunto de obras creadas en los últimos meses. La última de ellas, el mural de 18 metros El espíritu de la pintura, el 23 de octubre, dos días antes de la inauguración.

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Por ley, el discurso del Prado se acaba en 1881, año del nacimiento de Pablo Picasso y fecha en la que se inicia la misión del Museo Reina Sofía, motivo por el que asociamos a este segundo todo lo que consideramos experimental y vanguardista. Sin embargo, el edificio de Villanueva no se cierra a la creación contemporánea, valgan como ejemplo exposiciones temporales anteriores como Diez picassos del Kunstmuseum Basel  o montajes elaborados ex proceso para sus instalaciones como Eduardo Arroyo. El Cordero Místico. Esta vez lo hace aún con más ambición, poniendo a disposición de Guo-Qiang como recurso escénico y visual sus futuras instalaciones del Salón de Reinos, el espacio del antiguo Palacio del Buen Retiro que en estos momentos está en proceso de recuperación para volver a albergar las obras de Velázquez, Zurbarán y otros que fueron concebidas para sus paredes.

El artista responsable del espectáculo pirotécnico de la ceremonia de inauguración de las Olimpiadas de Beijing en 2008 o de instalaciones como I want to believe que llenó de coches, entre cayéndose y flotando, el atrio del Guggenheim de Bilbao en 2009, además de haber conocido con sumo detalle la idiosincrasia de ese lugar que posteriormente fue sede del Museo del Ejército, ha buceado entre los fondos del Prado hasta dar con el artista con el que más conexión ha sentido, El Greco. Y a partir de ahí ha comenzado a trabajar.

La exposición se abre con una vista de Toledo y una serie de apóstoles en las que Cai actualiza y hace suyos los motivos del cretense que viviera hace ya más de cuatro siglos. Ambos utilizan el lienzo como soporte, pero mientras el manierista aplicaba lienzo sobre él, el chino utiliza –bien sobre una tela completamente blanca, bien habiendo trazado previamente sobre ella siluetas con plantillas- pólvora negra mezclada con pigmentos que posteriormente hace deflagrar para tras los ligeros retoques que considere necesarios, dar como resultado la obra final que vemos expuesta.

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Una técnica que exige de un alto dominio técnico en todas sus fases, en la elaboración de las mezclas –en función del color, intensidad y tonalidad que se quiera dar como resultado-, en su colocación sobre el lienzo y en su posterior quemado. Mientras lo veía pensaba en ese margen mínimo que puede conducir al error a un grabador o a un ceramista cuando introduce las piezas en el horno.

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Maneras diferentes de recrear motivos figurativos y de plasmar junto a ellos sensaciones y emociones, tanto humanas como espirituales, que hacen de la imagen final algo profundamente evocador y cuyo impacto va más allá de la retina de nuestros ojos, apelando directamente a la abstracción de nuestro interior.

Así es como entre explosiones de color y despliegues de formas resultado de la energía de la combustión, Cai refleja motivos de su cultura natal –paisajes, motivos florales u osos pandas como en la evocación del jardín de las delicias de El Bosco- o de su propia biografía –he ahí los rostros que flotan a modo de apuntes en las grandes dimensiones de Las nubes distantes-.

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El cénit de la exposición está en dos grandes lienzos. Por un lado, El sentido de la pintura, en el que plasma sobre sus 54 m2 (3 x 18 m) todas las imágenes que le ha provocado el conocimiento de las vidas, trayectorias y creaciones de figuras como Velázquez, Rembrandt o Rubens, introduciéndoles, incluso, explícitamente en ella. Y por otro, El Salón de Reinos, también elaborado en este lugar y en el que se unen lo histórico con lo actual, lo clásico con lo rompedor, lo establecido con lo innovador, el canon con su absoluta ruptura y desintegración.

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Como colofón, el audiovisual de veinte minutos que ha realizado Isabel Coixet nos permite seguir a Cai Guo-Qiang en las galerías del Museo del Prado y ser testigos de su manera de mirar, así como entrar en su estudio en New Jersey y acompañarle durante sus jornadas de trabajo en el Salón de Reinos para conocer el interesante y diferente proceso de ejecución que exige su rompedor lenguaje.

 

El espíritu de la pintura. Cai Guo-Qiang en el Prado, en el Museo Nacional del Prado (Madrid). Del 25/10/2017 al 04/03/2018.

Picasso, grande entre los grandes del Museo del Prado

Maestro, innovador y líder creativo del siglo XX, Pablo es aún más cuando se le coloca en el pinacoteca madrileña junto a aquellos de los que aprendió y de los que se convirtió en evolución natural: el románico, los clásicos del Renacimiento, El Greco, Rubens, Velázquez, Goya,…

A lo largo de sus 91 años de vida Picasso solo pasó una noche en Basilea, en un viaje de camino a Zurich para asistir a la inauguración de una exposición. Sin embargo, la ciudad suiza es una de las que más ha realizado para promulgar el nombre y la obra de quien se considera la figura más importante del arte del siglo XX. Ya en 1926 el museo de arte de la ciudad fue uno de los primeros en adquirir obra suya, poco a poco fue ampliando su nómina de obras del malagueño a través de donaciones particulares. Incluso colectivas, como la que en los años 1967 llegó de la mano de los ciudadanos de la ciudad a través de una colecta –entonces no se le llamaba crowdfunding- para conseguir que dos obras (“Los dos hermanos” de 1906 y “Arlequín sentado” de 1923) suyas que habían residido durante décadas en la capital no fueran vendidas y pasaran a formar parte de su patrimonio colectivo recogido en esa institución pública con más de 350 años de historia que es la Colección Pública de Arte de Basilea.

En agradecimiento a semejante tributo popular Picasso le regaló a la ciudad y a sus habitantes cuatro obras. Dos de ellas junto al par mencionado forman parte de estos “10 Picassos del Kunstmuseum Basel” que pueden verse hasta el próximo 14 de septiembre en la galería central del Museo del Prado. Qué mejor lugar que este en el que se formó de joven junto a su padre grabando en su retina composiciones, figuras, líneas y colores, que presidió honoríficamente de 1936 a 1939 y en el que soñó ver expuesto su Guernica una vez que España volviera a ser libre y democrática.

Una decena de óleos a través de los cuales pueden recorrerse seis décadas de creación de un hombre del que se dice dejó un legado de más de 40.000 obras y quien no dejó período, estilo o corriente artística anterior a él sin pasar por su mano y de esta manera ser hecha evolucionar y proyectada hacia el futuro a través de las etapas, motivos e intereses en las que se clasifica su trayectoria: azul, rosa, cubista, los ballets rusos y el mundo del circo, sus mujeres y amantes, el Guernica y su afiliación al comunismo, las series reinterpretando grandes clásicos,…

Ahora que la pinacoteca suiza está cerrada por obras de remodelación, esta muestra –complementaria al repaso al siglo XX que es “Fuego blanco. La colección moderna del Kunstmuseum Basel” que acoge el Museo Reina Sofía- es una fantástica oportunidad con la que gozar de esta pequeña parte de los más de 100 Picassos que posee esta institución clave para el estudio y disfrute de su figura y creación.

Los dos hermanos, 1906. Una composición del período rosa con un fondo casi abstracto claramente tomado de retratos de Velázquez en el Museo del Prado como el de “Pablo de Valladolid” que tanto impresionaron décadas antes también a Manet.

141.4 x 97.1 cm; Öl auf Leinwand; Inv. G 1967.8

Hombre, mujer y niño, 1906. Una sagrada familia hecha cuerpo con apenas unos trazos que le dan forma y volumen a la manera de las esculturas y pinturas románicas que en la primavera de ese año Picasso vio durante su estancia en Gosol, en el Pirineo leridano.

115.7 x 88.9 cm; Öl auf Leinwand; Inv. G 1967.11

Panes y frutero con frutas sobre una mesa, 1909. Continuando a Cezanne y su estudio de los volúmenes, los planos y la perspectiva, Pablo simplifica las formas y sin dejar de ser figurativo comienza a formular el cubismo.

163.7 x 132.1 cm |  ; Öl auf Leinwand; Inv. 2261

El aficionado, 1912. Cubismo en su etapa hermética. Cada motivo es un plano y estos se superponen y se unen, pero siendo aún posible descifrar elementos que definen a la figura como su bigote, la guitarra o las banderillas de este amante de los toros en la plaza de Nimes.

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Mujer con guitarra, 1911-14. Tras azules, rosas, verdes y marrones de las obras anteriores, el blanco domina este óleo dando color a un fondo en el que se ve a una mujer a la que se superpone un fragmento que simula ser la madera con la que se construye el elemento musical.

130.2 x 90.1 cm; Öl auf Leinwand; Inv. 2307

Arlequín sentado o El pintor Jacinto Salvadó, 1923. Las ofertas para realizar escenografías y vestuarios para los ballets rusos a finales de la década de 1910 le introdujeron en el mundo del circo y los funambulistas, elementos que él unió e integró a la bohemia que ya formaba parte de su vida artística y personal.

130.2 x 97.1 cm; Öl auf Leinwand; Inv. G 1967.9

Mujer con sombrero sentada en un sillón, 1941-42. He aquí a Dora Maar, su pareja de 1935 a 1943, la fotógrafa que documentó el proceso de creación del Guernica, una mujer dura, fría y elegante que le conquistó tan apasionadamente al igual que se aburrió de ella años después y la abandonó sin pudor alguno.

130.5 x 97.5 cm; Öl auf Leinwand; Inv. G 1967.3

Muchachas a la orilla del Sena, según Courbet, 1950. “Las meninas” de Velázquez, “Las mujeres de Argel” de Delacroix o estas cortesanas junto al Sena de 1856 fueron motivos que Picasso descompuso en series de hasta decenas de óleos en las que analizó creativamente –tanto por separado como en conjunto relacional- todos los elementos que las forman: composición, colorido, perspectiva, dibujo,…

100.4 x 208 cm; Öl auf Sperrholz; Inv. G 1955.2

Venus y Amor, 1967. Una de las dos obras que ese año regaló a la ciudad de Basilea y en la que deja claro que el amor, el sexo, la atracción y la pasión emocional, física y carnal seguían siendo parte del leit motiv de vida de este hombre que ya pasaba de largo los 80 años de edad.

195 x 130 cm; Öl auf Leinwand; Inv. G 1967.12

La pareja, 1967. Cuando se consideraba que los más actuales del momento le habían dejado atrás (Rothko, Pollock,…), Picasso demuestra que sus modos y maneras ya avanzaron los de aquellos (action painting, ready made) a la hora de construir sus imágenes sin dejar de ser nunca figurativo.

195 x 130 cm; Öl auf Leinwand; Inv. G 1967.13

“10 Picassos del Kunstmuseum Basel”, hasta el 14 de septiembre en el Museo del Prado.

15 nombres que seguir vistos en SUMMA Contemporary Art Fair

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El montaje sencillo y diáfano, hace de SUMMA Contemporary Art Fair una feria que no perderse para experimentar lo que supone una de las formas de considerar el arte, un diálogo que establecer entre obras y espectadores.

Muchas de lo expuestas estos cuatro días en SUMMA no son meras creaciones estéticas, sino procesos de comunicación, el mensaje con el que cada artista busca interpelar a aquel que pasa por delante de su obra para que fije su atención en ella.

Estos son algunos de los nombres vistos en esta feria que manejan el lenguaje artístico en este sentido.

Jorge Hernández (My Name’s Lolita): escenas que recogen la esencia del tipismo americano de los felices años 50 con una atmósfera de cine negro que activan la imaginación queriendo saber qué ha pasado y qué pasará si se descongelara este aparente fotograma cinematográfico.

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Manuel Caeiro (Carlos Carvalho Arte Contemporánea): Juegos de espacios, planos y perspectivas a caballo entre la bidimensionalidad del lienzo y la ilusión de profundidad tridimensional que sugieren a nuestra vista.

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Xisco Mensua (Casa Sin Fin): Brillante narrativa en su forma de políptico que bebe de la autenticidad del fotoperiodismo, y técnicamente resuelto con el preciso trazo del lápiz y las tintas en blanco y negro resaltando el protagonismo de lo que está sucediendo.

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Michèle Sylvander (Sobering): Investigación de la identidad sumando dos efectos, trabajar en una escala superior al 1:1 y buscando los reflejos para contraponer los rasgos que nos definen: “los ojos son el espejo del alma” o «A es aproximadamente igual a B» (título de la fotografía).

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Craig Wylie (Galerie Dukan): Hiperrealismo que va más allá, no es pintura que semeja una fotografía, sino pintura que parece reproducir a la protagonista a partir de una fotografía. El resultado es un estar y no estar entre los tres medios: realidad, fotografía y pintura.

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Álvaro Fernández (ATM Contemporary): Caricaturizando la realidad con trazos de dibujante gráfico y recurriendo a criterios estéticos barrocos (Rubens) para representar al cuerpo humano en su crítica sobre la sobreexposición mediática, generada y alimentada tanto por los que ofrecen pobre información como por los que la buscan.

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José Carlos Naranjo (Galería Casa Cuadrada): Atmósferas nocturnas cuya narrativa es conseguida a partir de los efectos tomados de otros lenguajes, el movimiento cinematográfico y la precisión y veladuras fotográficas según la manera con que aplique el óleo en unos puntos u otros del papel que utiliza como soporte.

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Alejandro Bombín (Galería El Museo): Inteligente y preciso uso de juegos ópticos para construir los motivos representados haciendo de la obra algo único e irrepetible, una experiencia no reproducible (ni láminas o posters, ni libros, ni fotografías,…).

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Hugo Lugo (Yusto Giner): Golpes de color, detalles magnificados y resolución hiperrealista dan lugar a imágenes en las que “menos es más” entre la descontextualización, lo onírico y la escenografía teatral.

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Rubén Guerrero (Luis Adelantado Valencia): Armonía de detalles inconexos en composiciones con ritmo geométrico y disposiciones de color equilibradas.

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Ilana Lewitan (Galerie Wolkonsky): Su tridimensionalidad no es la de una escultura, sino la de los espacios escénicos, la escenografía teatral, convertida en «caja» de arte. En ese momento se convierte en imagen y cuerpo para la observación

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Bader Mahasneh (Galerie Wolkonsky): Doble intervención en un mismo trabajo, llevándola desde el motivo de la obra hasta la observación/experiencia de la misma, el cuerpo pintado y la imagen digital también intervenida buscando que su espectador se sienta como el cuerpo fotografiado.

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Anne Berning (Espacio Mínimo): Perspectivas y escalas alteradas, guiños al surrealismo y al constructivismo, que crean un espacio que va más allá del soporte utilizado y se extiende hasta la posición desde la que obra es observada.

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David Morago (Paula Alonso Galería): Dominio del trazo y de la rotundidad del contraste blanco/negro para crear volúmenes, profundidad y espacios narrativos separados, así como carácter y personalidad en los sujetos representados.

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Mabel Palacin (Angels Barcelona): La serie fotográfica 180º forma un conjunto poético que surge de la sencillez de cada imagen, del saber mirar para llegar a ver la cotidianeidad como momentos únicos y reflejarla de tal manera.

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Impresiones vienesas (III): sentir a través de la mirada

Tercer y último día completo en mi primera estancia en Viena. A primera hora de la mañana la luz del sol da directamente sobre las fachadas del barrio de los museos, el Museum District, en la zona suroeste del Ringstrasse. Edificios de estilo neoclásico –equilibrio, proporción, elegancia- construidos en lo que hasta 1857 había sido extramuros y que con el plan urbanístico puesto en marcha  en aquel momento –tirar las murallas y expandir la ciudad-dio a Viena el esplendor arquitectónico que hoy es su seña de identidad. Poco tráfico y menos gente aun paseando a las ocho de la mañana -y los pocos que lo hacían era paseando a sus perros- te producen la sensación de haberte escapado durante un momento de tus quehaceres en la corte imperial.

Dos de esos edificios construidos en la segunda mitad del s. XIX fueron las sedes del entonces museo de colecciones reales, hoy dos entidades separadas, el Kunsthistorisches y el Naturhistorisches Museum, uno dedicado a las bellas artes y el otro a la naturaleza. Pocos minutos antes de las diez estaba junto a muchos más turistas esperando a que abrieran las puertas del primero (mientras escuchaba la banda sonora de “Sonrisas y lágrimas”, ¡es lo más austríaco que tengo en mi ipod a falta de descargarme el eurovisivo “Rise like a phoenix” de Conchita!).

Pagas tus 14 euros de entrada, pasas la puerta y… ¡qué impresión! El edificio en sí mismo ya es una obra de arte, mármol blanco y negro, grandes alturas, todo decorado, un espacio central que actúa como recepción del que surgen dos escaleras a los lados y una gran escalinata al frente. No hacen falta instrucciones, te está pidiendo que la subas, está hecha para que cada escalón que asciendes sientas cómo tu emoción crece al ver a dónde vas a llegar. Antes de pisar el descanso te paras para contemplar con la boca abierta a “Teseo venciendo al centauro”. De repente el mármol de carrara se ha hecho carne, más que eso, una absoluta perfección física que exuda sensualidad hasta casi rozar la pulsión física. Tras ver a Teseo, durante un tiempo creerás que ya no es posible concebir cuerpo humano más hermosa. Realizada por Antonio Cánova para Napoleón a partir de 1805, tras la derrota de este acabó en manos del Emperador Francisco I, quien sucumbido ante su belleza le construyó incluso un templo al estilo griego en el cercano parque de Volksgarten para albergarla.

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Caravaggio, Velázquez,…

Pasados estos primeros minutos de disociación de la realidad, en la siguiente planta comencé el recorrido por la pintura italiana. Genial Caravaggio pintando en su “Virgen del Rosario” de 1605 algo que no se había hecho hasta entonces, no solo los penitentes que rezan ante la virgen parecen auténticos hombres de la calle, sino que además lo muestran con sus pies descalzos y sucios en su planta. Además, otras dos obras, un “David con la cabeza de Goliat” que te evoca otra versión suya de este tema en el Museo del Prado, y “La coronación de espinas” con sus inconfundibles efectos de luz que otorgan al aún hombre Jesucristo una dureza y sufrimiento que trasciende el lienzo para llegar hasta tu piel.

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Dos salas más allá Velázquez, con los retratos de las infantas Margarita y Maria Teresa y el del príncipe Felipe Próspero que hace unos meses pudieron verse en el Museo del Prado en la muestra “Velázquez y la familia de Felipe IV”. Curiosa sensación comprobar que nuevamente vistos a muchos kilómetros de la primera vez las miradas de sus protagonistas siguen transmitiendo la confianza que el pintor parece haberse ganado de estas tres personas en las sesiones de posado, así como la precisión de las pinceladas para crear espléndidas y detalladas vestimentas o fondos realmente inexistentes destinados a hacer más protagonistas a los miembros de la familia real.

Dejas al sevillano atrás y vuelves a la pintura italiana. La “Virgen del Prado” de Rafael (1505-06), toda delicadeza, cariño y ternura con su hijo y su primo San Juan Bautista, nada que ver con la descarada desnudez de “El suicidio de Cleopatra” de Guido Cagnazzi (1658) o la carnalidad de la “Susana y los viejos” de Tintoretto (1555-56). De otro veneciano del s. XVI, Tiziano parecen llamarte para hablar seriamente en privado sus retratados masculinos, no con la picaresca de la mirada del “Amor tallando inclinado” de Parmigianino (1534-39).

A medida que avanzas el recorrido es curioso comprobar la cantidad de nombres en que coinciden las colecciones reales de España y Austria durante su formación en los siglos XVI y XVII: Duero, Rubens, Reni,… También hay artistas anteriores, tal es el caso del flamenco Roger van der Weyden, el Museo del Prado cuenta con su “Descendimiento de la cruz” (1435) y aquí en Viena tienen un “Tríptico del calvario” (1445) que me ha recordado al primero por la composición y por el intenso azul que maneja en las vestimentas femeninas.

Sala a sala disfrutas más y más, como con los tres autorretratos de Rembrandt o las escenas populares de Pieter Brugel el Viejo. Hoy he aprendido que su “Cazadores en la nieve” realizado en 1565, está considerado la primera representación pictórica de la nieve en la historia del arte, y también he pasado largo rato observando su “Torre de Babel” (1563). Tanto como frente a los fantásticos e ingeniosos retratos de Arcimboldo -en el “Agua” formando un rostro humano de perfil a base de peces y en “Verano” otro con fruta-, el paisaje del “Bautismo de Cristo” de Patinir, el estudio de “El arte de la pintura” de Vermeer o el dolor y sufrimiento que transmite el “San Sebastián” de Mantegna.

El museo a finales del siglo XIX

El deleite de la visita a la colección de pintura del Kunsthistorisches cuenta con detalles como hacerte sentir como un visitante de finales del s. XIX, en dos de las salas grandes sus paredes está completamente ocupadas, repletas de obras como dictaminaba el canon museológico de entonces.

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En la última sala de la colección de pintura, una sorpresa, una obra de Klimt hasta ahora nunca expuesta en público por encontrarse en una colección privada: “Dama con pañuelo violeta”, retrato realizado en 1895. De aquel momento, y también de Gustav Klimt son algunos de los frescos que se pueden ver en las pechinas sobre las columnas del perímetro de la escalera central, representando alegóricamente algunos momentos de la historia de la pintura (Egipto, Roma,…).

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Buscando a Gustav Klimt

Deseoso de seguir viendo pintura y sobre todo, más de Gustav Klimt, he prescindido de visitar el resto del Kunsthistorisches Museum (arte egipcio, griego, romano, oriente medio,…) y en un paseo de cinco minutos me he colocado en el Leopold Museum, llamado así por el mecenas que lo inauguró en 2002 y al que donó todas sus colecciones a su muerte en 2010.

La carta de presentación de este museo es contar con la mayor colección en todo el mundo de Egon Schiele, así como de autores contemporáneos a su momento en Viena, como es el caso de Klimt y otros de las primeras décadas del siglo XX. De estos últimos, como de Schiele he preferido evadirme, sus obras tienen la capacidad de ponerme nervioso. Reconozco su creatividad e ingenio, pero colocarme frente a ellas me produce desasosiego e inquietud, además de incomodidad y diría que hasta disgusto. Valga como ejemplo este autorretrato del mencionado Egon Schiele.

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Volviendo a Klimt, que era mi propósito, he podido ver en su formato original algunas obras que hasta ahora para mí no eran más que reproducciones en los libros: un cartel de las muestras del grupo Sezession (“el arte por el placer del arte”), obras realizadas en sus veranos a principios del siglo junto al lago Attersee, o con la que ganó el primer premio en la Exposición Internacional de Roma en 1911, “La vida y la muerte”.

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Mientras que en muchos de los demás autores del museo –a excepción del grato descubrimiento de Albin Egger-Lienz a quien no conocía hasta ahora- sus obras me hacen pensar en creadores que manifiestan un estado interior nervioso, tenso y conflictivo, en el caso de Klimt me siento invitado a soñar, a volar, a evadirme, a imaginar. En su caso soy capaz de sentir a alguien que se quiere comunicar con quien le está viendo, me siento motivado, sonriente e ilusionado al ver sus creaciones.

Tendré que volver a Viena para seguir viendo más Klimt, a excepción de las “Ninfas” vistas en la Albertina, seguiré tras este viaje con las ganas de ver el famoso beso, Adán y Eva, Judith, el friso de Beethoven, o incluso su estudio, pero por esta vez la visita a la ciudad imperial no va a dar para más.

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“Pamela I” de Manolo Valdés. Ingredientes: Rubens, Warhol y Marilyn Monroe.

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¿Dónde he visto yo antes esta imagen? Es el juego que suponen muchas de las obras de Manolo Valdés (Valencia, 1942). Respuestas posibles: Velázquez, Zurbarán, Matisse, Picasso,… Resultados en óleo sobre arpillera, grabados o esculturas, en los que leer momentos de la historia del arte, pero que a la par son auténticos, suyos, inconfundibles.

En el caso del grabado y collage “Pamela I” -utilizada por la Galería Marlborough de Madrid como imagen de la exposición que inaugura el próximo 27 de marzo- el contenido del abanico es fácil de identificar. Son más que imágenes, son iconos, las serigrafías de Marilyn Monroe creadas por Andy Warhol (1928-1987) en pleno estallido del Pop Art en los años 60 que forman parte de los fondos del MOMA de Nueva York.

La pamela que da título al grabado me sugiere ser la versión siglo XXI de la que lució en 1625 Suzanne Fourment en el retrato “El sombrero de paja” (Londres, National Gallery) que le hiciera su marido, Peter Paul Rubens.

Marilyn, Warhol y Rubens, pretextos como él los llama en el título de muchas de sus obras, que inspiran a Manolo Valdés.