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Mañana de abril en el Moderna Museet de Estocolmo

Un edificio síntesis de la ciudad en la que está ubicado, discreto y geométrico en su exterior, empático y fluido en su interior. Dos exposiciones temporales en que Maurizio Cattelan y Rashid Johnson dialogan con la colección del museo, y una tercera que analiza los distintos caminos que el modernismo tomó en estas coordenadas. Como extra, una manera ingeniosa de introducir al visitante en el papel de la institución como entidad garante de la conservación de las creaciones que atesora.

El arte es siempre un medio para conocer una sociedad y un país, sus valores e idiosincrasia, a lo largo del tiempo. Si nos fijamos más concretamente en el arte moderno, las coordenadas se hacen más precisas porque entran en juego la vivencia y la expresividad personal, la capacidad técnica y la confianza, más o menos ciega, más o menos neurótica, en la propia creatividad. Eso es lo que desprende la muestra Velas rosas: modernismo sueco en la colección del Moderna Museet.

Más de cien obras de la primera mitad del siglo XX entre las que me han llamado la atención los óleos de Sven X-et Erixson (1899-1970). Pintor que reflejaba con colores vivos y pinceladas dinámicas la convivencia familiar, casi naif, en el mantenimiento de su hogar (La casa del pintor, 1942) mientras lo sobrevuelan aviones militares. O con rasgo expresionista cuando la paleta torna sombría en la doble escena urbana (Imagen de los tiempos, 1937) en cuya parte superior transitan los trenes, mientras en la inferior los ciudadanos se informan sobre la evolución de la Guerra Civil española.

He fijado la mirada también en cuatro fantasías con aires esotéricos, tarotistas e introspectivos de Hilma af Klint (1862-1944), en el grabado industrial de Edith Fischerström (1881-1967) en el que se respira carbón y en la intensidad de los modelos del fotógrafo Uno Falkengren (1889-1965). Se entiende que para sentir esa libertad a la hora de posar y de recogerla para después transmitirla sobre el papel, esas imágenes fueran tomadas en el Berlín de los años 20.

El italiano Maurizio Cattelan (1960) provoca antes, incluso, de las siete salas que ocupa con La tercera hora. Sitúa metros antes de llegar a Juan Pablo II víctima de la caída de un meteorito. Es La nona ora, escultura hiperrealista que aúna dramatismo barroco, corrosión intelectual, sensacionalismo mediático y provocación emocional. Un inicio que va a más con su extraño vínculo con las figuras tridimensionales de apariencia entre monacal y extraterrestres de Eva Aeppli, o las escenas crítico-informativas de tono monocolor sobre la actualidad geopolítica de Cilla Ericsson (1945) y Hanns Karlewski (1937), pertenecientes a la serie Nuestro padre, realizadas durante los años 60 del pasado siglo.

Destaco el juego museográfico que rodea a su dedo peineta, convirtiendo las cuatro paredes de esa sala en otros tanto peines donde las obras parecen estar seleccionadas para conformar un puzle horror vacui en el que tienen cabida firmas como Warhol (1928-1987) y Picasso (1881-1970), motivos como el feminismo y la evolución y obsolescencia tecnológica, o personajes como David Bowie. Más allá, el pelotazo del niño Hitler, de rodillas cual peregrino penitente o estudiante cumplidor, siendo arengado por el dedo pop de Roy Lichtenstein (1923-1977), evolución de aquel que animara a los jóvenes estadounidenses a alistarse para luchar contra el nazismo en la II Guerra Mundial.

La historia retorcida. Como el uso mundano del mármol en la escultura Respira, carrara sobre el suelo, sin soporte alguno, convertido en la figura de un hombre y su perro. O la épica parada en seco de Kaputt, seis caballos de presencia omnipotente y pelaje brillante pausados cuando sus cabezas acababan de atravesar la pared que les conducía a otra dimensión, a otra secuencia cuyo interruptus nos deja estupefactos.

Siete habitaciones y un jardín es el juego, el diálogo y la convivencia que Rashid Johnson (1977) establece entre el activismo antirracista de su abstracción y sus instalaciones y los fondos del museo a modo de recorrido por un hogar en el que suena música blues mientras se observa un caleidoscopio de imágenes que incluye a Jackson Pollock o Cy Twombli. Posteriormente se ven producciones audiovisuales desde una cama gigante bajo gouaches de Matisse, una instalación con composición vegetal mira de reojo a Sol Lewitt y se termina con un capítulo sobre la autoconciencia en que aparecen dibujos del marroquí Soufiane Ababri (1985) y autorretratos fotográficos de la yugoeslava Snežana Vučetić Bohm (1963) junto a una pieza audiovisual del propio Johnson.

Una planta más abajo, además de los retratos y autorretratos de Lotte Laserstein (1898–1993) en Una vida dividida, el regalo está en la sala que te permite seleccionar te sea acercado el peine que alberga la obra que elijas entre una amplia selección. Dar a un botón y ver cómo se acercan a ti seis Munch de un golpe es algo parecido a un sueño. O que aparezca de la nada un de Chirico o un Magritte o un Mondrian. Un detalle más, sumado a la museografía de sus exposiciones, al cuidado técnico de sus montajes o a la disposición de sus espacios no expositivos para el juego, la interacción y el disfrute contemplativo que hacen del Museo de Arte Moderno de Estocolmo -diseñado por Rafael Moneo e inaugurado en 1998- una institución que tener en cuenta y a la que seguirle la pista de su programación.

Asesinato (Munch, 1906)

MunchAsesinato1906

Atrás quedaron los trazos a la manera de los impresionistas, como si fueran golpes de luz sobre el lienzo, momentos que había que capturar en el escaso margen de tiempo en que el sol se deja ver en las coordenadas deseadas. Quizás por eso Munch (1863-1944) no intentó captar la falsa ilusión, ese holograma de felicidad que apenas dura un instante al que nos conduce engañados la utopía. Quizás por eso él se propuso ser más auténtico y hacer de su pincel el instrumento con el que dar imagen a lo que no se ve, a algo etéreo que no tiene fin ni principio, que está en nosotros sin saber cómo surgió, que siempre está ahí, una veces haciendo que seamos quienes somos, otras, persiguiéndonos para no dejarnos ser quienes queremos ser. Munch pintaba lo que se siente.

Unos veían el mundo de fuera hacia dentro. Él no, él al revés. El filtro comienza por uno mismo. Edward dejó a un lado las convenciones e hizo de la introspección no solo su inspiración, sino también su lenguaje. La melancolía, el miedo, la angustia son las sensaciones que le imponían la lente con la que percibía el mundo que vivía. No es la niebla la que nos entristece, no, no son los elementos externos los que nos marcan, no. Es lo que ocurre dentro de nosotros lo que determina la expresión de nuestro rostro, nuestro ceño fruncido es la señal del abrazo que no llega. Las emociones que curvan hasta atrofiar nuestra espalda marcan el inicio de un camino oscuro, de perspectiva estrecha y de un cese al que se llega mediante corte abrupto, ruptura traumática o muerte inesperada, incluso. Como en este “Asesinato” de 1906 en el que no hacen falta detalles explícitos, formas definidas o líneas precisas para dilucidar lo que puede haber ocurrido.

Del amarillo luminoso que se cuela por la ventana de fondo hasta los verdes oscuros del primer plano, del azul del vestido de la mujer en el centro de la escena al del traje de su víctima y a la sombra de su sombrero. Dos triángulos, uno que nace arriba y otro que surge de abajo, forman la composición que nos obligan a tener miedo de ser los siguientes. De que esa Carmen, esa María Magdalena no arrepentida que está en la confluencia de ambos y que nos mira sonriente, casi pérfida, considere que no ha finalizado su misión acabando con el hombre que yace en la cama en que la esperaba y haga de nosotros las siguientes víctimas cuyo cadáver será silueteado sobre el suelo. Los trazos curvos y centrífugos de las pinceladas, más largas y estiradas en la parte superior, más cortas y superpuestas en la inferior, nos dejan claro donde fluye la vida y donde pesa la muerte. Y todos y cada uno de nosotros, cada espectador, solo frente a ella, descubierto, atrapado, apuntado por esa expresión sonriente y maléfica, por esa mirada difusa que nos apunta.

Hay algo profundamente expresivo, sugerente y seductor en obras como esta de Munch que las haría convertirse años después en inspiración de los fotogramas de Fritz Lang, de las composiciones de John Huston o de las apariciones estelares de Barbara Stanwyck en algunos de los momentos estelares y seña de identidad del cine negro.

“Edward Munch. Arquetipos” en Museo Thyssen (Madrid) hasta el 17 de enero de 2016.