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«Reencuentro» en el Museo del Prado

La pinacoteca madrileña reabrió sus puertas este sábado dejando claro que la mejor manera de sobreponernos a lo que nos ha pasado los últimos meses es mostrando lo mejor de nosotros mismos. Mirándonos desde diferentes puntos de vista, dejando ver facetas rara vez compartidas y evidenciando relaciones que evidencian que somos un todo interconectado, un hoy creativo resultado de un ayer artístico y un presente innovador que ayudará a dar forma a un futuro aún por concebir.

La puerta de Goya del Museo del Prado resultaba este 6 de junio más solemne que nunca. Tenía algo de alfombra roja, de escalinata grandiosa, de preparación para una experiencia que genera recuerdo. La institución bicentenaria se ha propuesto hacer arte del arte y lanzarnos un mensaje a través de este montaje que reúne una selección de 250 de sus obras maestras. Aunque volvamos a visitarlo con mascarilla, como medio de prevención y de recuerdo de que la amenaza vírica no ha desaparecido, somos también como el ave fénix. Tras la oscuridad, surgimos más fuertes y conscientes, más presentes y capaces.

Como muestra la pieza que nos recibe, la escultura de Leo Leoni de Carlos V, venciendo al furor. Se le ha retirado su armadura y se erige fuerte, vigoroso, hercúleo, clásico y apolíneo, humanidad renacentista, como si fuera él quien también impartiera justicia en la dimensión de lo mitos y hubiera sentenciado a Ixión y Ticio a, respectivamente, girar eternamente una rueda y a ser devorado por los buitres, tal y como lo hacen en los óleos barrocos de José de Ribera que le acompañan.

La escultura de Leo Leoni y los lienzos de José de Ribera.

La entrada en la galería central es el esplendor de la vida. Al igual que en la Biblia, en ella los primeros humanos son Adán y Eva (representados por Durero, y a quienes más adelante nos volvemos a encontrar de la mano de Tiziano y, siguiendo su modelo, Rubens). Y como todo principio tiene su final, no hay mayor alegoría que la vida de Jesucristo. La anunciación de Fra Angélico a la derecha y a la izquierda El descendimiento de la cruz de Van Der Weyden, dos espectáculos de color y composición acompañados, entre otros, por el Cristo muerto de Messina. Y para que no se nos olvide gracias a quiénes estamos aquí, a los pintores, los autorretratos de Tiziano y Durero junto al trabajo (El cardenal) de otro maestro, Rafael.

Vista de la Galería Central del Museo del Prado con el montaje de «Reencuentro»

Entre periodistas realizando sus piezas, redactores que solicitaban sus impresiones sobre la nueva normalidad a los primeros visitantes, cámaras con trípodes que aprovechaban el espacio que quedaba libre por la reducción de aforo y fotógrafos que buscaban encuadres que después veremos en revistas y periódicos reflejando este día tan especial, los maestros de los Países Bajos -El Bosco, Brueghel y Patinir- captaban, cautivaban e hipnotizaban la atención de los que se introducían en su campo visual con su fineza, sutileza y precisión. Tesoros que siguen en salas laterales como la 9A, escenario del poder ascendente de la pincelada manierista de El Greco. Súmese a la agrupación de seis de sus retratos (incluido El caballero de la mano en el pecho), el encontrarse con Tomas Moro antes de pasar a la sala 8B y allí tener juntos el Agnus Dei de Zurbarán, el San Jerónimo de Georges de la Tour y el David vencedor de Goliat de Caravaggio.

El caballero de la mano en el pecho, San Jerónimo leyendo una carta y David contra Goliat.

De vuelta al núcleo arquitectónico del Palacio de Villanueva y viendo como su Director, Miguel Falomir, iba de aquí para allá con mirada supervisora y el Presidente de su Patronato, Javier Solana, paseaba con actitud meditativa, percibiendo la vibración atmosférica que se creaba entre la exposición y sus observadores, me encontré con el esplendor de la escuela veneciana del s. XVI. La disputa con los doctores de Veronés y El lavatorio de Tintoretto son dos instantes que guardan tras de sí una narración llena de personajes y momentos tan impactantes como los diálogos de esas conversaciones que no escuchamos pero que el lienzo nos transmite. Un festival italiano complementado por Carraci, Guido Reni, Gentileschi y Cavarotti.

¿Qué sentiría Velázquez si entrara en la sala de Las Meninas y la viera convertida en la máxima manifestación de su genio y excelencia? ¿Qué pensaría Felipe IV al ver los trabajos de su pintor de cámara (Las hilanderas, Los borrachos)? ¿Y todos los Austrias allí retratados si pudieran observar cómo les miramos? ¿Y los bufones? ¿Y Pablo de Valladolid? ¿Y su suegro, Francisco Pacheco? Que curioso que el Museo del Prado haya vuelto a abrir sus puertas el mismo día en que en 1599 Diego nacía en Sevilla, y un día después, pero en 1625, tuviera lugar La rendición de Breda, esa magnífica escena repleta de soldados que se puede ver en un espacio contiguo junto al impresionismo de sus vistas de la Villa Medicis. Y por si no bastaba con todo esto, dos lienzos más, epítomes de la carnalidad, La fragua de Vulcano, y la corporeidad, el Cristo crucificado.

Carlos V vuelve a caballo (en la batalla de Mühlberg) de la mano de Tiziano para recordarnos que los Austria fueron emperadores y grandes mecenas. Dinastía a la que debemos otro de los espectáculos de este recorrido y de la autoría de un importante número de obras de valor incalculable de los fondos del Museo del Prado, Peter Paul Rubens. Cada uno de los doce rostros de su apostolado es una efigie en sí mismo, la Lucha de San Jorge con el dragón te transmite la épica, el nervio y la adrenalina del conflicto, el Duque de Lerma tiene una autoridad sin par y el Cardenal Infante Fernando de Austria el temple de los que se saben vencedores. Su Adoración de los Reyes Magos es pura monumentalidad y los hombres y mujeres de sus escenas mitológicas (Diana y Calixto, Perseo y Andrómeda o Las tres gracias) son de lo más exuberante, rotundo y seductor.

Y en otro giro museográfico llega un momento dramático y cargado de tensión. Saturno devorando a su hijo (1636) visto por Rubens y por Goya (1819-1823), contiguos, juntos, acompañándose el uno al otro dando pie a comparaciones, lecturas paralelas y contrastadas sobre variantes de cómo interpretar y resolver un mismo tema, si el primero influyó en el segundo y cómo este se diferencia y qué aporta con respecto a aquel.

Saturno devorando a su hijo, visto por Rubens y por Goya.

Aunque el Museo del Prado sigue prohibiendo tomar fotografías en sus salas, algunos vigilantes hacían la vista gorda, serían los nervios, el revuelo y la ilusión de la reapertura Situación que algunos atrevidos aprovechaban para llevarse en su móvil instantáneas de Van Dyck, Alonso Cano y Murillo o de esa escena por la que confieso tener especial debilidad, El embarco de Santa Paula Romana de Claudio de Lorena. Un escenario de reminiscencias clásicas y un atardecer dorado en el que dan ganas de quedarse a vivir.

La familia de Carlos IV nos da la bienvenida al espacio en el que el protagonista máximo es el de Fuendetodos, Francisco de Goya y Lucientes. Además de disfrutar de su genio histórico (2 y 3 de mayo) y su trabajo al servicio de la Corte (Carlos III), de los aristócratas (Los duques de Osuna y sus hijos) y los intelectuales de su tiempo (Gaspar Melchor de Jovellanos), también podemos ver la que fuera su primera obra documentada (Aníbal vencedor, 1771), sus apuntes sobre Madrid (La ermita de San Isidro el día de fiesta) e, incluso, conocer a los suyos (Una manola: Leocadia Zorrilla).

Gaspar Melchor de Jovellanos, autorretrato de Francisco de Goya y Una manola: Leocadia Zorrilla.

Entrados en el siglo XIX y antes de llegar a la fecha límite de 1881 en que el nacimiento de Pablo Picasso estableció que la Historia del Arte debía seguir siendo contada (con sus excepciones) en el Museo Reina Sofía, se disfruta a lo grande con la pincelada suelta del viejo y los infantes de Mariano Fortuny, los Niños en la playa de Joaquín Sorolla, los fondos de tonalidades ocre de los retratados por Eduardo Rosales y la vista granadina de Martin Rico. Junto a todos ellos, la cuarta mujer de la exposición (tras Clara Peeters y Artemisa Gentileschi y Sofonisba Anguissola, que compartían la sala 9A junto a el Greco), Rosa Bonheur y El Cid, ese león de mirada poderosa que muchos descubrimos en La mirada del otro. Escenarios para la diferencia, la muestra organizada hace tres años con motivo del Word Pride Madrid LGTB y que desde julio pasado cuenta con un lugar en la exposición permanente.

Y cerrando el goce, disfrute, sueño y magnitud de este recorrido de 250 obras, La paz de Antonio Capellani. Mármol de Carrara esculpido neoclásicamente simbolizando el triunfo del bien sobre el mal, la victoria de la luz y la esperanza sobre la discordia y el enfrentamiento. Una interpretación artística materializada en 1811 que también nos puede valer como intención social y propósito político de nuestro tiempo. Que así sea.

Reencuentro, Museo del Prado, hasta el 13 de septiembre.

“El espíritu de la pintura”, Cai Guo-Qiang en el Prado

Cuando apenas quedan dos años para su II Centenario, nuestra principal pinacoteca pisa el acelerador para prorrogarse hacia el futuro. Una exposición elaborada específicamente para ser expuesta en sus instalaciones de un artista actual, originario de una cultura a miles de kilómetros, trabajando con materiales y técnicas inéditos en sus fondos. Una osadía con la que demostrar la actualidad, universalidad y vigencia creativa y espiritual tanto de El Greco como de otros grandes nombres de su colección como El Bosco, Velázquez, Rembrandt o Rubens.

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Como si se tratara de una secuencia narrativa, así está planteada la museografía de esta exposición que recoge, además de algunos apuntes personales, las 31 creaciones que Cai Guo-Qiang (Quanzhou, 1957) ha elaborado para el Museo del Prado.  Presentación, nudo, momento de alta tensión y desenlace que él presenta bajo los cánones de su China natal, introducción o inicio ascendente, continuación o desarrollo, giro o transformación, y unificación o conclusión. Una muestra de que a pesar de las diferencias visuales y estéticas entre Oriente y Occidente, compartimos ritmos vitales, tal y como se puede ver en este conjunto de obras creadas en los últimos meses. La última de ellas, el mural de 18 metros El espíritu de la pintura, el 23 de octubre, dos días antes de la inauguración.

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Por ley, el discurso del Prado se acaba en 1881, año del nacimiento de Pablo Picasso y fecha en la que se inicia la misión del Museo Reina Sofía, motivo por el que asociamos a este segundo todo lo que consideramos experimental y vanguardista. Sin embargo, el edificio de Villanueva no se cierra a la creación contemporánea, valgan como ejemplo exposiciones temporales anteriores como Diez picassos del Kunstmuseum Basel  o montajes elaborados ex proceso para sus instalaciones como Eduardo Arroyo. El Cordero Místico. Esta vez lo hace aún con más ambición, poniendo a disposición de Guo-Qiang como recurso escénico y visual sus futuras instalaciones del Salón de Reinos, el espacio del antiguo Palacio del Buen Retiro que en estos momentos está en proceso de recuperación para volver a albergar las obras de Velázquez, Zurbarán y otros que fueron concebidas para sus paredes.

El artista responsable del espectáculo pirotécnico de la ceremonia de inauguración de las Olimpiadas de Beijing en 2008 o de instalaciones como I want to believe que llenó de coches, entre cayéndose y flotando, el atrio del Guggenheim de Bilbao en 2009, además de haber conocido con sumo detalle la idiosincrasia de ese lugar que posteriormente fue sede del Museo del Ejército, ha buceado entre los fondos del Prado hasta dar con el artista con el que más conexión ha sentido, El Greco. Y a partir de ahí ha comenzado a trabajar.

La exposición se abre con una vista de Toledo y una serie de apóstoles en las que Cai actualiza y hace suyos los motivos del cretense que viviera hace ya más de cuatro siglos. Ambos utilizan el lienzo como soporte, pero mientras el manierista aplicaba lienzo sobre él, el chino utiliza –bien sobre una tela completamente blanca, bien habiendo trazado previamente sobre ella siluetas con plantillas- pólvora negra mezclada con pigmentos que posteriormente hace deflagrar para tras los ligeros retoques que considere necesarios, dar como resultado la obra final que vemos expuesta.

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Una técnica que exige de un alto dominio técnico en todas sus fases, en la elaboración de las mezclas –en función del color, intensidad y tonalidad que se quiera dar como resultado-, en su colocación sobre el lienzo y en su posterior quemado. Mientras lo veía pensaba en ese margen mínimo que puede conducir al error a un grabador o a un ceramista cuando introduce las piezas en el horno.

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Maneras diferentes de recrear motivos figurativos y de plasmar junto a ellos sensaciones y emociones, tanto humanas como espirituales, que hacen de la imagen final algo profundamente evocador y cuyo impacto va más allá de la retina de nuestros ojos, apelando directamente a la abstracción de nuestro interior.

Así es como entre explosiones de color y despliegues de formas resultado de la energía de la combustión, Cai refleja motivos de su cultura natal –paisajes, motivos florales u osos pandas como en la evocación del jardín de las delicias de El Bosco- o de su propia biografía –he ahí los rostros que flotan a modo de apuntes en las grandes dimensiones de Las nubes distantes-.

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El cénit de la exposición está en dos grandes lienzos. Por un lado, El sentido de la pintura, en el que plasma sobre sus 54 m2 (3 x 18 m) todas las imágenes que le ha provocado el conocimiento de las vidas, trayectorias y creaciones de figuras como Velázquez, Rembrandt o Rubens, introduciéndoles, incluso, explícitamente en ella. Y por otro, El Salón de Reinos, también elaborado en este lugar y en el que se unen lo histórico con lo actual, lo clásico con lo rompedor, lo establecido con lo innovador, el canon con su absoluta ruptura y desintegración.

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Como colofón, el audiovisual de veinte minutos que ha realizado Isabel Coixet nos permite seguir a Cai Guo-Qiang en las galerías del Museo del Prado y ser testigos de su manera de mirar, así como entrar en su estudio en New Jersey y acompañarle durante sus jornadas de trabajo en el Salón de Reinos para conocer el interesante y diferente proceso de ejecución que exige su rompedor lenguaje.

 

El espíritu de la pintura. Cai Guo-Qiang en el Prado, en el Museo Nacional del Prado (Madrid). Del 25/10/2017 al 04/03/2018.

Impresiones vienesas (III): sentir a través de la mirada

Tercer y último día completo en mi primera estancia en Viena. A primera hora de la mañana la luz del sol da directamente sobre las fachadas del barrio de los museos, el Museum District, en la zona suroeste del Ringstrasse. Edificios de estilo neoclásico –equilibrio, proporción, elegancia- construidos en lo que hasta 1857 había sido extramuros y que con el plan urbanístico puesto en marcha  en aquel momento –tirar las murallas y expandir la ciudad-dio a Viena el esplendor arquitectónico que hoy es su seña de identidad. Poco tráfico y menos gente aun paseando a las ocho de la mañana -y los pocos que lo hacían era paseando a sus perros- te producen la sensación de haberte escapado durante un momento de tus quehaceres en la corte imperial.

Dos de esos edificios construidos en la segunda mitad del s. XIX fueron las sedes del entonces museo de colecciones reales, hoy dos entidades separadas, el Kunsthistorisches y el Naturhistorisches Museum, uno dedicado a las bellas artes y el otro a la naturaleza. Pocos minutos antes de las diez estaba junto a muchos más turistas esperando a que abrieran las puertas del primero (mientras escuchaba la banda sonora de “Sonrisas y lágrimas”, ¡es lo más austríaco que tengo en mi ipod a falta de descargarme el eurovisivo “Rise like a phoenix” de Conchita!).

Pagas tus 14 euros de entrada, pasas la puerta y… ¡qué impresión! El edificio en sí mismo ya es una obra de arte, mármol blanco y negro, grandes alturas, todo decorado, un espacio central que actúa como recepción del que surgen dos escaleras a los lados y una gran escalinata al frente. No hacen falta instrucciones, te está pidiendo que la subas, está hecha para que cada escalón que asciendes sientas cómo tu emoción crece al ver a dónde vas a llegar. Antes de pisar el descanso te paras para contemplar con la boca abierta a “Teseo venciendo al centauro”. De repente el mármol de carrara se ha hecho carne, más que eso, una absoluta perfección física que exuda sensualidad hasta casi rozar la pulsión física. Tras ver a Teseo, durante un tiempo creerás que ya no es posible concebir cuerpo humano más hermosa. Realizada por Antonio Cánova para Napoleón a partir de 1805, tras la derrota de este acabó en manos del Emperador Francisco I, quien sucumbido ante su belleza le construyó incluso un templo al estilo griego en el cercano parque de Volksgarten para albergarla.

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Caravaggio, Velázquez,…

Pasados estos primeros minutos de disociación de la realidad, en la siguiente planta comencé el recorrido por la pintura italiana. Genial Caravaggio pintando en su “Virgen del Rosario” de 1605 algo que no se había hecho hasta entonces, no solo los penitentes que rezan ante la virgen parecen auténticos hombres de la calle, sino que además lo muestran con sus pies descalzos y sucios en su planta. Además, otras dos obras, un “David con la cabeza de Goliat” que te evoca otra versión suya de este tema en el Museo del Prado, y “La coronación de espinas” con sus inconfundibles efectos de luz que otorgan al aún hombre Jesucristo una dureza y sufrimiento que trasciende el lienzo para llegar hasta tu piel.

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Dos salas más allá Velázquez, con los retratos de las infantas Margarita y Maria Teresa y el del príncipe Felipe Próspero que hace unos meses pudieron verse en el Museo del Prado en la muestra “Velázquez y la familia de Felipe IV”. Curiosa sensación comprobar que nuevamente vistos a muchos kilómetros de la primera vez las miradas de sus protagonistas siguen transmitiendo la confianza que el pintor parece haberse ganado de estas tres personas en las sesiones de posado, así como la precisión de las pinceladas para crear espléndidas y detalladas vestimentas o fondos realmente inexistentes destinados a hacer más protagonistas a los miembros de la familia real.

Dejas al sevillano atrás y vuelves a la pintura italiana. La “Virgen del Prado” de Rafael (1505-06), toda delicadeza, cariño y ternura con su hijo y su primo San Juan Bautista, nada que ver con la descarada desnudez de “El suicidio de Cleopatra” de Guido Cagnazzi (1658) o la carnalidad de la “Susana y los viejos” de Tintoretto (1555-56). De otro veneciano del s. XVI, Tiziano parecen llamarte para hablar seriamente en privado sus retratados masculinos, no con la picaresca de la mirada del “Amor tallando inclinado” de Parmigianino (1534-39).

A medida que avanzas el recorrido es curioso comprobar la cantidad de nombres en que coinciden las colecciones reales de España y Austria durante su formación en los siglos XVI y XVII: Duero, Rubens, Reni,… También hay artistas anteriores, tal es el caso del flamenco Roger van der Weyden, el Museo del Prado cuenta con su “Descendimiento de la cruz” (1435) y aquí en Viena tienen un “Tríptico del calvario” (1445) que me ha recordado al primero por la composición y por el intenso azul que maneja en las vestimentas femeninas.

Sala a sala disfrutas más y más, como con los tres autorretratos de Rembrandt o las escenas populares de Pieter Brugel el Viejo. Hoy he aprendido que su “Cazadores en la nieve” realizado en 1565, está considerado la primera representación pictórica de la nieve en la historia del arte, y también he pasado largo rato observando su “Torre de Babel” (1563). Tanto como frente a los fantásticos e ingeniosos retratos de Arcimboldo -en el “Agua” formando un rostro humano de perfil a base de peces y en “Verano” otro con fruta-, el paisaje del “Bautismo de Cristo” de Patinir, el estudio de “El arte de la pintura” de Vermeer o el dolor y sufrimiento que transmite el “San Sebastián” de Mantegna.

El museo a finales del siglo XIX

El deleite de la visita a la colección de pintura del Kunsthistorisches cuenta con detalles como hacerte sentir como un visitante de finales del s. XIX, en dos de las salas grandes sus paredes está completamente ocupadas, repletas de obras como dictaminaba el canon museológico de entonces.

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En la última sala de la colección de pintura, una sorpresa, una obra de Klimt hasta ahora nunca expuesta en público por encontrarse en una colección privada: “Dama con pañuelo violeta”, retrato realizado en 1895. De aquel momento, y también de Gustav Klimt son algunos de los frescos que se pueden ver en las pechinas sobre las columnas del perímetro de la escalera central, representando alegóricamente algunos momentos de la historia de la pintura (Egipto, Roma,…).

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Buscando a Gustav Klimt

Deseoso de seguir viendo pintura y sobre todo, más de Gustav Klimt, he prescindido de visitar el resto del Kunsthistorisches Museum (arte egipcio, griego, romano, oriente medio,…) y en un paseo de cinco minutos me he colocado en el Leopold Museum, llamado así por el mecenas que lo inauguró en 2002 y al que donó todas sus colecciones a su muerte en 2010.

La carta de presentación de este museo es contar con la mayor colección en todo el mundo de Egon Schiele, así como de autores contemporáneos a su momento en Viena, como es el caso de Klimt y otros de las primeras décadas del siglo XX. De estos últimos, como de Schiele he preferido evadirme, sus obras tienen la capacidad de ponerme nervioso. Reconozco su creatividad e ingenio, pero colocarme frente a ellas me produce desasosiego e inquietud, además de incomodidad y diría que hasta disgusto. Valga como ejemplo este autorretrato del mencionado Egon Schiele.

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Volviendo a Klimt, que era mi propósito, he podido ver en su formato original algunas obras que hasta ahora para mí no eran más que reproducciones en los libros: un cartel de las muestras del grupo Sezession (“el arte por el placer del arte”), obras realizadas en sus veranos a principios del siglo junto al lago Attersee, o con la que ganó el primer premio en la Exposición Internacional de Roma en 1911, “La vida y la muerte”.

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Mientras que en muchos de los demás autores del museo –a excepción del grato descubrimiento de Albin Egger-Lienz a quien no conocía hasta ahora- sus obras me hacen pensar en creadores que manifiestan un estado interior nervioso, tenso y conflictivo, en el caso de Klimt me siento invitado a soñar, a volar, a evadirme, a imaginar. En su caso soy capaz de sentir a alguien que se quiere comunicar con quien le está viendo, me siento motivado, sonriente e ilusionado al ver sus creaciones.

Tendré que volver a Viena para seguir viendo más Klimt, a excepción de las “Ninfas” vistas en la Albertina, seguiré tras este viaje con las ganas de ver el famoso beso, Adán y Eva, Judith, el friso de Beethoven, o incluso su estudio, pero por esta vez la visita a la ciudad imperial no va a dar para más.

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Clase de historia en el Museo del Prado: Velázquez y la familia de Felipe IV

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Hoy he imaginado que en clase de arte, el profesor tan sólo nos ha dicho que acudiéramos al Museo del Prado a ver la exposición temporal sobre Velázquez y su papel como retratista real antes de su cierre el 9 de febrero, y que le contáramos lo allí visto.

Libreta en mano he ido tomando notas, leyendo la panelística y las cartelas, observando las obras, recordando lo que ya sabía sobre la época y sobre Velázquez e hilvanando con otras cuestiones que me han venido desde la memoria.

Y esto es lo que he entregado a mi imaginario profesor de historia:

“Velázquez y la familia de Felipe IV…

¿Quiénes son los personajes de los que estamos hablando?

Felipe IV, nacido en 1605, fue Rey de España desde 1621 hasta 1665. En sus 60 años de vida tuvo dos esposas. La primera fue Isabel de Borbón, con quien tuvo dos hijos, el heredero, Baltasar Carlos y la infanta María Teresa de Austria. Isabel le dejó viudo en 1644 y el Príncipe de Asturias falleció en 1646.

Para dar sucesión a la línea dinástica, Felipe IV se volvió a casar con Mariana de Austria (1634-96) en 1649, y con ella tuvo tres hijos: Margarita de Austria (1651-73), el primer heredero Felipe Próspero, que nacido en 1657 fallecería sin haber cumplido los cuatro años en 1661, y Carlos II que nacería ese mismo año y quien finalmente sucedería a su padre, siendo además el último monarca de la dinastía de los Austrias en España.

Tras la muerte de Felipe IV en 1665 y hasta que su hijo Carlos II asumiera el trono en 1675, este fue regentado por la viuda del primero y madre del segundo, la mencionada Mariana de Austria.

Y a todos estos, ¿quiénes los pintó? Principalmente Velázquez, pintor de cámara desde 1628 hasta su muerte en 1660. Tras él, los siguientes pintores de cámara fueron su yerno, Juan Bautista Martínez del Mazo (1661-67), Sebastián Herrera (1667-71) y Juan Carreño de Miranda (1671-85).

¿En qué momento comenzamos?

En 1649, mientras Felipe IV se casa en segundas nupcias con Mariana de Austria, Velázquez estaba realizando su segundo viaje a Italia con el fin de comprar pinturas y esculturas antiguas para el rey, así como establecer contactos con artistas como Pietro da Cortona para que pintaran frescos en distintas estancias reales. 

En este viaje que acabaría en mayo de 1651 Velázquez pintó al Papa Inocencio X y a otros personajes de su órbita como a su camarero Camillo Massimo, a su barbero Ferdinando Brandani o al Cardenal Camillo Astalli. Retratos de primer plano de personajes que miran directamente al espectador con miradas que transmiten el carácter de aquel al que observamos. Todos ellos con fondos casi inexistentes o apenas intuidos con precisas pinceladas en conjuntos muy sobrios basados principalmente en grandes bloques de color como marrones con tonos verdosos, que también junto a negros y carmesís se dan en sus vestimentas. Claves que definen también los retratos que a su vuelta Velázquez realizó de Felipe IV como los dos que pueden verse en la exposición, uno de la colección del Museo del Prado y otro de la National Gallery de Londres.

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Ferdinado Brandani, retrato realizado por Velázquez en Roma en 1650, y Felipe IV en 1654.

La Reina Mariana y la infanta Maria Teresa: primas antes que madrastra e hijastra

Mariana tenía sólo cuatro años más que su prima Maria Teresa, y ambas eran nietas de Felipe III. Origen familiar compartido, pero con diferentes caracteres tal y como se puede observar en los primeros planos y posados de cuerpo entero que Velázquez realizó a su vuelta a Madrid tras su periplo italiano. La Infanta María Teresa resulta más alegre, directa y viva en su directa mirada a nuestras pupilas frente a una pose más reservada de la segunda esposa de su padre.

Los parecidos están en el terreno formal que construye Velázquez. En los primeros planos (llegados desde EE.UU., María Teresa desde el Metropolitan de Nueva York y Mariana desde el Meadows Museum de Dallas) ambas presentan mejillas encarnadas, mismos cuellos en sus vestidos y detalles en sus elaborados peinados, a destacar especialmente las mariposas de la infanta María Teresa resultado de una pincelada sobria, pequeña y menuda que construye los detalles con asombrosa y corpórea precisión. Los posados coinciden por su parecida composición, ellas de cuerpo entero con trajes similares en fondos cubiertos en una parte con cortinajes y en la otra espacios que, salvo los aparadores sobre los que coloca un pequeño reloj,  aparecen insinuados de la misma manera que los fondos en los retratos realizados en Roma.

Ellas

La Reina Mariana de Austria y la Infanta María Teresa

La Infanta Margarita: hija de Mariana y hermanastra de Maria Teresa

Los retratos que hacía Velázquez de los miembros de la familia real nos permiten seguir la evolución de estos en el tiempo en que el sevillano fue pintor de cámara. Este es el caso que muestra la exposición con la infanta Margarita. De ella, nacida en 1651, podemos ver dos retratos de cuando tenía tan sólo tres años, de 1654, y otro de 1656. En ellos el trazo de la pincelada construye múltiples detalles en un juego visual de brillante técnica si te acercas al lienzo y de absoluto verismo si te alejas: el diseño de las alfombras, los lazos que luce el peinado de la infanta, los bordados de sus vestidos y los elementos de joyería que porta como broches y pulseras.

En 1659 vemos a una niña vestida de azul ya sin rasgos infantiles, es un retrato encargado para ser enviado a Viena (hoy se encuentra en el Kunsthorisches Museum de la capital austríaca) como parte de los mensajes de su padre Felipe IV para comprometerla en matrimonio con su tío el emperador Leopoldo I. Una obra donde el fondo difiere respecto a todos los vistos hasta ahora en esta exposición. Quizás por la función que tenía esta obra, Velázquez le ideó un fondo diferente y tras la infanta vemos sobre el aparador un cuadro que refleja un paisaje, dando así pie a una mayor profundidad. La niña tiene actitudes de mujer y en lugar de apoyarse en sillas como en los anteriores retratos lleva en su mano derecha un ramo de flores y en la izquierda una estola de piel.

En torno a estas obras tenemos otras en las que ver la maestría de Velázquez al reflejar a todo tipo de personajes. Otro niño retratado por Velázquez fue el hermano de Margarita, Felipe Próspero, nacido como heredero, pero que moriría a los cuatro años de edad en 1661. Cuando contaba con tan sólo dos Diego Velázquez hizo su retrato oficial en el que vemos al niño vestido con todo lujo de detalles en un entorno que tiene más profundidad que los anteriormente observados. Aquí, además del cortinaje y del aparador, vemos al fondo a la derecha una puerta que insinúa otro ambiente con diferente iluminación, lo que nos da una mayor sensación de profundidad y de espacio real. A la vida que transmiten los ojos del niño hay que unir la delicadeza de su mano apoyándose en la silla y en esta el pequeño perro que como él también nos mira con ternura. Un tamaño de perro que nada tiene que ver con el mastín de “Las Meninas”.

La vida de las miradas, la delicadeza de la pincelada en los detalles, la sobriedad de las composiciones construyendo figuras y espacios,…, elementos que en su suma construyen el resultado sobresaliente de Velázquez y que sus discípulos, como Juan Bautista Martínez del Mazo –su sucesor como pintor de cámara-, buscaron conseguir. Las paredes de la exposición incluyen tres retratos de la infanta realizados por él. Una copia del último de Velázquez, pero en color verde, obra de gran técnica pero que visto frente al original muestra una pincelada con menos soltura y unos colores que no resultan tan vivos y un espacio que no hace sentir la profundidad que aquel. De los otros dos, destacaría el que forma parte de los fondos del Museo del Prado y que durante mucho tiempo se creyó ser la última obra de Velázquez hasta que estudios recientes lo consideraron tan sólo iniciado por él (cuando en 2006 aún se creía del sevillano frente a él se situó una interpretación de la misma realizada por Picasso en el montaje de la muestra “Picasso. Tradición y vanguardia”).

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Margarita de Austria vista por Velázquez y por Martínez del Mazo

Después de Velázquez: Martínez del Mazo y Carreño

Martínez del Mazo continúa la senda del retrato colectivo de su suegro copiando sus meninas con una pincelada más tosca (parece ser que durante un tiempo se tomó esta obra por propia de Velázquez por haber sido así señalado por Gaspar Melchor de Jovellanos, en su día propietario de la tela) y retratando a su familia con las ideas que aquellas le pudieron sugerir. Al fondo de esta obra el propio Martínez del Mazo se autorretrató realizando la imagen de la infanta antes comentada, así como otra de Felipe IV en un momento en el que él ya era su pintor de cámara (1661-1667).

Fallecido Felipe IV, retrató a la reina Mariana de Austria como regente en 1666. Martínez del Mazo incluye nuevas maneras realistas en la creación del espacio pictórico, así tras la reina sentada y vestida con hábitos monacales vemos una escena de fondo en una arquitectura definida a la que llegamos visualmente siguiendo el diseño de los baldoquines del suelo. También de luto por motivo de la muerte de su padre pintó a Margarita de Austria en un lienzo con una profundidad conseguida a través de una fuga en la que llegamos a los cuatro espacios: ella en primer plano, la sala en la que se encuentra, la que se ve a través de la puerta de esta con tres personajes y otro última insinuada por una puerta en la que coloca un último personaje.  

Juan Carreño fue designado pintor de cámara en 1671, y a él debemos los primeros retratos que vemos de Carlos II, un busto a la manera de los de su padre realizados por Velázquez (fondo indefinido que destaca su rostro y los atributos sobre su ropaje en colores plata y oro) y posado de cuerpo entero llegado del Museo de BB.AA. de Oviedo (similar al de la sala 16A del Museo del Prado) en un recargado salón de los espejos del Real Alcázar de Madrid con su decoración imperial (leones sosteniendo la mesa y águilas enmarcando los espejos). En ese mismo salón, aunque con mucha más sobriedad, Juan Carreño coloca a Mariana de Austria en su retrato de esta como reina regente. Una mujer más madura que la que dos décadas antes pintara Diego Velázquez, pero que sigue siendo representada en un espacio pictórico distribuido como aquel con la misma mirada reservada de entonces mirando directamente al espectador.

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               Carlos II y su madre, la Reina Mariana de Austria, por Juan Carreño

Habían pasado ya años desde la muerte de Velázquez y de Felipe IV y aunque los nuevos pintores de cámara lo hacían evolucionar en base a su propia impronta, el retrato regio seguía bebiendo del estilo consolidado en la década de 1650.”

Fuera ya del trabajo de poner en orden las notas tomadas durante las dos veces que he ido a ver la exposición, sólo me queda añadir lo que he disfrutado haciéndolo. Me sentí estar tomando una lección de historia con la mejor ambientación posible para conocer a los personajes y su relaciones, ¡las obras de Velázquez!

Site de “Velázquez y la familia de Felipe IV” en la web del Museo del Prado.

(imágenes tomadas de las webs de Museo del Prado, Metropolitan, Meadows Museum y Kunsthistorisches Museum)