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«Reencuentro» en el Museo del Prado

La pinacoteca madrileña reabrió sus puertas este sábado dejando claro que la mejor manera de sobreponernos a lo que nos ha pasado los últimos meses es mostrando lo mejor de nosotros mismos. Mirándonos desde diferentes puntos de vista, dejando ver facetas rara vez compartidas y evidenciando relaciones que evidencian que somos un todo interconectado, un hoy creativo resultado de un ayer artístico y un presente innovador que ayudará a dar forma a un futuro aún por concebir.

La puerta de Goya del Museo del Prado resultaba este 6 de junio más solemne que nunca. Tenía algo de alfombra roja, de escalinata grandiosa, de preparación para una experiencia que genera recuerdo. La institución bicentenaria se ha propuesto hacer arte del arte y lanzarnos un mensaje a través de este montaje que reúne una selección de 250 de sus obras maestras. Aunque volvamos a visitarlo con mascarilla, como medio de prevención y de recuerdo de que la amenaza vírica no ha desaparecido, somos también como el ave fénix. Tras la oscuridad, surgimos más fuertes y conscientes, más presentes y capaces.

Como muestra la pieza que nos recibe, la escultura de Leo Leoni de Carlos V, venciendo al furor. Se le ha retirado su armadura y se erige fuerte, vigoroso, hercúleo, clásico y apolíneo, humanidad renacentista, como si fuera él quien también impartiera justicia en la dimensión de lo mitos y hubiera sentenciado a Ixión y Ticio a, respectivamente, girar eternamente una rueda y a ser devorado por los buitres, tal y como lo hacen en los óleos barrocos de José de Ribera que le acompañan.

La escultura de Leo Leoni y los lienzos de José de Ribera.

La entrada en la galería central es el esplendor de la vida. Al igual que en la Biblia, en ella los primeros humanos son Adán y Eva (representados por Durero, y a quienes más adelante nos volvemos a encontrar de la mano de Tiziano y, siguiendo su modelo, Rubens). Y como todo principio tiene su final, no hay mayor alegoría que la vida de Jesucristo. La anunciación de Fra Angélico a la derecha y a la izquierda El descendimiento de la cruz de Van Der Weyden, dos espectáculos de color y composición acompañados, entre otros, por el Cristo muerto de Messina. Y para que no se nos olvide gracias a quiénes estamos aquí, a los pintores, los autorretratos de Tiziano y Durero junto al trabajo (El cardenal) de otro maestro, Rafael.

Vista de la Galería Central del Museo del Prado con el montaje de «Reencuentro»

Entre periodistas realizando sus piezas, redactores que solicitaban sus impresiones sobre la nueva normalidad a los primeros visitantes, cámaras con trípodes que aprovechaban el espacio que quedaba libre por la reducción de aforo y fotógrafos que buscaban encuadres que después veremos en revistas y periódicos reflejando este día tan especial, los maestros de los Países Bajos -El Bosco, Brueghel y Patinir- captaban, cautivaban e hipnotizaban la atención de los que se introducían en su campo visual con su fineza, sutileza y precisión. Tesoros que siguen en salas laterales como la 9A, escenario del poder ascendente de la pincelada manierista de El Greco. Súmese a la agrupación de seis de sus retratos (incluido El caballero de la mano en el pecho), el encontrarse con Tomas Moro antes de pasar a la sala 8B y allí tener juntos el Agnus Dei de Zurbarán, el San Jerónimo de Georges de la Tour y el David vencedor de Goliat de Caravaggio.

El caballero de la mano en el pecho, San Jerónimo leyendo una carta y David contra Goliat.

De vuelta al núcleo arquitectónico del Palacio de Villanueva y viendo como su Director, Miguel Falomir, iba de aquí para allá con mirada supervisora y el Presidente de su Patronato, Javier Solana, paseaba con actitud meditativa, percibiendo la vibración atmosférica que se creaba entre la exposición y sus observadores, me encontré con el esplendor de la escuela veneciana del s. XVI. La disputa con los doctores de Veronés y El lavatorio de Tintoretto son dos instantes que guardan tras de sí una narración llena de personajes y momentos tan impactantes como los diálogos de esas conversaciones que no escuchamos pero que el lienzo nos transmite. Un festival italiano complementado por Carraci, Guido Reni, Gentileschi y Cavarotti.

¿Qué sentiría Velázquez si entrara en la sala de Las Meninas y la viera convertida en la máxima manifestación de su genio y excelencia? ¿Qué pensaría Felipe IV al ver los trabajos de su pintor de cámara (Las hilanderas, Los borrachos)? ¿Y todos los Austrias allí retratados si pudieran observar cómo les miramos? ¿Y los bufones? ¿Y Pablo de Valladolid? ¿Y su suegro, Francisco Pacheco? Que curioso que el Museo del Prado haya vuelto a abrir sus puertas el mismo día en que en 1599 Diego nacía en Sevilla, y un día después, pero en 1625, tuviera lugar La rendición de Breda, esa magnífica escena repleta de soldados que se puede ver en un espacio contiguo junto al impresionismo de sus vistas de la Villa Medicis. Y por si no bastaba con todo esto, dos lienzos más, epítomes de la carnalidad, La fragua de Vulcano, y la corporeidad, el Cristo crucificado.

Carlos V vuelve a caballo (en la batalla de Mühlberg) de la mano de Tiziano para recordarnos que los Austria fueron emperadores y grandes mecenas. Dinastía a la que debemos otro de los espectáculos de este recorrido y de la autoría de un importante número de obras de valor incalculable de los fondos del Museo del Prado, Peter Paul Rubens. Cada uno de los doce rostros de su apostolado es una efigie en sí mismo, la Lucha de San Jorge con el dragón te transmite la épica, el nervio y la adrenalina del conflicto, el Duque de Lerma tiene una autoridad sin par y el Cardenal Infante Fernando de Austria el temple de los que se saben vencedores. Su Adoración de los Reyes Magos es pura monumentalidad y los hombres y mujeres de sus escenas mitológicas (Diana y Calixto, Perseo y Andrómeda o Las tres gracias) son de lo más exuberante, rotundo y seductor.

Y en otro giro museográfico llega un momento dramático y cargado de tensión. Saturno devorando a su hijo (1636) visto por Rubens y por Goya (1819-1823), contiguos, juntos, acompañándose el uno al otro dando pie a comparaciones, lecturas paralelas y contrastadas sobre variantes de cómo interpretar y resolver un mismo tema, si el primero influyó en el segundo y cómo este se diferencia y qué aporta con respecto a aquel.

Saturno devorando a su hijo, visto por Rubens y por Goya.

Aunque el Museo del Prado sigue prohibiendo tomar fotografías en sus salas, algunos vigilantes hacían la vista gorda, serían los nervios, el revuelo y la ilusión de la reapertura Situación que algunos atrevidos aprovechaban para llevarse en su móvil instantáneas de Van Dyck, Alonso Cano y Murillo o de esa escena por la que confieso tener especial debilidad, El embarco de Santa Paula Romana de Claudio de Lorena. Un escenario de reminiscencias clásicas y un atardecer dorado en el que dan ganas de quedarse a vivir.

La familia de Carlos IV nos da la bienvenida al espacio en el que el protagonista máximo es el de Fuendetodos, Francisco de Goya y Lucientes. Además de disfrutar de su genio histórico (2 y 3 de mayo) y su trabajo al servicio de la Corte (Carlos III), de los aristócratas (Los duques de Osuna y sus hijos) y los intelectuales de su tiempo (Gaspar Melchor de Jovellanos), también podemos ver la que fuera su primera obra documentada (Aníbal vencedor, 1771), sus apuntes sobre Madrid (La ermita de San Isidro el día de fiesta) e, incluso, conocer a los suyos (Una manola: Leocadia Zorrilla).

Gaspar Melchor de Jovellanos, autorretrato de Francisco de Goya y Una manola: Leocadia Zorrilla.

Entrados en el siglo XIX y antes de llegar a la fecha límite de 1881 en que el nacimiento de Pablo Picasso estableció que la Historia del Arte debía seguir siendo contada (con sus excepciones) en el Museo Reina Sofía, se disfruta a lo grande con la pincelada suelta del viejo y los infantes de Mariano Fortuny, los Niños en la playa de Joaquín Sorolla, los fondos de tonalidades ocre de los retratados por Eduardo Rosales y la vista granadina de Martin Rico. Junto a todos ellos, la cuarta mujer de la exposición (tras Clara Peeters y Artemisa Gentileschi y Sofonisba Anguissola, que compartían la sala 9A junto a el Greco), Rosa Bonheur y El Cid, ese león de mirada poderosa que muchos descubrimos en La mirada del otro. Escenarios para la diferencia, la muestra organizada hace tres años con motivo del Word Pride Madrid LGTB y que desde julio pasado cuenta con un lugar en la exposición permanente.

Y cerrando el goce, disfrute, sueño y magnitud de este recorrido de 250 obras, La paz de Antonio Capellani. Mármol de Carrara esculpido neoclásicamente simbolizando el triunfo del bien sobre el mal, la victoria de la luz y la esperanza sobre la discordia y el enfrentamiento. Una interpretación artística materializada en 1811 que también nos puede valer como intención social y propósito político de nuestro tiempo. Que así sea.

Reencuentro, Museo del Prado, hasta el 13 de septiembre.

“Bill Viola. Espejos de lo invisible”

La combinación de tecnología, espiritualidad y estética del máximo exponente del videoarte no solo lleva un paso más allá la evolución de las bellas artes, sino también su papel como medio con el que expresarnos e indagar en esas eternas interrogantes, quiénes y cómo somos, a las que no conseguimos dar respuesta.

Más de cuarenta años de trayectoria le han permitido a Bill Viola (Nueva York, 1951) desarrollar una carrera y una obra única en sentido estricto. Basta con ver unos cuantos fotogramas de cualquiera de sus piezas para identificarlas con él y con su muy particular concepción y búsqueda de nuevos registros y sentidos de la imagen, uniendo al uso de la composición, la luz y el color de lo pictórico, el movimiento y el imponente silencio de la dimensión audiovisual.

Tecnología. Espejos de lo invisible es una síntesis de la producción de Viola (desde The reflecting pool, 1977-1979) y de su capacidad para aprovechar las posibilidades artísticas y técnicas de los distintos medios de grabación y reproducción con los que ha trabajado.

Desde lo analógico -con su correspondiente grano y afectación en la calidad de la luz y los colores- y lo digital -dejando atrás la postproducción artesanal para pasar a convertirla en un código de ceros y unos-, desde la reproducción mediante proyección a los terminales con memoria integrada y desde los monitores catódicos hasta las pantallas de alta definición de la serie de los martirios (Earth, Air, Wind, Fire, 2014).

Espiritualidad. A Bill Viola le interesa la esencia del ser humano, aquello que somos antes y después de los códigos sociales, las reglas morales y los valores espirituales. El nacimiento y la muerte. El principio y el fin (Heaven and earth, 1992) frente a frente, combinándose, uniéndose y solapándose en dos imágenes que se miran, pero que también se reflejan, hasta el punto de contenerse mutua y recíprocamente.  

Y entre uno y otro punto, ¿qué media? ¿Por qué etapas pasamos? ¿Qué tienen en común y qué diferente la infancia, la juventud y la madurez que reflejan las mujeres de Three Women (2006)? ¿Qué nos dice que ha llegado nuestro momento y qué que debemos esperar o pasar a un segundo plano? ¿Qué nos enlaza? ¿El hecho humano en sí o el biológico entendido como la genética que nos vincula emotivamente?

La ausencia de palabras, el silencio de sus proyecciones, hace que nos planteemos bajo qué filtro nos acercamos a sus propuestas y, por extensión, al mundo en el que vivimos. ¿Por qué Ablutions (2005) nos hace pensar en un ritual de pureza de religiones como el Islam o el catolicismo? ¿Dónde situaríamos los seis minutos de Basin of Tears (2009)? ¿En la filosofía zen por la indumentaria de sus protagonistas? ¿En el valle de lágrimas del cristianismo al que podríamos derivar por su título?

Estética. La oscuridad y la carnalidad del barroco está en muchas de sus piezas, especialmente en aquellas en las que la luz, a la manera de Caravaggio, tiene como único fin destacar, perfilar y tridimensionalizar la figura humana. Un logro aumentado tanto por la estaticidad de sus modelos -apenas el parpadeo de su mirada en casos como el de The Quintet of the Astonished (2000)- como por la proyección a cámara lenta y por un fondo que más que sugerido, es intuido.

También hay lugares, escenografías y decorados que remiten a la delicada humildad de los interiores de Zurbarán (Catherine’s room, 2011), con detalles y recursos en los que podemos presuponer, imaginar o antojar a la madre de James Whistler, la cotidianidad de Vermeer o, incluso, las ramas de los almendros en flor de Van Gogh.

Las dos mujeres y el hombre de Anima (2000) evocan la manera de analizar y destacar a los retratados en el Renacimiento, estilo que enmarca también el pódium y la triada protagonista de Study for Emergence (2009) sobre un azul que nos permitiría enlazar con las madonas de Rafael, con la Capilla Sixtina de Miguel Angel o con tantos otros.

Pero más allá del óleo, Viola fija también su ojo en los paisajes infinitos, en horizontes que se pierden en un más allá que lo mismo pueden ser el inicio de un encuentro (The Encounter, 2012) que de una separación de rumbos (Walking on the Edge, 2012). Miradas que más que al óleo, remiten en lo pictórico a la acuarela, a las aguadas que sobre el papel -o la pantalla en su caso- convierten en una experiencia emocional la sobrexposición lumínica de visiones desérticas como la de Chott el-Djerid (A Portrait in Light and Heat, 1979).

Bill Viola. Espejos de lo invisible, en Espacio Fundación Telefónica (Madrid), hasta el 17/05/2020.

“El espíritu de la pintura”, Cai Guo-Qiang en el Prado

Cuando apenas quedan dos años para su II Centenario, nuestra principal pinacoteca pisa el acelerador para prorrogarse hacia el futuro. Una exposición elaborada específicamente para ser expuesta en sus instalaciones de un artista actual, originario de una cultura a miles de kilómetros, trabajando con materiales y técnicas inéditos en sus fondos. Una osadía con la que demostrar la actualidad, universalidad y vigencia creativa y espiritual tanto de El Greco como de otros grandes nombres de su colección como El Bosco, Velázquez, Rembrandt o Rubens.

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Como si se tratara de una secuencia narrativa, así está planteada la museografía de esta exposición que recoge, además de algunos apuntes personales, las 31 creaciones que Cai Guo-Qiang (Quanzhou, 1957) ha elaborado para el Museo del Prado.  Presentación, nudo, momento de alta tensión y desenlace que él presenta bajo los cánones de su China natal, introducción o inicio ascendente, continuación o desarrollo, giro o transformación, y unificación o conclusión. Una muestra de que a pesar de las diferencias visuales y estéticas entre Oriente y Occidente, compartimos ritmos vitales, tal y como se puede ver en este conjunto de obras creadas en los últimos meses. La última de ellas, el mural de 18 metros El espíritu de la pintura, el 23 de octubre, dos días antes de la inauguración.

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Por ley, el discurso del Prado se acaba en 1881, año del nacimiento de Pablo Picasso y fecha en la que se inicia la misión del Museo Reina Sofía, motivo por el que asociamos a este segundo todo lo que consideramos experimental y vanguardista. Sin embargo, el edificio de Villanueva no se cierra a la creación contemporánea, valgan como ejemplo exposiciones temporales anteriores como Diez picassos del Kunstmuseum Basel  o montajes elaborados ex proceso para sus instalaciones como Eduardo Arroyo. El Cordero Místico. Esta vez lo hace aún con más ambición, poniendo a disposición de Guo-Qiang como recurso escénico y visual sus futuras instalaciones del Salón de Reinos, el espacio del antiguo Palacio del Buen Retiro que en estos momentos está en proceso de recuperación para volver a albergar las obras de Velázquez, Zurbarán y otros que fueron concebidas para sus paredes.

El artista responsable del espectáculo pirotécnico de la ceremonia de inauguración de las Olimpiadas de Beijing en 2008 o de instalaciones como I want to believe que llenó de coches, entre cayéndose y flotando, el atrio del Guggenheim de Bilbao en 2009, además de haber conocido con sumo detalle la idiosincrasia de ese lugar que posteriormente fue sede del Museo del Ejército, ha buceado entre los fondos del Prado hasta dar con el artista con el que más conexión ha sentido, El Greco. Y a partir de ahí ha comenzado a trabajar.

La exposición se abre con una vista de Toledo y una serie de apóstoles en las que Cai actualiza y hace suyos los motivos del cretense que viviera hace ya más de cuatro siglos. Ambos utilizan el lienzo como soporte, pero mientras el manierista aplicaba lienzo sobre él, el chino utiliza –bien sobre una tela completamente blanca, bien habiendo trazado previamente sobre ella siluetas con plantillas- pólvora negra mezclada con pigmentos que posteriormente hace deflagrar para tras los ligeros retoques que considere necesarios, dar como resultado la obra final que vemos expuesta.

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Una técnica que exige de un alto dominio técnico en todas sus fases, en la elaboración de las mezclas –en función del color, intensidad y tonalidad que se quiera dar como resultado-, en su colocación sobre el lienzo y en su posterior quemado. Mientras lo veía pensaba en ese margen mínimo que puede conducir al error a un grabador o a un ceramista cuando introduce las piezas en el horno.

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Maneras diferentes de recrear motivos figurativos y de plasmar junto a ellos sensaciones y emociones, tanto humanas como espirituales, que hacen de la imagen final algo profundamente evocador y cuyo impacto va más allá de la retina de nuestros ojos, apelando directamente a la abstracción de nuestro interior.

Así es como entre explosiones de color y despliegues de formas resultado de la energía de la combustión, Cai refleja motivos de su cultura natal –paisajes, motivos florales u osos pandas como en la evocación del jardín de las delicias de El Bosco- o de su propia biografía –he ahí los rostros que flotan a modo de apuntes en las grandes dimensiones de Las nubes distantes-.

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El cénit de la exposición está en dos grandes lienzos. Por un lado, El sentido de la pintura, en el que plasma sobre sus 54 m2 (3 x 18 m) todas las imágenes que le ha provocado el conocimiento de las vidas, trayectorias y creaciones de figuras como Velázquez, Rembrandt o Rubens, introduciéndoles, incluso, explícitamente en ella. Y por otro, El Salón de Reinos, también elaborado en este lugar y en el que se unen lo histórico con lo actual, lo clásico con lo rompedor, lo establecido con lo innovador, el canon con su absoluta ruptura y desintegración.

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Como colofón, el audiovisual de veinte minutos que ha realizado Isabel Coixet nos permite seguir a Cai Guo-Qiang en las galerías del Museo del Prado y ser testigos de su manera de mirar, así como entrar en su estudio en New Jersey y acompañarle durante sus jornadas de trabajo en el Salón de Reinos para conocer el interesante y diferente proceso de ejecución que exige su rompedor lenguaje.

 

El espíritu de la pintura. Cai Guo-Qiang en el Prado, en el Museo Nacional del Prado (Madrid). Del 25/10/2017 al 04/03/2018.

“Pamela I” de Manolo Valdés. Ingredientes: Rubens, Warhol y Marilyn Monroe.

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¿Dónde he visto yo antes esta imagen? Es el juego que suponen muchas de las obras de Manolo Valdés (Valencia, 1942). Respuestas posibles: Velázquez, Zurbarán, Matisse, Picasso,… Resultados en óleo sobre arpillera, grabados o esculturas, en los que leer momentos de la historia del arte, pero que a la par son auténticos, suyos, inconfundibles.

En el caso del grabado y collage “Pamela I” -utilizada por la Galería Marlborough de Madrid como imagen de la exposición que inaugura el próximo 27 de marzo- el contenido del abanico es fácil de identificar. Son más que imágenes, son iconos, las serigrafías de Marilyn Monroe creadas por Andy Warhol (1928-1987) en pleno estallido del Pop Art en los años 60 que forman parte de los fondos del MOMA de Nueva York.

La pamela que da título al grabado me sugiere ser la versión siglo XXI de la que lució en 1625 Suzanne Fourment en el retrato “El sombrero de paja” (Londres, National Gallery) que le hiciera su marido, Peter Paul Rubens.

Marilyn, Warhol y Rubens, pretextos como él los llama en el título de muchas de sus obras, que inspiran a Manolo Valdés.