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10 películas de 2023

Ganadoras y nominadas. Personajes únicos, protagonistas de historias cotidianas, pero también cargadas de simbolismo. Cintas de bajo presupuesto y producciones sin límite. Títulos que el tiempo dirá si se quedan atrás o se convierten en apuntes de la historia del séptimo arte.

«Tar». La sensibilidad, la dedicación y el ego que despiertan, suponen y exigen la vivencia personal y la práctica profesional de la música. Una puesta en escena racional, ordenada y diáfana en la que las emociones buscan la fractura por la que hacerse presente. El silencio, la mirada directa, la sobriedad gestual y la presencia estática como medios con los que ser, estar y comunicarse.

«Almas en pena de Inisherin». El día a día cien años atrás en una pequeña isla irlandesa, donde la vida es sencilla y cualquier cambio puede causar un terremoto personal y social. Paisajes sobrecogedores y una escenografía inmersiva. Personajes diáfanos perfectamente interpretados. Y una trama original y diferente centrada en las motivaciones, misterios y propósitos de la conducta humana.

«El triángulo de la tristeza». Trasládese a lo cinematográfico el espíritu voyeur del reality televisivo. Pásese de la apariencia física del mundo de la moda al hedonismo del turismo de lujo, de la obsesión por la fotogenia y la adoración de los likes a la exclusividad del sentimiento de superioridad. Un guion ácido y mordaz que funciona como el diván de un psicoanalista y un director inteligente y hábil en su propósito sociológico y su intención caricaturesca.

«La noche del 12». Galardonada con 6 premios César, este thriller combina con precisión la racionalidad y el procedimiento de toda investigación policial con los elementos emocionales y etéreos, imposibles de concretar en palabras que la rodean. Un austero y sostenido atestado en torno a la violencia de género con trazas sobre la masculinidad tóxica, el sentido del deber de los profesionales públicos y la carencia de medios de las instituciones en las que trabajan.

«The Quiet Girl». Historia honesta y sencilla. Narración humilde y sensible. Relato sobrio y preciso. La fragilidad y el miedo de la infancia y la monotonía y evitación del adulto. El encuentro, la comunicación y la compenetración entre ambas maneras de ser y estar en el mundo. Intérpretes excelentes en una producción cruda y realista, tierna y emotiva.

«Blue Jean». El deseo de vivir la intimidad con sinceridad y tranquilidad, pero sin plantarle cara a los prejuicios y las amenazas del exterior. Un equilibrio imposible que exige tomar parte y optar por la visibilidad o la mentira. Retrato de la Inglaterra de los 80 y del poder influenciador del entorno y los profesionales educativos. Una cinta más descriptiva y analítica que narrativa, pero acertada en su acercamiento social y psicológico.

«20.000 especies de abejas». Dos horas en las que la vida pide seguir su propio curso, dejando a un lado prejuicios y miedos, poniendo fin a los silencios y a las imágenes que no quisimos ver y hagamos frente a la verdad. Las relaciones intergeneracionales en la familia, el descubrimiento de la propia identidad y la aceptación por uno mismo y los demás en una cinta serena y sensible.

«Te estoy amando locamente». Más didáctica que activista, se estrenó en el momento justo, en el que la resaca del Orgullo hace pensar a muchos que todo está conseguido, pero la realidad política demuestra que aún no hemos cambiado como creíamos haberlo hecho. Una recreación conseguida de la Sevilla de 1977, un guión bien trazado y un conjunto coral de interpretaciones en el que brilla Ana Wagener.

«Oppenheimer». Retrato biográfico e histórico. Y reflexión sobre el poder de la ciencia, los límites morales del hombre y las posibilidades que surgen de la unión de ambos. Un espectáculo audiovisual con excelentes interpretaciones, un guion que evoluciona planteando, uniendo y cerrando perfectamente sus tramas, y una resolución audiovisual sobresaliente en lo narrativo y en lo estético.

«O Corno». Sobriedad y austeridad, pero máxima expresividad. Así es esta cinta rodada en gallego y ambientada en la ruralidad de 1971, en el encierro internacional de un régimen represor y en la ilegalidad de cuanto supusiera que las mujeres decidieran por y sobre sí mismas. Jaione Camborda compone una historia que oscila entre el realismo y la fábula y Janet Novás ofrece una interpretación que se hace con la película.

“O corno” o la lucha por la supervivencia

Sobriedad y austeridad, pero máxima expresividad. Así es esta cinta rodada en gallego y ambientada en la ruralidad de 1971, en el encierro internacional de un régimen represor y en la ilegalidad de cuanto supusiera que las mujeres decidieran por y sobre sí mismas. Jaione Camborda compone una historia que oscila entre el realismo y la fábula y Janet Novás ofrece una interpretación que se hace con la película.

O Corno conoce el tiempo y el lugar en el que se enmarca. Una época en que la sororidad se entendía como buena vecindad y era obligada porque no había otra manera de hacer frente al señalamiento social y la condena judicial de cuanto tuviera que ver con no desear, buscar y convertirse en un ejemplo de maternidad o, sencillamente, ser un ciudadano de segunda fila, sin derechos inherentes. Unas coordenadas, las de la isla de Arosa, marcadas por su frondosidad e intrincada orografía, por la carga salada de su atmósfera que matiza los tonos y confunde las perspectivas. Ahí es cuándo y dónde reside María.

Una mujer joven pero fuerte, ya bregada por la vida, con cicatrices. Alguien que habla con la mirada y dice con sus silencios. Valiente y capaz, siempre dispuesta a seguir. Un personaje tan bien construido que da igual si es el vehículo de la historia escrita y dirigida por Jaione Camborda o quien marca el tempo y el discurrir social e histórico de su narración a caballo entre la España oscurantista y el Portugal también sometido al retraso y atraso de una dictadura. Denuncia que O Corno no explicita, sabe mostrar sin necesidad de subrayar o dar más importancia de la que se merece a lo que no debió existir.  

Tras un inicio enraizado, con voluntad realista, apuntes sociológicos y tintes etnográficos, su paso al mapa de la huida hace que desaparezca la carga de significado que tenía el entorno y que su ritmo resulte más ambivalente por no decidir si quiere seguir por la senda del drama o explotar las posibilidades de la tensión que provoca el camino, sin posibilidad de marcha atrás, por el que ha de seguir su protagonista. Opta por combinar los dos, pero si funciona es gracias a la presencia, la mirada y la gestualidad de Janet Novás. Ella es el elemento siempre sobresaliente y que da continuidad a O corno.  

Este se hace aún más evidente en el último tercio de la película, en el que la trama, sin dejar su mirada feminista sobre situaciones dolosas y humillantes, se centra en el ánimo y la capacidad de resistencia más que en el potencial peligro que suponen para quienes las viven. O corno cierra así su círculo sobre la supervivencia moral, física y social. Una visión diferente, pero complementaria, a la que meses atrás ofrecían Las buenas compañías de Silvia Munt sobre la cuestión común del aborto y, aunque muy lejos de su tono, con el deseo de comprender el presente indagando en el pasado de quienes nos precedieron de Te estoy amando locamente. Cine que apela a la memoria histórica, a la memoria democrática.

“Las buenas compañías”

Mejor resuelta en su trama sociopolítica que en la emocional, pero aun así Silvia Munt consigue transmitirnos la dificultad de sentir, vivir y transmitir un punto de vista feminista en la España de 1977. Le falta fluidez en su guion y puesta en escena, mas es capaz de hacernos pensar sobre los riesgos de posturas actuales contrarias al aborto y a la independencia de la mujer.

Antes que el concepto de memoria democrática estuvo el de memoria histórica, su propósito era el de no olvidar y poner el foco no en quienes dañaron sino en quienes sufrieron. Hay una correlación lógica entre memoria histórica y memoria democrática, una vez que hemos rescatado de las sombras, debemos devolver su dignidad a quienes fueron ignorados, apartados y expulsados. Una misión no solo de las instituciones o del mundo académico, legislando o investigando, promoviendo y divulgando, sino también del conjunto de la población, recordando y escuchando, conociendo y reconociendo.

Ahí es donde la industria del cine puede desarrollar un papel fundamental y donde se sitúa Las buenas compañías. Toma como punto de partida a Las 11 de Basauri, otras tantas mujeres de esta localidad vizcaína acusadas de, entre 1976 y 1985, haber abortado, decisión y actuación en contra del código penal entonces vigente.

En el guión original escrito por Silvia Munt y Jorge Gil Munarriz la acción tiene dos líneas. La que nos sitúa en Rentería en 1977, en unas coordenadas de industrialización y cielos grises y un ambiente en el que, tras el 20 de noviembre de 1975, el deseo de libertad lucha contra la omnipresencia totalitarista del nacionalcatolicismo. Y la de los personajes que han supuesto, mujeres humildes y trabajadoras, luchadoras y reivindicativas, pero también humanas y débiles, con interrogantes e incertidumbres también sobre su propia identidad y proyecto de vida en el marco de la coyuntura económica, social y política de su presente.

La postproducción, el steadicam y un montaje ágil y dinámico son las claves con que se trasladan las dificultades organizativas y los elementos estructurales en contra del mensaje y la acción feminista en favor de un aborto seguro, legal y gratuito. Las personalidades y las relaciones, en cambio, están basadas en los diálogos y las interacciones visuales y corporales. Y uniendo uno y otro campo, una dirección de producción marcada por ambientes siempre nubosos, interiores de escenografía recargada y la casi constante presencia de la imaginería. Un story board que funciona, pero al que en pantalla le falta el aliento que convierta la recreación en realidad sin duda alguna sobre su autenticidad.

Las buenas compañías se sostiene por el sólido, aunque quizás excesivamente contenido, trabajo de sus actrices. Destacar a la joven Alicia Falcó, la protagonista que tiene claro qué mundo quiere, pero que a la par descubre el suyo interior, situándole ambas circunstancias frente a un entorno de diferencia de clases, heteropatriarcado y abusos, así como de ignorancia y represión. Muy bien acompañada por Itziar Ituño, en un registro muy diferente a aquel con el que llenó la pequeña pantalla en Intimidad (2022) o por otras intervenciones más secundarias, pero igualmente eficientes, como la de María Cerezuela, a quien ya viéramos en Maixabel (2021).       

“Dirty dancing”, nostalgia adolescente

La película por la que siempre recordaremos a Patrick Swayze y Jennifer Grey vuelve a los cines tres décadas después de su estreno original. Las salas están faltas de novedades comerciales y el marketing pretende que la añoranza nos lleve a ellas. El señuelo es revivir cuanto disfrutamos con esta película cuando éramos adolescentes. El riesgo es constatar que ya no lo somos y que nuestros gustos han cambiado mucho más de lo que nos creemos.

La primera vez que escuché I’ve had the time of my life sentí estar viviendo una experiencia imposible de definir y describir. Aquella canción me hizo vibrar como solo las grandes canciones lo consiguen. Los vellos preadolescentes que comenzaban a asomarse en mis brazos y piernas como escarpias, la piel de gallina, deseaba saber inglés para ser la voz de esas notas, acordes y arreglos que me elevaban. Cuando sonaba en la radio o en televisión me paralizaba, había que aprovechar aquel instante único, ¡no sabía cuándo la volvería a escuchar! Era demasiado joven como para que me dejaran ir al cine solo y tampoco me llevaron, con lo que no vi Dirty Dancing hasta unos años más tarde en televisión. Esa noche deseé que mi siguiente verano fuera rebelde y sin adultos, bailando y sin obligaciones y, puestos a soñar, practicando pasos de baile con Patrick Swayze.

Recuerdo comprar la banda sonora con uno de mis primeros sueldos, cuando elegías bien el álbum con el que querías hacerte porque seleccionar uno implicaba no escuchar otros. Me gustaron mucho, muchísimo, todos los temas, no solo el que ganó el Oscar. En particular Love is strange que me evocaba la escena en la que sonaba, Johny y Baby derrochando sensualidad y sexualidad con sus miradas y movimientos mientras ensayan su coreografía. Aún hoy la sigo escuchando, aunque ya no recurro al cd (quedó guardado en alguna caja y esta a su vez olvidada en algún rincón), sino a Spotify o a YouTube. No recuerdo cuándo exactamente, pero volví a ver la película, quizás en alguna plataforma de streaming y mi recuerdo se esfumó.

Me resultó ñoña y edulcorada, exudando un romanticismo de carpeta de instituto, prototípica del conservadurismo, la corrección y los cardados con kilos de laca de la sociedad norteamericana de los 80 del siglo XX. Personajes construidos a base de tópicos, lineales y con escasos matices, algunos resultaban más caricaturas que realidades. Aunque he de reconocer que salvo de esta quema las secuencias que comparten Patrick y Jeniffer.

A él por su presencia, a ella por su mirada, y a los dos por la química que transmiten cuando bailan juntos, aunque la leyenda negra que estos días vuelve a revivir y que nadie acierta a señalar cuándo ni cómo comenzó dice que se llevaban fatal y que el rodaje fue un infierno. Probables trucos de publicistas para conseguir promoción extra, puede que recursos banales de medios de comunicación para rellenar páginas y minutos de sus programas tanto ahora como cuando se estrenó en 1987 (en EE.UU., a España llegaría el 24 de junio de 1988).

A los que la tacharon de atrevida y moderna por una de sus tramas, les digo que fue pacata y nada disruptora. El aborto era un asunto de actualidad como resultado de la postura en contra de la administración Reagan -de la misma manera que en nuestro país por la oposición de la Iglesia y de buena parte de la sociedad a la ley que lo despenalizó en 1985- y Hollywood siempre ha sabido servirse de la actualidad para atraer nuestra atención y vender más entradas. Y en esta ocasión vendió muchas, la 20th Century Fox invirtió seis millones de dólares en su producción y acabó consiguiendo con ella más de 213.

Está claro que una película como mejor se ve y se disfruta es en pantalla grande, pero el paso del tiempo no es solo cruel con las personas, también lo puede ser con el séptimo arte por mucha remasterización digital que se le aplique a sus obras si la producción no tenía la suficiente calidad o si no estuvo dotada de los mimbres de la atemporalidad, algo que no se sabe hasta que éste transcurre. Dirty Dancing fue un producto de su época y lo más probable es que si la volvemos a ver a oscuras, sentados en una butaca acompañados de decenas de desconocidos y con un cubo de palomitas entre las manos nos demos cuenta no solo de que sigue siendo una cinta adolescente, sino de que nosotros ya no lo somos.  

10 novelas de 2020

Publicadas este año y en décadas anteriores, ganadoras de premios y seguro que candidatas a próximos galardones. Historias de búsquedas y sobre la memoria histórica. Diálogos familiares y continuaciones de sagas. Intimidades epistolares y miradas amables sobre la cotidianidad y el anonimato…

“No entres dócilmente en esa noche quieta” de Rodrigo Menéndez Salmón. Matar al padre y resucitarlo para enterrarlo en paz. Un sincero, profundo y doloroso ejercicio freudiano con el que un hijo pone en negro sobre blanco los muchos grises de la relación con su progenitor. Un logrado y preciso esfuerzo prosaico con el que su autor se explora a sí mismo con detenimiento, observa con detalle el reflejo que le devuelve el espejo y afronta el diálogo que surge entre los dos.

“El diario de Edith” de Patricia Highsmith. Un retrato de la insatisfacción personal, social y política que se escondía tras la sonrisa y la fotogenia de la feliz América de mediados del siglo XX. Mientras Kennedy, Lyndon B. Johnson y Nixon hacían de las suyas en Vietnam y en Sudamérica, sus ciudadanos vivían en la bipolaridad de la imagen de las buenas costumbres y la realidad interior de la desafección personal, familiar y social.

“Mis padres” de Hervé Guibert. Hay escritores a los imaginamos frente a la página en blanco como si estuvieran en el diván de un psicólogo. Algo así es lo que provoca esta sucesión de momentos de la vida de su autor, como si se tratara de una serie fotográfica que recoge acontecimientos, pensamientos y sensaciones teniendo a sus progenitores como hilo conductor, pero también como excusa y medio para mostrarse, interrogarse y dejarse llevar sin convenciones ni límites literarios ni sociales.

“Como la sombra que se va” de Antonio Muñoz Molina. Los diez días que James Earl Gray pasó en Lisboa en junio de 1968 tras asesinar a Martin Luther King nos sirven para seguir una doble ruta. Adentrarnos en la biografía de un hombre que caminó por la vida sin rumbo y conocer la relación entre Muñoz Molina y esta ciudad desde su primera visita en enero de 1987 buscando inspiración literaria. Caminos que enlaza con extraordinaria sensibilidad y emoción con otros como el del movimiento de los derechos civiles en EE.UU. o el de su propia maduración y evolución personal.

“La madre de Frankenstein” de Almudena Grandes. El quinto de los “Episodios de una guerra interminable” quizás sea el menos histórico de todos los publicados hasta ahora, pero no por eso es menos retrato de la España dibujada en sus páginas. Personajes sólidos y muy bien construidos en una narrativa profunda en su recorrido y rica en detalles y matices, en la que todo cuanto incluye y expone su autora constituye pieza fundamental de un universo literario tan excitante como estimulante.

«El otro barrio» de Elvira Lindo. Una pequeña historia que alberga todo un universo sociológico. Un relato preciso que revela cómo lo cotidiano puede esconder realidades, a priori, inimaginables. Una narración sensible, centrada en la brújula emocional y relacional de sus personajes, pero que cuida los detalles que les definen y les circunscriben al tiempo y espacio en que viven.

“pequeñas mujeres rojas” de Marta Sanz. Muchas voces y manos hablando y escribiendo a la par, concatenándose y superponiéndose en una historia que viene y va desde nuestro presente hasta 1936 deconstruyendo la realidad, desvelando la cara oculta de sus personajes y mostrando la corrupción que les une. Una redacción con un estilo único que amalgama referencias y guiños literarios y cinematográficos a través de menciones, paráfrasis y juegos tan inteligentes y ácidos como desconcertantes y manipuladores.

“Un amor” de Sara Mesa. Una redacción sosegada y tranquila con la que reconocer los estados del alma y el cuerpo en el proceso de situarse, conocerse y comunicarse con un entorno que, aparentemente, se muestra tal cual es. Una prosa angustiosa y turbada cuando la imagen percibida no es la sentida y la realidad da la vuelta a cuanto se consideraba establecido. De por medio, la autoestima y la dignidad, así como el reto que supone seguir conociéndonos y aceptándonos cada día.

“84, Charing Cross Road” de Helene Hanff. Intercambio epistolar lleno de autenticidad y honestidad. Veinte años de cartas entre una lectora neoyorquina y sus libreros londinenses que muestran la pasión por los libros de sus remitentes y retratan la evolución de los dos países durante las décadas de los 50 y los 60. Una pequeña obra maestra resultado de la humildad y humanidad que destila desde su primer saludo hasta su última despedida.

“Los chicos de la Nickel” de Colson Whitehead. El racismo tiene muchas manifestaciones. Los actos y las palabras que sufren las personas discriminadas. Las coordenadas de vida en que estos les enmarcan. Las secuelas físicas y psíquicas que les causan. La ganadora del Premio Pulitzer de 2020 es una novela austera, dura y coherente. Motivada por la exigencia de justicia, libertad y paz y la necesidad de practicar y apostar por la memoria histórica como medio para ser una sociedad verdaderamente democrática.

«El diario de Edith» de Patricia Highsmith

Un retrato de la insatisfacción personal, social y política que se escondía tras la sonrisa y la fotogenia de la feliz América de mediados del siglo XX. Mientras Kennedy, Lyndon B. Johnson y Nixon hacían de las suyas en Vietnam y en Sudamérica, sus ciudadanos vivían en la bipolaridad de la imagen de las buenas costumbres y la realidad interior de la desafección personal, familiar y social.

Patricia Highsmith es sinónimo de suspense y aunque pudiera parecer que esta es una novela costumbrista, que lo es, también responde a lo que se espera de ella. Desde el principio hay algo difícil de definir que hace desconfiar de la corrección con que se muestran los estadounidenses que se hicieron adultos entre el fin de la II Guerra Mundial y la dimisión de Richard Nixon. Ese es el objetivo de la también autora de El talento de Mr. Ripley, detectar y mostrar por dónde hace aguas una satisfacción que no es tal y sobre todo, qué efectos tiene en esa oscuridad, su ocultación y la imposición de un ejercicio continuado de sobreactuación para mantener el status quo del sueño y la supuesta identidad norteamericana.

El diario de Edith comienza con la mudanza de una joven pareja y su joven hijo desde su piso en Nueva York a una casa individual con parcela y camino de entrada en una pequeña población del estado de Pennsylvania. Lo que se presupone un hito en el progreso como clase media acomodada se convierte, poco a poco, en unas coordenadas de lo más opresivas a medida que dejan de verse materializadas unas expectativas que son, tal y como muestra Highsmith muy sutilmente, exigencias sistémicas.  

En el terreno profesional, Edith aspira a ser una periodista de opinión, pero su alto sentido crítico sobre las políticas liberales -a nivel nacional- e intervencionistas -en el plano internacional- de su gobierno no parece tener buena acogida ni entre los medios a los que ofrece sus artículos ni entre los lectores del diario local que pone en marcha. Con el tiempo, incluso, ni siquiera entre sus vecinos y los que ella consideraba sus amigos.

En lo familiar, su vástago poco a poco se revela como un joven sin intenciones ni motivaciones, convirtiéndose en algo así como la versión realista del esperpéntico Ignatius Reilly (el protagonista de La conjura de los necios), con quien Cliffie coincide en el tiempo (aquel fue escrito en 1962), pero que Highsmith no conocía porque la novela de John Kennedy Toole no sería publicada hasta 1980, tres años después que la suya. Súmese a ello un marido precoz en el cliché de hombre maduro que se fija en mujer joven y que huye haciendo un sangrante punto y aparte en su vida, dejándole a ella, incluso, con las cargas -en forma de tío mayor en cama- que le corresponden.

Una realidad de decepción frente a la que Edith intenta mantenerse firme, corrección que le provoca una doble reacción que Highsmith presenta con la asertividad propia del género de misterio sin llegar a desvelarnos la motivación que hay tras ella. Si el diario que escribe es producto de una mente bipolar o de una imaginación escapista. O si la de su distanciamiento con los que la rodean es la propia de alguien que se va haciendo asocial o la de una mujer valiente y una feminista pionera con opiniones avanzadas a su tiempo -y por ello incomprendida, contrariada y hasta perseguida- sobre asuntos como el aborto, la eutanasia, el adulterio, el divorcio, la homosexualidad, las drogas o el alcoholismo.

El diario de Edith, Patricia Highsmith, 1977, Editorial Anagrama.